¿Borrar la tradición de un plumazo?
Querido N.:
Hablando de algunos sinsabores del oficio que desempeño y de este pequeño torbellino eclesial – “eclesiástico”, más bien– en que me he visto en envuelto en los últimos meses, un amigo común me trasladó un comentario que debiste de hacer al respecto: “Es que José borra la tradición de un plumazo”. Como si así se explicara todo lo ocurrido. Me pareció injusto y me dolió un poco, pero no vengo a censurarte, no es eso, ni quiero juzgar la buena voluntad de nadie y menos la tuya. Simplemente, esas palabras tuyas me brindan la ocasión para explicarme acerca de cosas que son importantes para mí, por mi oficio ciertamente, pero sobre todo por mi fe: qué es para mí la tradición y cómo yo me sitúo frente a ella.
Dices “tradición”, y parece que con eso basta, como si ya supiéramos de lo que hablamos. ¿Qué es la tradición? No es, ciertamente, una hojarasca seca, no es un texto caduco, no es una cadena de formas muertas. Es un gran árbol lleno de ramas y de raíces, pero algunas ramas ya no reverdecen, y por algunas raíces ya no corre la savia. Es preciso examinar, seleccionar y podar para que el árbol esté más vivo y dé más fruto, y a veces hay que tronchar el tronco en su base, para que nazcan nuevos retoños. La tradición es un cuerpo vivo, y en él vivimos y estamos trabados. La tradición es una tierra profunda, y en ella se hunde nuestra existencia, se nutren nuestros sueños, se inspiran nuestras palabras. La tradición merece veneración, pero venerar no es conservar intacto, no es reproducir la forma, no es repetir la fórmula. Somos porque tenemos origen, no somos nuestro propio origen. Pero el origen es la fuente misteriosa, siempre anterior y siempre oculta. El que dice “aquí está el origen” traiciona la gran tradición, niega la fuente cuya agua nunca es la misma, cuya agua nunca podemos encerrar. Déjala correr hacia atrás y hacia adelante, no la detengas. Agradece su fuente, adivina su curso.
Así es la tradición: como una corriente de agua incontenible, con formas siempre nuevas. Así es la vida, así es nuestra historia, así ha de ser nuestra Iglesia si quiere ser fiel a su origen. La tradición no es un depósito de verdades inmutables, de normas inamovibles, de fórmulas inalterables que hayamos de conservar con sumisión servil. Nunca es argumento decisivo el “está escrito”, ni el “así se ha hecho” o “así nos enseñaron”. Es preciso discernir, optar, adaptar. Nunca se ha de utilizar el dogma como prueba, pues el dogma es más que el significado que expresa la fórmula, y la misma fórmula puede adquirir diversos significados, y hay que preguntarse siempre por lo que está más allá de todo significado, y los significados valen cuando hacen presente el rumor de la fuente, y despiertan en nosotros el sentido del misterio y el deseo del agua. No basta repetir el dogma. Es preciso releer, distinguir entre la letra y su sentido, más aún, distinguir entre el sentido expresado y la intención oculta que remite a la fuente. Es preciso volver a comprender que el misterio es incomprensible y que de él vivimos. No basta con repetir; la vida nunca repite nada.
Y déjame que te pregunte: ¿Sabes tú dónde está el límite exacto entre la hoja caída y la savia del tronco? ¿Sabes el límite preciso entre el texto ya concluido y el sentido siempre abierto? Yo tampoco lo sé, nadie lo sabe. Sólo Dios sabe, y nadie sabe a Dios, pero todos estamos llamados a dar a la vida su santo sabor. El sabor de la carne y de la palabra, el sabor de la búsqueda y de la escucha, el sabor de la libertad y del respeto. Y no importa que erremos, sino que cuidemos de no negar y dañar la vida. Y no entiendo que pueda haber, para con la tradición, otra fidelidad que la fidelidad creativa, la fidelidad libre, la fidelidad dialogante, la fidelidad arriesgada. Hay que ser libres para pensar y vivir. Yo quiero ser libre aunque yerre.
¿Y el criterio? ¿Dónde está el criterio de la fidelidad creativa, el criterio de la libertad arriesgada? El criterio último no es el texto concluido, no es la forma acabada, no es el sentido expresado y comprendido. El criterio decisivo es aquello que buscamos y nunca alcanzamos. El criterio último se nos escapa, nadie lo posee. El criterio último es lo que nunca se alcanzó a decir adecuadamente, es aquello que en lo dicho siempre quedó por decir. El criterio es la vida, es el fruto, es el espíritu. El criterio no es lo que se dijo y quedó escrito, sino la palabra nueva que el texto viejo inspira hoy. El criterio no es lo que se hizo y quedó plasmado para siempre en códigos y en cánones, sino la fuente de la que brotaron y la vida que quisieron cuidar, si es que brotaron de una fuente viva y si es que quisieron cuidar la vida. Lo que importa es la vida. Lo que importa es el espíritu y la fuente que en otro tiempo hicieron brotar la vida y le dieron forma. Lo que importa no es la forma que en otro tiempo adoptó, sino la forma que ha de adoptar hoy para que la vida siga inventándose en formas siempre nuevas.
En realidad, siempre ha sido así, y tú lo sabes tan bien como yo. Repasa la historia de los dogmas. Esta misma expresión –“historia de los dogmas– dio que hablar en otros tiempos. Hubo entonces quienes pretendieron –y, por desgracia, vuelven a ser numerosos quienes hoy pretenden otra vez– que los dogmas no tienen historia, como si su sentido fuera definitivo e inmutable. Tuvo que venir Rahner para contentar a unos y otros con su alambicada fórmula: “La inmutabilidad del dogma de la Iglesia no excluye la historia de los dogmas, sino que, por el contrario, la implica” (Escritos teológicos VI, p. 456). Si tiene historia, no es inmutable. El sentido de los dogmas –es decir, aquello que “comprendemos” con unos conceptos en el marco de un sistema lógico– no cesa de cambiar. Lo que no cambia es aquel referente último que es el Misterio, y prefiero pensar que el Misterio que llamamos Dios, el Dios que habita nuestro corazón y nuestra palabra, es la permanente novedad de la Vida, ¡bendita sea!
Siempre ha sido así, te decía. Santo Tomás de Aquino, en el s. XIII, rompió con una tradición teológica secular, y le acusaron de ello, pero luego resultó que el tomismo se convirtió a su vez en sistema y tradición, y 8 siglos después fueron acusados de borrar la tradición aquellos que no hicieron otra cosa que lo que hizo Tomás: apartar la hojarasca de la fuente y dejar que brotara agua fresca para los labios del mundo moderno. Y todos aquellos de los que tú y yo aprendimos lo mejor de nuestra teología (los De Lubac, Chenu, Congar, Schillebeeckx…) fueron acusados de borrar la tradición de un plumazo. Y el mismo Concilio Vaticano II fue acusado de romper la tradición, y seamos sinceros, no les faltaba buena parte de razón: ¿acaso la Lumen Gentium no rompió, tímidamente, la milenaria tradición de que solamente la Iglesia católica de Roma es la única verdadera Iglesia de Jesús? ¿Y acaso la Nostra Aetate no rompió, veladamente, la bimilenaria tradición de que el cristianismo es la única religión verdadera? Pero innovar (y en alguna medida romper) ¿no es acaso la única manera de ser fieles a la tradición, al espíritu que la anima?
Y cuanto más remontemos en la tradición, más claramente se ve. Todos los Santos Padres fueron innovadores y muchos de ellos tuvieron que pagar por la libertad y el riesgo (y me agrada pensar que, de haber permitido el sistema eclesial de aquellos tiempos que hubiera habido Santas Madres, éstas hubieran sido aún mucho más innovadoras, porque ellas saben de la permanente novedad de la vida que conciben y gestan, y porque ellas nunca se han sentido tan concernidas por las rígidas, nacidas muertas, estructuras patriarcales de la Iglesia). Y mira a Pablo: ¿qué hizo Pablo sino romper la tradición cuando declaró al movimiento cristiano libre de la Torá y de la circuncisión? Y le acusaron de borrar la tradición, pero Pablo no hacía sino seguir la inspiración de Jesús, profundamente convencido como estaba de que “para ser libres nos liberó Cristo” (Gal 5,1). Jesús fue el más innovador, porque estaba más cerca de la fuente. Y arriesgó y transgredió en favor de la vida: quebrantó la ley del sábado y de la pureza, y violó el templo, más allá de lo escrito y de lo aprendido. Y, ante los defensores de la santa tradición, no se privó de declarar con evidente riesgo: “Vosotros dejáis a un lado el mandamiento de Dios y os aferráis a la tradición de los hombres” (Mc 7,8). Todas las tradiciones son “tradiciones de los hombres”, por muy investidos de autoridad divina que pretendan estar sus guardianes. Pero Dios no posee otra autoridad y otro mandamiento más que la vida, la vida nueva y libre, buena y feliz.
Lejos de mí compararme con Tomás de Aquino, y no digamos con Pablo, y cuánto menos con Jesús (aunque, en realidad, todos estamos llamados a ser Jesús: él no es celoso y está más allá de todas las formas). Yo no soy más que un insignificante aficionado de la teología, pero trato de observar con atención la tradición, y observo que, a pesar del gigantesco, casi monstruoso, peso de la institución eclesiástica a lo largo de los siglos, a pesar de los innumerables abusos de poder, a pesar del desmedido empeño por controlar las fuentes y por encerrar la tradición, a pesar de los tribunales y de las hogueras, a pesar de todo se ha impuesto la afortunada y liberadora ley de la vida. Todo ha ido cambiando en la tradición, a veces para mal, a veces para bien. Algunos dirán que hay una continuidad en la discontinuidad. Otros dirán que la discontinuidad es la condición de la continuidad. Es una cuestión terminológica a la que no hallaremos solución. Pero observa. No encontrarás ninguna doctrina, ningún dogma (creación, Trinidad, concepción virginal, divinidad de Jesús, pecado original, dogmas marianos, infalibilidad del papa…) cuya interpretación no haya conocido cambios profundos a lo largo de los siglos. Afortunadamente. Y algo que es mucho más decisivo: no encontrarás ningún dogma, ninguna institución eclesial, ningún sacramento, ningún ministerio que venga tal cual, directamente, de Jesús, “el que guía y sostiene nuestra fe”. Jesús se alegraría –Jesús se alegra– de que su fe, su sueño, su buena noticia, sigan teniendo seguidoras y seguidores, pero ¡cuánto se extrañaría Jesús de tantas cosas que se justifican en su nombre y como tradición suya! Desgraciadamente, tampoco encontrarás ninguna cuestión importante que no haya sido objeto o motivo de condenas que hoy consideramos desmedidas, injustas, innecesarias. Y uno no puede menos de pensar, con una extraña sensación de alivio, que Pío X condenaría hoy a Benedicto XVI al menos con tanta razón como Benedicto XVI ha condenado a teólogos que todos conocemos; Pío X podría acusar a Benedicto XVI, por ejemplo, de afirmar –contra toda la tradición– que hay géneros literarios en la Biblia y que Dios no creó el mundo en seis días. Y así seguiremos, de malentendido en malentendido, de condena en condena, mientras sigamos apelando a la tradición para mantener lo que no son más que formas, fórmulas y creencias; pueden ser más o menos necesarias, más o menos discutibles, pero nunca son esenciales.
Remontemos el curso hacia la fuente y seamos libres. Y escuchémonos mucho, hablemos mucho, pero no nos condenemos. Nuestro tiempo nos lo pide. Tiene razón el cardenal Kasper cuando afirma que el desafío del Vaticano II consiste en “ir más allá de los textos conciliares siendo plenamente fieles a la tradición testimoniada por él y, a la vista del ateísmo moderno, hacer una nueva exposición del mensaje de Jesucristo, el Dios trino y uno, y su significación para la salvación del hombre y del mundo” (Teología, Iglesia, p. 414). Tenía razón J.M. Mardones cuando escribía: “Tendremos que cambiar nuestra presentación de la tradición, la tendremos que hacer aceptable, creíble, justificable” (10 palabras clave sobre fundamentalismos, p. 21). Tenía razón Juan XXIII cuando, en el discurso de inauguración del Concilio Vaticano II, el mismo discurso en que declaró que no le gustaban los “profetas de calamidades”, afirmó: “Una cosa es la fe y otra la manera como se expresa”. De modo que ni aun aquel que borrara todas las expresiones tradicionales de la fe –no es mi caso, ¡por Dios! –, ni siquiera çel estaría por ello y sin más negando la fe viva que hemos recibido por la tradición. La fe viva, no las fórmulas viejas, es lo que estamos llamados a transmitir a los hombres y mujeres de hoy, a las generaciones de mañana, para que el Evangelio siga siendo o vuelva a ser buena noticia, inspiración, aliento.
Ésa es nuestra misión: transmitir a las generaciones de Jesús la fe viva, el rumor del agua, el agua fresca, el agua nueva. Para ello no se requiere la fidelidad de la repetición, sino la fidelidad de la renovación. No se trata de borrar la tradición de un plumazo ni de dos, sino de “sacar lo nuevo de lo viejo” (Mt 13,52), como pide Jesús al “escriba” cristiano. Yo quisiera ser un humilde escriba que intenta sacar cosas nuevas de las viejas. Estoy seguro de que tú también.
Un abrazo en la paz de Jesús.
(Escrito el 26 de febrero de 2010, durante el tiempo de silencio impuesto. Inédito)