El Premio Nobel de la paz 2011 ha sido concedido a tres mujeres africanas: dos liberianas y una yemení. Lo han recibido las tres juntas, pero lo merecía entero cada una de las tres y muchísimas más de las que nadie se acuerda. A ellas nuestra gratitud y nuestro homenaje, no por haber recibido el premio, sino por haberlo merecido.

El Premio Nobel, como todos los premios, llega siempre después de complejos laberintos, secretas negociaciones, sopesados intereses. Y no digamos en el caso de un Nobel de la Paz cuya concesión, también en este caso, habrá puesto a prueba la cordura y la imparcialidad sueca. No sé si la plena objetividad es posible en química, pero no lo es ciertamente en cuestiones de paz, porque la paz es en primer lugar cuestión de justicia, y sucede a menudo que la justicia la dicta el poder. De otro modo, difícilmente se podría comprender que en el año 1973 se le hubiera otorgado el Nobel de la paz a Alfred Kissinger que, mientras negociaba –por evitar la derrota más que por conseguir la paz– con Vietnam del Norte, sostenía dictaduras, derrocaba democracias y ordenaba asesinatos en América Latina y allí donde podía. Y costaría comprender que hace dos años, sin ir más lejos, se le diera el galardón a Barack Obama, que tal vez quiere y no puede o, más seguramente, no quiere cuanto puede a favor de la paz justa, la única verdadera. Le honra, al menos, que en esa ocasión reconociera: “No me lo merezco”.

Estas mujeres de este año sí se lo merecen: Leymah Gbowee, una sencilla trabajadora social liberiana, madre de seis hijos, infatigable soñadora y luchadora por la paz; Ellen Johnson Sirleaf, madre de cuatro hijos, liberadora y presidente de Liberia; Tawakul Kerman, yemení, madre de tres hijos, principal protagonista de la revuelta pacífica contra la dictadura de su país. Las tres son madres. ¿Y por qué lo digo, si en el caso de Kissinger y de Obama he eludido señalar su condición de padres? No lo sé muy bien, pero algo debe de tener que ver el ser madre con merecer el Nobel de la Paz. Luego volveré.

Leymah Gbowee empezó con un sueño. Primero soñó despierta que la paz en su país, Liberia, era posible. Nada es posible si primero no se sueña despierto. Pero Leymah, además, un día soñó dormida que ella lideraba un movimiento de paz. Y al despertar se dijo: “Hágase. Yo lo haré”. Y a ello se entregó y sigue entregada en alma y cuerpo, con todos sus hijos, hasta convertir el sueño en realidad. Luchó con sus armas: a veces ocupando el mercado para impedir que reclutaran niños para la guerra, a veces poniendo barricadas para impedir que los hombres allí encerrados pudieran salir mientras no acordaran la paz; otra vez, aliándose –ella, cristiana– con una musulmana para formar un movimiento interreligioso de paz; un día, proclamando: “Nos merecemos tener un futuro. Yo quiero un futuro, porque tengo hijos”. Y otro día, decidiendo: “Nuestros maridos no tocarán nuestros cuerpos hasta que logren un acuerdo de paz. No habrá sexo sin paz”. La última estrategia fue tal vez la más eficaz, pues ya se sabe por dónde flojean los varones.

Ellen Johnson Sirleaf es presidenta de Liberia desde 2005, primera mujer africana en acceder a la presidencia de un estado, otra forma de asistencia social. Liberia: un país con nombre de libertad, pero sumido en la opresión. Un pequeño y hermoso país creado para que los esclavos deportados de otro tiempo fueran libres, pero sometido luego a todas las modernas esclavitudes. Un país de solo cuatro millones de habitantes con 800.000 refugiados por la guerra. Un país con 20 médicos y sin maestros. Un país destrozado y hundido, trágica caricatura de quienes lo habían soñado y bautizado como “Liberia”, “Tierra de la libertad”. Vino ella y puso su corazón, su inteligencia, su fuerza de mujer y de madre. No en vano la llaman “Mamá Sirleaf” y “Dama de hierro”, por haber logrado también ella esa síntesis a la que las entrañas y las circunstancias han inducido a tantas mujeres. Las dificultades en su país siguen siendo inmensas. Las resistencias internas y externas perviven. Los fracasos no faltan, los errores tampoco. Pero ella sigue ahí, reengendrado a su país para la libertad y la paz.

Tawakul Kerman, primera mujer árabe en recibir el premio, es una de las protagonistas de la revuelta popular del Yemen contra el presidente Ali Abdalá Saleh y su régimen violento en el poder desde hace 33 años. Vive en una tienda de campaña en la Plaza del Cambio de Saná, convertida en un campamento en pie de paz. Y ahí, ella es la primera, por si alguien duda todavía del alcance de la primavera árabe. Fundadora de Mujeres Periodistas Sin Cadenas, ha declarado: “Por el camino de la paz, se derriban las dictaduras”. Y ha dedicado el premio “a la juventud de todos los países árabes, en especial a los de Túnez, Egipto, Libia y Siria. A todos los jóvenes de la revolución. A todas las mujeres”.

Tres mujeres por la paz, más allá del Nobel. Madres de una nueva Liberia digna de su nombre, de un nuevo Yemen, de una nueva África, de nuevos continentes asentados en la paz de la justicia.

¿Y por qué resalto su condición de mujer y madre? Es un terreno resbaladizo, y sé de antemano que, diga lo que diga, me equivocaré. No pienso que la mujer, por serlo, esté mejor preparada que el varón para hacer la paz, aun teniendo como tiene el hemisferio cerebral izquierdo más desarrollado que el varón y siendo por ello, como salta a la vista, más hábil que el varón con la palabra. La palabra es fundamental para la paz, pero no creo que esa sea la razón fundamental que ha llevado a estas mujeres y tantas otras a merecer el Nobel. La razón fundamental es, me parece, que han sido excluidas de los engranajes del poder y del sistema, y eso, aun siendo injusto, de hecho las hace más libres para derribar el sistema violento y edificar la casa de la paz. Veo el mismo fenómeno en la Iglesia, en nuestra Iglesia tan masculina: el que vive de la institución se empeña en sostenerla y difícilmente la transformará.

Luchar por la paz siendo madre tiene un mérito añadido: ¿De dónde sacan tiempo estas madres? No quiero decir que la maternidad deba demandar a la mujer más tiempo y dedicación que la paternidad al varón. Tampoco eso debiera ser así, pero, de hecho, las mujeres sostienen gran parte del peso del mundo, de la familia, de la maternidad e incluso de la paternidad. Y no digamos en África. Y las religiones son responsables de ello en buena medida. Pues he aquí que estas madres, como innumerables madres, han superado al parecer las condiciones vigentes del tiempo y del espacio. Verifican en sus vidas novedosas leyes físicas, biológicas, matemáticas y económicas, hasta hacer proezas. Y convierten la exclusión en impulso. Se merecen todos los Nobel a la vez.

(Publicado el 28 de octubre de 2011)