A Bartolomé, preso
Querido Bartolomé:
Hace unos días recibí tu carta, un folio de hermosa letra en mayúsculas. Más hermoso es lo que escribes. Así de hermoso debe de ser tu corazón, a pesar de todo lo pasado. A pesar de esos 24 años que me dices que llevas en esa cárcel. ¡24 años en la cárcel, Dios mío! 24 años sin pasear por la playa tomados de la mano, sin jugar con los hijos, sin subir a Bellver, sin mirar las rocas, el mar y el pla desde la sierra de la Tramuntana. Pero el cielo sí que lo miras sobre el estrecho patio y hasta en el fondo de tu lúgubre celda de preso común. El cielo lo llevas dentro y eres libre en medio de los barrotes. Tener la mirada pura y el alma sana, y ninguna palabra de queja, después de 24 años de cárcel es tu Milagro, el milagro de la Vida. ¡Gracias, Bartolomé! ¡Gracias a la Vida!
¡Qué bueno sería que tu carta llegara a los diez millones de presos como tú que hay en la Tierra, la cuarta parte de ellos en EEUU! Diez millones de presos en la cárcel, y miles de millones de presos en la calle, que nos creemos libres y justos y condenamos a otros para limpiar nuestra conciencia. ¡Qué bueno sería que te conociéramos todos, para que entre todos pudiéramos romper las cadenas de dentro y de fuera! Déjame, pues, que evoque, cite y glose algunos de tus bellos párrafos.
Cuentas que el sacerdote Mariano, en una de sus visitas habituales a la prisión, puso en tus manos un libro, que “me ha marcado y ha originado un proceso de cambio personal y espiritual”. Pues bendito sea el libro, pero el libro fue lo de menos. Las manos de quien te lo llevaron hicieron el milagro. Las manos de Mariano en tus hombros, su bondadosa naturalidad, su risueña cordialidad, te devolvieron la confianza, el sentimiento de tu dignidad. Te devolvieron a Dios, te sentiste querido, pudiste quererte. ¡Gracias, Mariano! ¡Y gracias a ti, hermana Sagrario!
Y sigues: “Durante un largo tiempo aparté a Dios de mi vida, culpándole de mi situación. Estaba lleno de ira, dolor, vacío y un sinfín de emociones negativas. Creía que Dios me había abandonado. Lo culpaba de todo”. ¡Cómo no ibas a apartarlo, si te lo habían apartado, te habían robado a Dios! ¿Quién? No lo sé… todos un poco. Te habían puesto en su lugar a un Soberano omnipotente y arbitrario. ¡Cómo no ibas a culparlo de todo, si todos los jueces y justos del mundo te culpaban, y tú no podías cargar con tanto peso! Tu rebeldía era, en el fondo de tu corazón, la propia rebeldía del Dios de la Vida contra el “Dios” de la justicia y de la culpa, del perdón y del castigo. Dios es inmensos ojos dulces, llenos de misericordia, que nunca vieron en ti al culpable, sino al herido. Dios es inmensa Ternura sanadora que nunca te abandonó, nunca jamás nos abandona. Es Presencia buena, eterno Ángel Bueno que nos acompaña y restaura.
“Cuando comencé a leer (…), me llené de lágrimas. Entendí lo equivocado que estaba. Dios siempre estuvo a mi lado. Necesitaba reconciliarme con Él y así lo he hecho”. Lo más profundo de ti era el Espíritu de Dios o de la Vida y no estaba equivocado dentro de ti. Dios no necesitaba reconciliarse contigo; tú necesitabas reconciliarte contigo, o con el Misterio Bueno de la Vida en el fondo de ti. Te dejaste iluminar por su luz, por tu Luz, llena de consuelo. Luz que enjuga las lágrimas, llena de gozo.
“También pedí perdón a los que hice daño. He llorado de emoción y tengo un sentimiento de paz que no conocía”. ¡Oh, el daño! A ti también te hicieron daño, pero hoy no sabrías a quién culpar por ello. La culpa no es la cuestión, sino el daño y su alivio. No sé cuál fue tu delito, ni me importa. No conozco tu historia, pero sé de antemano que si tú hiciste daño es porque tú mismo estabas herido, que no eras en verdad tú mismo, y que yo en tu lugar hubiera hecho lo mismo que tú o incluso peor. Pero eso tampoco importa mucho. Aquel daño en tu ser que te llevó a hacer daño ya está curado en ti. Ése es el milagro de la Vida. La paz es su ungüento y su testigo. ¡Ojalá esté curado también, en cuanto sea posible, el daño que hiciste a otros, ojalá que el Milagro se haya dado también en ellos! Pero una cosa es cierta: su daño no se curará porque tú sigas en la cárcel. Que todas las heridas se curen: he ahí lo que importa. ¿Cómo es posible que no lo entendamos aún?
Es una casualidad que te esté escribiendo estas líneas hoy, el día en que muchas víctimas de terribles daños se manifiestan en las calles con inmensa ira porque decenas de presos vayan a salir a la calle, al haber sido derogada por el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo la doctrina Parot, que prolongaba injusta y retroactivamente la pena de los presos. Alguien ha llegado a decir que su único consuelo era ver a sus victimarios en la cárcel. Otros han gritado “Ni olvido ni perdón”. Solo una herida todavía sangrante puede explicar que hablen así. Pero así no se curarán. Solo nos queda acompañarlos con gran pena. Y también, aunque no sé cómo, nos toca ayudarles a ver que una injusticia no se puede reparar con otra, que una herida no se puede curar con otra, y que su dolor solo se aliviará en la medida en que vayan abriendo su corazón al bálsamo de la Paz, la Paz que los habita a pesar de todo.
A todos ellos y a todos nosotros, y a ti, amigo Bartolomé, de todo corazón: Paz y Bien.
(Publicado el 20 de octubre de 2013)