CHRISTIAN BOBIN. EL BAJÍSIMO
Prólogo a un poema
¡Enhorabuena! Tienes en tus manos un libro excepcional. De honda inspiración poética, de sorprendente belleza y fuerza. Y de espléndida traducción, a la altura del original.
U libro escrito con infinita delicadeza e insobornable lucidez. Con una fe intacta en la bondad a pesar de todo y con una mirada crítica a tanta inhumanidad de ayer y de hoy. Con la inocencia de un niño y el vigor de un profeta.
Un libro límpido, depurado, sin artificio alguno, sin palabra de más. Un libro hecho de aire, de la imperceptible brisa del Horeb y de la enérgica Ruah de Pentecostés. Lo dicho brota de Indecible, lleva su impronta. Un libro poema de la primera hasta palabra frase.
Como el poema que fue, sigue siendo, la vida de Francisco de Asís, el Poverello. Se hizo hermano porque se hizo pobre, se volvió pobre porque se sintió hermano. Se hizo pobre para ser hermano, para compartirlo todo, todo. Fue tan hermano y tan pobre que no tuvo enemigos. Fue tan pobre que no tuvo envidia ni miedo de nadie. “El hermano Francisco, el pequeñuelo”: así se presentaba.
Pero no pienses que su vida fue un camino de rosas. No es cosa de que te pongas a comparar con él. Él nunca quiso compararse con nadie, sino para reconocerse más pequeño. Era pequeño de estatura, y se sentía el menor en todo, pero sin complejo alguno: se sentía libre y feliz. No creas, sin embargo, que llegó a esa altura, a esa bajura, sin dejarse despojar del todo. No pienses que a él le fue más fácil. Más fácil, más difícil, ¿quién sabe?, pero no es eso. No se trata de luchar, sino de dejarse llevar, incluso a donde no queremos, hasta quererlo del todo. Entonces seremos libres. Francisco llegó a ser libre cuando ya no le quedó nada. Y cuando fue libre, solo pudo ser bueno, o simplemente hermano, ni por encima ni por debajo de nadie. Contento.
Nació y vivió en un tiempo crucial de nuestra historia europea que ha acabado marcando la historia del mundo para lo bueno y para lo malo. Asís es un retrato de su tiempo, y una metáfora del nuestro. Un mundo moría y otro mundo pugnaba por nacer, un mundo que hoy todavía no acaba de ver la luz. El mundo feudal, con sus castillos y señores al servicio del emperador, con sus palacios y señores episcopales al servicio del papa, se resquebrajaba. Crecían los burgos con sus mercaderes al frente. Querían subir y derribar a los señores de los castillos, como a los señores de “Rocca Magiore”, la fortaleza imperial que dominaba Asís desde lo alto de la colina. Los burgueses de abajo acabarían por derribar a los señores de arriba, pero para ponerse en su lugar. Los de abajo del todo siguieron abajo.
También Francisco, hijo de Pedro Bernardone, rico mercader ambicioso, aspiraba a subir, a ser de los de arriba, pero no tanto en riqueza, como su padre, sino en nobleza, como los caballeros. Pero buscó más adentro, miró abajo y allá en el fondo encontró la luz. La dulce luz del cuerpo de Jesús en el crucifijo de la ermita de San Damián en los atardeceres de Asís. La luz de la compasión en los horribles rostros llagados de los leprosos, últimos entre los últimos. “Me era amargo ver leprosos, pero me acerqué a ellos, y los traté con misericordia. Y lo que me antes me era amargo se me volvió en dulzura de alma y cuerpo”, escribirá en su testamento.
Cambió de vida porque le cambió el gusto. Cambió de sueño. Ahora soñaba un mundo sin señores feudales ni caballeros ni castillos ni siervos miserables: una nueva sociedad libre, justa, fraterna. Soñaba una nueva Iglesia, sin palacios ni ejércitos, sin clérigos ni laicos: una Iglesia libre, fraterna, pobre, hermana de los últimos. Y dejándolo todo se hizo peregrino con los hermanos que Dios o la Vida le dio, para vivir sin conventos ni propiedad alguna y anunciar la paz a todos, como Jesús. A Clara, su querida Clara, su “plantita”, y a las otras hermanas que también soñaban con ser libres y peregrinas por el mundo, el Derecho Canónico las encerró en un monasterio de muros y rejas. Un gran sueño se frustró…
En cuanto a los hermanos… Los hermanos fueron su gran cruz, la prueba más dura. La cruz del éxito. Todo el mundo quería ser “hermano menor”, pero cuanto más numerosos eran, más grandes y poderosos se volvían. Construyeron conventos de piedra en el interior de los burgos. Se convirtieron en Orden, se hicieron importantes. Y cuanto más numerosa e importante se hacía su Orden, más solo se sentía Francisco. Pero no quería enfrentarse a nadie. Así que dimitió y se fue al monte, lejos. Solo unos pocos hermanos, como el hermano León, siguieron fieles al sueño de 1208.
En la primavera de 1225, Francisco se hunde del todo. Tiene 44 años. Está gravemente enfermo. Le duele todo el cuerpo y toda el alma. Presiente la muerte. Ha fracasado. Se halla al borde de la desesperación. Hasta que una tarde dice sí a todo, y lo suelta todo, sin aferrarse a nada, a nada. Siente que VIVE. Basta. “Tú eres el Bien, todo Bien, sumo Bien”. El gozo de vivir le sube a borbotones, imparable. Y le brota, incontenible, en dialecto umbro, uno de los poemas más bellos de la literatura universal, con melodía incluida: el Cántico del Hermano Sol o de las Criaturas. “Hermano sol, hermana luna. Hermano aire, hermana agua, hermano fuego. Hermana madre Tierra”. Laudato si.
Un año después le anunciaron: “Vas morir”. Pero ya había muerto a todo lo que tenía que morir. “Bienvenida, hermana muerte”, dijo contento. Pidió que lo depositaran desnudo sobre la tierra desnuda. Y murió cantando, como cantan las alondras en Asís mientras vuelan y suben en el cielo de Asís, para luego bajar mansamente hasta fundirse con la tierra y con la Vida.
Perdón, me estoy adelantando. Un poeta te lo contará mucho mejor.
Pero déjame todavía trasladar aquí unas palabras de Francisco: “A las mujeres y hombres del siglo XXI, el hermano Francisco, pequeñuelo. No soy quién para pediros nada, pero nací para ser juglar y anunciar la paz a todas las criaturas, y dejadme que os diga solo: Paz a vosotros. El mundo ha cambiado mucho desde entonces, pero me sigue doliendo lo que veo, como me dolieron los pobres campesinos y todos los leprosos de mi tiempo. Me asusta vuestro mundo, me aterra tanto poder en manos de unos pocos, me aflige el dolor de tantos hermanos, los más pequeños. Por el amor de Dios, por el amor de la Vida, os ruego: cuidadlos. Cuidad la vida, pues es única en todas las criaturas, en el corazón de las galaxias, en la humanidad de la Tierra y en el gusano del camino. Solo juntos seréis felices. Solo si os sentís hermanas y hermanos de todos los seres. Solo respetando a la hermana madre tierra. Solo compartiendo sus bienes, que son de todos. Solo creyendo que podéis ser más felices con menos. Solo en fraternidad. Solo cantando. Solo la bondad”.
Christian Bobin, El Bajísimo, Ed. El Gallo de oro, Bilbao 2016