APUNTES PARA UN DIALOGO INTERRELIGIOSO (y II)

Este artículo es continuación del que publiqué en el número anterior de esta revista. Allí ponía de relieve, por un lado, el fenómeno de “desplazamiento” radical que el diálogo interreligioso provoca en la teología actual, y exponía, por otro lado, las actitudes existenciales y espirituales con las que debemos situarnos ante el creyente de otras religiones. Faltan por desarrollar los puntos más delicados y difíciles, y quiero abordarlos en esta Segunda Parte: los criterios hermenéuticos exigidos por el diálogo y la problemática teológica de fondo planteada en el mismo. Las actitudes existenciales expuestas en el apartado III ‑ se trata en verdad de actitudes “espirituales” ‑ constituyen seguramente la condición primera y decisiva para un verdadero diálogo; el diálogo es un acto espiritual más que un discurso teórico. Pero, en la medida en que queremos pensar la fe, es preciso también trasladar el diálogo al concepto, entender la propia confesión en categorías tales que quepa un auténtico diálogo en el pensamiento, sin que dependa únicamente de las buenas disposiciones personales. El diálogo requiere también la conversión de los conceptos.

A precio, eso sí, de mil perplejidades e incertidumbres. A precio de estar siempre en actitud espiritual e intelectual de búsqueda y conversión. Lo exige la fe, tanto como la “inteligencia de la fe”. Lo exige también la problemática aquí abordada, tan compleja como apasionante.

III. CRITERIOS HERMENEUTICOS

La teología ha sido siempre necesariamente interpretación y relectura, pero es de la teología actual de la que se ha dicho con razón que ha pasado “del saber a la interpretación”[1]. Más que nunca, la teología es hoy hermenéutica: no tanto un saber positivo de la fe “objetivamente” expuesta en los textos, sino una reinterpretación siempre provisional y sin cesar retomada de la fe evocada en los textos[2]. Y considero imprescindible apuntar siquiera algunos “criterios hermenéuticos” sin los que no será posible comprender debidamente el planteamiento y las afirmaciones teológicas que desarrollaré en el apartado IV.

1. La fe no se identifica con el lenguaje

La fe es inseparablemente un don de Dios y una experiencia humana, un don de Dios que toma cuerpo y carne precisamente en la contextura de la existencia humana con todas sus dimensiones. Dios no se revela “directamente”, sino en la historia y las vicisitudes, los encuentros y los conflictos, los horizontes y los dramas de la existencia humana, vividos precisamente por el hombre como experiencia de fe, como éxodo de Dios y como éxodo hacia Dios, como brecha de Dios en su existencia y como trascendencia de sí por encima de sí, como voz y vestigio del Dios eterno en su vida y como lugar de escucha y respuesta. La experiencia humana vivida en fe ‑ lo que el hombre sufre y espera, tanto o más que lo que “sabe ‑ es la mediación necesaria de toda manifestación de Dios. El hombre mismo es el “lenguaje de Dios”[3].

Ello significa, en consecuencia, que el hombre no sabe hablar de Dios sino desde sí, y significa igualmente que, desde sí, el hombre puede hablar de Dios, es más, en él puede hablar Dios. Si la experiencia humana se convierte para el creyente en lugar de la manifestación y de la experiencia de Dios, la palabra humana se convierte también en un “decir a Dios” y, más aún, en un “decir de Dios”. En la palabra, el hombre se dice a sí mismo, dice a Dios y en ella se dice Dios. La última posibilidad de la palabra humana es no solamente que el hombre pronuncie a Dios, sino que en ella se pronuncie Dios.

¿Pero no son excesivas estas afirmaciones para una palabra, la nuestra, que nunca pasa de ser ensayo y balbuceo? En efecto. Pero es precisamente el exceso, el excederse, lo que constituye al ser humano, y también a su palabra. El excederse hacia Dios y desde Dios. Así concibe al hombre el hombre religioso. Pero esto se presta a abusos, apresuramientos y cortocircuitos. Pues, de la misma manera que Dios no se revela en directo, tampoco el hombre percibe a Dios en directo, ni lo puede decir en directo, sino siempre a través precisamente de la pobreza, la fragmentariedad y la historicidad radical de su palabra.

El lenguaje humano, el sistema de referencias y representaciones con las que el hombre expresa su experiencia vital, nunca llega a traducir ésta en su hondura y horizontes. La palabra es un camino de aproximación al misterio del hombre. Pero la palabra es un rodeo; en el mejor de los casos, es un símbolo que apunta y no encierra. De modo que la palabra, como la idea o la representación, no es solamente “lo que permite comprender, sino también lo que hay que comprender”[4]. Para comprender al hombre y su experiencia, no tenemos, pues, sino caminos indirectos, y la palabra es un camino indirecto por excelencia. Al final, siempre nos queda un resto inexplorado: el enigma humano.

¡Cuánto más en el caso del creyente, pues el objeto de su experiencia de fe es el misterio por antonomasia: Dios mismo y el enigma de su encuentro con el hombre! La palabra expresa la experiencia de la fe, nace de ella y se orienta a ella, pero la experiencia siempre excede a la palabra. La fe, tanto en su sentido objetivo (lo que es creído, fides quae) como en su sentido subjetivo (el acto de creer, fides qua), trasciende y desborda a la palabra. La fe no existe sin decirse, pero no acierta a decirse plenamente; no existe sin lenguaje (como no existe la experiencia pura sin alguna interpretación), pero nunca se agota en el lenguaje. No podemos creer sino con palabras, pero no creemos en las palabras. Pronunciada o callada, explícita o implícita, la palabra está siempre presente en nuestro creer y en lo que creemos, pero nunca llega a expresar ni del todo ni adecuadamente nuestro acto de creer y aquello que creemos. La fe ‑ experiencia y contenido “objetivo” ‑ accede a nuestro conocimiento a través de la palabra en sus múltiples formas (Escritura, dogma, teología, predicación, catequesis…), pero siempre nos remite más allá. No tenemos acceso a la “verdad” (subjetiva y objetiva) de la fe si no es a través precisamente del lenguaje, esa pobre e indispensable huella de la verdad que la trasciende, pero la palabra, como toda huella, demanda ser interpretada y reinterpretada, comprendida en su hondura universal precisamente a través de su radical concretez.

En resumen, no creemos sin decir y sin decirnos la fe en el lenguaje, pero no es en el lenguaje en lo que creemos. Santo Tomás de Aquino lo formuló así: “el acto (de fe) del creyente no se detiene en el enunciado, sino en la realidad (enunciada)”[5]. No es, pues, teológicamente legítimo identificar la fe con el lenguaje que la expresa.

En consecuencia, ninguno, y el teólogo menos que nadie, puede tener la pretensión de capturar la verdad de la fe en una formulación definitivamente adecuada. Esa verdad no es del orden del “con-cepto” (capturado en la mente), se manifiesta más bien a los espíritus simples y no puede ser sino evocado y aludido en la palabra, la fórmula, la definición. Y requerirá, por parte de los espíritus “ilustrados” que quieren comprender, el sentido y la percepción de la diferencia, la no-identidad, la brecha entre el signo y el misterio significado.

Esta no-identidad marca justamente el terreno de la hermenéutica. La teología es hermenéutica porque el lenguaje de la fe no es solamente “aquello que hace comprender, sino también aquello que hay que comprender”. El lenguaje de la fe no expresa a Dios directamente, “en sí”, al igual que Dios tampoco se revela directamente sino solamente a través de la propia experiencia interpretada por el creyente en su palabra. El lenguaje apunta a la verdad y a la eternidad de Dios, pero a través del rodeo por la historia fragmentaria del creyente.

Así sucede también con la Sagrada Escritura: sólo es palabra de Dios en cuanto palabra humana, es decir, en cuanto palabra surgida de una determinada historia de dolor, esperanza y “saber”; y deviene “palabra de Dios” en el acto vital humano de la lectura y la escucha situadas históricamente, situadas en el entramado de la existencia, la acción y la palabra humana histórica. La palabra del dogma y la palabra del Magisterio tampoco escapan a este destino histórico de toda palabra humana, que no es en realidad una condena, sino una gracia: la gracia de revelar a Dios en el tiempo y el espacio, la gracia de evocar al Totalmente Otro en los estrechos márgenes de nuestro mundo. La palabra humana posee el don, la gracia, de excederse a sí misma, hacia la experiencia humana y su horizonte de más allá, y la conciencia de ese exceso debe guiar a todo aquél que osa pronunciarse sobre Dios: magisterio, teología, predicación…

Más que nunca somos hoy conscientes de que la teología ‑ y todo “logos” de la fe ‑ no constituye un saber ahistórico sobre Dios; es comprensión histórica de una fe igualmente histórica; no es un sistema de saber, sino un ejercicio siempre provisional de escucha, relectura y dicción. En último término, el logos proviene de la vida y remite a la vida.

Las consecuencias de todo esto para el diálogo interreligioso son evidentes. La tentación religiosa por antonomasia ‑ del creyente de a pie como del obispo y el teólogo ‑ es confundir la fe con la religión (sistema de creencias, normas y ritos); es verdad que no hay fe sin religión, pero también lo es que hay demasiada religión sin fe. Pues bien, de esa tentación forma parte la tendencia tan arraigada a identificar la palabra humana ‑ sea Escritura, dogma, Magisterio o teología – con el misterio divino, objeto de la fe; la tendencia a “objetivar” y cosificar la “verdad” de Dios[6]. Y entonces surgen todos los absolutismos, pero también entonces desaparece la fe: “cuando se habla de la pretensión de absolutez del cristianismo, se mezcla a Dios o a Cristo con la comprensión histórica que se tiene de él”[7].

Es solamente en esa no-identidad entre la palabra y la experiencia de fe, entre el lenguaje y la vida, entre la fórmula y la verdad activa de Dios, donde todos los dogmas contienen y comunican “verdad”. No ofrecen simplemente una “información” sobre verdades y realidades a creer, sino que constituyen enunciados de vida y salvación; y tan verdad como que sólo la verdad salva es que sólo es verdad lo que salva[8]. Cierto, hemos de afirmar, por un lado, que el éxito del diálogo no depende de rebajar el dogma y adoptar una “fe universal” light; además, ni siquiera el fin del diálogo es entenderse. Pero, por otro lado, ¿cómo negar que a menudo las dificultades atribuidas al dogma dependen de interpretaciones excesivamente “dogmáticas” o exclusivamente teóricas?[9] Es más, ¿no podrá decirse que, siempre que el dogma impide el diálogo, no es propiamente el dogma, sino una interpretación inadecuada o una actitud no evangélica la que lo impiden?

2. Un Dios siempre más grande

El criterio hermenéutico fundamental del cristiano lo formuló magistralmente San Agustín: Si comprehendis, non est Deus. Dios no es lo que comprendemos en nuestras afirmaciones. Agustín no sólo afirma que a Dios no lo podemos comprender, sino que no es lo que comprendemos; que, si algo lo comprendemos, eso ya no es Dios. De manera que, en realidad, conocer a Dios es conocer lo que no es, como atrevidamente afirmó Santo Tomás; avanzar en el conocimiento de Dios no es acumular ciencia, sino acumular ignorancia consciente de sí.

Esta estructura negativa del conocimiento de Dios la había expresado ya San Anselmo en su conocida y genial fórmula: Rationabiliter comprehendit incomprehensible esse (la razón comprende racionalmente que Dios es incomprensible). Comprendemos que no podemos comprender. Y no se trata ahí de mera negación, sino de la gran afirmación, pues es la afirmación (rationabiliter comprehendit) la que sostiene la negación (incomprehensibile esse). No se trata de mera teología negativa filosófica que afirma la pura y simple falta de comprensión, sino una teología negativa “teológica” y “teologal”, basada justamente en la comprensión del exceso de Dios, una comprensión adquirida “antes” de la palabra, en la vida.

Tan amantes como somos de afirmaciones y certezas, no debiéramos dejar de meditar las tesis, atrevidas pero rigurosamente teológicas, de estos grandes santos y pensadores (¿no es su santidad, más aún que su pensamiento, la que les proporcionó esa sabiduría?). Y, en definitiva, ante el misterio de Dios, ¿a qué meta más alta puede llegar nuestra razón sino a comprender su límite, más positivamente aún, a comprender que Dios excede nuestro límite? Esa es la máxima ciencia de que somos capaces: la ciencia del no-saber. Ese es el saber más alto al que puede llegar nuestra razón: el saber su propia ignorancia. No hay religión auténtico sin el “trabajo de lo negativo”, sin la crítica de toda representación, sin el despojo de todo saber, sin la kénosis de toda certeza. La misma teología, más que exposición positiva de “verdades in se”, es un largo camino de acercamiento pudoroso al misterio de Dios; para ser realmente positivo acercamiento a Dios, a cada recodo del camino ha de revestirse de negación, adoptar la forma de “teología negativa”. El logos auténticamente teo-lógico tiene siempre función correctora: afirma para negar y niega para afirmar, sin poder descansar nunca en la identidad de logos y Theos (es lo que hace que, a menudo, la teología negativa sea la más charlatana…). Dios se revela velándose, y no porque se oculta, sino porque se revela como “siempre más grande”.

Para un auténtico diálogo con otros creyentes, es preciso adquirir la ciencia viva de este no-saber, la docta ignorantia, que es como definió la teología, en los albores de la Edad Moderna, aquel gran teólogo y pionero del diálogo interreligioso que fue Nicolás de Cusa. Y esa docta ignorancia nada tiene que ver con la pereza intelectual o con el relativismo indiferente, sino que es más bien fruto de la misma fe experimentada y gustada. El que cree experiencialmente, relacionalmente, “práxicamente” (única manera de creer en Dios), sabe que a Dios sólo se le puede barruntar “en el susurro de la brisa”, como Elías; que a Dios sólo se le puede ver “de espaldas” como Moisés. Y que la mejor palabra para evocarlo y hacerlo presente es el símbolo que abre, la metáfora que alude, la poesía que “crea”; en eso consiste ante todo la teología.

Esa es la manera de “creer sólo en Dios”, y no en las imágenes que no podemos de fabricar; y es la manera de “sólo creer”, y no aferrarnos a dudosas certezas e inciertas seguridades. Así, el auténtico creyente sabe relativizar sabiamente sus afirmaciones, incluso las más “sagradas”, en lo que tienen de lenguaje humano. Dios no es objeto propiamente dicho de afirmación ni de negación; está más allá tanto de la afirmación del creyente como de la negación del increyente. De él sólo podemos hablar afirmando y negando, e incluso negando la afirmación y afirmando la negación; lo cual no nos condena al puro silencio o al mero lenguaje absurdo, sino al reconocimiento del límite de todas nuestras afirmaciones y negaciones y al reconocimiento de aquél que es coincidentia oppositorum, como el citado Nicolás de Cusa le califica, coincidencia simple de atributos que a nuestra lógica parecen opuestos: todopoderoso e impotente, lejano y cercano, Totalmente Otro y No-Otro.

Y ahí es donde se abren espacios de libertad para el diálogo, pues nadie puede pretender que posee o conoce a Dios más que nadie. Tampoco, por supuesto, el cristiano: la máxima aproximación de Dios en nuestra misma carne de historia y de mundo no significa que el misterio de Dios quede a disposición de nuestro saber, sino que nos desborda aun más. “A Dios nadie lo vio jamás; el Hijo único, que es Dios y que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer” (Jn 1,18); pero precisamente en cuanto abismo de “gracia y verdad”. La revelación del misterio no elimina el misterio, sino que lo ahonda[10].

También para el cristiano, “el conocimiento de fe es un caminar en el desierto que no acaba nunca”[11]. El cristiano no es el que propone respuestas donde los demás plantean preguntas. Se ve, sí, precedido por la respuesta, pero es la respuesta “de Dios” que no cierra la búsqueda y las preguntas, sino que las suscita infinitamente. “Las grandes respuestas son preguntas que interrogan y a las que uno interroga”[12].

Y, a fin de cuentas, ¿cómo dejar de hacer preguntas mientras en el mundo haya dolor? ¿Y cómo pensar que conocemos a Dios mientras la injusticia y la muerte lo sigan ocultando?

3. La capacidad de diálogo es criterio de verdad

Cuanto precede no quiere decir en absoluto que toda afirmación valga lo mismo. La Iglesia dispone, como elemento constitutivo, de instancias reguladoras de su fe: el “canon” de la Escritura y la “regla de la fe”, reinterpretadas y sin cesar actualizadas por el Espíritu vivo del Señor a través de la comunión del sensus fidelium, el magisterio episcopal y la reflexión teológica. La verdad es fruto del Espíritu, pero el Espíritu inspira a través de la colaboración, de la “conspiración”. Conspirare significa “soplar juntos”: donde el pueblo cristiano, los pastores y los teólogos respiran juntos, allí alienta y sopla el Espíritu. La verdad, o mejor, su destello, emerge a través del diálogo. ¿Cuál es el mejor indicio y la mejor garantía de verdad? La misma búsqueda en común; no tanto el entendimiento en la meta, sino el entendimiento en la búsqueda.

Esto mismo se ha de aplicar, análogamente, a nivel de diálogo interreligioso: el Espíritu no es monopolio de nadie. Sopla donde quiere. Y el Espíritu es comunión, relación, movilidad, flexibilidad suma. El Espíritu es diá-logo. Es comunión y diálogo trinitario, intercristiano, interreligioso. “La Iglesia se siente interesada en el diálogo sobre todo por motivo de su fe. En el misterio trinitario la revelación nos hace entrever una vida de comunión y de mutua relación”[13]. La relación y el diálogo son fruto y señal de la presencia y el soplo del Espíritu. Y, por eso mismo, son fruto y señal de la verdad.

Ciertamente, el diálogo no debe sacrificar la verdad. Pero la manera más grave de sacrifricarla sea quizá tomarla en posesión. Mientras que reconocerla superior es honrarla, confesarla. Confiesa la verdad quien aspira a ella sin voluntad de dominio. La cuestión de la verdad debe estar, indudablemente, en el centro de todo diálogo interreligioso, pero ¿cómo se establece el criterio para determinar y discernir la verdad o la mentira de una religión o de un elemento religioso? Tal criterio podría formularse así: una religión es tanto más verdadera cuanto más capaz sea de diálogo, cuanto más “conspire”, cuanto más “religue”, cuanto menos intolerante y pretenciosa se presente. Lo único absoluto es el amor, la verdad “en acto”, y esta “realización” de la verdad requiere un “logos pericorético”[14], capaz de relación, creador de comunión. La verdad no es principalmente una noción estática, la correspondencia aristotélica entre el concepto y el ser, sino que es sobre todo un acontecimiento en marcha, un dinamismo que nos remite a la promesa futura de Dios. La verdad se mide ante todo por la capacidad de dar vida y, en último término, de dar la vida.

4. El “privilegio hermenéutico” del pobre

Es la concreción del principio anterior. Si, por un lado, el pobre se define como el privado de futuro y el impedido de vivir, y, por otro lado, la verdad se define, en sentido bíblico y evangélico, como la capacidad de abrir futuro y de hacer vivir, la conclusión se impone: la verdad consiste en última instancia en hacer vivir al pobre, en proveerle de futuro. De ahí que esté plenamente justificado hablar del “privilegio hermenéutico de las personas y de los grupos oprimidos”[15]. El pobre es para un cristiano ‑ aunque no podamos reconocerlo sino con pesar y vergüenza ‑ el criterio hermenéutico por excelencia: frente a él y en relación con él se definen la verdad y la mentira. Desde el punto de vista cristiano ‑ Evangelio del Reino para los pobres ‑, no son las leyes del mercado y de la productividad las que imponen la verdadera visión del mundo y sus dolorosos problemas, ni son los dogmas y la doctrina teológica en abstracto los que exponen la verdadera imagen de Dios. En clave evangélica, es el pobre y su punto de vista los que revelan al verdadero Dios, al verdadero mundo, al verdadero hombre. ¿Quién de nosotros, ricos, puede, pues, ostentar la verdad?

¿Pero no es éste un criterio demasiado particular? ¿Puede fundarse sobre él el diálogo interreligioso con sus exigencias de universalidad por encima de particularidades religiosas y culturales? Y ¿dónde queda la universalidad de la revelación de Dios en Jesucristo? Pues bien, para la mirada bíblica y evangélica, nada es justamente más universal que el derecho a la vida del pobre, con cuya causa se identifica Dios. Dios es universal, Dios de todos, en cuanto “Dios del extranjero, el huérfano y la viuda”. Ciertamente, el pobre constituye la realidad más particular, puesto nadie quiere serlo; la universalidad a la que aspiramos es una vida no amenazada por la pobreza. ¿Pero hay otra forma de alcanzar esa universalidad que la solidaridad con los amenazados? Esa es la vía de la universalidad de Dios: Dios se identifica con la particularidad amenazada de los pobres para rescatarlos de su destino de muerte, y es así como se manifiesta como Dios universal, como Dios de todos. No sería Dios de todos si no prefiriera a los condenados a morir para impedir que mueran. La universalidad del Dios bíblico y del Dios de Jesús es la “universalidad desde abajo”[16]: el único camino para hacer justicia a todos es restituir a los pobres a la mesa de la vida.

Y ésa es precisamente la universalidad revelada y encarnada por Jesucristo. Lo más universal de Jesús fue y sigue siendo su solidaridad con el pobre, pues ésta fue y sigue siendo la opción del Dios único y universal. Y ahí se nos indica el camino y el criterio del verdadero diálogo y de la verdadera universalidad cristiana: el seguimiento de Jesús en su opción por los pobres. “El seguimiento propio del camino de vida de Jesús (sequela Jesu) forma parte integrante de la afirmación creyente de la única universalidad de Jesús”[17] . Nuestra fe es universal cuando hace suya la preferencia particular y universal de Jesús, en la que se encarna la preferencia de Dios. Sin esta praxis, la pretensión cristiana de verdad universal sería más que nada ideología totalitaria. No memoria peligrosa de Jesús que amenaza al sistema que hace morir, sino ideología peligrosa que amenaza la vida de los pobres. Para dialogar de verdad, el cristiano necesita confesar y afirmar la universalidad de Cristo, pero, para confesar su universalidad, necesita hacer suya la óptica hermenéutica y el derecho de los pobres a vivir. Como subraya J.I. González Faus, “el cristiano no puede hablar de la universalidad de Cristo sin incluir ahí (y sin expresarla mediante) la universalidad del pobre que la muerte y la resurrección de Cristo fundamentan”[18].

Ese privilegio hermenéutico del pobre y esa primacía de la universalidad del pobre deben guiarnos en nuestro diálogo con los creyentes de otras religiones, sin olvidar que, como dejó escrito Simone Weil, “tratar con amor al prójimo desdichado es semejante a bautizarlo”[19].

IV. HORIZONTES TEOLOGICOS

Además de las actitudes existenciales y de los principios hermenéuticos, y en íntima relación con ellos, el diálogo exige también unos determinados horizontes teológicos. Estos son a la vez fruto y presupuesto de un auténtico diálogo. Me fijaré en tres campos de la teología que me parecen decisivos para el diálogo interreligioso: la relación de la Iglesia con Israel, el tema de la elección divina y el problema cristológico.

1. Israel como paradigma del “otro”

a) La alianza nunca derogada

Una determinada comprensión de la “superioridad” del Nuevo Testamento sobre el Antiguo está en la base de la pretensión “cristiana” de absolutez y superioridad sobre las demás religiones[20]: si se considera el Nuevo Testamento como “cumplimiento acabado” del Antiguo, éste, una vez cumplido, queda reducido a ser mera profecía ya caduca, testimonio válido en todo caso para quienes no conocen el cumplimiento, pero sin valor para quienes lo conocen y viven ya del cumplimiento. Antiguo y Nuevo Testamento se entienden así como etapas sucesivas: una vez llegados a la etapa nueva, la antigua queda derogada y privada de sentido en sí, de entidad propia, de misión teológica; el Nuevo Testamento sucede al Antiguo, es más, lo “sustituye”. En este esquema, el “cumplimiento” significa culminación y perfeccionamiento, pero también supresión y abolición[21]: el Antiguo Testamento deja de tener vigencia en cuanto tal; vale solamente en cuanto “incluido” en el Nuevo.

Y si, por otra parte, se identifica ‑ indebidamente ‑ la “alianza nueva y eterna” que es Jesucristo con el cristianismo en cuanto religión y con la Iglesia en cuanto institución histórica, entonces la Iglesia se convierten en “nuevo pueblo de Dios”, “nuevo Israel”, único propietario legítimo de todos los bienes del antiguo pueblo: la elección, la esperanza y la misión. Pero, por lo mismo, el cristianismo o la Iglesia se convierten también en único propietario de cuanto hubiere de verdadero y de bueno en los demás pueblos y religiones, pues éstas no son, a su vez, sino preparación y adviento del Antiguo Testamento. Así como el Antiguo Testamento “cumplía y derogaba” las demás “revelaciones” de Dios, así el cristianismo (identificado con el Nuevo Testamento) “cumple y deroga” a Israel (identificado con el Antiguo Testamento), y con más razón a las demás religiones. De manera que el cristianismo “incluye” cuanto hay de valioso y verdadero en otras religiones, y éstas poseen verdad y valor en cuanto aceptan incluirse, siquiera “anónimamente”, en el cristianismo. Este esquema no parece dejar resquicio. Pero precisamente la ausencia de resquicio delata su carácter de “esquema”, de sistema de identificaciones lógicas. La revelación viva de Dios no se deja reducir a sistemas sin falla. La palabra de Dios crea fisuras y rupturas en nuestra lógica.

Basta leer Rm 9-11 para verlo. En estos capítulos, Pablo deslegitima todo intento eclesial de “expoliar” a Israel de su misterio, de su actualidad: Israel sigue siendo pueblo elegido, incluso “el pueblo elegido” (“Dios no ha rechazado a su pueblo”: 11,2), el pecado mismo de Israel queda remitido al misterio de Dios (“usa de misericordia con quien quiere y endurece a quien quiere”: 9,18) y es comprendido histórico-salvíficamente (“su caída ha traído la salvación a los gentiles”: 11,11), de manera que puede seguir esperando la salvación para sí y para todos (“el endurecimiento parcial que sobrevino a Israel durará hasta que entre la totalidad de los gentiles, y así todo Israel será salvo”: 11,26). En consecuencia, no hay lugar para creerse superiores (“¡No te engrías!; más bien, teme”: 11,20).

En conclusión: Israel sigue siendo una realidad actual; sigue siendo raíz viva[22]. Dios guarda su misterio en cuanto misterio irreductible. Por eso, desde esta perspectiva paulina, decir que la Iglesia es el “nuevo pueblo de Dios” o el “nuevo Israel” constituiría como mínimo un “abuso de lenguaje”[23].

b) Un cumplimiento no totalitario

¿Cómo se ha de entender, pues, que la Nueva Alianza sea cumplimiento de la Antigua? Como señala Moingt, es preciso quitarle al concepto de “cumplimiento” el “veneno del totalitarismo” y pensarlo en términos “de desplazamiento, de rebasamiento, de distancia, de separación, de ruptura, de conversión[24].

Que la Nueva Alianza es cumplimiento de la Antigua no significa que ésta haya quedado obsoleta en cuanto “ya” realizada, derogada en cuanto ya cumplida, sustituida por una “nueva” Alianza que la perfecciona y supera[25]. La “Antigua Alianza”, en cuanto alianza de Dios, es la única y definitiva alianza, y ha de hacerse nueva y actual en cada momento de la historia. La alianza de Dios, siendo única, no puede hacerse real en la historia sino como constante paso a la “nueva alianza”, como un “dejar atrás lo viejo” para abrirse a la novedad de Dios. Vivir en alianza significa no anclarse en ningún pasado, sino acoger en la fe el “presente” de Dios, el regalo de Dios que abre futuro a nuestra esperanza. El Israel creyente ha vivido siempre en la novedad de la alianza: en la gratitud y la esperanza del don siempre nuevo y siempre más grande.

Y, para el judío y cristiano Pablo, el “cumplimiento” de esta alianza no significa que un “régimen” ha dado lugar a otro, ni que una etapa ha quedado superada por otra, ni que la esperanza de otro tiempo haya dado paso a la posesión actual. Significa que Dios ha dicho en Cristo un sí, un “Amén” definitivo a su promesa y a su alianza única y eterna (cf. 2 Cor 1,20). La “Nueva Alianza” en la carne entregada y resucitada de Jesucristo no es una alianza distinta, sino es el testimonio y la confirmación de la novedad permanente de la alianza única de Dios[26]. La Nueva Alianza es el “movimiento” que arranca a la Antigua del estancamiento en la particularidad y del consiguiente estancamiento de la esperanza; es “la conciencia de lo que falta a la Antigua”, la conciencia siempre despierta de la “carencia” y del “deseo”[27].

Tampoco se trata, pues, de que ahora pasemos del régimen de la esperanza al régimen de la tranquila y segura posesión, sino a “la esperanza que no engaña, porque, al darnos el Espíritu Santo, Dios ha derramado su amor en nuestros corazones” (Rm 5,5). La “Nueva Alianza” no consiste en “haber alcanzado ya la meta o conseguido la perfección”, sino en poder “olvidar lo que he dejado atrás” para “lanzarme de lleno a la consecución de lo que está delante” (Flp 3,12-13). La “Nueva Alianza” no es del orden de la posesión, sino del orden de la esperanza, de una esperanza, eso sí, fundada en la fe “en el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí” (Ga 2,20).

En cuanto que el Resucitado es el Crucificado y en cuanto que el Crucificado sufre aún con los crucificados, la alianza nueva y eterna es aún objeto de esperanza y de lucha. El Hijo Resucitado es al mismo tiempo el Mesías prometido, el Hijo del Hombre esperado. Cuando la liberación sea universal y el Mesías haya llegado para todos, entonces se habrá realizado la alianza en la historia. Toda la historia habrá quedado transformada por esa novedad de la alianza, presente ya en la alianza de Moisés, sellada ahora por el Espíritu del Resucitado. No se trata de sustitución de una alianza por otra, sino de la fidelidad irreversible de Dios a su alianza.

La Iglesia histórica no es, por lo tanto, la realización de la novedad de la alianza, sino testigo de su realización en el Crucificado-Resucitado que es el presente de la promesa y la promesa de realización del presente. Paralelamente, Israel no es un pueblo (teológicamente) caduco, no es lo anticuado de la promesa, un pasado sin futuro, sino, al contrario, testigo de la vigencia permanente del futuro y de la promesa de Dios mientras dure la historia.

c) Una catolicidad no cumplida

Si Dios sigue siendo fiel a su alianza con Israel y si el cumplimiento de la promesa no es del orden de la posesión, sino de la esperanza, Israel sigue teniendo una “actualidad teológica”: no es realidad caduca del pasado, ni es mero fragmento integrado en la totalidad que constituiría la Iglesia. Israel sigue viviendo de la fidelidad de Dios, de la novedad inabarcable e incontrolable de Dios y de su alianza; por ello, Israel no se deja integrar en la Iglesia, ni se deja “reducir” por la Iglesia. La Iglesia no la puede “incluir” dentro de sí. En la perspectiva de Rm 9-11, resulta imposible al cristiano una plena “teología del cumplimiento” o un pleno “inclusivismo” respecto de la Iglesia. Israel permanece, en su identidad propia e irreductible, junto a la Iglesia y ante la Iglesia.

Ahora bien, esta permanencia irreductible de un Israel no cristiano “sigue siendo la gran esfinge de la teología de la historia, o mejor, el ‘mysterion’ (Rm 11,25)”[28], escribe U. von Balthasar, un representante eximio de la “teología del cumplimiento” y de la “inclusión”, pero cuyo sistema inclusivista se resquebraja precisamente cuando considera en profundidad la permanencia e irreductibilidad de Israel frente a la Iglesia[29]. Ante Israel, el cristiano se interroga con razón sobre la legitimidad de sus pretensiones de plena catolicidad: mientras Israel le falte, ¿puede la Iglesia considerarse plenamente universal? La permanencia de Israel es para el cristiano el desmentido de sus pretensiones no sólo exclusivas, sino también inclusivas: puesto que la Iglesia no incluye dentro de sí a todo Israel, tampoco incluye todas las “riquezas” de Israel. Israel constituye para la Iglesia, en lenguaje de E. Przywara, un “cisma originario” que será irreparable mientras dure la historia, mientras el cumplimiento siga siendo objeto de esperanza.

Por consiguiente, Israel es para los cristianos una permanente llamada a la humildad, a la conciencia de su propio límite, de su historicidad constitutiva. Y al respeto de la fidelidad de Dios a su alianza única y eterna, que es lo único absoluto. Ante Israel, no le cabe al cristiano una teología totalitaria del cumplimiento y, en consecuencia, no le cabe ninguna pretensión de absolutez y superioridad. En presencia de Israel, la Iglesia aprende sin cesar que ella no es el Reino, sino su testigo; que el “cumplimiento” de la alianza no significa posesión, sino esperanza fundada; que no disponemos de la “nueva alianza”, sino caminamos hacia ella; y que, como dijo Juan Pablo II en el Encuentro interreligioso de Asís en 1986, la historia es “una ruta fraterna a través de la cual marchamos acompañándonos los unos a los otros hacia la meta trascendente que él nos ha señalado”[30].

Moltmann insiste una y otra vez en que el encuentro con el judío significa para el cristiano renunciar a toda pretensión de superioridad y de mesianismo cumplido; todavía muy recientemente ha escrito: “Para los cristianos, el tiempo de la historia es el tiempo de la siembra, no de la cosecha; de la partida, no del retorno; del amor, no de la gloria; el tiempo del Evangelio, no de la Parusía; por consiguiente, el tiempo de la esperanza, no del cumplimiento”[31]. Mientras dure la historia, Israel seguirá siendo testigo de lo “incumplido” (A. Neher), de la “no-redención del mundo” (S. Ben Chorin)[32] y nos seguirá invitando a una lucha y una esperanza ecuménicas.

d) Del diálogo con Israel al diálogo con las religiones

Según Rm 9-11, es difícil sostener que “fuera de la Iglesia no hay salvación”. Es ésta una fórmula no sólo inevitablemente oscura y equívoca, sino incluso errónea tal como muy a menudo ha sido interpretada y tal como se interpreta espontáneamente. Más exacto sería que “fuera de la Iglesia hay salvación”, y esto lo corroboran las matizaciones y salvedades que a lo largo de la historia se han debido hacer a la fórmula de Cipriano definida por el Concilio de Florencia: que por “Iglesia” se entiende no la Iglesia visible, sino la invisible y que solamente se condena quien rechaza a esa Iglesia invisible “culpablemente” o quien carece de un votum o deseo (aunque sea implícito e inconsciente) de formar parte de la misma. Aclaraciones éstas que hacen decir a la fórmula primera lo contrario de lo que todo el mundo entiende por ella y que demuestran que es cuando menos desafortunada[33].

Ahora bien, nada como la presencia de Israel obliga a la Iglesia a corregir aquella fórmula, pues Israel es paradigma del “otro” en cuanto irreductible, memoria y profecía de lo “totalmente otro” (el mundo plenamente “redimido”) que esperamos en común, y, en fin, sacramento histórico de una elección particular que no tiene otro sentido que el de una elección universal.

Por eso, parece justificado el aplicar el paradigma del diálogo con Israel “sin exclusión ni inclusión” al diálogo con los creyentes de las demás religiones[34]. Israel es profecía universal, figura de todos los pueblos, sacramento del misterio que constituye a la humanidad como tal, testigo de la promesa y de la elección divina sin barreras de raza y religión. La fe excluye no sólo toda actitud de superioridad, sino también toda limitación de la alianza y de la gratuidad de Dios. No hay monopolios ante la elección de Dios. No hay privilegios en el común camino hacia la Promesa de Dios.

2. La elección divina particular y universal

En la Sección II, al exponer las actitudes existenciales ante las otras religiones y al afirmar que no cabe ninguna pretensión de superioridad ante los demás por parte del cristiano, quedó pendiente de tratamiento una cuestión teológica de fondo: ¿cómo entender la elección particular de Israel por parte de Dios de manera que los demás pueblos no se vean relegados? Evidentemente, este interrogante se vuelve más difícil y desafiante cuando se formula en términos cristológicos: ¿cómo entender que el hombre Jesús de Nazaret ha sido elegido por Dios como humanidad histórica de su Verbo eterno, de su Hijo unigénito, de su imagen sustancial, sin que esto conlleve un privilegio ‑  una superioridad, un significado – teológico absoluto y único de Jesús respecto de toda otra persona humana? La cuestión cristológica se planteará en el apartado siguiente; en éste me centro en la cuestión de la “elección”.

a) Una elección sin privilegio

A un judío y a un cristiano les resulta sumamente difícil ‑ ¿es posible? – prescindir de esta noción de elección. Y les resulta sumamente difícil desligar esta noción de las connotaciones de privilegio y exclusión. Ahora bien, exegéticamente y teológicamente, parece claro que no se ha de entender la elección como privilegio y exclusión[35].

Partamos de una constatación exegética. Los exégetas observan que, para designar a Israel como pueblo elegido, nunca se utiliza en el AT la forma participial bahur del verbo hebreo bahar (el verbo más utilizado en el AT para designar la elección, traducido por los LXX como eklégomai); esa forma participial es la que expresa la “cualidad del objeto” y el AT no lo aplica nunca a Israel; utiliza, más bien, otra forma participial, bahir (si bien ambas formas son traducidas en griego por eklektós), forma ésta que indicaría que la elección sólo tiene sentido en cuanto ligada a una misión y sólo es real en cuanto se cumple esa misión. “Esto significa que el AT – evidentemente de, de un modo muy consciente y en todos sus estratos – quiere evitar la tentativa de vincular esta elección al valor o al status del pueblo; más bien centrar toda la atención en el obrar libre y gratuito de Dios, que contradice precisamente a todos los supuestos humanos”[36]. La elección es una misión a cumplir, más bien que un atributo personal o nacional. La elección se “desempeña”, no se posee.

Esta observación puede ser importante para nuestro tema: cuando en la Biblia se dice que Dios “elige”, no se hace ante todo una afirmación sobre el objeto elegido, sino sobre el sujeto que elige: afirma la libertad y la gratuidad de Dios[37]. Evidentemente, la elección por parte de Dios “cualifica” a aquél a quien elige, pero no le da ningún privilegio, sino una misión, hasta el punto de que la misma cualidad de “elegido” está ligada al cumplimiento de esta misión.

b) Los malentendidos de la elección

Lo que pasa es que siempre resultó difícil mantener la noción en esta pureza teologal, evitando deformaciones pseudoteológicas y “antropomórficas”[38]. En la literatura apocalíptica, en la teología rabínica y, por supuesto, en la teología cristiana, se fue infiltrando e imponiendo una noción de elección ligada con la idea de privilegio, de élite elegida en contraposición con los no elegidos[39].

¿La elección “personal” de Israel, de Jesucristo, de la Iglesia, por parte de Dios conlleva necesariamente tales ideas? Está en juego la manera de entender la categoría de lo personal y de aplicársela a Dios. Cierto, el sentido de lo personal, ligado a la imagen de Dios y a la relación con Dios, es una riqueza propia e irrenunciable de las “religiones proféticas”[40]. Pero lo mejor está siempre expuesto a las mayores perversiones, lo mejor puede trocarse en lo peor. Y así sucede con las categorías personales aplicadas a Dios. En efecto, toda elección personal a nivel humano, por ser relación entre seres pecadores además de finitos, comporta algún grado de exclusión: no hay elección humana sin selección, no hay preferencia sin exclusión, favor sin discriminación. Si no se corrige este esquema, si se aplican a Dios tal cual las categorías personales, que son siempre imperfectamente personales e incluso pseudo-personales, corremos el riesgo de atribuir a Dios la arbitrariedad, la concesión de privilegios y la exclusión, y ello justamente en nombre de la “personalidad” de Dios. Los rasgos personales de Dios (un Dios que habla, llama, elige) darían así lugar a graves malentendidos tanto en lo que se refiere a la relación de Dios con el hombre como a la relación del hombre con Dios.

La Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, contiene infinidad de testimonios de la ambigüedad e incluso de la deformación del esquema personal: un Dios que manda y castiga, que provoca el mal o lo permite, que juzga y condena (al infierno). Un Dios que escoge y repudia, elige y excluye, habla a unos y se oculta a otros. Un Dios cuya libertad se entiende fácilmente como arbitrariedad, su amor como antojo, su elección de unos como exclusión de otros. Y un creyente (individuo o pueblo, poco importa) que fácilmente piensa no solamente que es “único” (todo ser lo es), sino “el único”, el escogido privilegiado, el partner preferido; por mucho que luego se quieran legitimar y justificar o sublimar teológicamente estas aberraciones.

¿Estaremos condenados a pensar la elección personal en Dios según un esquema humano que es siempre al mismo tiempo menos que humano e infinitamente menos que divino? ¿Lo personal de Dios comportará, no sólo la dimensión positiva de elección, sino también su correlativo de exclusión? ¿O no habrá que corregir la noción de “elección personal”? Más bien que atribuir a Dios el paradigma humano de la elección personal, ¿no habría que hacer a la inversa: aplicarnos el paradigma de la elección divina, la elección intratrinitaria donde lo más personal y particular es lo más universal e incluyente?

c) Una elección sin exclusión

No se trata de ningún modo de que las “religiones proféticas” renuncien a ese elemento personal que les es inherente (de otra forma, ¿qué tendrían que ofrecer a su interlocutor en el diálogo?) ni de que lo relativicen (lo “personal” debe seguir siendo utilizado como criterio de autenticidad religiosa), sino de que lo purifiquen “a imagen y semejanza divina”, no a la inversa. Nuestra experiencia humana de lo personal no puede valernos para entender a Dios más que via negationis y via eminentiae… Tanto el AT como el NT invitan a esta corrección de perspectivas demasiado humanas (o inhumanas), cuando afirman que Dios ha elegido lo más pequeño: “El Señor se fijó en vosotros y os eligió, no porque fuerais más numerosos que los demás pueblos, pues sois el más pequeño de todos, sino por el amor que os tiene” (Dt 7,7-8); “Dios ha escogido lo que el mundo considera necio para confundir a los sabios; ha elegido lo que el mundo considera débil para confundir a los fuertes; ha escogido lo vil, lo despreciable, lo que es nada a los ojos del mundo para anular a quienes creen que son algo. De este modo nadie puede presumir delante de Dios” (1 Cor 2,27-29).

Así, la elección de Israel no da a éste ningún privilegio sobre los demás, ni comporta ninguna exclusión de los otros. El profeta Amós pone en boca de Dios unas palabras contundentes que constituyen un desmentido radical de toda interpretación de la elección como un particularismo excluyente, pues sitúan a israelitas, filisteos y arameos sin distinción como objeto de elección y de liberación por parte de Dios: “¿No sois vosotros para mí como cusitas, hijos de Israel? Oráculo del Señor. ¿No saqué yo a Israel de Egipto, a los filisteos de Creta y a los arameos de Quir?” (Am 9,7). En casa de Cornelio, el judío Pedro comprendió por fin que “Dios no hace distinción de personas” (Hch 10,34); y en la asamblea de Jerusalén, el mismo Pedro reconoce que Dios ha otorgado el Espíritu Santo a los paganos “sin hacer diferencia entre ellos y nosotros” (Hch 15,9). Ahora bien, eso mismo vale para la Iglesia de los gentiles: el ser “linaje escogido” (1 Pe 2,9) no significa para los gentiles “llamados” y “escogidos” ningún título de propiedad que puedan exhibir ante otros gentiles que habrían quedado excluidos de esa llamada y elección. También aquí, el término “elección” designa, no tanto una cualidad del elegido, sino del que elige: la libertad y la gratuidad de Dios. Y la libertad y la gratuidad de Dios no pueden ser medidas, restringidas, acotadas. Quien lo pretendiera dejaría de comportarse como elegido y de “ser” realmente elegido, ya que ser elegido significa una llamada y tarea más que una cualidad y una esencia.

La teología judeo-cristiana (consiguientemente, también la musulmana) se enfrenta aquí a un reto decisivo, tanto hacia dentro como hacia fuera: concebir una elección personal y “particular” que no comporte exclusión ninguna, sin caer por ello en un universal abstracto e inhumano, “impersonal” en el peor sentido. Purificada y ahondada “a imagen y semejanza de Dios”, la categoría de elección nos hablaría entonces de absoluta acogida sin exclusión, de elección sin selección, de preferencia y favor sin discriminación de nadie ni de nada.

3. Jesús, el Cristo confesado y esperado

Jesús es aquél de quien Dios dice: “Este es mi Hijo elegido; escuchadlo” (Lc 9,35), que afirma de sí mismo: “Nadie puede llegar hasta el Padre sino por mí” (Jn 14,6), el que entró en el Santuario “de una vez para siempre” (Heb 9,12); “Nadie más que él puede salvarnos, pues sólo a través de él nos concede Dios a los hombres la salvación sobre la tierra” (Hch 4,12); “Dios es único, como único es también el mediador entre Dios y los hombres” (1 Tm 2,5); “Es en Cristo hecho hombre en quien habita la plenitud de la divinidad” (Col 2,9). Tal es el testimonio constante de la comunidad cristiana.

¿Tal confesión no conlleva una exclusión, la pretensión de una superioridad única y exclusiva? Pero ¿no se compromete así todo diálogo de igual a igual con otras figuras religiosas y otras religiones? Se plantea aquí el nudo, infinitamente delicado y difícil, del diálogo del cristiano con creyentes de otras religiones: ¿no es imposible conciliar la confesión de Jesús como aquél en quien Dios nos ha hablado y nos ha salvado “de una vez para siempre”, por un lado, y el auténtico diálogo con otros sin superioridad ni privilegio, por otro lado? Que sea permitido arriesgar algunas reflexiones.

a) Jesús Mesías y la esperanza mesiánica incumplida

La primitiva confesión de Jesús como Señor y como Mesías estaba indisolublemente ligada a la esperanza de su retorno, es decir, a la esperanza del cumplimiento total del Reino. De hecho, le confesaron Señor y Mesías en la convicción de que el fin era inmediato, de que la liberación plena estaba muy próxima: Jesús, el crucificado, ha sido exaltado por Dios y constituido Mesías “en espera” de su vuelta; “el cielo debe retenerlo hasta que lleguen los tiempos de la restauración” (Hch 3,21), hasta que vuelva como Hijo del Hombre. Confiesan al Resucitado invocando al Hijo del Hombre que ha de venir; confiesan al Señor presente (Mar, Kyrios) implorando y esperando su venida futura: “¡Marana tha!” (1 Cor 16,22; Ap 22,20; Didaché 10,6); al crucificado y resucitado reconocen Mesías en cuanto aquél que les estaba “destinado” y que el Señor les iba a enviar “de nuevo” (Hch 3,21). Sólo desde el futuro esperado es inteligible la exaltación presente de Jesús. “Los apóstoles atestiguan la resurrección que ha tenido lugar anunciando la venida de Jesús ‘en gloria’, pero es otorgándole esta dimensión de futuro como confieren al acontecimiento pasado la inteligibilidad sin la que no podrían hablar de él”[41]. El presente del Señor les afecta como futuro y sólo puede ser entendido desde este futuro, esperándolo y promoviéndolo.

¿Qué significa que Jesús es Mesías si las esperanzas mesiánicas no se han cumplido? ¿Cómo afecta el no cumplimiento de las esperanzas al ser Mesías de Jesús y a nuestra confesión “cristiana”, es decir, mesiánica? ¿De qué manera podemos y debemos confesar a Jesús Mesías para que nuestra confesión no sea ilusión o farsa?[42] Son interrogantes que debemos tomar con absoluta seriedad y que afectan directamente al diálogo interreligioso.

En primer lugar, y muy en particular, al diálogo con el judaísmo[43]. Como ya he apuntado, Israel es el testigo por antonomasia de lo “incumplido” y de lo “inacabado” de la historia (A. Neher); el judío guarda permanentemente viva la conciencia de la “no-redención del mundo” (S. Ben Chorin). Pues bien, como señala Moltmann, “en la pregunta mesiánica por ‘el que ha de venir’ se encuentran estrechamente hermanados el judaísmo y el cristianismo”[44], aunque difiramos en la respuesta. Para los judíos aún no ha llegado el que “ha de venir”; para nosotros, “ha de venir” el que ya vino. Aquellos esperan que venga, nosotros que vuelva, según la afortunada fórmula de E. Fleg. De manera que, también para nosotros, el Mesías es aún futuro, está en camino de realización[45].

Pero el no-cumplimiento del mesianismo condiciona también, en segundo lugar, el diálogo interreligioso en general: el mesianismo es el auténtico lugar del diálogo, en cuanto impide toda pretensión totalitaria de cumplimiento y abre espacio para la búsqueda y el compromiso común. La verdad, Dios mismo, se revelará plenamente cuando se cumpla la esperanza, cuando Jesús sea Cristo del todo. Mientras tanto, nuestra fe se realiza en el único lugar posible: entre la confesión y la esperanza, entre la memoria y la súplica del futuro. Es el lugar de la tarea, la tarea del Reino por la que murió y resucitó el Señor. Y ése es también el lugar del diálogo: dialogamos en la esperanza mesiánica, y dialogamos para fomentar juntos su cumplimiento.

b) Jesús y Cristo: identidad y diferencia

El cristiano confiesa que el Reino se anticipó en la carne entregada y glorificada de Jesús; por eso confiesa que Jesús es Cristo y Señor de la historia. Pero, en la medida en que el Reino está todavía pendiente de cumplimiento y confirmación en la historia, Jesús espera todavía su cumplimiento y confirmación como el Elegido, el Mesías, el Hijo. Jesús se identificó de tal forma con su misión, que mientras ésta no se cumpla plenamente, la identidad misma de Jesús está en suspenso, mejor, en camino.

Esto es lo que permite y en cierto medida exige establecer una relativa distinción, una no-plena identidad histórica entre Jesús y Cristo: existe una identidad de sujeto (son el mismo), pero no existe una plena identidad en el modo de ser sujeto; no son dos sujetos distintos, pero el mismo sujeto es en dos modos distintos: el modo histórico y el modo eterno, el modo del no-cumplimiento en la historia y el modo del cumplimiento en la eternidad de Dios. El hombre histórico particular Jesús es confesado como Cristo, pero solamente en espera: en espera de que sea plenamente el Mesías universal, en espera de que las esperanzas mesiánicas se cumplan plenamente en todos y toda la humanidad y toda la creación sea mesiánicas. Mientras no llegue el cumplimiento total, el hombre Jesús seguirá siendo la historia abierta a la eternidad y asumida en la eternidad, mientras que Cristo constituirá la eternidad esperada de Dios, el presente irrealizado de Dios en la historia. En el mismo Jesucristo se abre una distancia absoluta, una brecha entre historia no mesiánica y eternidad mesiánica, entre lo “jesuano” de Cristo y lo “crístico” de Jesús. Una brecha que la Pascua no elimina ni colma en la historia.

El Jesús que vino y el Cristo que ha de venir y que debemos contribuir a que venga son, pues, el mismo, pero no son lo mismo[46]. En conclusión, cabe reformular en categorías histórico-dinámicas lo que el Concilio de Calcedonia afirmó sobre las “naturalezas” y entenderlas como historia en cuanto mesianismo cumplido y como eternidad en cuanto mesianismo cumplido, aplicándoles en consecuencia los famosos 4 adverbios del dogma calcedonense: asynjytos, atreptos, adiairetos, ajoristos (sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación). Jesús y Cristo no se deben separar ni dividir, pero tampoco se deben identificar ni confundir mientras caminemos en la historia[47].

Jesús es el Mesías, pero en la diástasis entre el tiempo y la eternidad, entre la historia y el cumplimiento; ése es el espacio de la confesión y de la esperanza comprometida. Si no, nuestra confesión sería triunfalismo espiritualista, olvidadizo de las víctimas, o falso mesianismo, olvidadizo del don gratuito sobre el que se funda la esperanza. Si no confesáramos que el Reino ha llegado ya en la vida, la Muerte y la Resurrección de Jesús, no seríamos cristianos, pero tampoco lo seríamos si nuestra confesión no adoptara la forma de la esperanza, la súplica y la solidaridad activa.

Dios se revela plena y definitivamente en la persona histórica de Jesucristo y establece un real cristocentrismo e incluso “jesucentrismo”, pero mientras Jesús resucitado sea solamente “primicia” (1 Cor 15,23), mientras “el último enemigo”, la muerte, no sea vencida del todo (1 Cor 15,26), mientras sea preciso “completar” “lo que aún falta a los sufrimientos de Cristo” (lo que puede traducirse también como “sufrimientos mesiánicos” o incluso como “sufrimientos cristianos”: así la Biblia de La Casa de la Biblia) (Col 1,24), en una palabra, mientras toda creatura no sea plenamente hijo de Dios (Rm 8,23) y Dios no sea “todo en todas las cosas” (1 Cor 15,28), podremos y deberemos que Jesús, el que se identificó del todo con los sufrientes, no es todavía del todo Hijo y Señor y Cristo. No será el Elegido mientras su misión no se cumpla del todo.

En este planteamiento, no resulta imposible al cristiano, precisamente en virtud de su confesión, dialogar con los otros, especialmente con el judío, testigo excepcional de la esperanza: el cristiano comparte con él la esperanza mesiánica y, junto con él, invoca activamente al Mesías que está todavía por venir, sin que la confesión de que el Reino ya llegó signifique ninguna pretensión de superioridad, sino más bien el estímula y el fundamento de la esperanza.

c) Jesús y Dios: identidad y diferencia

El cristiano confiesa, con Nicea, a Jesús como Hijo de Dios en un sentido peculiar y único, consustancial a Dios, encarnación del Hijo engendrado y no creado. Esta confesión no debe ser ahorrada ni relativizada. El cristiano reconoce en Jesús la encarnación histórica y personal del Hijo de Dios, y por lo tanto la autocomunicación personal y amorosa de Dios a la historia. Y aquí surge de nuevo la cuestión inquietante para el diálogo interreligioso: ¿no debe confesar el cristiano que Jesús es la única encarnación histórica y personal del Hijo de Dios y no niega así que haya otras encarnaciones semejantes? ¿Es posible entonces dialogar de igual a igual, sin superioridad?

Estamos aparentemente abocados a un callejón sin salida: por un lado, un cristiano no puede considerar a Jesús como un avatar entre otros; Dios sería reducido así a una trascendencia abstracta y sin rostro, la fe se identificaría con una vaga religiosidad humana muy del gusto de la Ilustración (y de los aires de la Nuera Era), el cristiano se mantendría en una posición de relativismo neutral e indiferente entre las diversas religiones. Y de esta manera, el cristiano habría dejado de serlo[48]. Por otro lado, un auténtico diálogo de igual a igual parece imposible si el cristiano se sitúa a un nivel de radical superioridad, diciendo, por ejemplo, a su interlocutor hindú: “Jesús, en quien yo creo, y no Krisna, es la encarnación de Dios; creyendo en Krisna, en realidad y sin saberlo, tú crees en Jesús”. Es la aporía propia de la fe y de la teología[49]: por un lado, la confesión de Jesús como revelación plena y definitiva de Dios, pues sin esto no hay fe cristiana, y, por otro lado, la negación de toda pretensión de superioridad de Jesús respecto de otras figuras religiosas, pues tal pretensión impide el diálogo en igualdad y reciprocidad. ¿No habrá salida a esta aporía?

Sugiero si no se podrá aplicar a la relación entre Jesús y Dios lo afirmado antes a propósito de la identidad y de la diferencia entre Jesús y Cristo: Jesús es, en cuanto humanidad histórica, el Hijo eterno de Dios, Dios mismo en nuestra carne, pero Jesús no es, en cuanto humanidad histórica y particular, identificable sin más con la universalidad de Dios. E. Schillebeeckx escribe a este respecto: “Es claro que en teología cristiana, ningún fenómeno histórico particular puede ser absolutizado, en razón de su misma historicidad. Esto vale también para el ser-hombre histórico llamado Jesús de Nazaret. (…) Jesús es según los cristianos una manifestación relativa (porque es histórica) de un sentido sin embargo absoluto. He ahí la paradoja de la confesión cristiana”[50]. Jesús es revelación de la plenitud eterna de Dios, pero no encarna históricamente toda la plenitud de eterna de la revelación divina. Dios se revela en él, pero al mismo tiempo se oculta, pues trasciende absolutamente las palabras y las acciones históricas y limitadas de Jesús. Jesús revela a Dios en cuanto absoluto que trasciende todo lo histórico y nos invita a vivir la fe como existencia aporética entre la historia y el Reino.

Todo lenguaje es aporético cuando quiere expresar el más allá del lenguaje. Y más aporético que ninguno es el lenguaje cristológico que trata de conciliar lo conceptualmente inconciliable: la “universalidad única” de Jesús y su no pretensión de superioridad. La fe no puede menos de confesar a Jesús como revelador, mediador, salvador “único”: “Tú eres el Camino, la Verdad, la Vida”. Pero, ¿excluye esto que, para otro creyente, otra figura desempeñe esa misma función de presencia plena y definitiva de Dios? Efectivamente, parece excluirlo. Y, sin embargo, quizá se trate solamente de la finitud de nuestro lenguaje dialéctico y antinómico, lenguaje “clasificatorio”, incapaz de afirmar sin negar, de definir sin clasificar ni comparar (recuérdese lo dicho a propósito de la elección única y universal). La imposibilidad de conciliar la universalidad unica de Jesús y su no-superioridad ¿no será ante todo del orden del concepto, más bien que del orden de la fe propiamente dicha? Recuérdese el criterio hermenéutico señalada más arriba: la fe crea comunión, excluye toda exclusión y toda actitud (teórico-práctica) de superioridad[51].

En consecuencia, ¿no debería la teología, precisamente para ser fiel a la fe que afirma creando comunión y sin exclusiones ni totalitarismos, mantener juntas la afirmación de que Jesucristo es el único Salvador que incluye a todos los demás y que, al mismo tiempo, se deja incluir en todos aquellas figuras en las que Dios se revela y salva personalmente, al igual que la fe afirma que Dios ha elegido de manera única a Israel, pero eligió y salvó igualmente de manera única a “cusitas, filisteos y arameos” (cf. Am 9,7)?[52] Lo cual no equivale a condenar la teología ‑ logos de la fe ‑ al sinsentido o a reducirla a mera paradoja o a negarle toda capacidad para decir algo real. Pero sí equivale a afirmar que el logos debe dejarse hendir sin cesar, para así convertirse en símbolo que una los extremos del hiato: nuestra historia fragmentaria y la eternidad de Dios. Sólo de paradoja en paradoja y en un constante vaivén entre el silencio y la palabra, entre la afirmación y la negación, podrá nuestro logos decir algo real acerca del misterio de Dios y de su revelación en Jesucristo.

Es preciso recordar una y otra vez que la teología es, también en el difícil terreno cristológico, un lenguaje simbólico, no directamente descriptivo, ni directamente “ontológico”; lo realmente ontológico de toda afirmación de fe está más allá de las categorías y conceptos; según la acertada fórmula de Santo Tomás, ya recordada más arriba: “el acto (de fe) del creyente no se detiene en el enunciado, sino en la realidad (enunciada)”. Por supuesto, los enunciados se refieren a realidades, pero más por alusión simbólica que por descripción “objetiva”; la realidad trasciende siempre al enunciado, y éste es siempre radicalmente insuficiente. La teología es lenguaje simbólico que comunica, metáfora que transporta, poesía que crea y transforma[53].

No se trata en último término de una solución teórica, como no se trata en primer lugar de cuestiones teóricas. La “salida” de la aporía es el Espíritu y su obra. El Espíritu que es, según la bella fórmula de H. U. von Balthasar, “der Unbekannte jenseits des Wortes” (el Desconocido más allá de la Palabra)[54]. Necesitamos, sí, un nuevo logos capaz de expresar la síntesis paradójica de la confesión y del diálogo, pero lo que necesitamos ante todo es una nueva manera de ser y de vivir que confiesa la divinidad de Jesús “en espíritu y verdad”, es decir, practicándola. Necesitamos una “cristología del Espíritu”.

d) Una cristología desde el Espíritu

Hace años, W. Kasper abogó por una “cristología de orientación pneumatológica”[55] y subrayó que el Espíritu es el medium que establece la unión entre Dios y el hombre Jesús, así como entre la particularidad histórica de Jesús y el significado universal de Cristo en cuanto Hijo: “Una cristología de tipo pneumático es la que mejor ayuda a conciliar mutuamente la unicidad y universalidad de Jesucristo”[56]. Recientemente, M. Bordoni ha propuesto una “cristología desarrollada pneumáticamente, como vía de superación de un cristocentrismo exclusivo y un pluralismo teocéntrico”[57]. Ambos autores formulan muy justamente el objetivo y el interés de una cristología penumatológica: la conciliación de la particularidad y de la universalidad de Jesucristo, evitando tanto un cristocentrismo totalitario y exclusivo como un teocentrismo abstracto y relativista.

Tengo, sin embargo la impresión de que ni Kasper ni Bordoni nos hacen avanzar mucho en esa “vía intermedia”. Y ello porque precisamente la dimensión histórica de Jesús y, por lo tanto, su particularidad, quedan desdibujadas en uno y otro. En W. Kasper, se tiene la impresión de que el Espíritu acaba por diluir la humanidad histórica en la divinidad eterna y de que la historia está privada de toda relevancia[58]. En M. Bordoni, nos encontramos con una “pneumatología cristocéntrica” más que con una “cristología pneumatocéntrica”: la historia de Jesús parece identificarse con la universalidad del Espíritu y, en definitiva, diluirse en ésta.

Otro es el camino seguido por J. Moltmann, que esboza igualmente una “cristología pneumatológica”[59]. Esta viene planteada en el marco de las promesas y de las esperanzas mesiánicas referidas a la historia (y a la naturaleza): “la presencia permanente del Espíritu en Jesús es el comienzo real del reino de Dios y de la nueva creación en la historia”[60]. Y mientras todas las lágrimas no se enjuguen y toda la creación no sea liberada, Jesús será una “persona mesiánica en devenir”[61], un Cristo esperado, un “Cristo en devenir”[62]. En efecto, “Jesús no fue bautizado con el Espíritu como persona privada, sino como pars pro toto, en representación, como uno entre muchos y uno para muchos”[63]; Cristo es una “persona social”[64] ligada a toda la historia y a todo el cosmos.

En esta perspectiva histórico-mesiánica, el Jesús histórico y el Cristo eterno o Dios, el hombre Jesús y el Hijo unigénito, el tiempo de la esperanza y la eternidad del cumplimiento son inseparables, pero, a la vez, inidentificables sin más en el seno de la historia.Y es el Espíritu el que establece tanto la unidad como la diferencia, contra toda tentación de separación reductora, pero también contra toda tentación de identificación totalitaria. El Espíritu establece la identidad, pero también mantiene abierta la distancia, en tanto en cuanto la liberación mesiánica no sea plena y universal. El Espíritu mantiene viva la conciencia de lo inacabado e incumplido de las promesas, la conciencia de que “estamos salvados”, pero “sólo en esperanza”, y así suscita en nosotros y en toda las criaturas la aspiración del Reino y nos hace gemir, junto con toda la creación, “suspirando porque Dios nos haga sus hijos” (Rm 8,22-23). El Espíritu, que no es aún en nosotros más que “primicia”, nos impide toda pretensión de posesión, toda confesión cristológica demasiado triunfalista, todo mesianismo (= “cristianismo”) excesivo.

El Espíritu nos arraiga en lo más particular, en la humanidad histórica de Jesús, y nos lleva al mismo tiempo a trascenderla, pues la misma existencia de Jesús consistió en trascenderse hacia Dios, hacia todo sufriente y todo “extranjero”. Por el Espíritu, Jesús vivió una “existencia fronteriza”[65], hecha de permeabilidad y de comunicación con el otro. Por el Espíritu, reconoció la fe de la sirofenicia (Mc 7,24-30) y del oficial romano (Mt 8,5-13), pidió agua a la samaritana (Jn 4), entró en contacto con leprosos (Mc 1,40-45), compartió la mesa con los excluidos. Jesús estaba muy convencido de que el Espíritu “sopla donde quiere” (Jn 3,8), como el viento, y no se le puede encerrar ni en Garizim ni en Jerusalén (Jn 4,21).

También a nosotros nos lleva el Espíritu, inseparablemente, a acoger a Dios en lo particular y trascender toda particularidad, incluso la particularidad del Jesús histórico. Y eso precisamente en nombre del mismo Jesús, el hombre lleno del Espíritu que nunca buscó su gloria, el hombre que fue pura autotrascendencia, el “hombre para los demás” que no vino a ser servido sino a servir la causa de Dios y del hombre: el Reino. “Lo específico de la cristología pneumatológica es su apertura a la acción del mismo Espíritu fuera de la persona y de la historia de Jesucristo”[66]. Una cristología pneumatológica nos invita, pues, a trascender la particularidad (no plenamente mesiánica) de Jesús hacia la universalidad (plenamente mesiánica) de Cristo, del Espíritu, del Logos, de Dios, no para relegar a Jesús, sino precisamente empujados por él; no para relativizarle, sino para ahondar su verdad, la de ser pura relación. Pues es mentira todo lo que divide y es verdad todo lo que crea comunión.

El Espíritu Santo de Pentecostés nos impide, en último término, circunscribir la acción de Dios, apoderarnos de Dios, instalarnos en cualquier pretensión de posesión de la verdad y de la salvación, y nos invita a reconocer y acoger su presencia activa en otras religiones, tanto como a ser testigos[67]. Pero, más fundamentalmente aún, el Espíritu es creador de una praxis profética, es memoria arriesgada y creativa de Jesús el Cristo, es decir, memoria comprometida del futuro, del Reino[68].

e) La confesión y la praxis

Por fin, el Espíritu impide reducir la confesión cristológica a una afirmación preponderantemente ontológica y abstracta, e induce a confesar “en espíritu y en verdad”. La mera letra de la confesión cristológica, como de todo dogma, por muy necesaria e indispensable que sea para evitar una fragmentación y la disolución individualista de la fe, es sin embargo radicalmente insuficiente, y su valor no está en la letra misma, sino en el misterio que evoca y en la esperanza activa a la que remite. La confesión del dogma cristológica hecha en espíritu y en verdad compromete la existencia y la praxis. Las afirmaciones cristológicas son confesiones de fe. Y la confesión cristológica de fe no es una afirmación ontológica abstracta, ni una afirmación científica (de tipo formal matemático o de tipo empírico positivo), sino una afirmación de sentido que sólo adquiere sentido en la existencia entera: una afirmación por la que el creyente expresa y realiza vitalmente el significado personal que posee para él la persona concreta de Jesús de Nazaret en cuanto automanifestación plena y “última” de Dios, en cuanto autocomunicación histórica definitiva de la voluntad salvífica de Dios.

La misma confesión de la divinidad de Jesús es ‑ lo fue en el NT y lo fue también en Nicea y en Calcedonia ‑ una afirmación existencial y práctica, antes y por encima de una afirmación “ontológica”: lo que se juega en ella es una determinada manera de creer en Dios, de tratar al hombre, de vivir en el mundo. De manera que no basta repetir un dogma, aunque se haga con mucha “convicción”, para confesar de verdad. Como dice el canto, “Jesús es un verbo”. Por consiguiente, la confesión auténtica, la ortodoxia realmente “espiritual”, incluye una determinada praxis, tanto o más que una determinada “expresión”[69].

¿Y cuál es la praxis que confiesa realmente la divinidad y la universalidad única de Jesús? Es la praxis misma de Jesús, aquélla por la que Jesús reveló y comunicó a Dios. En concreto: su opción por los últimos y los ínfimos. Esa opción, siendo la más particular y extraña, es la opción misma de Dios y, por consiguiente, es la opción que funda la universalidad única de Jesús. La auténtica universalidad (divina y humana) es la universalidad del pobre, y es identificándose radicalmente con ella como Jesús se hizo plenamente universal, plenamente humano y divino. Y la afirmación del significado universal de Jesús es inseparable de la praxis de la universalidad evangélica, es decir, de la preferencia divina por aquéllos que nadie prefiere. Sólo el que sigue a Jesús en su opción por los más pobres confiesa realmente la universalidad de Jesucristo, su ser Mesías, Señor, Hijo. En consecuencia, y en conclusión, el diálogo interreligioso es para un cristiano inseparable de una “diapraxis”[70]: el criterio, el camino y la meta del diálogo es que a los pobres se anuncie de palabra y obra el Reino de Dios.

(Lumen 45 [1996], 97-139)

  1. C. GEFFRÉ, “Du savoir à l’interprétation”, en Le déplacement de la théologie, Beauchesne, París, 1977, pp. 51-64. Sobre el carácter hermenéutico de la teología, cf. del mismo autor: El cristianismo ante el riesgo de la interpretación. Ensayos de teología hermenéutica, Cristiandad, Madrid, 1983.
  2. Sobre la problemática de la objetividad teológica, cf. C. GEFFRÉ, “Le problème théologique de l’objectivité de Dieu”, en Procès de l’objectivité de Dieu, Cerf, París, 1969, pp. 241-276.
  3. H. U. von BALTHASAR, “Dios habla como hombre”, en Ensayos teológicos I. Verbum Caro, Cristiandad, Madrid, 1964, pp. 95-125. Por ello, como insiste con razón E. Schillebeeckx, toda afirmación sobre Dios implica una afirmación sobre el hombre; toda palabra sobre Dios está inseparablemente ligada a la conciencia y a la experiencia concreta que el sujeto humano ‑ individual y comunitario ‑ tiene de sí en una determinada situación histórica. (cf. Interpretación de la fe, Sígueme, Salamanca, 1973). También por ello, la experiencia de fe es siempre parcial e histórica, como su misma experiencia, y sólo parcial e históricamente podrá ser expresada en el lenguaje de fe.
  4. P. RICOEUR, Le conflit des interprétations, Seuil, París, 1969, p. 211.
  5. S. Th., 2-2, 1, 2, ad 2. El nuevo “Catecismo de la Iglesia Católica” lo dice también de manera muy exacta y lapidaria: “No creemos en las fórmulas, sino en las realidades que éstas expresan y que la fe nos permite tocar” (n. 170).
  6. La historia del Magisterio y de la teología ofrecen infinidad de lamentables testimonios . Es terrible y humillante, pero a la vez altamente instructivo, recordar que fueron “condenadas y reprobadas” las afirmaciones de Lutero de que el “que los herejes sean quemados es contra la voluntad del Espíritu” o de que “batallar contra los turcos es contrariar la voluntad de Dios” (Bula Exurge, Domine de León X, D 773, 774). ¡Tantas veces, cuando se ha condenado en nombre de la “doctrina”, no era propiamente la verdad santa de Dios lo que estaba en juego, sino interpretaciones humanas históricas! La modestia, la tolerancia y el diálogo son las mejores pruebas de autenticidad; el dogmatismo, la intolerancia y la condena son el mayor contrasigno de la Iglesia. Es evangélicamente lógico que S. Weil, tan incondicionalmente identificada con Jesús crucificado y con todos los crucificados, creyera un deber de conciencia rehusar el bautismo mientras no desaparecieran de la Iglesia dos palabras: anatema sit.
  7. G. SIEGWALT, “Le christianisme et le discours inter-religieux: Vérité et tolérence”, en Lumière et Vie 222 (1995), p. 49.
  8. Cf. Ch. DUQUOC, “La vérité du Credo”, en Catéchèse 143 (1996), pp. 55-62.
  9. Cf., por ej., la propuesta de reinterpretación de la Trinidad en vistas a un diálogo interreligioso que ofrece H. HÄRING, “La fe cristiana en el Dios trino y uno”, en Concilium 258 (1955), pp. 237-252. Cf. también la obra colectiva de A. AMATO (ed.), Trinitá in contesto, Ed. Las, Roma, 1994.
  10. Ch. Duquoc señala con insistencia los peligros de violencia a los que se expone una religión cuando identifica su percepción histórica de Dios con el Absoluto de Dios; así muy recientemente en “Du dialogue inter-religieux”, en Lumière et vie 222 (1995), pp. 61-75.
  11. J.F. MALHERBE, “El conocimiento de fe”, en B. LAURET – F. REFOULÉ (dirs.), Iniciación a la práctica de la teología I, Cristiandad, Madrid, 1984, p. 117.
  12. A. GESCHÉ, Dios para pensar I. El mal, el hombre, Sígueme, Salamanca, 1995, p. 203.
  13. Diálogo y anuncio, n. 22. Se trata del Documento publicado en 1991 por el Pontificio Consejo para el diálogo interreligioso con ocasión de los 25 de la Nostra Aetate (Ecclesia 1452).
  14. L. BOFF, La Nueva Era: la civilización planetaria. Desafíos a la sociedad y al cristianismo, Verbo Divino, Estella, 1995, p. 106. Recuérdese la parábola de los tres anillos con los que Lessing ilustró, en su obra Nathan, el problema de la verdad de las distintas religiones: Un padre dejó en herencia a sus tres hijos sendos anillos de oro del todos idénticos, pero de los cuales sólo uno era auténtico. Muerto el padre y no teniendo modo de decidir sobre cuál de los tres poseía el anillo auténtico, un juez les asegura que el único modo de probar la autenticidad del anillo es el amar más y mejor.
  15. L. CORNIE, “The Hermeneutical Privilege of the Oppressed”, citado por E. SCHILLEBEECKX, “Universalité unique d’une figure religieuse historique nommée Jésus de Nazareth”, en Laval théologique et philosophique 50/2 (Junio 1994), p. 281.
  16. A. TORRES QUIEIRUGA, Opción por los obres: la justicia del Dios cristiano, Fund. Sta. María, Madrid, 1988, pp. 35-48.
  17. E. SCHILLEBEECKX, “Universalité unique d’une figure religieuse historique nommée Jésus de Nazareth”, l.c., p. 275. Cf. Id., Los hombres, relato de Dios, Sígueme, Salamanca, 1994, pp. 268-270.
  18. “Religiones de la tierra y universalidad de Cristo. Del diálogo a la diapraxis”, en CRISTIANISME I JUSTÍCIA, Universalidad de Cristo. Universalidad del pobre, Sal Terrae, Santander, 1995, p. 142.
  19. A la espera de Dios, Trotta, Madrid, 1993, p. 92, citado por González Faus en el lugar indicado en la nota anterior.
  20. El término “Testamento” designa, en primer lugar, no el libro, sino la Alianza y, así, el “régimen” o la “disposición” salvífica. El libro en cuanto texto no se identifica sin más con la alianza, si bien la relación entre los dos libros es análoga a la relación entre las “dos alianzas”.
  21. Según el doble significado de la Aufhebung hegeliana.
  22. Cf. un profundo comentario teológico de Rm 9-11 en H.U. von BALTHASAR, “La raíz de Jesé”, en Ensayos teológicos II. Sponsa Verbi, Guadarrama, Madrid, 1964, pp. 355-366. Se inspira en K. BARTH, Kirchliche Dogmatik II/2 (sobre todo el capítulo 7 sobre la elección gratuita: “Gottes Ggnadenwahl”), Zurich, 1942.
  23. J. DUPONT, “Note sur la ‘Peuple de Dieu’ dans les Actes des Apôtres”, en PONTIFICIA COMISION BIBLICA, Unité et diversité dans l’Eglise, Libreria Editrice Vaticana, 1989, p. 221. En el NT se califica a la Iglesia como “pueblo de Dios” (1 Pe 2,9-10), pero nunca como “nuevo pueblo de Dios” (utilizada, sin embargo, en LG 9 y en diversos documentos oficiales). Para una visión cristiana acerca de los judíos en general, cf. F. MUSSNER, Tratado sobre los judíos, Sígueme, Salamanca, 1983. Cf. también Concilium 98 (1974), especialmente los artículos de J. Moltmann y K. Hruby. La Comisión para la relación con el Judaísmo publicó un importante documento en 1985: Judíos y judaísmo en la predicación y la catequesis de la Iglesia católica (en Ecclesia nº 2.230, 1985).
  24. J. MOINGT, “Une théologie de l’exil”, en C. GEFFRE (dir.), Michel de Certeau ou la différence chrétienne, Cerf, París, 1991, p. 144.
  25. Tampoco significa, sin embargo, que la Nueva Alianza constituya un nuevo camino alternativo y paralelo de salvación, de manera que Israel se salvaría según el antiguo régimen y los paganos según el nuevo régimen, como podría dar a entender el bello libro de N. LOHFINK, La Alianza nunca derogada. Reflexiones exegéticas para el diálogo entre judíos y cristianos, Herder, Barcelona, 1992. Ni Dios se ha echado atrás de su alianza con Abrahán y Moisés, ni ha limitado ésta sólo para Israel, estableciendo otra alianza distinta para los “pueblos”.
  26. Cf. J. DUPUIS, “Alleanza et Salvezza”, in Rassegna di Teologia, 1994 / 2, pp. 148-171.
  27. Cf. J. MOINGT, “Une théologie de l’exil”, l.c., p. 146. La Antiguo y la Nueva Alianza no son dos magnitudes del mismo orden, dos sumandos de la misma serie, y entre ellas se da la paradoja de la máxima continuidad y la máxima discontinuidad (cf. la bella y difícil obra de P. BEAUCHAMP, Ley-Profetas-Sabios. Lectura sincrónica del AT, Cristiandad, Madrid, 1977).
  28. H. U. VON BALTHASAR, “Lo Absoluto del cristianismo y la catolicidad de la Iglesia”, en Puntos centrales de la fe, BAC, Madrid, 1995, p. 82.
  29. He tratado de mostrarlo en “Urs von Balthasar: dos propuestas de diálogo con las religiones”, en Scriptorium Victoriense 42 (1995), pp. 5-81, y 43 (1996), pp. 117-189.
  30. Citado en Diálogo y Anuncio, l.c., n. 79.
  31. “Jesus zwischen Juden und Christen”,en Evangelische Theologie 1995 / 1, p. 62.
  32. Lo atestiguan otros muchos judíos ilustres: M. Buber, E. Bloch, G. Scholem, F. Rosenzweig, W. Benjamin.
  33. Cf. J. RATZINGER, El nuevo Pueblo de Dios, Herder, Barcelona, 1972, pp. 375-399; F.A. SULLIVAN, Salvation Outside the Church. Tracing the History of the Catholic Response, Geoffrey Chapman, Londres, 1992; un buen resumen en A. DE LA FUENTE, “Fuera de la Iglesia no hay salvación”, en Teología y Catequesis 51 (1994), pp. 45-64.
  34. Es lo que he intentado hacer en “Urs von Balthasar: dos propuestas de diálogo con las religiones (II)”, en Scriptorium Victoriense 43 (1996), pp. 117-189, a partir de la teología balthasariana de la relación entre Israel y la Iglesia.
  35. Cf. L. DE LORENZI, “Elección”, en Nuevo Diccionario de Teología Bíblica, Paulinas, Madrid, 1990, pp. 474-490; J. COTT, “The Biblical Problem of Election”, en Journal of Ecumenical Studies 21 (1984), 199-208. Sobre todo: L. COENEN, “Elección”, en Diccionario teológico del NT II, Sígueme, Salamanca, 1980, pp. 65-70.
  36. L. COENEN, “Elección”, en Diccionario teológico del NT II, Sígueme, Salamanca, 1980, p. 66.
  37. Se podrían interpretar en este sentido muchos textos en los que parece atribuirse a Dios un comportamiento arbitrario en su elección: “Amé a Jacob más que a Esaú” (Rm 9,13; cf. Ml 1,2-3); “Tendré misericordia de quien quiera y me apiadaré de quien me plazca” (Rm 9,15; cf. Ex 33,19). Estos textos y otros muchos semejantes no afirman que Dios sea arbitrario y caprichoso, sino más bien que Dios no está sujeto a la lógica humana y que la elección de uno no significa la exclusion de otro, aunque nosotros no sepamos decirlo. La mención de la exclusión no tiene sentido en sí misma, no tiene más significado que el poner de relieve la elección de Dios, que el lenguaje humano no es capaz de expresar sin una exclusión correlativa. Del mismo modo, cuando Pablo dice que “Dios encerró a todos en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia” (Rm 11,32; cf. Ga 3,22), el “encerró a todos en la rebeldía” no tiene otro significado que el poner de relieve el “tuvo misericordia de todos”; no quiere afirmar la primera parte, sino solamente la segunda. De Dios debemos afirmar solamente lo positivo, y aun esto corregido y sublimado.
  38. Falsamente antropomórficas, claro esta, pues lo que no es realmente teológico no debe ser considerado humano y antropológico, ni por consiguiente “antropomórfico”.
  39. Cf. L. COENEN, “Elección”, l.c., p. 67.
  40. Lo cual no quiere decir en absoluto que en otras religiones (cósmicas o místicas) no se dé una percepción del carácter personal de Dios y una relación personal con él. Allí donde se da una experiencia religiosa profunda, de las religiones animistas a las grandes religiones universales, se da el carácter de lo personal, en la medida en que se implica la persona con todas sus dimensiones y vivencias; y esto es así aun cuando se exprese esa experiencia en un marco conceptual o simbólico preferentemente “impersonal”. J.M. Velasco afirma: “…puede decirse que no hay religión que no personifique el Misterio con que el hombre se encuentra en la experiencia religiosa. Ni siquiera de las religiones calificadas de ‘impersonalistas’, porque se representan la divinidad bajo la forma de la unidad o porque renuncian expresamente a toda representación de la divinidad y particularmente a la personal, se puede decir que dejen de comprender al Misterio como de alguna manera ‑ la más radical y verdadera – personal, en cuanto que también en ellas (…) el hombre se relaciona con el Misterio respondiendo a una previa llamada suya y esta respuesta reviste la forma de la entrega incondicional en el mismo” (Introducción a la fenomenología de la religión, Cristiandad, Madrid, 1987 [4ª ed.], p. 129). “Un ser divino neutro es una abstracción filosófica” (W. Baetke, Das Heilige im Germanischen, Tubinga, 1942, pp. 15, citado por J.M. VELASCO, ib., p. 111). Dios no es ni simplemente personal ni simplemente impersonal, sino transpersonal (cf. las precisiones agudas de H. KÜNG, El cristianismo y las grandes religiones, Libros Europa, Madrid, 1987, pp. 466-470). La discusión sobre lo que significa “persona” o “personal” nos llevaría demasiado lejos, pero es importante al menos caer en la cuenta de su complejidad, pues a menudo la categoría de lo “personal” sirve de coartada para justificar prejuicios ante los otros y muros artificiales que impiden el diálogo.
  41. J. MOINGT, El hombre que venía de Dios, Desclée de Brouwer, Bilbao, 1995, vol. II, p. 18. Cf. E. SCHILLEBEECKX, Jesús, historia de un Viviente, Cristiandad, Madrid, 1981, pp. 374-392 (para la cristología del Maranatha), 457-465 (para el título de “Cristo”).
  42. De hecho, la gran objeción que se nos presenta para confesar a Jesús Señor, Mesías e Hijo de Dios no provienen de los prejuicios racionalistas de siglos pasados, sino de la situación de irredención que vive el mundo presente: la injusticia, el dolor, la muerte.

    Sobre la importancia del mesianismo para el cristiano, cf. B. DUPUY, “El Mesianismo”, en Iniciación a la práctica de la teología II/1, Cristiandad, Madrid, 1984, pp. 89-134. Paradójicamente, los “cristianos” que confesaban al Mesías olvidaron muy pronto el mesianismo: cf. B. LAURET, “Cristología dogmática”, en Iniciación a la práctica de la teología II/1, o.c., pp. 269-276; de manera especial, J.L. SEGUNDO, La historia perdida y recuperada de Jesús de Nazaret, Sal Terrae, Santander, 1990. J. Moltmann afirma: “así como la pérdida de la esperanza en el Mesías ha sido el precio de la emancipación de los judíos y de su inserción en la sociedad moderna, la pérdida de la espera de la Parusía fue desde muy temprano el precio que se pagó por la integración en el imperio romano” ( El camino de Jesucristo, Sígueme, Salamanca, 1993, p. 423).

  43. Para la problemática cristológica en el diálogo con el judaísmo, cf. F.W. MARQUARDT, Das christliche Bekenntnis zu Jesus, dem Juden, 2 vol., Munich, 1990-1991 (termina precisamente su segundo tomo con un comentario al Maranatha). También: C. THOMA, Das Mesias Projekt. Theologie jüdisch-christlicher Begegnung, Pattloch, Augsburg, 1994; M. MARKUS – E.W. STEGEMANN – E. ZENGER (eds.), Israel und die Kirche heute. Beiträge zum christlich-jüdischen Gespräch, Herder, Friburgo-Basilea-Viena, 1991 (sobre todo la contribución de H. Vorgrimler); P. VON DER OSTEN-SACKEN, Grundzüge einer Theologie im christlich-jüdischen Gespräch, Chr. Kaisser, Munich, 1982; R. RADFORD RUETHER, “Cristología y relaciones judeo-cristianas”, en Concilium 245 (1993), pp. 171-184; Evangelische Theologie 1995/1, que recoge las ponencias de un Congreso sobre el diálogo judeo-cristiano en torno a la figura de Jesús (en especial las contribuciones de M. Wyschogrod, J. Moltmann y B. Klappert). En una perspectiva catequética, cf. G. NIEKAMP, Christologie nach Ausschwitz. Kritische Bilanz für die Religionsdidaktik aus dem christlich-jüdischem Dialog, Herder, Friburgo-Basilea-Viena, 1994.
  44. J. MOLTMANN, “La esperanza mesiánica. En el cristianismo”, en Concilium 98 (1974), p. 265.
  45. Cf. J. MOLTMANN, El camino de Jesucristo, o.c.; id., “La esperanza mesiánica. En el cristianismo”, l.c., pp. 265-273. Desde un punto de vista más filosófico, resulta muy sugerente P.J. LABARRIÈRE, Le Christ Avenir, DDB, París, 1993.
  46. Muchos autores establecen la distinción entre Jesús y Cristo en términos más cósmicos, en la línea de la cristología patrística del Logos: Jesús es la particularidad histórica que no agota la universalidad de Cristo o del Logos. C. Geffré escribe: “Al igual que el libro de la Biblia no es la traducción adecuada de la palabra ausente e inaccesible de Dios, así la particularidad histórica de la humanidad del judío Jesús no basta para expresar toda la riqueza de las profundidades del misterio de Cristo. El Logos no puede ser pensado separadamente de su vinculación con Jesús, pero es verdad que Cristo no es solamente Jesús” (“Vérité chrétienne et pluralité des religions”, en Catéchèse 143 [1996], p. 70). De todos modos, no hay contradicción entre el planteamiento cósmico y el planteamiento mesiánico, en lo que concierne a la relativa distinción entre Jesús y Cristo.
  47. En un sentido análogo, puede y debe afirmarse simultáneamente la identidad y la diferencia entre la filiación divina histórica de Jesús y la filiación eterna del Verbo, o entre el ser hijo de Dios en la humanidad histórica de Jesús y el ser hijo de Dios en la Trinidad eterna. También aquí hay que decir: son el mismo, pero no son lo mismo; es el mismo sujeto divino-humano, pero no es la misma forma de la divinidad, y no se han de atribuir a lo histórico sino de manera análoga los atributos de lo eterno. Entre ambas “formas” existe una diferencia en la identidad y una identidad en la diferencia. La filiación histórica es manifestación y actualización de la filiación eterna; ésta se expresa y se realiza plenamente en aquélla, pero se expresa y se realiza, al mismo tiempo, en forma de limitación y finitud, en forma kenótica; en una palabra, en forma humana. La plenitud absoluta de Dios adopta la forma de la finitud y de la historia, y ésta es tan real como aquella, de manera que ninguna de las dos dimensiones debe acaparar a la otra o diluirse en la otra. De nuevo se imponen los 4 adverbios de Calcedonia, que salvaguardan tanto la reducción nestoriana que divide al sujeto como la reducción monofisita que, so pretexto de afirmar el único sujeto divino, en realidad niega la auténtica realidad humana y la auténtica historicidad de Jesús. Jesús es un auténtico sujeto humano cuyo última raíz y hondura es el mismo Hijo de Dios, pero el ser sujeto humano y el ser sujeto divino no pertenecen al mismo orden y, por ello, el que haya un auténtico sujeto humano no niega el auténtico carácter de sujeto divino. Dios no hace la competencia al hombre, no ocupa su lugar ni se le contrapone, sino que constituye su fundamento trascendente. Es lo que quiere expresar el término enhipóstasis, en contraposición a anhipóstasis (cf. E. SCHILLEBEECKX, Jesús, historia de un Viviente, o.c., pp. 612-627).
  48. Es difícil evitar esta impresión en algunos autores, muy bien intencionados por lo demás. He aquí algunos autores que van más lejos en este pluralismo cristológico: J. HICK, God has many Names, Mcmillan, Londres, 1980; Id., “Cristo en las religiones del mundo”, in FORUM DEUSTO, La religión en los albores del s. XXI, Universidad de Deusto, Bilbao 1994, pp. 153-171; P. KNITTER, No other Name? A Critical Survey of Christian Attitudes toward the World Religions, SCM Press, Londres, 1985; C. MENARD, “Jésus le Christ est-il l’unique sauveur?”, en J.C. PETIT J.C. BRETON (eds.), Jésus: Christ universel? Interprétations anciennes et appropriations contemporaines de la figure de Jésus, Ed. Fides, Saint Laurent (Quebec), 1990; L. SCHWIDLER, “Eine Christologie für unsere kritisch-denkende, pluralistische Zeit”, en R. BERNHARDT (ed.), Horizontüberschreitung. Die pluralistische Theologie der Religionen, Gütersloh, 1991, pp. 104-119. Para una visión global de la problemática: M. von BRÜCK – WERBICK (eds.), Der einzige Weg zum Heil? Die Herausforderung des christlichen Absolutheitsanspruchs durch pluralistische Religionstheologien, Friburgo, 1993.
  49. Cf. el bello párrafo con que G. Siegwalt finaliza la primera parte de su Dogmatique pour la catholicité évangélique, Labor et Fides-Cerf, París-Ginebra, 1987, vol. I/2, p. 501 (el párrafo lleva por título “La aporía de la teología de la recapitulación”).
  50. E. SCHILLEBEECKX, “Universalité unique d’une figure religieuse historique nommée Jésus de Nazareth”, l.c., p. 273. “En el seno mismo del cristianismo se mantiene presente la tensión entre la identificación de Dios por Jesús y la identidad propia de Dios” (ib., p. 277). “Dios se ha definido en Jesús. Sin embargo, incluso según esta revelación histórica, incluso en la oferta universal que comporta, el misterio divino sigue siendo impenetrable e inefable” (ib., p. 278). Una buena presentación, precisa y honda, de la compleja problemática de la confesión de la divinidad de Jesús la ofrece J. LOIS, Jesús de Nazaret, el Cristo liberador, Ed. Hoac, Madrid, 1995, pp. 261-349.
  51. La postura “inclusiva” en la teología de las religiones (la que afirma que Jesucristo, por encima de la Iglesia, incluye toda palabra y toda presencia salvífica de Dios en la historia, sin poder ser incluido él mismo por ningún otro) no puede evitar la superioridad, por mucho que pase del eclesiocentrismo al cristocentrismo. Es, sin embargo, la posición más extendida entre los teólogos.
  52. K.J. Kuschel afirma que la exégesis del NT y la hermenéutica de los dogmas permiten “fundamentar teológicamente una normatividad de Cristo sin pretensiones de absolutez, que tenga una finalidad sin exclusivismos y una definitividad sin superioridades” (“Cristología y diálogo interreligioso”, en Selecciones de Teología 123 [1992], pp. 220-221). Es necesario afirmarlo, sin duda. ¿Pero es posible sin transgredir nuestra lógica estrecha y sin apelar a otra lógica, la de Dios mismo, que afirma sin negar y elige sin excluir?
  53. Sobre la teología en cuanto metáfora, cf. S.Mc. FAGUE, Modelos de Dios. Teología para una era ecológica y nuclear, Sal Terrae, Santander, 1994. ¿No puede decirse que la Encarnación es una “metáfora” en el mejor sentido de la palabra? (El título de la última obra de J. Hick es justamente The Metaphore of God Incarnate, SCM Press, Londres, 1993, corrigiendo el título de una obra suya anterior: The Myth of God Incarnate, SCM Press, Londres, 1977). No un mito en el sentido de relato ilusorio y engañoso, sino una “metáfora viva” que quiere expresar hasta qué punto Dios es un “Dios con nosotros” e incluso un “Dios como nosotros”, un Dios Amor absoluto y solidario. Una metáfora cuya contenido propiamente teológico excede todo concepto y toda representación. La representación será siempre necesariamente “mitológica” y necesitará una “desmitologización” que distinga entre la fe (cuyo contenido es el “hecho teológico”) y su imagen explicativa; y esta labor desmitologizadora es un proceso interminable, pues la misma desmitologización se sirve inevitablemente de nuevas metáforas…
  54. En Spiritus Creator. Skizzen zur Theologie III, Johannes, Einsiedeln, 1967, pp. 95-105.
  55. Jesús el Cristo, Sígueme, Salamanca, 1982, p. 309. En una línea muy balthasariana, Kasper afirmaba que el Espíritu, “en cuanto vínculo personal de la libertad en el amor entre Padre e Hijo”, permite concebir la encarnación como acontecimiento trinitario de autocomunicación libre y gratuita y no, en una línea hegeliana, como autocomunicación “necesaria” de Dios; igualmente, el Espíritu hace posible que la creatura humana de Jesús se convierta “en la figura histórica por la que el Hijo se entrega al Padre”; por fin, el Espíritu hace que el hombre Jesucristo sea “mediador universal de la salvación” (ib., p. 312).
  56. Ib., p. 335.
  57. M. BORDONI, La cristologia nell’orizzonte dello Spirito, Ed. Queriniana, Brescia, 1995, pp. 181-187 (cf. las pp. 177-200, que llevan por título: “Cristologia e pneumatologia nell’orizzonte del problema universale della salvezza”). Este autor señala con razón en la introducción que el problema de fondo con el que se enfrenta la cristología no es el ateísmo, sino el “contexto pluralístico de las religiones” y que, por consiguiente, la cristología no se ha de plantear como problema teológico, sino como “cuestión penumatológica” (p. 13). Cf. también J. DUPUIS, “Western Christocentrism and Eastern Pneumatology”, in Jesus Christ and his Spirit, Theological Publications in India, Bangalore, 1977, pp. 99-110.
  58. Véase la crítica que le hace J. MOINGT, El hombre que venía de Dios, tomo I, DDB, Bilbao, 1995, pp. 186-189.
  59. J. MOLTMANN, El camino de Jesucristo, o.c., sobre todo pp. 111-209.
  60. Ib., p. 136.
  61. Ib., p. 193 (título de la sección: pp. 193-209).
  62. Ib. p. 408.
  63. Ib., p. 139.
  64. Ib., p. 208.
  65. Cf. las bellas reflexiones de J.L. Sampedro sobre la “existencia fronteriza” en Fronteras, Aguilar, Madrid, 1995, sobre todo pp. 45-53. El “vivir fronterizo” está hecho de interpenetración, de vivir a la vez aquí y allá sin borrar diferencias; es vivir sin delimitar terrenos patrios y extranjeros, sin erigir barreras, sin fijar límites.
  66. J. MOLTMANN, El camino de Jesucristo, o.c., p. 138. Cf. H. KÜNG, “Le Christ, la Lumière et les autres lumières. De la problématique des religions mondiales et de l’éthos mondial”, en Lumière et Vie 222 (1995), pp. 33-43.
  67. El Documento La actitud de la Iglesia frente a los seguidores de otras religiones (1984), publicado por el Secretariado para los no cristianos (convertido luego en Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso) (Bulletin 56 [1984], pp. 185-200) insiste particularmente en el protagonismo y la centralidad del Espíritu Santo en la obra de Dios en el mundo: hace presente a Dios en el mundo (n. 9), sopla donde quiere (n. 19), actúa en la hondura de las conciencias, las acompaña a la Verdad más allá de la Iglesia visible y anticipa y acompaña el camino de la Iglesia (n. 24), realiza la reconciliación del mundo con Dios (n. 41), conduce la realización del plan de Dios en la historia (n. 43). Sin embargo, la Declaración conciliar Nostra Aetate no contenía ninguna alusión de este tipo al Espíritu. El Documento Diálogo y Anuncio (1991) (l.c.) tampoco pone en el Espíritu Santo el acento que ponía el Documento de 1984, si bien cita muchos textos conciliares y papales en los que se hace alusión al Espíritu (nn. 15, 17, 27,29,35).

    En los Padres de la Iglesia, con la excepción de Ireneo, hallamos una cristología del Logos o una cristología cósmica más que una cristología pneumatológica; así en Justino y Clemente. Lo mismo sucede en el Vaticano II. De todos modos, tanto en el AT como también en el NT, el Espíritu, la Sabiduría (Sophia) y el Logos son inseparables, de manera que la contraposición entre cristología del Logos y cristología del Espíritu es relativa.

  68. “El Resucitado es aquél que, por su Espíritu, abre a experiencias a las que llama la gesta de Jesús, rompiendo todo vínculo entre lo Ultimo y lo real”, es decir, toda identificación entre Dios y la realidad histórica (Ch. DUQUOC, “Du Dialogue inter-religieux”, l.c., p. 73).
  69. Sobre esta inseparabilidad de los aspectos teorético-cognitivo y existencial-práctico de la verdad, cf. E. SCHILLEBEECKX, “El carácter único y definiitvo del envío de Jesucristo, como tarea y base de la Iglesia y de su misión al mundo”, en Los hombres, relato de Dios, o.c., sobre todo pp. 260-270.
  70. Cf. J.I. GONZÁLEZ FAUS, “Religiones de la Tierra y universalidad de Cristo. Del diálogo a la diapraxis”, l.c., sobre todo pp. 128-143.