Belloc, un monasterio
Belloc, derivado del vasco “Beloke” (= lugar de hierba), es un monasterio benedictino del País Vasco en el Estado francés. Entre lomas cubiertas de bosques y prados verdes, en la ladera de una colina, el edificio –de encantadora sencillez y armonía– se funde en el paisaje y se recoge sigilosamente detrás de un bosquecillo de castaños y olmos y majestuosos robles de variadas especies. Todo es simple y bello. Todo está en calma. Todo vive y respira en silencio. Quien necesita respiro –¡lo necesitamos tanto! – allí lo encuentra.
Cuando llegué allí recientemente para pasar siete días, nadie me preguntó: “¿Y tú quién eres? ¿Eres creyente o ateo? ¿Eres ortodoxo o hereje? ¿Cumples las normas morales de la Iglesia? ¿Te confiesas cuando no las cumples?”. No. Simplemente me dijeron: “Sé bienvenido. Estás en tu casa”. Me sentí confortado, y entendí mejor aquello de San Benito en su Regla: “Todos los huéspedes que llegan a un monasterio deben ser recibidos como Cristo” y han de ser tratados “con toda la humanidad posible”. Y me dije: “Es bueno que haya monasterios así, que ofrezcan acogida y respiro a todos los cansados y heridos de la vida”.
La palabra “monasterio”, al igual que “monje/monja”, viene del griego monos, que significa “solo”, y se dice que los monjes viven “solos con el Solo”. Pero no se ha de malentender esa soledad. Hay soledad en un monasterio, como hay soledad en la vida. Pero un monasterio no es un lugar de aislamiento, sino de acompañamiento. Y el “habitar consigo mismo” del que habla San Benito es justamente necesario para acompañar, al igual que los “doce grados de humildad” de su Regla, o el desapego radical de sí, son la mejor condición para convivir. Un monasterio es un lugar para poder dejar al descubierto la soledad y dejarla acompañar, para abrir las heridas y dejarlas curar. Un lugar para sentir que el Fondo último de la Realidad, el Misterio que llamamos “Dios”, es dulce y eterna acogida, y también “Dulce huésped del alma”.
¿Y por qué entonces los monjes hablan tan poco entre sí, comen en silencio, y se cruzan en silencio en el claustro? No es porque el silencio sea mejor y más necesario que la palabra. No. Pero también el silencio puede ser bueno y sanador, e incluso toda una vida en silencio puede ser sana y sanadora, cuando en el silencio se escucha y acoge el Misterio de la Vida, que es pura acogida. ¡Tantas veces sucede que las palabras ahogan el Misterio que nos salva, y se convierten en fronteras que nos dividen y alejan! El silencio ayuda entonces a “abrir los ojos a la luz que nos hace dioses” (Regla de San Benito), e invita a la palabra a hacerse celebración y canto de la Vida.
Sí, el canto de la Vida. Me impresionó profundamente el canto de Beloke, tan natural y armonioso, tan suave y firme, y tan variado! La salmodia monocorde se convierte de repente y de la nada en sublime polifonía, el canto gregoriano da paso a una melodía ortodoxa rusa de armónicos sobrecogedores. Y así tres horas de liturgia común cada día, y dos horas más de oración o meditación personal silenciosa…
La objeción salta a la vista: “¿Tiene sentido una vida así en un mundo como el nuestro tan necesitado de profetas en la calle y de buenos samaritanos sobre el terreno?”. No tengo respuesta concluyente. Pero pienso en un jacinto silvestre, o en una campanula de roca, o en un nomeolvides de agua: ¿tienen sentido? No florecen para nada, para nadie. ¿Para nada, para nadie? Florecen para el universo y su armonía. En ellos florece el Universo y su Misterio. También en Belloc, con todas sus deficiencias.
(Publicado el 4 de septiembre de 2012)