Caín y Abel

Caín es el asesino culpable, y Abel es la víctima inocente. Parece muy claro. Pero nuestros juicios son inseguros, a menudo arbitrarios. En muchas guerras, un Caín vencedor es declarado Abel, y es declarado Caín el Abel vencido. En cualquier caso, si Caín el malo no puede ser vencido, negociamos con él, en nombre del realismo; si podemos vencerlo sin negociar, entonces apelamos al derecho con énfasis y sentenciamos solemnemente: “Nunca se debe negociar con Caín”. Y hacemos como que creemos la mentira, o tal vez nos la creemos.

La historia de Siria y de Ucrania son el último ejemplo de nuestro oscilante criterio: Europa y Obama proclamaban, seguramente con razón, que el presidente sirio Bachar el Asad es un genocida, pero tenía aliados poderosos (Rusia e Irán, incluso China), y todo el mundo se ha avenido a negociar con él como lo más razonable. En el caso del presidente ucranio Yanukóvich, por el contrario, Europa y Obama se declaraban dispuestos a negociar con él hasta el último día, a pesar de sus matanzas, pero, inesperadamente derrotado a última hora, ya lo acusan de asesinato masivo y lo juzgarán por ello (si pueden, lo que parece muy dudoso, pues Rusia y el gas siberiano se interpondrán de nuevo).

Haríamos bien en modular nuestros juicios. Haríamos bien, sobre todo, en ponernos cada uno, al menos por un instante, en el lugar del otro, primero en el lugar del asesinado, pero también en el lugar del asesino declarado Caín. También Caín lleva un signo sagrado en su frente.

Recordemos la historia bíblica. Caín y Abel eran hermanos, hijos del mismo amor, de la misma carne. Eran muy distintos: “Abel se hizo pastor, y Caín agricultor” (Génesis 4,2). Dos modos de ser, dos modos de vida, dos civilizaciones. Y luchan entre sí, o al menos el uno lucha contra el otro, por envidia, por odio. Caín es figura del malo, Abel es figura del justo. Caín es el “culpable”, Abel es el justo. Pero miremos más de cerca: el texto no nos sitúa en ese registro de la “culpa” y de la “inocencia”.

En efecto, ¿de dónde le viene a Caín su odio a Abel? El relato bíblico lo “explica” de manera desconcertante: “El Señor se fijó en Abel y su ofrenda, y se fijó menos en Caín y su ofrenda” (4,4-5). La inexplicable preferencia de “Dios” por Abel sería la causa del rencor de Caín y de su asesinato. Es comprensible que Caín, al verse postergado, sienta envidia de Abel. Pero ¿es comprensible que “dios” discrimine a Caín? Es una forma de hablar. Una manera de decir que la envidia de Caín es incomprensible. Al decir que “dios” es el “último culpable” del odio y del crimen de Caín, el relato no quiere en absoluto imputar a “Dios, sino “excusar” de alguna forma a Caín. Es una manera de decir que Caín no es la razón y la fuente última de su envidia y de su odio o de su crimen. Nadie es culpable absoluto.

Si hoy quisiéramos identificar las razones de este asesinato originario, investigaríamos las circunstancias económicas o sociológicas y las condiciones psicológicas o genéticas o biológicas, y tendríamos razón. Pero ése no es el asunto en el libro del Génesis (ni ésa es la cuestión última en todos los crímenes). La cuestión última es la responsabilidad, no la culpa. Y al decir “responsabilidad”, no me refiero a quién tiene la culpa y quién ha de pagar por el crimen, sino más bien a quién responde de esta situación y está dispuesto a hacerle frente y repararla.

“Si obras mal, el pecado acecha a tu puerta y te acosa, aunque tú puedes dominarlo” (4,7), dice la voz divina a Caín. Es decir: “No busques culpables, Caín, fuera de ti ni siquiera en ti mismo; obra bien, y podrás levantar tu frente, alegrar tu cara. Y créelo, tú eres capaz de obrar bien, eres capaz de ser bueno”. En eso consiste la responsabilidad.

La cuestión más decisiva no es identificar la culpa y al culpable –¡tantas veces juzgamos de acuerdo a intereses ocultos o simplemente por error!–. La cuestión decisiva es curar las heridas infligidas, primero del que ha sido herido y luego también del que ha herido. Y nada remediamos castigando al malhechor, sino ayudándole a ser responsable y bienhechor, a reparar el daño en el otro y en sí. Impedir que vuelva a delinquir es una condición necesaria, pero no suficiente.

Así hace “Dios” en el relato del Génesis. No “castiga” a Caín, aunque pueda parecerlo en una lectura superficial. “Dios” se erige en primer lugar, eso sí, como testigo de Abel: ocupa su lugar vacío, y en su lugar toma la palabra, se hace su portavoz. “Dónde está tu hermano?” (4,9), pregunta a Caín, y le impide huir a la indiferencia y al olvido, seguir encerrado en sí mismo, cuando aquel le responde: “No lo sé. ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?” (4,9). Sí, lo sabes, debes saberlo. Sí, eres el guardián de tu hermano, debes serlo, pues forma parte de tu propio ser. Si dejas de serlo, dejarás de ser tú mismo, condenarás tu propio ser. “La sangre de tu hermano me grita desde la tierra” (4,10). ¿Se trata acaso de una áspera acusación por parte de un Juez soberano? No, no se trata de acusación, ni de imputación, ni de severa petición de cuentas, ni de imposición de castigo, aunque el vocabulario (“la tierra te maldice”, “andarás errante y vagando por el mundo”…) pudiera sugerirlo.

“Dios” no castiga a Caín ni lo maldice. Le interpela y le hace tomar conciencia de su ser y de su acción. Pero no lo hace para que en adelante se arrastre bajo la angustia de su culpa, sino más bien al contrario: para que sea consciente de su propia dignidad, recupere la confianza en sí mismo, sea capaz de obrar bien y pueda seguir caminando sin miedo como hermano de su hermano muerto y de todos sus hermanos vivos. Caín ha de vivir, aunque se errando por la tierra, como sucede en realidad con todos los seres humanos, sean Caín o sean Abel.

Caín tiene miedo: “El que me encuentre me matará” (4,14). No, nadie podrá matarte. Dios es testigo defensor de Abel, pero también es testigo defensor de Caín. “Y el Señor puso una marca a Caín, para que no lo matara quien lo encontrase” (4,15).

No es lícito matar al asesino. La venganza hace daño también al que se venga. El castigo del llamado culpable no cura a la víctima inocente. Lo que cura al uno y al otro es la humanidad: que el malhechor no haga daño y se vuelva bienhechor, que el asesino se vuelva guardián y protector de la vida del hermano, que la víctima abra su corazón y acceda a ponerse en el lugar del asesino.

¿Pero será posible? La señal grabada por Dios en la frente de Caín afirma que sí. “Dios” lo cree posible. Dios es esa posibilidad y esa fe, es esa señal de salvación en la frente de Caín, más allá de todos los crímenes y heridas de esta tierra. Más allá también de nuestros criterios, tan inciertos, y a menudo tan contradictorios, sobre la culpa y la inocencia, sobre Caín y Abel.

(Publicado el 2 de marzo de 2014)