Amén y aleluya

Hola, amigas, amigos:

Están los árboles desnudos y silenciosos, como las peñas. Hace unos días sopló un viento fuerte y volaron todas las hojas, como notas de una canción, o como semillas buscando la tierra materna. Y cubrieron la tierra de colores, y la tierra las irá cubriendo, y todos los despojos serán fecundos.

Es como un rito sagrado, un ritmo sagrado. Morir y vivir. La liturgia del mundo en la que todos los seres son sacerdotes. Los cristianos miramos la vida de Jesús como el gran sacramento de la vida, de la tierra, de la historia, de todos sus dolores, de todas sus promesas. Y la eucaristía es el gran rito del cosmos y de la historia, del adviento que buscan todos los otoños.

La semana pasada celebraron los jesuitas el centenario del nacimiento de Pedro Arrupe. Con esa ocasión vino a Bilbao el Superior General de la Compañía, Peter Hans Kolvenbach, y pronunció en Deusto una magnifica conferencia: “Pedro Arrupe, profeta del postconcilio”. Fue una ferviente y sólo medianamente diplomática reivindicación de la figura de Arrupe, su predecesor. Más que un homenaje. Me impresionó. Sentí que era su testamento, muy intencionado, antes de su próxima renuncia al generalato en la Congregación General de los Jesuitas que tendrá lugar después de Navidades.

La figura de Pedro Arrupe es impresionante. Bilbaíno de las siete calles, y número uno por donde pasó por delante, por ejemplo, de Severo Ochoa, futuro premio Nobel de Medicina y compañero de clase en la carrera de Medicina en Madrid. Es normal que un bilbaíno sea número uno, pero Arrupe aprendió a ser el último, a renunciar a todo, a dejarse despojar como un árbol de todas sus hojas, y quedarse sin nada y no ser nada. No hay otra forma de ser todo en Todo, de que Dios sea todo en todas las cosas, pues Dios es misterio de donación.

La vida le probó duramente. Conoció el exilio a raíz del golpe franquista, la cárcel en Japón acusado de espionaje (“el mes más instructivo de mi vida”), el horror de la bomba atómica en Hiroshima (contaba que al día siguiente, a la vista de las calles cubiertas de cadáveres incontables, sólo después de sobreponerse a una gran resistencia pudo decir en la misa: Dominus vobiscum. Sí, el Señor estaba con ellos, sobre todo con ellos, sobre todo entonces. Y aquella mañana, en Hiroshima, los pájaros seguían cantando. Era, a pesar de todo, mañana de Pascua).

Elegido Superior General de los Jesuitas en 1967, justo al final del Concilio, Arrupe quiso airear la Compañía con aquel poderoso soplo del Espíritu que inesperadamente había irrumpido en las aulas del Concilio, y había sacudido los cimientos del Vaticano luego se han reforzado, y había zarandeado muchas capas y mitras. Fue un infatigable profeta de la novedad, del Espíritu que todo lo renueva, del Dios del Apocalipsis que dice: “He aquí que hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5), de la novedad que es Jesús, aquel que, en palabras de San Ireneo “aportó consigo toda la novedad, para renovar y dar vida al ser humano”. Nada más ser elegido Superior General, llamó a la Compañía a un “éxodo radical lleno de incertidumbres y de responsabilidades; un éxodo que implicaba el abandono de todo un conjunto de actitudes, de concepciones, de prioridades”. Se trataba en palabras de Peter Hans Kolvenbach de “salir de un mundo lleno de seguridades afirmadas, heredadas de la tradición secular de la Iglesia y de la Compañía, para entrar en otro mundo aún in fieri, desconocido para nosotros, pero al que Dios nos llamaba”.

La apuesta por la renovación le costó a Arrupe innumerables resistencias y sinsabores dentro y fuera de la Compañía. Lo más doloroso llegó en 1981, cuando, en un gesto inusitado, el papa Juan Pablo II le destituyó de Superior General de la Compañía… Arrupe, el número uno bilbaíno, se sometió, se retiró y se calló hasta su muerte 10 años después, pues una trombosis acababa de privarle de palabra, aunque no de lucidez mental. ¿Se puede hablar más alto y más claro que Arrupe en esos diez años de lenta agonía en silencio? ¿Se puede ser más libre?

Dicen que sus últimas palabras fueron “Por el presente Amén y por el futuro Aleluya”. ¿No hablan así también las hojas que vuelan?

¡Paz y bien, amig@s!

(Publicado el 21 de noviembre de 2007)