A Alain Durand, sobre teísmo y posteísmo

Alain Durand, teólogo dominico francés, publicó una crítica al libro Después de Dios. Otro modelo es posible (Ed. Abyayala, Quito 2021) (“Une foi chrétienne sans Théos”, en Golias Hebdo n° 679, julio 2021). Recojo aquí mi respuesta (“A Alain Durando, sur le théisme et le posthéisme”, en Golias Magazine nº 200, noviembre de 2021).

 

Paz y bien, hermano Alain Durand.

No puedo sino agradecerle el interés y la reflexión crítica que ha dedicado al libro “Después de Dios. Otro modelo es posible”, y el respeto con que lo ha hecho. La benevolencia en la discordancia es esencial al pensamiento, más si cabe en la teología, pues ésta pretende hablar del Misterio más allá de la palabra y osa confesarlo como Comunión y Relación que religa, mueve y crea sin cesar a todos los seres desde el corazón de cada uno y del universo entero.

Permítame que, como colaborador de dicho libro, con el mismo respeto fraterno y a título meramente personal, formule algunas puntualizaciones a su artículo.

1. Empezaré con su título, “Fe cristiana sin Theos”, que me parece un tanto sesgado. Sesgado a no ser que identifique Theos solo con la imagen teísta de Dios, lo que sería discutible, además de injusto con los numerosos filósofos y teólogos de lengua griega, incluidos no pocos cristianos, que han utilizado ese nombre, Theos, en un sentido no propiamente teísta. Pero lo mismo valdría para filósofos y teólogos de otras lenguas: ¿existen razones para asignar un sentido más teísta al término Theos que a cualquiera de sus traducciones (Deus, Dios, Dieu…), o a otros nombres indoeuropeos como el germánico Gott o el ruso Bog, y no indoeuropeos como el vasco Jainkoa, al que están ligadas mis emociones más profundas desde el pecho de mi madre? El título de mi colaboración en el mencionado libro es, justamente: Dios más allá de “Dios” o del teísmo. Escribo entre comillas “Dios” en su representación teísta, y sin comillas el nombre del Misterio más real sin nombre ni representación. No me aferro a la palabra Theos o Dios, pero tampoco me resigno a desecharla para decir lo más hondo y real.

En consecuencia, comprenderá que me cuesta entender que Ud. afirme tan categóricamente: “Estos autores identifican a Dios con una cierta forma de referirnos a él”. Creo justo lo contrario: quiero, para mí mismo y todos aquellos que hoy lo deseen, liberar a Dios de la cárcel imaginaria y conceptual en la que una tradición demasiado arraigada lo ha encerrado reduciéndolo a “Dios”, y llamarlo Dios sin confinarlo entre rejas ni comillas. Lo ilusorio no es Dios, sino su representación.

2. Por lo demás, en la segunda frase de su artículo escribe: “Hoy, algunos creyentes y algunos teólogos se atreven a declarar pacíficamente: ‘Teísmo, aquí está el enemigo’ ”. No sé a quién se refiere, pero créame, amigo Durand: de ningún modo tengo al teísmo como enemigo, y lo mismo diría de cada uno y de cada una de las autoras del libro. Mis padres se murieron (él a los 97 años, ella a los 82) sin que jamás dijera ante ellos media palabra crítica de su imagen teísta de Dios. El fundamentalismo dogmático y la inhumanidad cínica son el enemigo común de teístas, posteístas y ateos.

3. Pero hablemos del teísmo. El Diccionario de la Real Academia Española lo define como “creencia en un dios como ser superior, creador del mundo”. El Petit Robert es algo más restrictivo: “Doctrina independiente de toda religión positiva que admite la existencia de un Dios único, personal, que es distinto del mundo pero ejerce una acción sobre él”. No se trata, pues, solamente de creencia en Dios, sino en un Dios como Ente Superior o Supremo que es distinto del mundo e interviene en él.

Nacida hace unos 7000 años allá por Sumeria, esa creencia no solo persiste todavía, sino que sigue siendo aún predominante en los grandes monoteísmos. En nombre de ese “Dios” se han realizado las gestas más heroicas y los crímenes más terribles. Con desiguales acentos, es la imagen vigente todavía en la mayoría de los cristianos y en la generalidad de los teólogos. Es, por supuesto, la doctrina oficial cristiana (véase el Catecismo de la Iglesia Católica).

Pues bien, esa idea ya no resulta creíble para una mayoría social en general y para los pensadores en particular, por sensibles que puedan ser al Misterio más hondo de la realidad. No hace falta combatirla como a un enemigo, ni es nuestro cometido. Se va disolviendo sola, y es misión teológica volver a decir una palabra creíble y liberadora sobre Dios a quien así lo demande, a uno mismo en primer lugar.

4. En realidad, esa imagen siempre ha resultado problemática no solo para los filósofos, sino también para los teólogos. La teología cristiana ha caminado a menudo en el filo de la contradicción, en su voluntad de salvar, por un lado, la imagen teísta, considerada vinculante o presentada como tal por los “textos sagrados” y por la doctrina del magisterio oficial, y de ser coherente, por otro lado, con las exigencias de la razón.

Así, por ejemplo, Santo Tomás de Aquino (s. XIII), adoptando el vocabulario neoplatónico de Dionisio Areopagita (s. V-VI), califica a Dios como Ipsum Esse subsistens, el Puro Ser subsistente. Este vocabulario resultaba lógico en el platónico-neoplatónico Dionisio, pues el mundo de las ideas (Platón) o el Uno fundamento del mundo (Plotino), existe realmente, con subsistencia propia en sí por encima o en el corazón de todos los entes del mundo. Pero en Tomás de Aquino, de inspiración fundamentalmente aristotélica, la fórmula de Dionisio resulta más problemática que en éste: el Ipsum Esse sugeriría por una parte la superación del teísmo, pues el ser solo puede subsistir ligado a una esencia; pero, por otra parte, Tomás de Aquino identificó en Dios la esencia y la existencia, y así remachó y fundamentó el teísmo, llamando a Dios “primer ente perfectísimo”, “primer motor inmóvil”, “causa eficiente primera”, “algo (aliquid)”, y afirmando que es “extrínseco a todo el universo” (cf. las 5 pruebas de la existencia de Dios).

Siguiendo a Aristóteles, Tomás dio así paso a una metafísica de Dios como causa exterior necesaria que se impuso en la teología cristiana, pero muy pronto iba a ser insostenible, como demostrará Kant y sentenciará Nietzsche: el Dios Ente como causa del mundo es un constructo del ser humano (cf. E. Jüngel, Dios misterio del mundo).  Queramos o no, lo sepamos o no, todos somos hijos e hijas de Nietzsche y de Heidegger.

5. En realidad, la mística universal ha apuntado siempre más allá del teísmo, no solo en las corrientes sapienciales del Oriente, sino también en las religiones monoteístas: la Cábala judía, la mística cristiana (Margarita Porette, J. Ruysbroeck, Meister Eckhart, Juan de la Cruz, Teresa de Jesús…), el sufismo musulmán…

El Maestro Eckhart y Juan de la Cruz merecen una mención aparte. Ellos anticiparon la muerte de Dios como Ente Supremo antes de que Nietzsche y Heidegger sentenciaran el fin de la metafísica afirmando que la fundamentación de la verdad, la ética y toda la realidad sobre un Dios Primer Ente necesario es un constructo mental humano. Pero Eckhart y Juan de la Cruz confesaron a Dios como la Nada plena, más allá de todo nombre y atributo humano, demasiado humano. ¿Acaso no anticipaban también con esa confesión la honda intuición mística de Nietzsche y de Heidegger, justamente a través de su nihilismo agnóstico? ¿Y no era acaso esa absoluta Vacuidad plena y ese permanente Pasar pascual lo que, 2000 años antes, habían llegado a contemplar y expresar Buda y  Heráclito?). Lo sepamos o no, lo queramos o no, los hombres y las mujeres de hoy somos hijos de Margarita Porette y del Maestro Eckhart, de Juan de la Cuz y Teresa de Jesús. Es la gracia del Kairós post-teísta que nos toca vivir.

Algunas teologías del siglo XX han realizado grandes esfuerzos especulativos –poco convincentes– por aunar la imagen teísta de Dios y el Dios crucificado (J. Moltmann), el sufrimiento de Dios (K. Kitamori, H.U. von Balthasar) o su no-omnipotencia (H. Jonas)…

Bonhöffer, Robinson, Tillich… abogaron expresamente por la superación del concepto teísta, sin mucha aceptación por parte de sus iglesias y teólogos. En las últimas décadas, destacan los intentos del jesuita católico R. Lenaers y del obispo episcopaliano J.Sh. Spong. Debemos prolongar el camino recorrido por ellos, si queremos no solamente que muera el “Dios” teísta, sino también, y sobre todo, cuidar de que no se extinga el Espíritu de la Vida.

6. La supuesta negación del carácter “personal” de Dios es una de sus objeciones de fondo a esta teología posteísta: “La negación de un Dios personal obviamente plantea problema”, escribe. Y prosigue: “Esta nueva formulación de la fe, lejos de subrayar cualquier originalidad del cristianismo, se desarrolla en beneficio de una visión impersonal de un dios sin rostro singular, una visión difusa, aunque, a sus ojos, estimulante”.

Me parecen términos abusivos, con perdón. Nunca, ni de palabra ni por escrito, he afirmado sin más que Dios no sea personal, y menos aún que sea impersonal. Todo depende de lo que entendamos por “persona”. Permítaseme, pues, un brevísimo apunte al respecto.

En las interminables e intrincadas discusiones cristológicas y trinitarias –tan llenas de equívocos y de condenas mutuas, error de errores–, entre los siglos III al V, el término persona (prosopon en griego), que en su origen significaba la máscara utilizada por los actores en los teatros a modo de altavoces, pasó a significar “sujeto” (hipóstasis en griego), un sujeto distinto de otro. Tertuliano (s. II-III) fue el primero que aplicó a la Trinidad la expresión tres personae (tres personas), dando al término persona el significado de sujeto. En esa misma línea, Boecio (s. VI) definió justamente “persona” como “substancia [o ente subsistente] individual de naturaleza racional”. Y, a pesar de todos los intentos de redefinir el concepto de persona en clave de relación y comunión, sigue significando, de hecho, un centro autoconsciente individual distinto de otro centro autoconsciente individual. Pues bien, difícilmente puede atribuirse a Dios este significado común de “persona” sin convertirlo en un Ente “meta-físico”, extrínseco al universo en general y a cada uno de los entes que lo forman en particular. Recuérdese la definición de Dios dada por el Libro de los 24 filósofos, anónimo del s. XII, en una metáfora reveladora, reveladoramente incompatible con el sentido ordinario de “persona”.: Dios es una esfera infinita cuyo centro se encuentra en todas partes y la circunferencia en ninguna.

La teología posteísta habla metafóricamente de Dios –toda teología es al fin y al cabo metafórica– como Fondo de la Realidad o, más filosóficamente (en los términos de Dionisio Areopagita y Santo Tomás, pero también de Heidegger), como el puro y pleno Ser de todo el universo o multiverso, de todo lo Real. Ahora bien, en la Realidad –en todas sus manifestaciones “físicas” (organismos, órganos, células, moléculas, átomos, partículas, ondas o campo electromagnético, en definitiva luz…)– se manifiesta o de la Realidad emerge la dimensión del Yo como consciencia, del Tú como Alteridad y del Nosotros como Comunión, y la teología posteísta no quiere de ningún modo negar al Fondo fontal de la Realidad Real nada de lo que en ella se manifiesta o de ella emerge.

Por consiguiente, Dios no es “algo” impersonal, sino infinitamente “más que personal”. No es un Yo frente a un tú, ni un Tú frente a un yo, en relación de dualidad. No es Conciencia de sí frente a otra realidad, ni Conciencia de algo fuera de sí, sino Conciencia absoluta en toda conciencia particular. No es Amante frente a amada/o, sino Amor creativo derramándose y buscando nuevas formas desde el corazón de cuanto existe. “Él inspira el deseo de todo” (Gregorio Magno). Es pura relación creativa de todo con todo, sin fusión ni distinción. Todas las formas de amor, reconocimiento, respeto, ternura, relación, compasión, solidaridad y cuidado son epifanía y encarnación de Dios, amado en todo amor.

7. Otro equívoco radical es, a mi juicio, el que le lleva a atribuir a la teología posteísta “la negación del Dios trascendente, señor del universo…, en beneficio de una realidad última, inmanente, presente en todo, incluso identificada con el Todo”.

Habla como si la transcendencia de Dios se opusiera a su inmanencia. Así sería realmente si Dios fuera un Ente superpuesto, yuxtapuesto o contrapuesto a otros entes, pero Dios no se superpone ni yuxtapone ni contrapone a nada. Es en todo. Todo se mueve, vive y es en El-Ella-Ello (cf. Hch 17,28). Es Realidad fontal, Fondo o Ser de cuanto es.

Por lo tanto, trasciende absolutamente las categorías de transcendencia-inmanencia, igual que las categorías de espacio-tiempo y de uno-dos (monismo-dualismo). El cardenal Nicolás de Cusa (s. XV) enseñó que Dios no es “relativamente otro”, sino “absolutamente otro” de todo, y por eso es “No Otro”; no es “otro de nada”. Es absolutamente inmanente y absolutamente trascendente, la absoluta trascendencia en la absoluta inmanencia (R. Panikkar).

8. Todas las cuestiones y objeciones formuladas hasta ahora confluyen, como es natural, en la cuestión cristológica. Así, al final de su texto, afirma que, de acuerdo a la teología posteísta, “conviene modificar profundamente la identidad que los cristianos le atribuyen tradicionalmente a Jesús”. Y unas líneas más adelante vierte en nombre de los autores del libro unas afirmaciones excesivamente simplificadoras: “En primer lugar, debemos reconocer que Jesús era un creyente en un Dios teísta, cosa que se ha de superar por completo. No es hijo de un dios personal que, además, lo hubiera enviado a la tierra”. Esas palabras que pone en nuestra boca no son nuestras y se prestan cuando a menos a confusión.

En primer lugar, creo que habría que matizar cuidadosamente lo que se entiende por “identidad de Jesús”. ¿Acaso “los cristianos”, así, en general, han atribuido a Jesús una única identidad? Piense en las diferentes, incluso contradictorias –Schnackenburg dixit– cristologías de las primeras comunidades cristianas (el Camino, el Justo, el profeta mártir exaltado y retenido junto a Dios hasta su retorno inmediato, el Mesías o Hijo de Dios, la Palabra preexistente encarnada…). Recuerde las controversias sin fin que enfrentaron (a veces violentamente) a las diferentes iglesias o a sus obispos antes, durante y después de la azarosa formulación de los dogmas de Nicea (325) y Calcedonia (451). Repase tantos juicios abusivos, tantos destierros atroces y condenas crueles, todo ello por utilizar unos términos en lugar de otros, o pensar de una manera en vez de otra sobre cosas que nadie sabe…

No, la identidad de Jesús no está en nuestros constructos mentales, por mucho que se presenten como única doctrina recta. La identidad de Jesús, tal como se desprende de los relatos evangélicos, con todas las diferencias que se quieran, es su vida libre, fraterno-sororal y sanadora: su libertad profética, su esperanza liberadora, su compasión con los heridos, su opción por los últimos, su reconocimiento de la mujer excluida… Ahí dio la vida, ahí resucitó, ahí encarnó a Dios, y todo eso de ningún modo lo quiero modificar, lo diga con unas palabras u otras, más o menos acertadas e inspiradoras para hoy.

9. En segundo lugar: efectivamente, Jesús creía en un Dios teísta, y no pudo ser de otra forma, pues fue un hombre judío de su tiempo, y en su pueblo y en su cultura, y en la cultura general de su tiempo, un Dios teísta era creíble y solo así podía ser entonces el santo nombre de lo más Real, de lo infinitamente poderoso y lo infinitamente íntimo: Señor y Abbá.

El Misterio último de la realidad sigue siendo hoy, en el fondo, el mismo, pero su representación teísta ya no es creíble para la inmensa mayoría de nuestra sociedad occidental, y pienso que más pronto que tarde sucederá lo mismo en otras sociedades del planeta, pero esa es otra historia. E insisto: yo no diría, como Ud. nos atribuye, que la fe en un Dios teísta “haya que superarla por completo”. Simplemente, esa fe se desmorona junto con la vieja imagen del mundo, y es preciso abrir –para nosotros mismos y la gente que lo demanda– otros caminos que nos orienten de noche a la Fuente escondida de la Realidad y de la Vida. Y ahí, más allá de todo dogma y constructo teísta o no-teísta, se halla la verdadera identidad de Jesús, que es también la nuestra y la de todo cuanto es.

10. Por eso, y en tercer lugar, resulta difícil, o más bien imposible, creer a la letra la afirmación de que Jesús es “hijo de un Dios personal que lo envió a la tierra”. “Hijo de Dios”, “Dios personal”, “que lo envió a la tierra” son tres metáforas, expresiones simbólicas abiertas que nos remiten, nos abren, “más allá” del significado: al Misterio, al Silencio, a la Vida. El mayor error histórico de la teología ha sido convertir las metáforas en dogmas y los dogmas en objeto y contenido fundamental de la fe. No fue esa la fe de Jesús, ni puede ser hoy la nuestra.

Volvamos a la fe o al fondo vital de Jesús: la bondad libre y compasiva, creativa y feliz, inspirada por una profunda confianza originaria en Dios o el Misterio fontal, más allá de la imagen que de él se hiciera. Su imagen de Dios ya no puede ser la nuestra, pero aspiramos a su experiencia humana profunda, próxima, humanizadora, universal en su particularidad, despojada de toda pretensión de exclusividad y superioridad. A esa experiencia nos anima e inspira la Presencia que emerge del fondo de la memoria y del relato evangélico, y nos sigue acompañando en nuestros caminos de cruz y de pascua.

Aizarna, 15 de julio de 2021