A vueltas con la laicidad
A la misma hora en que el presidente español Mariano Rajoy era recibido en el Vaticano por el papa Francisco, el presidente de la Conferencia Episcopal Española Monseñor Rouco Varela, con su habitual aspereza, reprendía al Gobierno del Estado por su falta de iniciativas destinadas a reformar las leyes del aborto y del matrimonio homosexual.
La recepción de Rajoy por el papa Francisco y las declaraciones de Rouco destinadas a Rajoy ponen al descubierto que aún estamos lejos de asumir el principio de la laicidad, es decir, la necesaria separación de poderes políticos y religiosos a la hora de regular la vida pública en una sociedad plural y democrática. Las interferencias y la confusión persisten todavía. Persisten los enfrentamientos de poderes y el conflicto de intereses.
No digo que el enfrentamiento de poderes y el conflicto de intereses sean malos de por sí. Desde las plantas más simples a los animales más complejos, la vida es siempre tensión de múltiples polos, en un equilibrio inestable y delicado. Así es todo lo que es y vive. Y cuanto más complejo, todo se vuelve más frágil y vulnerable, y más necesitado de atención y miramiento. Cuanto más inseguro y herido, todo se vuelve más sagrado, y tanto más urgente se hacen la modestia y la amplitud de miras, la flexibilidad y el respeto muto. Y también la claridad. Claridad para llamar a cada cosa por su nombre: Evangelio a lo que es evangelio y poder a lo que es poder. O, como diría Jesús, para “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Eso es claridad.
¿Qué hace, por ejemplo, un papa recibiendo en su palacio como jefe de estado a otro jefe de estado? Es la mecánica del poder lo que ha traído a la institución eclesiástica hasta esa situación: el obispo de Roma, elegido por un restringido colegio de “principales” o “cardenales” de la ciudad, se convirtió en sucesor del emperador, y luego en soberano absoluto de toda la Iglesia y además en jefe de estado. Toda esa deriva que viene de lejos pero no de los orígenes constituye un grave desorden para la Iglesia de Jesús, que dijo: “No ha de ser así entre vosotros”.
¿Y qué hace el presidente del estado español siendo recibido en Roma, mientras en casa no se digna escuchar los gritos de la calle llena de parados y desahuciados, y ni siquiera admite que los periodistas le pregunten, y va dejando que la política y la democracia se degraden hasta límites intolerables? El hecho –anacrónico desde el punto de vista político, indigno desde el punto de vista religioso– de que el Vaticano sea todavía un estado ya no justifica que nadie sea recibido allí como jefe de estado.
A no ser que Rajoy viajara a Roma –cosa más que dudosa– para acordar con el papa la derogación del Acuerdo firmado en 1979 –en la época de la transición democrática española– entre el estado español y el vaticano, un acuerdo hoy sin sentido, pues concede a la iglesia católica importantes privilegios respecto de otras confesiones o religiones: en dicho acuerdo, en efecto, el estado español se compromete a ofrecer en la escuela pública la enseñanza de la religión católica, a eximir de impuestos los bienes inmuebles de la iglesia y a financiar con fondos públicos el funcionamiento ordinario de la Iglesia católica. Eran privilegios injustos y ahora son además inconstitucionales. Pero no creo que Rajoy viajara al Vaticano para poner término a esa situación irregular. Mucho sería que no hubiera viajado para reforzarla más bien. Confusiones.
¿Y qué hace, mientras tanto, el presidente de la Conferencia Episcopal Española dictando al Gobierno las reformas legales que ha de promover? Tiene, por supuesto, el derecho y el deber de expresar su opinión sobre todos los asuntos de la vida, pública o privada. Como cualquier ciudadano de a pie. Como tú, como yo. La vida es con frecuencia demasiado costosa y difícil, y todo apoyo será poco, y será poca toda palabra. Que digan, pues, los obispos la suya con plena libertad. Que la digan, eso sí, con la afabilidad y la cortesía que debieran caracterizar a los discípulos de Jesús. Y sin querer imponer como ley general lo que ellos consideran bueno ni penalizar como crimen lo que ellos consideran malo.
Como era de esperar, en su intervención Rouco se refirió a sus temas preferidos, urgiendo al Gobierno a emprender en ellos reformas legales profundas: el aborto, el matrimonio homosexual, la enseñanza de la religión. He ahí tres cuestiones a las que nunca jamás se refirió Jesús y que, no obstante, se han constituido en la causa suprema de nuestros obispos, como si el corazón del Evangelio se jugara ahí. Una gran confusión.
Es importante defender siempre la vida de todos. Pero hacen mal los obispos en considerar la ley del aborto como “una conspiración mundial” contra la vida (Monseñor Reig Plá, obispo de Alcalá) o como “holocausto silencioso” (Monseñor Munilla, obispo de San Sebastián), y hacen mal en presentar sus opiniones extremistas como doctrina de la Iglesia católica, por dos motivos fundamentales: porque la doctrina católica nunca identificó el aborto con un asesinato, y porque la mayoría de los católicos de hoy tienen una postura mucho más ponderada, y no pienso que sea porque posean menos fe y sensibilidad humana que los obispos. Por lo demás, éstos no debieran olvidar que la ley actual del aborto no hace que aumenten los abortos, sino que los regula dentro de unas garantías de mayor seguridad e igualdad.
Es importante defender a la familia y el “oficio de madre” y padre (matris munus). Pero no hacen bien los obispos en pretender que solo ellos conocen y protegen el verdadero amor humano o que solo ellos saben lo que quiere Dios o la naturaleza para las relaciones de pareja. Tampoco hacen bien en sostener que el reconocimiento legal del matrimonio homosexual lesiona algún derecho de los matrimonios heterosexuales, como no sea el derecho a que solo ellos sean llamados “matrimonios”, pero no acabo de entender qué clase de derecho es éste. ¿Las parejas heterosexuales posen acaso, por naturaleza o por revelación divina, la exclusiva de la denominación de origen “matrimonio”? Miren, por favor, a la sabia y maravillosa naturaleza, sacramento primero del misterio que llamamos Dios y revelación primera de su querer. Observen de cuántas maneras se realiza en la madre tierra el dulce oficio de padre y madre. Por lo demás, ¿acaso el Derecho Canónico no reconoce como auténtico matrimonio la unión en el amor de dos abuelitos que nunca serán padre y madre?
Es importante y urgente que nuestros niños y jóvenes sean instruidos a fondo en la historia del hecho religioso con sus luces y sombras. Pero se equivocan al reivindicar la enseñanza confesional de una religión en la escuela pública, o al reivindicar para la religión católica unos privilegios negados a las demás religiones. Por lo demás, miren los frutos: ¿no ven los obispos que los hombres y las mujeres de hoy en masa han roto con la iglesia y la religión católica, no tanto a pesar de haber estudiado la religión católica obligatoria, sino justamente por haberla estudiado?
Todos tenemos el sagrado deber de aportar nuestro granito de arena, en forma de palabra o de acción, para el bienestar de las personas y de los pueblos, el bienestar de todos los seres. Pero otra cosa son las leyes por las que se rige una sociedad. Para eso están los parlamentos, que deberían ser templos de respeto y de tolerancia mutua, santuarios de la palabra y de todos los derechos. A ningún parlamento le compete decidir sobre el bien y el mal, sobre la verdad y la mentira. Le compete más bien tejer las leyes más justas posibles, sobre la base de los consensos lo más amplios posibles, en orden a una convivencia lo más armoniosa posible de todos, sin excluir a nadie. La democracia renuncia a todos los absolutos, y aspira modestamente al máximo bien posible a través del máximo consenso posible. Eso es laicidad.
También las instituciones religiosas deberían reconciliarse profundamente con el límite y la finitud de todo lo humano, sin dejar de aspirar al absoluto que las mueve. Lo absoluto solo se da en lo finito, tan cambiante sin cesar. Las instituciones religiosas harían bien en abrazar el registro de lo parcial, lo provisorio y lo posible, sin dejar de aspirar a lo eterno. Lo eterno solo se da en el tiempo, tan efímero siempre. Una institución religiosa que pretendiera poseer la llave de la verdad o las claves del bien se desacreditaría como religión, al menos como espiritualidad. La gente lo ve.
El Espíritu divino habita en el corazón de la gente, más allá de sus creencias e increencias, de sus adhesiones o rechazos religiosos. Reconocerlo es el fundamento de la sana, de la santa laicidad.
(Publicado el 22 de abril de 2013)