INVITACIÓN A LA ESPERANZA

Quiero invitar a la esperanza, a pesar de todo. Una esperanza probada y recia, alegre y tenaz. La esperanza de Jesús. La esperanza sufrida, profunda y serena de tantos profetas y profetisas de siempre. La esperanza de nuestra tierra, siempre en camino, siempre en pie, a pesar de todo. Nuestra esperanza común. Y si estas palabras son –que lo serán– demasiado vacías y desencarnadas, ponle tú carne y vida. ¡Gracias!

“Dejemos el pesimismo para tiempos mejores”, como decía aquel grafiti de un muro en Bogotá, según contó E. Galeano. En tiempos fáciles, podemos permitirnos ser pesimistas, pero hoy no. El pesimismo consume energías de esperanza. El mero optimismo también. ¿Qué es el optimismo, y qué el pesimismo? “El optimistas es el que piensa que vivimos en el mundo posible. Y el pesimista es el que piensa que el optimista tal vez tiene razón” (Z. Baumann).

La esperanza es otra cosa. Señalaré algunas pistas que pueden ayudarnos a reavivar en nosotros la llamita de la esperanza.

1. “En el principio creó Dios el cielo y la tierra”

Con estas palabras se abre el libro sagrado de la tradición judeocristiana. La Biblia empieza con un bellísimo poema. En él podemos encontrar chispas de luz, destellos de esperanza, al igual que en otros muchos relatos de creación de diversas culturas o religiones. Los mitos narran lo que nunca sucedió y que, sin embargo, acontece sin cesar y constituye lo profundo de la experiencia humana.

“Al principio” no se refiere a un tiempo pasado, al comienzo temporal del mundo, que no sabemos ni si existió. Se refiere más bien al fundamento y la fuente permanente del ser y de la vida. La creación no tuvo lugar en algún pasado remoto, sino hoy, aquí, ahora. La creación está en permanente acto, está teniendo lugar sin cesar. Estamos siendo creados. No estamos acabados y abandonados, no estamos condenados a un plan predeterminado y frío. La creación está dándose y renovándose en cada instante, y una Energía profunda y buena nos acompaña, anima y mueve. En tiempos de desesperanza es bueno recordar y decirnos: “Somos criaturas, estamos siendo amorosamente creados e impulsados a crear. Hay esperanza”.

“Al principio era el agua”, se dice en muchos mitos. Así, en un mito de los koguis se cuenta: “Primero estaba el mar. Todo estaba oscuro. El mar estaba en todas partes. El mar era la madre. La madre no era gente, ni vida ni cosa alguna. Ella era el espíritu de lo que iba a ser, y ella era pensamiento y memoria”. Bellísimo y profundo.

En el Génesis bíblico leemos: “Al principio, el Espíritu aleteaba sobre las aguas”. “Aleteaba” puede traducirse también por “vibraba”. Todo vibra en el universo: vibran las partículas y vibran los átomos, vibran las estrellas y vibran las galaxias, vibran el canto y la danza. Cada sonido es vibración y también el silencio es vibración. Dicen que el Big Bang surgió de la vibración del vacío cuántico. No entiendo lo que eso pueda ser, pero sí entiendo que el corazón de cada ser, pequeño o grande, piedra, planta o animal está vibrando. La vida es vibración.

El Espíritu que aleteaba sobre las aguas es la imagen de la vibración divina que habita y mueve en el corazón de cuanto existe. El Espíritu es la respiración universal. Todo respira, y es el Espíritu divino el que respira en todo, también en el fondo de eso que llamamos materia y que consideramos equivocadamente algo inerte y estático. No hay ninguna oposición entre lo que llamamos materia y lo que llamamos espíritu, pues la materia es matriz viviente de todo ser viviente, sintiente, pensante, consciente, y el espíritu es la manifestación o la emergencia consciente del soporte que llamamos materia y que, en última instancia, es energía.

Todo es energía, movimiento, relación, y de ahí brotan maravillosamente todas las formas de todos los seres, como de una misteriosa matriz materna. “El Espíritu –o la Ruah, femenina en hebreo– que aleteaba sobre las aguas” es una bella imagen de la matriz o del útero originario fecundo de todo cuanto es. Cuanto existe es amorosamente acogido, fecundado, gestado, portado en ese cálido útero que podemos llamar divino: “Dios”.

Mirar de este modo la realidad nos mueve a confiar, esperar, respirar. Mirémosla así: la realidad entera alentada y sin cesar fecundada por el Espíritu materno; la realidad entera cargada de infinitas nuevas posibilidades, cargada de Infinito. Podemos esperar.

2. Hemos nacido del sueño para soñar

Miremos ahora al segundo capítulo del Génesis donde se nos narra la creación del ser humano, hombre y mujer.

Se nos dice que primero fue creado Adán que significa “ser humano”, pero que es también el nombre propio del primer varón. Dejemos de lado la afirmación de que primero es creado el varón y en un segundo momento, y a partir de él, es creada la mujer. Simplemente refleja la antigua –y aún actual– cultura patriarcal que da primacía al varón, un rasgo cultural que ha de ser radicalmente superado en una lectura actual. Quedémonos con lo esencial del texto, que tal vez tiene mucho que ver con nuestra esperanza, y que la estimula.

Hemos nacido del sueño: Eva del sueño de Adán, Adán del sueño de Eva. Adán se siente solo sin Eva, y no hay esperanza en soledad, sin compañía. He aquí que Dios le hace caer en un “profundo sueño” y de su costilla, mientras duerme profundamente, crea a Eva. O de la costilla de ésta, mientras duerme –aunque el texto no diga esto–, crea al hombre. En cualquier caso, hemos nacido del sueño: esto es lo que importa resaltar.

Pero no solo eso. El sueño fecundo de Adán y de Eva puede ser entendido no solamente en su sentido literal de dormir, sino como metáfora del mundo profundo del deseo o de la transcendencia, del mundo simbólico o espiritual. Todas las criaturas somos seres finitos habitados por un deseo más grande, un dinamismo infinito, una posibilidad abierta. Que hemos nacido del sueño quiere decir, también, que hemos nacido para soñar en aquello que todavía no es pero puede ser, en aquello que aún no somos pero podemos llegar a ser.

¿Pero de qué sirve soñar? El sueño nos impide quedarnos dormidos. El sueño nos mantiene despiertos. El sueño nos lleva a soñar sueños despiertos. Y los sueños despiertos alumbran utopías.

¿Y para qué las utopías, si nunca se han realizado? Es que las utopías, como ha escrito E. Galeano, no son para que las realicemos, sino para que sepamos hacia dónde debemos dirigirnos. “Utopía” significa “no-lugar” (uk-topos), pues no existe en ninguna parte, ni tal vez existirá. El camino es la meta principal. Como el horizonte, que nunca alcanzamos, pero que nos muestra la dirección del camino. Lo mismo sucede con las utopías.

El sueño nos despierta, nos mantiene despiertos, es decir, caminando en la dirección adecuada. Nacidos del sueño, seguimos soñando, tenemos un horizonte y vamos marchando hacia él. No pretendemos alcanzarlo, pero solo si caminamos en la dirección adecuada nuestra vida será lo que es, merecerá la pena, en el camino hallaremos la dicha. Y tal vez llegaremos a pequeñas metas que nos animarán a seguir adelante. “Utopía” puede significar también “buen lugar” (eu-topos). Caminar con dirección es ya un buen lugar, y caminando así llegamos sin cesar a infinidad de buenos lugares que hacen la vida estimulante y buena. “No hay programa más movilizador que el de una buena utopía. Sobre todo si es necesaria” (José Vidal Beneyto).

Mantener el sueño despierto y seguir caminando hacia la utopía Eso es vivir en esperanza. “Somos criaturas esperanzadas” (E. Bloch). Esa esperanza nos da aliento, respiro, y el respiro nos permite ponernos en pie y seguir adelante, aunque no lleguemos. La esperanza nos permite respirar y espirar, respirar y espirar una y otra vez, y así dilatar el corazón, sentirnos unidos a la respiración universal del Espíritu en toda la creación.

Nada está acabado, todo está creándose. Sigue resonando la palabra divina del Génesis: “Hágase”, egétheto. No significa: “Sea perfecto y acabado de una vez”, sino: “Vaya siendo, vaya haciéndose poco a poco y desde sí”. El Génesis no nos habla de una creación acabada, sino de una creación dinámica, en marcha, una creación evolutiva, una evolución creadora. Todo está siempre naciendo como nuevo.

La creación, como el ser humano que forma parte de ella, está animada por un sueño, un impulso, una posibilidad. Nada está predeterminado. Ni el camino concreto ni el destino están decididos de antemano por un Dios rígido. Hay una “indeterminación” en la creación, al igual que hay una indeterminación en el estado de la materia (partícula, onda) y en la evolución de las especies. Hacen mal, por ejemplo, quienes en cuestiones morales (anticoncepción, reproducción, familia, matrimonio homosexual, investigación y terapia genética…) apelan a la “ley natural”. La “ley natural” suprema de la naturaleza y, por lo tanto, de la creación en marcha, es la carencia de leyes cerradas e inmutables, es la permanente apertura dinámica a lo nuevo, es la invención de lo incierto a través del “ensayo y del error”. La ciencia es posible gracias a que hay un orden en el funcionamiento de la materia, pero la misma ciencia muestra que el llamado “orden” es parcial, responde a aquella parte de la realidad que conocemos, pero no está cerrada de una vez para siempre. La teología ha tomar nota de ello.

El carácter abierto de la realidad, de la creación en general, es soporte y a la vez manifestación del Espíritu presente y operante en el corazón de cuanto es. Y constituye, por ello, una invitación a la esperanza, que es esa actitud de apertura y disponibilidad para prolongar la creación: “hágase”. “Hágase desde dentro”. “Hágase en mí, desde mí, según tu palabra”. Manténgase despierto el sueño para que lo imposible se haga posible y lo posible se haga realidad de una forma que nunca está decidida pero que nos necesita a todos para que tome forma.

3. Que la esperanza de Jesús sea nuestra esperanza

Jesús fue un hombre lleno de espíritu, de respiro y esperanza. Pero que nadie piense que el mundo que él conoció, padeció, amó, fue mejor que el nuestro con todas sus grandes heridas e iniquidades. Eran tiempos muy duros. ¿Qué vio Jesús?

Vio un Imperio que todo lo sometía y paralizaba, al contrario del Espíritu que aleteaba fecundándolo y potenciándolo todo. Vio cómo el Imperio se había apropiado de la tierra y del mar: cómo la tierra libre e inviolable de los padres se había convertido en un reino clientelar de Roma, “Provincia romana de Judea”; cómo el mar de Galilea con su abundante pescado, se había convertido en “Mar de Tiberíades”, ciudad romana de Galila.

Vio cómo Herodes Antipas, rey vasallo (como todos los reyes, a pesar de su nombre), había duplicado los impuestos para poder financiar las grandes construcciones con las que quería ganarse los favores de su amo. Vio cómo los pequeños propietarios de tierras, uno tras otro, se veían forzados a vender sus tierras a los grandes y convertirse en simples arrendatarios, porque no producían ni para pagar impuestos. Y vio cómo los arrendatarios no sacaban ni para pagar las rentas a los dueños de las tierras y se veían obligados a renunciar a sus arriendos y a convertirse en simples asalariados. Y vio cómo los asalariados, ahogados por las deudas, no podían sobrevivir, cómo perdían la alegría de vivir, la autoestima y la salud. Y vio que algo muy similar sucedía a los pescadores del lago y a los artesanos de las aldeas.

A pesar de ello, Jesús no se resignó. Creyó que todo podía cambiar, que todo iba a cambiar, que ya estaba transformándose todo, pues los enfermos recobraban su fe en sí mismos y se curaban, los pobres acogían la buena noticia de la liberación y se levantaban. Jesús creyó en Dios, no en un Dios lejano y separado, sino en el Dios que todo lo cuida, que habita en el corazón de cuanto es, en quien todo vive, se mueve y es. El Dios como la Ruah del Génesis.

Jesús tenía esa confianza profunda, esa esperanza activadora. Por eso dijo: “Bienaventurados los pobres, Dios está con vosotros, y nadie podrá contra vosotros. Alegraos, pues vuestras penas están a punto de acabar. ¡Alegraos!”. Tanto lo creía, que su fe le hizo un profeta subversivo y un profeta sanador.

Tanto creía Jesús en la posibilidad de transformación, que la esperaba para todos. La esperaba también para los considerados como malos, los que vivían al margen de la pureza ritual y de la pureza moral por debilidad, ignorancia o profesión. Esperaba la transformación también para los publicanos, ladrones de oficio y beneficio. La esperaba aun para los ricos que se enriquecían a costa de los pobres, como sucede siempre. “Todo es posible para Dios –decía–, incluso que los ricos se hagan solidarios. Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, pero también eso es posible para Dios, luego también para aquel que juzgamos como malo, pues Dios en su corazón, es su corazón”.

Jesús no creía en la maldad de nadie, sino en la bondad de todo. Llevaba grabada en lo más profundo de su corazón y de su palabra aquello que el Génesis afirma 7 veces, como un estribillo cósmico que recorre los átomos y las galaxias: “Todo era bueno”. Jesús no era un ingenuo, pero no dividió el mundo en buenos y malos. No era un ingenuo, pero animó a todos a ser mejores y les hizo creer que podían serlo. Él lo creía.

Jesús no condenó a nadie. Tampoco perdonó a nadie. ¡Cómo!, ¿no perdonó? No, pues el corazón del Evangelio no es el pecado, sino el sufrimiento; y el corazón del Evangelio no es el perdón entendido como absolución de una culpa, sino la curación de los heridos. Juliana de Norwich –mística inglesa del s. XIV que vivió emparedada en una estrecha celda adosada a la parroquia de Norwich, pues Dios le ensanchaba infinitamente el corazón y el horizonte del mundo ante sus ojos– lo dice en su Libro de las Visiones y Revelaciones: Dios no perdona, no porque no sea misericordia, sino porque no mira en la criatura ninguna culpa que perdonar. Así lo veía Jesús. Los llamados malos, también ellos, son en realidad extraviados y heridos, y nadie hemos de creernos mejores que nadie. Es el fundamento de la esperanza activa.

La esperanza de Jesús es nuestra esperanza. Jesús esperaba que otro mundo es no solo necesario, sino también posible, e incluso ya real y presente. Ésa es nuestra esperanza. Al igual que a Jesús, la esperanza nos da respiro y energía para hacerla realidad, para anticipar el mundo nuevo que esperamos, como hizo Jesús.

Y aunque no lo logremos, resucitaremos, como Jesús, como todos los profetas y profetisas de la Vida en todos los tiempos, pues dar la vida es resucitar.

4. Seamos como el agua

Volvamos a las aguas matrices del Génesis, sobre las que aletea la Ruah materna haciéndolas vivir, haciéndolas vitales. Miremos al agua, mirémonos en el agua. Escuchemos al agua. “El agua habla sin cesar y nunca se repite” (Octavio Paz).

El agua es la raíz vital, es el alma de la tierra, es la vida de los vivos. “Es el alma de los cuerpos y el cuerpo de las almas”, dice Joaquín Araujo en Agua, libro lírico de homenaje al agua. “Bebemos agua, lloramos agua, somos agua”, dice. “Basta mirarla para sentirnos iguales”, dice también. Seamos como el agua.

Aprendamos del agua. Seamos agua. “El ser humano de bondad suprema es como el agua: el agua en su no-hacer favorece todas las cosas”, enseña el Dao De Jing de Laozi. La humildad es su grandeza. “¿Por qué los ríos de los valles son más grandes que los arroyos? ¿Por qué los mares son más grandes que los ríos? Porque están más abajo”, dice también el Dao De Jing. El agua no busca nada, no retiene nada, y nada la puede retener.

Así lo supo ver también Jesús: “Dios hace llover para buenos y malos” (Mt 5,45). Miraba llover, y veía en el agua un sacramento de Dios. Dios es como esa lluvia que cae y que lo hace todo sin que nosotros hayamos hecho nada. Dios es gratuidad que hace vivir y que transforma todas las cosas. Isaías lo había dicho 500 años antes: “Todos los que tenéis sed, venid a beber agua; los que no tenéis dinero, venid” (Is 55,1).  Y también: “Como la lluvia y la nieve bajan del cielo, y no vuelven allá, sin empapar la tierra, fecundarla y hacerla germinar y producir la semilla para sembrar y el pan para comer, así también la palabra que sale de mis labios no vuelve a mí sin producir efecto, sino que hace lo que yo quiero y cumple la orden que le doy” (Is 55, 10-11). El agua busca el último lugar, baja hasta lo más bajo, y así lo fecunda todo, todo lo transforma sin que nos demos cuenta.

El agua es como Dios. Dios es como el agua. Hay que cuidarla como a Dios, para que ella nos cuide como Dios. Hay que cuidar el agua y a Dios para que podamos vivir. La esperanza es cuidado de la vida.

Con razón exclamó Francisco de Asís: “Loado seas, mi Señor, por la hermana agua, que es útil, humilde, preciosa y casta”. ¡Bendita sea el agua! ¡Benditos sean los que la cuidan! ¡Benditos sean todas aquellas y aquellos que son agua de bendición para sus hermanas y hermanos más humildes, para la hermana madre Tierra, rodeada de agua!

Recuperemos la fe en el agua, la fe en el Espíritu, para reanimar la esperanza. Recuperemos la fe en nosotros mismos, la fe en la otra, en el otro. Recuperemos incluso la fe en el opresor, como hizo Jesús, para liberarlo de la cruel opresión que hace padecer y que él mismo padece. Recuperemos también la fe en la Iglesia, en esta Iglesia que nos duele, la fe en otra Iglesia necesaria y posible: una Iglesia samaritana que pide y ofrece agua, que derrama aceite y vino sobre la herida; una Iglesia espiritual más allá de todas las creencias, dogmas y ritos; una Iglesia esperanzada, esperanzadora, más allá de nuestras estructuras anquilosadas, presas del interés; una Iglesia como Jesús.

“El que tenga sed, venga a mí –nos dice Jesús –. El que cree en mi, que beba! Como dice la Escritura, de su interior brotarán ríos de agua viva” (Jn 7,36-38).

Recuperemos la fe en el agua, la fe en la vida. No desistamos, no nos resignemos a la ignominia, no nos pleguemos a la ideología de la inevitabilidad, del realismo cínico. Y, como el agua, no temamos al fracaso. Pues aunque fracasemos resucitaremos. Aunque fracasemos, seremos felices, porque solo la bondad nos hará felices como a Jesús, incluso en la cruz. Como el agua que crece y fecunda cuando baja.

5. Esperemos el sábado de la creación celebrando el sábado

Vuelvo al bellísimo poema de la creación del Génesis, al final del primer relato: “El cielo y la tierra, y todo lo que hay en ellos, quedaron terminados. El séptimo día terminó Dios lo que había hecho, y descansó. Entonces bendijo el séptimo día y lo declaró día sagrado, porque en ese día descansó de todo su trabajo de creación. Esta es la historia de la creación del cielo y de la tierra” (G 2,1-4).

El séptimo día termina la creación. El cielo y la tierra no están acabados hasta el séptimo día que aun no ha llegado. ¿Cómo haremos, pues, que la creación alcance su plenitud y corona si no es haciéndola llegar al séptimo día? Pero cómo haremos que llegue al séptimo día si no es celebrando cada día, o al menos cada 7 días, la fiesta y el descanso de la vida?

La fiesta del sábado es una de las intuiciones más hondas y bellas de toda la Biblia. La creación culmina en la liturgia y el descanso sabático. La vida busca el gozo y el descanso. La vida no es para trabajar, sino para disfrutar. No hay que descansar un día a la semana para al día siguiente poder trabajar más y producir más y ganar más y cansarnos más. Eso es maldición de la vida. ¿De qué sirve trabajar más y ganar más, si con ello dañamos nuestra vida y la vida de millones de personas humanas y toda clase de vivientes? No, hay que trabajar para poder descansar y disfrutar. Dios bendijo el séptimo día y lo declaró sagrado. El descanso y el disfrute compartido del día festivo son la bendición de la vida, son el sentido de la vida, son la corona de la creación.

La vida es para celebrar y gozar juntos: ése es el sentido del sábado y de toda fiesta. “Acuérdate del sábado, para consagrárselo al Señor. Trabaja seis días y haz en ellos todo lo que tengas que hacer, pero el séptimo día es de reposo consagrado al Señor tu Dios. No hagas trabajo alguno en ese día, ni tampoco tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo o tu esclava, ni tus animales, ni el extranjero que viva contigo.  Porque el Señor hizo en seis días el cielo, la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos, y descansó el día séptimo. Por eso el Señor bendijo el sábado y lo declaró día sagrado. Durante seis días trabajarás y harás tus tareas, pero el día séptimo es un día de descanso, dedicado al Señor tu Dios: no harás en él trabajo al‑uno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija. ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tu ganado, ni el emigrante que vive en tus ciudades” (Ex 20, 8-11).

“Acuérdate del sábado”. Acuérdate de que la vida es gracia y merece ser agradecida y celebrada. Acuérdate de que tu vida no es para producir, servir, explotar, sino para saborear, compartir, saborear juntos, ser libres y hermanos. Acuérdate del sábado para relajar tus tensiones excesivas y recuperar el bienestar de la vida. Acuérdate del sábado para que toda la naturaleza descanse también y respire, y cada ser llegue realmente a ser. Acuérdate del sábado para que toda la creación sea templo del Espíritu y para que el Espíritu de Dios encuentre reposo en su creación.

Acuérdate del sábado y hazlo llegar cada semana para que la creación llegue a su fin. Que cada fiesta sea para ti y para todos los tuyos, para toda la Tierra, como el anticipo de su gloria.

La creación está aun en camino, gime en dolores de parto, hasta que la madre tierra y todos los vivientes sean plenamente libres y plenamente hermanos. Entonces descansará la tierra y todas las criaturas. Entonces la Tierra será sacramento de Dios, la vida alcanzará su gloria. Entonces todo será bueno, todo estará bien. Haz de cada día ese “entonces”. Acuérdate del sábado para hacerlo llegar.

En: Nidia Arrobo Rodas (ed.). Fe y política. Pachamama, agua, territorio y territorialidad en contexto del capitalismo global y alternativas desde la fe de los pueblos. Memoria del Tercer Encuentro Latinoamericano. Homenaje a Monseñor Leónidas Proaño, Quito, 2014, p. 176-185