COMO VIVIR LA ADHESIÓN A CRISTO EN LA SOCIEDAD MODERNA

Una observación introductoria a propósito del título de estas reflexiones. “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre” (Heb 13,8). Y, sin embargo, nuestra adhesión a Cristo y nuestra comprensión de Cristo llevan inevitablemente el signo de la historicidad. El misterio de Cristo es el mismo, pero nuestra adhesión y nuestra comprensión son históricas. O quizá quepa decir más propiamente: nuestra adhesión es la misma en el fondo, pero no la forma en que la vivimos y las categorías con que la expresamos.

Parto, pues, de aquí, y me parece importante hacerlo así en un tiempo en el que, al decir de muchos, estamos asistiendo no solamente a una verdadera transformación cultural, sino también y en consecuencia a una verdadera mutación religiosa. “La gran mutación cultural exige una gran mutación religiosa”[1]. No debemos tener miedo de traducir nuestra adhesión a Cristo en la forma y el lenguaje que nos parezcan más adecuados a la cultura actual: a las búsquedas e incertidumbres, los daños y los logros, en una palabra, los signos del Espíritu en nuestro tiempo. Al hacerlo así, necesariamente corremos un riesgo. Pero es el riesgo que Dios corre con nosotros cuando se ha encarnado y sigue encarnándose sin cesar en la entraña de nuestro ser temporal.

Voy a señalar algunos rasgos de nuestra adhesión de siempre a Cristo que me parecen especialmente indicados para nuestro tiempo.

1. Una adhesión que no es creencia

Empecemos por aquí, para evitar un malentendido fundamental: la adhesión a Cristo no consiste en la convicción de determinadas “verdades cristológicas”, como la fe en Dios no consiste en tener creencias acerca de Dios. Ciertamente, la adhesión necesita unas convicciones, como la vida necesita decirse; pero todas las palabras, también las palabras con que decimos la fe en Cristo, son parciales y relativas, históricas y cambiantes; todas las palabras están ligadas a sistemas linguísticos y a cosmovisiones culturales. Aferrarse a las palabras, estancarse en las fórmulas, puede ser la mejor manera de impedir la fe. Y esto es tan verdadero, al menos, como que relativizar los dogmas y los lenguajes puede ser una mera excusa para quien se resiste a entregar su corazón o desiste de poder hacerlo.

Puede darse asentimiento a las fórmulas de los dogmas cristológicos sin adhesión a Cristo, y puede darse adhesión a Cristo sin asentimiento a las fórmulas dogmáticas o, más exactamente, a una determinada interpretación de las mismas. Me parece importante subrayarlo precisamente cuando nos preguntamos por la adhesión a Cristo en la sociedad moderna, pues la sociedad moderna trae consigo el cuestionamiento radical de los dogmas y de las creencias en general. No cabe duda de que la teología, el magisterio, la predicación, incluso la espiritualidad cristiana ha establecido secularmente una excesiva identificación entre la fe y las creencias. Un dogma se presenta siempre acompañado de una interpretación concreta más o menos amplia; no cabe hablar de un “dogma en sí” exento de interpretación, pues hablar o decir es siempre interpretar (volveré a ello en el último punto de estas reflexiones). Por eso, la interpretación de los dogmas está siempre ligada a unas categorías de pensamiento y a unos esquemas culturales, mientras que la adhesión es cosa de corazón y de vida. Ciertamente, la adhesión del corazón y de la vida necesitan también de palabras para decirse, y no podemos traer a la palabra ninguna vivencia desprovista de toda interpretación; y la magia de las palabras consiste en que pueden, aunque oscuramente, reflejar vivencias y también suscitar vivencias. ¡Ojalá todas nuestras palabras, nuestras homilías y escritos, nuestras teologías y dogmas y todas sus interpretaciones, brotasen de vivencias de discípulo y las fomentaran!

El creyente, hoy más que nunca, habrá de estar dispuesto a la ascesis de la reinterpretación – hermenéutica – y de la “desconstrucción” de las palabras y de las creencias, precisamente para acceder mejor al misterio vivo, a la vida que late en las palabras[2]. La adhesión transforma, las creencias no, o quizá sí, pero valen en cuanto transforman, o transforman en cuanto suscitan la adhesión. Por eso, toda religión, también el cristianismo, necesita sin cesar, y hoy quizás con especial urgencia, “una poda iconoclasta”[3]. Ciertamente, el cristianismo no ha agotado sus recursos, no ha perdido su capacidad originaria para responder a la búsqueda y a la demanda religiosa de la cultura actual. Pero sólo lo podrá hacer si sabe transformarse, liberándose de lo superficial y recuperando lo esencial. Más allá de muchas estructuras, más allá también de la literalidad de muchas fórmulas dogmáticas.

Lo esencial en el cristianismo de hoy y de siempre es la adhesión a Cristo. Y la adhesión es cosa de corazón y de vida, de vivencia y de praxis. En términos evangélicos, es cosa de discipulado, de seguimiento. ¿En qué consiste el seguimiento? Nos lo dice bellamente la escena paradigmática en la que San Juan narra el llamamiento de los primeros discípulos (Jn 1,35-42): el seguimiento es buscar y preguntar, es “ir y ver”, es “ver y quedarse”, y es salir y anunciar y vivir.

Sólo cree en Cristo el que le sigue y vive como él. Sólo lo conoce y lo comprende el que camina con él y como él: “Venid y lo veréis” (Jn 1,39). Los seguidores de Jesús nos sabemos llamados y vivimos en camino; en camino a la casa de Jesús que es también nuestra casa. Un camino en el que nos hallamos siempre precedidos y acompañados. Y un camino en el que nos sentimos compañeros.

Y en nuestra sociedad moderna, los discípulos de Jesús nos sentimos de manera especial compañeros de quienes son o se consideran increyentes. Como insitió K. Rahner, los límites entre la fe y la increncia son hoy mucho más inciertos y difíciles de definir que en otros tiempos aún recientes. En cualquier caso, nos sentimos próximos a tantos y tantos que hoy no pueden creer, quizá porque su aspiración espiritual transciende cuanto parecen ofrecer nuestros dogmas, ritos y normas[4]. En definitiva, “lo decisivo no es el expreso reconocimiento o la negación de Dios, sino la respuesta a la pregunta: ¿qué lados eliges en la lucha entre el bien y el mal, entre los opresores y los oprimidos?”[5].

2. Una adhesión mística

No son, pues, las creencias las que definen la adhesión a Cristo, sino la vida. Pero al decir “vida”, no me refiero en primer lugar a la conducta moral ni al compromiso ético, sino a la inspiración y a la motivación profunda que lo sustenta: la experiencia mística. Esta experiencia mística en sentido cristiano implica tres elementos fundamentales: encuentro personal con Jesús, redescubrimiento de Dios, transformación de sí. Diré una palabra sobre cada una de estas dimensiones.

En primer lugar, el encuentro con el Cristo presente. Nuestra fe cristiana tendrá hondura, realidad y atractivo solamente si está sustentada por la certeza vital y cálida de una presencia y de un encuentro: la presencia y el encuentro del mismo a quien reconocieron María de Magdala la amiga desconsolada, Pedro el renegado dolido, Juan el amado y amigo, los caminantes desencantados de Emaús, Tomás el dubitativo…[6]

Pero ¿cómo podrá darse en nosotros esa vivencia central y fontal de encuentro con el Cristo Presente, con el misterio de su presencia cercana y profunda, de su compañía inasible y cálida? No tenemos por qué esperar ni buscar experiencias extraordinarias. Tampoco tenemos por qué pensar necesariamente que María, Pedro, Juan, Tomás e innumerables testigos del resucitado en los orígenes hubiesen tenido experiencias paranormales. No le confesaron Presente necesariamente porque el sepulcro estuviese vacío ni porque le hubiesen visto físicamente. Simplemente, se encontraron con él en la memoria reconciliada, en la palabra releída, en el pan compartido, en la misión emprendida. También nosotros podemos encontrarnos con él. ¡Ojalá nos concontremos!

En segundo lugar, el redescubrimiento del misterio de Dios. El encuentro personal con Jesús implica el redescubrimiento de Dios como misterio siempre nuevo, más grande y más cercano, más inaprensible y más consolador. Pues “yo estoy en el Padre y el Padre en mí” (Jn 14,10). Vivimos en una cultura en la que parece extenderse cada vez más una religión sin Dios, incluso una mística sin Dios. El cristiano no puede entender a Jesús sin Dios, y no puede adherirse a Cristo sin “amar a Dios con todo el corazón y con toda la mente”. Pero hay que afirmar con la misma rotundidad: el cristiano de hoy no puede adherirse profundamente a Dios sin estar dispuesto a deshacerse de todas las representaciones y de todos los conceptos. Si Dios parece hoy callar más que en otros tiempos o parece haberse hecho más ausente, ¿no será en buena parte porque las imágenes y las categorías tradicionales, predominantemente agrícolas y patriarcales, con que hemos imaginado y designado a Dios ya no nos sirven? Esta cultura de la “crisis de Dios” (J.B. Metz), de la ausencia o de la insignificancia de Dios ¿no será una oportunidad que nos brinda el Espíritu para redescubrirle y “reinventarle”[7] o, simplemente, para dejarle ser Dios?

La mística invita a la ascesis de las imágenes, al respeto de la transcendencia, a la acogida del misterio. Es exigente, pero sobre todo es liberador de tantos miedos asociados a la imagen de Dios. El místico busca a Dios a través y más allá de todas las imágenes y categorías, a través y más allá también de las imágenes y categorías bíblicas. Tenemos mucho que corregir en nuestro lenguaje. Por ejemplo, las expresiones que evocan la ira y el castigo de Dios. La ira o el castigo de Dios son modos erróneos de expresar el amor apasionado y herido de Dios por el mal y el dolor que afligen a sus criaturas. Pero Dios es sólo bien, sólo bondad, toda bondad. Su poder es únicamente el poder de la ternura (y esto es quizá lo que le hace aparentar a menudo como vulnerable y débil). Dios es incapaz de sentir ira para con alguna de sus criaturas. Es incapaz de castigar. Cuando ve sufrir a alguien, no puede sino decir: “El corazón me da un vuelco, todas mis entrañas se estremecen” (Os 11,8). Sentir algún miedo ante Dios sería la peor de las heridas que podemos infligir al corazón entrañable de Dios. El juicio de Dios no consiste en medir y pronunciar un veredicto, sino en hacer bueno al malo por el poder de la bondad. Dios nos ve y nos piensa, nos “juzga” cuidándonos, curándonos, queriéndonos. Dios mira derramándose, discierne nuestro corazón vertiéndose como aceite y bálsamo. Dios es bendición, nada más que bendición.

Así es el Dios que Jesús nos anuncia y nos invita a descubrir con gratitud profunda. Al mismo tiempo, no habremos descubierto realmente a Jesús sino cuando hayamos descubierto al Dios que le animó y que anunció. Un Dios que se derrama como amor (Rm 5,5) en cada uno de nosotros con todos nuestros desgarros y con todas nuestras heridas. Un Dios que nos saca de nosotros al derramarse en nosotros. Y nos cura al amarnos, pues “la alegría de existir nace con la experiencia de ser amados”[8].

Pero ¿es Dios creíble hoy? Efectivamente, la cultura actual parece haber vuelto totalmente ilusoria la fe en Dios. Pero la crisis cultural de Dios puede ser a la vez una oportunidad para ahondar y purificar nuestra fe. Moisés debió aprender que a Dios no se le puede ver sino de espaldas. La Presencia de Dios es necesariamente elusiva[9], y habrá de ser percibida no sólo como Presencia, sino también al mismo tiempo como Ausencia. Y hoy más que en otros tiempos quizá como Ausencia. Pero la Ausencia percibida y padecida no es una ausencia vacía, sino una Ausencia que es huella, un vacío que es eco, un silencio que es rumor. La mística consiste en estar ante esa Ausencia como ante aquella Presencia del misterio que nos envuelve y nos sustenta.

En tercer lugar, la transformación de nuestro ser. “Se fueron con él, vieron dónde vivía y pasaron aquel día con él” (Jn 1, 39). “Ir, ver, quedarse”: tres verbos que describen una experiencia que transformó por dentro a los primeros discípulos de Jesús y que dio impulso y sentido a todas sus opciones prácticas. Transformación significa reencuentro profundo consigo mismo. La persona se encuentra a sí misma en el Jesús de Dios, en el Dios de Jesús. Pero también a la inversa: la persona se encuentra con el misterio consolador de Jesús y de Dios en la medida en que va reconociéndose y acogiéndose a sí misma y a toda la realidad en compromiso y en paz, en lucidez y confianza. Nadie puede encontrarse con el misterio de Cristo y de Dios sino en el fondo de sí mismo y en el fondo de toda la realidad de la que forma parte. “Búscate en mí, búscame en ti”, cuenta Santa Teresa que escuchó de labios de Cristo. Como todos los grandes místicos y místicas cristianas, ella se encontró a sí misma en Cristo (Dios) y encontró a Cristo (Dios) en sí. Y le dio aquella lograda expresión: “Alma, buscarte has en mí, / y a mí buscarme has en ti”[10]. El místico percibe la presencia creadora y bienhechora de Dios en los tuétanos de su ser y de todo ser, como “ese Imán que todo lo atrae, ese Motor que todo lo anima, esa Pasión que todo lo genera”[11]. Como dice O. González de Cardedal, evocando a San Juan de la Cruz, “entre Dios y el hombre, no existe extrañeza ontológica sino entrañeza personal”[12]. Dios es lo más entrañable a nuestro ser. Existe una entrañeza, una afinidad y connaturalidad de Dios con lo más profundamente humano y creatural. He ahí la certeza y la fortaleza del místico. “¿Y eres tú el que nos dejas descender / hasta ti, cuando somos nosotros / los que debiéramos alzarnos en tu busca, / tornarnos en ofrenda, / dejar la vida en ello, si fuese necesario, / hasta darte alcance?”[13]. Cuando nos inclinamos “sobre el brocal de nuestro propio pozo, del pozo de nuestro ser profundo, oímos el murmullo de una presencia y de una palabra que no se parece a ninguna otra”[14].

Ahora bien, encontrar a Cristo y a Dios “en sí”, en el sentido auténticamente místico y evangélico, no nos encierra en un individualismo intimista y descomprometido, tentación que acecha a toda mística. La mística evangélica de Jesús se mueve entre la curación de los enfermos en aldeas y caminos y el encuentro con Dios en la soledad: Curó entonces a muchos enfermos… Muy de madrugada (…), salió, se fue a un lugar solitario y allí se puso a orar… Y se fue a predicar en sus sinagogas por toda Galilea, expulsando los demonios (Mc 1,34.35.39). De la actividad curativa a la soledad orante y de ésta otra vez a la curación de enfermos. Y ése es el ritmo que señala a sus discípulos: “Venid vosotros solos a un lugar solitario, para descansar un poco”, les dice (Mc 6,31); pero acto seguido, “ve Jesús un gran gentío, siente compasión” y dice a sus discípulos: “Dadles vosotros de comer” (Mc 6,37). Es una mística que no rehúye la realidad, sino que se adentra en ella a fondo con mirada y corazón compasivos, y en ella se encuentra con el misterio que nos hace libres y así liberadores, liberadores y así libres.

Y no pensemos que esta mística de la adhesión a Cristo sea algo reservado a unos pocos monjes o santos especialmente dotados. Es para todos. Hace falta, eso sí, una voluntad y una disciplina, pero pueden bastar los medios más simples. Hay que descomplicar la mística. El precioso libro de los Relatos de un peregrino ruso sintetiza toda la sabiduría mística de los monasterios en una simple jaculatoria: “Señor Jesucristo, ten misericordia de mí”, repetida una y otra vez, hasta acompañar el ritmo y el aire de la respiración, hasta convertir la respiración misma en oración profunda e ininterrumpida.

No hay nadie que no lo pueda hacer. No hay ninguna situación, por adversa que sea, en que no se puedan decir esas palabras con el corazón y con la boca, expresando y provocando un amor sencillo y una confianza profunda. Y no hay nadie ni nada que, si se hace así, no se vaya transformando. Lentamente, insensiblemente. Una simple jaculatoria puede transformar el mundo. Una simple palabra de confianza puede sostenernos cuando tenemos la sensación de “perder pie, no tener suelo”, o cuando tenemos “dudas y agonías”[15]. Toda persona persona puede redescubrir en Jesús el tesoro escondido, más valioso y ventajoso que todo (cf. Mt 13,44-46); puede encontrar en sus labios la palabra que ilumina y libera (“tus palabras dan vida eterna”: Jn 6,68); puede acoger en lo hondo su presencia y compañía que consuela y consolida (“no os dejaré huérfanos”: Jn 14,18); puede junto a él sentirse amado en todos los abandonos y respirar su anchura en todos los aprietos (“os dejo la paz, os doy mi propia paz”: Jn 14,27); y puede así afrontar con ánimo la intemperie y el peligro (“tened ánimo, yo he vencido al mundo”: Jn 16,33).

¿Qué sería nuestro cristianismo sin esa adhesión mística? Sería un sistema ideológico o un código moralista o un proyecto voluntarista o una organización autoritaria. Muchas mujeres y hombres de nuestro tiempo están cansados de un cristianismo doctrinario y moralista. Hace ya una década escribía E. Biser: “Si los signos no engañan, el cristianismo en su totalidad está a punto de despedirse de su presentación moral, en la que ha aparecido después de la pérdida de la unidad dogmática y que al presente domina su imagen, para entrar en su futuro místico”[16]. Existe en nuestra sociedad moderna una auténtica demanda mística, por desatendida o desorientada que a menudo se encuentre. Es primordial para nuestra fe y nuestra evangelización aprender nosotros y enseñar a otros un camino práctico de experiencia mística.

3. Una adhesión de corazón

No puede haber una adhesión verdadera a Cristo si no es verdaderamente cordial. El cristianismo es una religión del corazón. Pero ¿qué significa “corazón”? “Corazón” es eso que constituye el secreto, simple y profundo, oculto y muy real, de cada ser y de cada persona: lo profundo de nosotros mismos y de toda realidad, lo profundo que nos identifica y nos comunica, que es lo más nuestro y lo menos nuestro[17]. En una palabra, “corazón” en la Biblia significa el interior del ser humano: la sede del entendimiento, del conocimiento y de la voluntad. Nuestro misterio precioso y frágil. Nuestra hondura íntima y sin medida. Ahí es donde Jesús nos ha de tocar; nos ha de poner el corazón en ascuas, como a los caminantes de Emaús: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino?” (Lc 24,32). Ahí, en el centro de nuestro ser, nos adherimos a Jesús.

Lo que sucede es que ese corazón lo llevamos como dividido y a veces desgarrado. Todos nos sentimos divididos por dentro de muchas maneras: movidos por impulsos o emociones pasajeras, superficiales, o por amores contradictorios; o escindidos entre las ideas y los afectos, ideas vacías y afectos ciegos; o profundamente incoherentes. ¿Cómo entendernos? Y fácilmente nos acecha la tentación de buscar nuestra unificación refugiándonos hacia dentro o huyendo de la realidad o incluso refugiándonos en la acción. Y nuestra adhesión a Jesús adolece en gran medida de esa misma división del corazón.

Jesús, por el contrario, fue una persona profundamente unificada por dentro. Y encontró su unificación viviendo en profundidad, confiando sencillamente en Dios, esperándolo todo y dándose del todo. No fue un monje contemplativo: le vemos más bien siempre en camino, atento a todos los dolores, compadecido de todos los enfermos, próximo de todos los abandonados. Pero emana de él una paz profunda, y una profunda seguridad. Y no es la suya la seguridad de los héroes, sino la de los reconciliados con las fuentes de la vida. Y cuando le atraviesan el costado, el corazón, es precisamente entonces cuando se revela la profunda unificación de su vida, de su centro exitencia, de su corazón. El corazón traspasado de Jesús es lo contrario del corazón dividido. Es el corazón entero, la vida enteramente dada. Le han traspasado porque tenía el corazón muy entero. Y precisamente porque le traspasan sigue teniendo el corazón entero, íntegro, enteramente entregado.

La adhesión a Jesús es camino y es fruto de esta unificación. La unificación interior puede ser el mejor camino para adherirnos a Jesús, pero la adhesión a Jesús puede convertirse a su vez el mejor camino para reencontrarnos y unificarnos; en él podemos hallar confianza en Dios, libertad para vivir, osadía para empezar siempre, voluntad para darnos.

Una de las formas fundamentales de nuestra división interna es la que se da entre nuestro mundo ideológico y nuestro mundo afectivo. Entre la cabeza y el corazón, como solemos decir con bastante impropiedad. “Hay que bajar a Dios de la cabeza al corazón”, se oye con frecuencia. Y es verdad. Pero seguramente no es correcta esa contraposición, en todo caso no es bíblica. No se trata de oponer la mente y los afectos. Pues Dios ha dado a los hombres “un corazón para pensar” (Eclo 17,6). En el ya mencionado libro Relatos de un peregrino ruso se dice que “la razón del ser humano reside en el pecho”. Lo que necesitamos es un corazón que piensa, y una mente cordial. La fe cristiana, la adhesión a Cristo, no es cuestión de creencias, pero tampoco de puras emociones o de pura conducta. Es cuestión de amar con todo el corazón y con toda la mente, desde el centro y la raíz del ser, de los pensamientos, de nuestros afectos, proyectos y deseos. Es una manera de mirar y de sentir el mundo, de mirarnos y sentirnos, de amarlo todo en Dios y a Dios en todo.

No somos más corazón que entendimiento, ni más entendimiento que corazón. Somos lo uno desde lo otro. Necesitamos ciertamente ser cálidos, cordiales, sensibles; necesitamos cuidar nuestro corazón, dejarnos querer, expresar nuestros sentimientos, aprender a querer, soltar tantas amarras; nos va en ello la vida y la adhesión vital a Cristo. Pero todo eso es inseparable del ejercicio de discernimiento, de verdad, de lucidez. La verdad sin afecto es ideología árida y peligrosa; el afecto sin juicio es ciego e igualmente peligroso. “Conocemos en la medida en que amamos” (S. Agustín), pero también amamos sólo lo que conocemos y en la medida en que lo conocemos. Tenemos que dejarnos guiar donde el corazón nos lleve, pero debemos discernir lo que nuestro corazón realmente nos pide. Necesitamos un amor con cordura y un juicio con cordialidad. Un corazón sintiente e inteligente. Un corazón que siente y entiende de otra forma. Un corazón que nos lleve, como llevó a Jesús, a acercarnos al dolor incomprensible de las personas y hacernos “cargo de lo inexplicable”[18]. Un corazón que nos permita, mirar y amar la realidad como buena a pesar de todos los males, asentir al presente de la realidad confiando en su futuro.

4. Una adhesión esperanzada

No podemos adherirnos a Cristo sino en la medida en que nuestro corazón está empapado de confianza. No podemos ser discípulos de Jesús si no hacemos nuestra su esperanza. En efecto, la vida y el mensaje de Jesús estuvieron animados por una profunda esperanza en la promesa de Dios. “Nada es imposible para Dios” (Lc 1,37) y, por eso, “todo es posible para el que cree” (Mc 9,23): tal es la íntima convicción vital de Jesús. Esa confianza es la que actúa en él cuando cura y la que actúa en los enfermos para su curación (“tu fe te ha curado”: Mc 5,34; 10,52…). Jesús compartía radicalmente la vieja esperanza mesiánica: cuando Dios viniese, todos los tormentos habían de desaparecer de la creación. Jesús esperó y proclamó, gozó y padeció, anunció y anticipó el Reino de Dios, el mundo según el sueño de Dios, o “la tierra de los justos y de los buenos”[19]. Más aún, Jesús tuvo la certeza vital profunda de que Dios ya estaba viniendo, interviniendo, reinando y liberando a través de su mensaje y de sus curaciones: “los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia” (Mt 11,5; Lc 7,22). Jesús anunció realizando el anuncio; esperó anticipando lo esperado.

La esperanza de Jesús no fue, pues, una “mera esperanza” inoperante e infundada, sino una esperanza sólidamente fundada, transformadoramente activa. Fundada en Dios y sanadora como el Espíritu de Dios. El Dios que suscita y sostiene la esperanza de Jesús es un Dios con entrañas, un Dios que escucha, mira y siente el dolor de sus criaturas. No es un Dios poderoso e impasible, ni un Dios compasivo e impotente, sino un Dios cuyo poder reside en la compasión, con la debilidad que ésta conlleva. “Un Deus impassibilis es un dios sin corazón ni misericordia, un frío poder celeste. El Dios cuya divinidad revela Jesús con su entrega, ayuda siempre con su compasión, haciéndose compañero de penas y fatigas de los abandonados[20]. Ése es el Dios que sostiene la esperanza de Jesús.

Y Jesús nos sigue diciendo hoy: ” Dios va a crear de nuevo todas las cosas: Por consiguiente: ¡Aprovechad estas posibilidades! Ya están aquí, en ti y a tu lado. La paz es posible. La justicia es posible. La liberación es posible. Dios ha hecho posible lo imposible y estamos invitados a aprovechar nuestras posibilidades para la vida. Participad en la renovación de la sociedad y de la naturaleza”[21]. Adherirnos a Jesús significa dejar que esta esperanza cale en cada fibra de nuestro ser. La esperanza es la manera de acoger el consuelo de Dios en Jesús, y dejarse liberar y convertirse en consoladores.

Pero la esperanza no es un requisito impuesto desde fuera, sino una disposición interna de apertura. Dios no impone la esperanza como condición; al contrario, se ofrece igualmente a quien nada espera, para suscitar en él la esperanza: “Yo iba al encuentro de los que no me buscaban; decía: ‘Aquí estoy, aquí estoy’ al pueblo que no me invocaba” (Is 65,1). En realidad, los que no esperan también esperan a su manera o al menos quisieran esperar. “Y hasta lo que no te esperan / te están llamando en su desasosiego” (P. Casaldáliga). Los que esperan se alegran porque Dios viene a ellos en Jesús. Pero Dios viene también y está con los que no esperan o no pueden esperar, para ir revocando en ellos y con ellos los impedimentos de la esperanza.

La solidaridad compasiva de Dios es la roca de nuestra esperanza, como lo fue para Jesús. Adherirse a Jesús significa confesar, oscura y luminosamente, que Dios está con el que sufre. No sabemos decir por qué existe el sufrimiento, y más vale que no queramos saberlo y menos aún pretendamos saberlo. Pero el cristiano que mira a Jesús osa confiar en que Dios está con el que sufre, con todo el que sufre. “En el Espíritu está Dios como un compañero o una compañera de la vida: acompañante del camino y colega de sufrimientos”[22].

Pero ¿nos ayuda en algo la compasión de Dios? ¿Cómo nos ayuda? ¿Es poderosa la pasión de Dios? Lo es como lo fue para Jesús crucificado. La compasión de Dios posee la fuerza absoluta de la absoluta debilidad del amor. El poder pleno de la plena solidaridad. Dios es la omnipotencia del corazón traspasado. “Dios cura las enfermedades y aflicciones convirtiéndolas en su propio dolor y aflicción (…). De ahí que el Crucificado sea a la vez la fuente de la curación y el consuelo en el sufrimiento”[23]. Por eso, hay esperanza para todos, también para los más perdidos, porque Dios está con ellos con su ternura omnipotente. No puede haber infierno para nadie, porque en Jesús Dios ha descendido a buscar a todos los condenados (cf. 1 Pe 3,18-20; 4,6) y su amor logrará hallarlos a todos o que todos, hasta los más perdidos, se dejen hallar; logrará que todas las víctimas perdonen y ofrezcan reconciliación, y que todos los verdugos pidan perdón y se transformen en justos. Nada es irreversible, porque en el peor trance Dios está con nosotros, como estuvo con el Crucificado aún cuando el Crucificado se sintió abandonado. “Cada vez que hemos estado a punto de sucumbir en la historia, nos hemos salvado por la parte más desvalida de la humanidad”, escribe E. Sábato en su escrito-testamento[24]. El crucificado, con todos los crucificados, es la parte más débil. Pero Dios está con la parte más débil, y creemos que su compasión solidaria es más poderosa que todos los poderes que matan.

Adherirse a la persona y al mensaje de Jesús significa, pues, aceptar la invitación de Jesús a la esperanza con profunda gratitud y dejarse movilizar por ella con gozosa disponibilidad. Aherirse a Jesús es seguir reconociendo que las criaturas son “promesas reales del Reino”[25]. Adherirse a Jesús es confesar a Dios como “creador de cielo y tierra” y, por consiguiente, guardar la memoria del génesis (Y todo era bueno) aun cuando seamos testigos, víctimas y responsables de tanto mal. Adherirse a Jesús es asumir con confianza paciente que la creación y la liberación no están acabadas, pero están en curso: “Dios aún no ha concluido su obra ni nos ha acabado de crear. Por eso debemos tener tolerancia con el universo y paciencia con nosotros mismos, pues aún no se ha pronunciado la última palabra: “y vio Dios que era bueno “[26]. Adherirse a Jesús es confesarle como Mesías (Cristo), es decir, recordar (“traer al corazón”) que Jesús anunciaba la buena noticia del reino y curaba las enfermedades y las dolencias del pueblo (Mt 4,23). Adherirse a Jesús es esperar que ha de “volver”, es decir, que ha de manifestarse plenamente la liberación mesiánica que se hizo anticipadamente presente en su vida, su muerte y su resurrección. Adherirse a Jesús es mantener viva la memoria del futuro de Dios para la historia, anticipando dicho futuro como lo hizo Jesús. Adherirse a Jesús es encarar y encajar el mal con serena fortaleza, con compasión solidaria, con esperanza activa, y así volver a admirar y amar la realidad que, en su verdad más originaria – la verdad mesiánica- es buena; es buena porque ha de serlo, y hemos de hacerla y podremos hacerla buena.

Tal es la esperanza comprometida del discípulo de Jesús. Ánimo en el presente y confianza en el futuro: he ahí lo que los hombres y las mujeres de hoy, en especial los jóvenes desorientados en un mundo sin rumbo esperan y necesitan recibir de los cristianos. Nuestro mundo está expuesto a demasiados peligros, y no podemos permitirnos ceder al desánimo y la desesperanza, como nos recuerda E. Galeano: “Dejemos el pesimismo para mejores tiempos[27].

5. Una adhesión en forma de bondad

El mejor resumen histórico y la mejor fórmula cristológica acerca de Jesús lo tenemos en las palabras sumamente sencillas de Pedro en los Hechos: “pasó la vida haciendo el bien y curando a los oprimidos” (Hch 10,38). (Por eso le confesaron y le seguimos confesando “Hijo de Dios”, pues ¿qué hay de más divino que hacer el bien y curar toda opresión?). La adhesión a Cristo habrá de resumirse, en consecuencia, simplemente en hacer el bien, en ser bueno. La adhesión a Jesús es una esperanza que se traduce en bondad. Una esperanza bondadosa. Una bondad esperanzada. No una bondad forzada y amarga, sino una bondad liberada y gozosa. “Santo y feliz Jesucristo”, canta un himno del cristianismo primitivo. Ser santo y feliz, bueno y feliz: ésa es la vocación y ésa habría de ser la seña de identidad del discípulo de Jesús.

Jesús fue bueno, creyó en la bondad, practicó la bondad con los pobres, los heridos y los condenados como pecadores. Si algo hay que define a Jesús es su compasión con las mujeres y los hombres más dolientes de su época. Se ha escrito con razón: se puede describir y comprender a muchos grandes personajes de la historia haciendo abstracción de los sufrimientos de su tiempo, pero es imposible hablar de Jesús o comprenderle con un mínimo de rigor sin hablar de los grandes sufrimientos y de los grandes sufrientes de su época[28]: los campesinos en la miseria, los arrendatarios endeudados, los jornaleros explotados, los leprosos humillados, los enfermos de todo tipo, los mendigos de los caminos, los pecadores despreciados… A los ojos de su época, Jesús fue ante todo un sanador, y de ello dan testimonio especialmente los sinópticos. Incluso a los considerados pecadores, Jesús los recibe y los trata como enfermos, más que como “culpables”. “En la proximidad del Hijo del hombre, que viene a buscar loperdido, los hombres no aparecieron como pecadores, sino como enfermos”[29]. Donde él llegaba, llegaba la vida, la salud, la confianza.

Y así se convirtió en sacramento de Dios en toda su vida, y también en la cruz. Fue precisamente la compasión efectiva y concreta, histórica y política lo que llevó a Jesús a la cruz. No murió por un designio eterno o por exigencia divina; no murió en reparación de una ofensa a Dios o en “castigo por nuestros pecados”. Murió porque se hizo solidario de los marginados del sistema político y religioso. Pero Dios estaba con él. Por eso, el cristianismo proclama “la ternura del Dios de los oprimidos”[30], la bondad de Dios encarnada en Jesús como compasión con la historia dolorida, con los innumerables seres humanos heridos por el dolor y la injusticia, con todas las criaturas sufrientes de la Creación.

El Evangelio de Jesús es, pues, cuestión de bondad. La religión en general es cuestión de bondad. El gran pensador y creyente que es P. Ricoeur escribía recientemente: “Lo que se llama generalmente la ‘religión’ tiene que ver con la bondad. Las tradiciones del cristianismo lo han olvidado un poco. Hay una especie de encogimiento, de encerramiento en la culpabilidad y la moral (…). Pero yo tengo la necesidad de verificar mi convicción de que, por muy radical que sea el mal, no es tan profundo como la bondad. Y si la religión, las religiones tienen un sentido, es el de liberar el fondo de bondad de los hombres, de buscar allí donde está completamente sepultado”[31]. La adhesión a Jesús es cuestión de bondad compasiva, libre y gozosa: creer en la bondad, anunciar la bondad, practicar la bondad.

J. B. Metz ha escrito que la compasión de Jesús es el “programa mundial del cristianismo”. La adhesión a Cristo ha de manifestarse en una compasión bondadosa y esperanzada que brota de las entrañas, del “corazón”, y no de una mera ideología ni de un mero empeño: “no el estoicismo de Sísifo o el heroísmo de Prometeo, sino la fidelidad amante y dispuesta al sufrimiento que vivió Jesús”[32]. Una compasión doliente y gozosa que nace en la raíz profunda de nuestro ser y se traduce en mirada mística y decisión política. Una compasión inmersa en la universal “amistad abierta” y en la universal “simpatía del mundo”[33] que emana de Dios y abraza al Cosmos entero y llama a una actitud de “cortesía”, respeto y veneración de todos los seres de la Tierra. Una compasión abismada y abrigada en la Gran Comunión divina y orientada camino “hacia la gran comunidad de los vivientes bajo el arco iris de la fraternidad/sororidad cósmicas”[34].

Los primeros destinatarios de este programa de compasión son aquéllos que sucumben al dolor y la injusticia. Y los que han sucumbido sin que nadie los recuerde. “Hay lágrimas que el funcionario no ve” (E. Levinas), y muchas lágrimas que ya nadie ve ni recuerda. El “recuerdo” de la compasión de Dios en Jesús prohibe que nos olvidemos de los crucificados de hoy, pero también de los de ayer. El recuerdo de Jesús nos impide convertirnos en funcionarios (incluso del Evangelio), nos despierta de la “amnesia cultural” que padecemos, del “olvido inmisericorde de las víctimas”[35].

Muchas mujeres y hombres de hoy se sienten desamparados en un mundo desamparado, suspendidos en un mundo suspendido, inseguros en un mundo más inseguro que nunca. Se sienten errantes, errabundos, y se preguntan, como Tertuliano Máximo Alfonso, el protagonista de El hombre duplicado de J. Saramago, si no son seres errados o incluso un error[36]. El mundo no espera de nosotros un sistema de verdades incontestables, ni un código de normas irrevocables, sino un suelo firme, un consuelo para sus vidas. Espera que le ofrezcamos la compañía del Espíritu Paráclito, que es “luz que penetra las almas y fuente del mayor consuelo”. Una compasión bondadosa, libre y gozosa es la única que podrá ofrecerles orientación.

6. Una adhesión en diálogo con otras religiones

El diálogo con las religiones no cristianas es una de las cuestiones más importantes a las que el cristiano del s. XXI se verá confrontado. Se ve confrontado ya. Y no se trata solamente de una cuestión teórica que afectaría solamente a los teólogos y a sus interpretaciones teológicas, sino que afecta directamente y de lleno a la manera de ser cristianos, de vivir la adhesión a Cristo y de decirla, de seguir a Jesús y de confesarle como Cristo, Hijo de Dios, Señor. Muchos afirman que el diálogo interreligioso acabará provocando una gran transformación del cristianismo tradicional, y que nos hallamos ya en los umbrales de dicha transformación. En cualquier caso, nuestra adhesión a Cristo no puede hoy eludir el encuentro franco y el diálogo sin reservas con los creyentes de otras religiones.

Durante muchos siglos, los cristianos hemos afirmado tranquilamente que “fuera de la Iglesia [católica y romana, se entendía generalmente] no hay salvación”. Y todavía hace poco más de cien años el magisterio declaraba herética la opinión según la cual “todo hombre es libre de abraza y profesar la religión que, guiado por la luz de la razón, tuviere por verdadera” (Pío IX, 1864). Aún hoy, los cristianos seguimos tal vez mirando a las demás religiones como de arriba abajo, o como desde dentro afuera; como desde la verdad al error, o como desde la plenitud de verdad a partículas de verdad.

La llamada del Espíritu en nuestros tiempos nos invita a modificar de raíz nuestra actitud. Ya el Concilio Vat. II nos invitó a respetar y acoger lo que en las religiones no cristianas “hay de verdadero y santo” (Nostra aetate 2). Fue un gran giro. Una invitación a reconocer al otro en su realidad, en su alteridad irreductible. El otro es alguien en quien habita el misterio de Dios. El otro está cargado de Dios. El cristiano no posee a Dios ni a Cristo en exclusiva. El otro a quien ofrezco a Cristo me lo ofrece también de otra forma, para que yo lo conozca y viva mejor. Y yo no debo pretender convertirle al otro en cristiano a mi manera, sino ayudarle a ser mejor lo que es guiado por el Espíritu y el Verbo de Dios que le habitan. “Para aquél que tiene conciencia del movimiento del Verbo Eterno venido a nuestro mundo para ser recibido por ‘los suyos’ (Jn 1,11), encontrarse con el otro significa no cesar de pasar la frontera: pues todos aquéllos con los que se encuentra forman parte de estos ‘suyos’ y todos pueden revelar facetas insospechadas de Cristo. Evangelizar no es, pues, solamente ofrecerle al otro la novedad de Cristo; es también descubrirla en el otro!”[37].

El diálogo en reciprocidad requiere una gran humildad, para no identificar al no cristiano con los tópicos deformadores que solemos aplicarles, ¡y cuánto menos el misterio de Dios con los pobres esquemas con que le designamos! El diálogo en reciprocidad requiere, sobre todo, una profunda fe de mente y corazón abiertos para reconocer que toda la historia, también la historia de todas las religiones, es historia de salvación y de revelación, más allá de toda la perdición y sombría oscuridad que las religiones (también el cristianismo en cuanto religión) hacen que reine en la historia.

Ciertamente, el cristiano, si no quiere dejar de serlo, sólo podrá dialogar en la medida en que se adhiera profundamente a Cristo. Sólo puede dialogar de verdad el que tiene algo que decir y ofrecer. El cristiano no será tanto mejor interlocutor cuanto menos esté “enganchado” por el Evangelio, prendado de Jesús, seducido por el misterio de Dios presente en Jesús. Sucede exactamente a la inversa, y esto es decisivo: cuanto más cristiano sea, tanto mejor podré dialogar; y ser cristiano consiste en reconocer cordial y vitalmente en Jesús la palabra y la presencia plena de Dios. Pero cada vez más se ha de decir también a la inversa: sólo en la medida en que dialogue con el no cristiano en profundo respeto y en verdadera reciprocidad podrá el cristiano seguir siéndolo, es decir, adherirse a Cristo. Y podrá ofrecer al otro lo mejor que tiene, a Jesús y su mensaje, en la medida en que esté dispuesto, libre de todo prejuicio, a recibirlos también del otro. También esto es decisivo. Cuanto más cristiano sea, tanto más modesto y dialogante seré, tanto menos me situaré por encima de nadie, y tanto menos identificaré las creencias e incluso “dogmas” cristianos con el misterio vivo de Jesucristo, e incluso, quizá, tanto menos identificaré la particularidad histórica de Jesús con el Verbo divino universal encarnado en él.

No solamente “podemos amar lo que somos sin odiar lo que no somos”, sino que únicamente si amamos al otro en cuanto otro podremos amar y ser realmente lo que somos: discípulos y seguidores de aquél que nos ensancha el corazón con su presencia de paz y que nos envía a anunciar y promover su buena noticia de justicia y de paz universal.

7. ¿Y los dogmas cristológicos?

¿Esta adhesión a Cristo tal como ha sido descrita implica el asentimiento a los dogmas cristológicos? Muchos cristianos se sienten hoy incómodos con los dogmas en general y con los dogmas cristológicos en particular. ¿Hay que seguir “creyendo”, por ej., que Jesús fue concebido sin padre humano, que es “de la misma naturaleza” que Dios (dogma de Nicea, año 325), que es “una persona en dos naturalezas” (dogma de Calcedonia, año 451)? No será bueno infravalorar los dogmas, pero tampoco el absolutizarlos. Como he dicho al comienzo de estas reflexiones, la fe en Jesucristo, es decir, la adhesión vital a su persona, no se identifica con la aceptación y la recitación del dogma. Pero no basta con decir eso. Es necesario además ayudar (ayudarnos) a captar y recuperar la intención viva que tuvieron los dogmas en su origen y el sentido que pueden tener hoy. No ganamos nada con repetirlos sin más, por mucha convicción que pongamos en ello. Los dogmas valen en la medida en que nos mueven a un encuentro que está siempre por estrenar y nos dirigen a un camino que está siempre por abrir.

Pues bien, para redescubrir el sentido de los dogmas, es importante tener en cuenta su carácter histórico[38]. Todas las fórmulas, como todas las estructuras eclesiales, son históricas y contingentes: pudieron ser o no ser, pudieron ser de ésta o de otra forma. Los dogmas deben, pues, su forma actual a las circunstancias históricas y lingüísticas en las que se plantearon y se resolvieron las cuestiones, y siempre están, por ello, gravados por los límites irrevocables y grávidos de las inagotables potencialidades de toda gran palabra (y los dogmas lo son). Los dogmas no son inteligibles y válidos sino en relación con aquello que debieron negar y con aquello que quisieron decir. Sobre todo, no son inteligibles y válidos sino en relación con aquello que nosotros hoy, con nuestros propios lenguajes, queremos y debemos afirmar para que nuestra fe sea viva y comprensible[39].

Si en la Iglesia queremos vivir y fomentar la paz de los corazones y la libertad del discurso – ¿y cómo podríamos ser de otra forma Iglesia de Jesús? -, es indispensable saber distinguir entre la fe y sus formulaciones. Pues el lenguaje resulta ser muy a menudo, en realidad siempre, no sólo aquello que nos permite entendernos sobre la realidad, sino también aquello que nos confunde sobre ella; no sólo lo que nos permite esclarecer los problemas, sino también el problema que necesita ser esclarecido. Y esto vale también – vale quizás sobre todo – para las cuestiones más delicadas.

Por ejemplo: ¿por qué el concilio de Nicea (convocado y presidido, por cierto, por el emperador Constantino) afirmó que Jesús es “de la misma substancia que Dios”? Lo hizo porque los teólogos de la época recurrieron al lenguaje y al esquema griego de la “substancia[40]; y lo hizo para salvaguardar la cercanía de Dios al ser humano y la familiaridad del ser humano con Dios, la humanidad de Dios y la divinidad del ser humano. Pero esa categoría no se le pasó por la cabeza a Pedro el pescador de Galilea, ni a los Sinópticos, ni siquiera a Pablo el judío imbuido de cultura griega, ni al mismísimo autor del Evangelio de Juan empapado de misticismo gnóstico.

¿Y por qué el concilio de Calcedonia (convocado por el emperador Marciano) afirmó que Jesucristo posee “dos naturalezas” (una divina y otra humana) y es una “sola persona” (divina)? Lo hizo porque, en sus enredadas discusiones y laberínticas disquisiciones, los teólogos habían introducido en el debate los conceptos – tan inciertos y problemáticos – de “naturaleza” (ousía, physis) y “persona” (hypóstasis). Y lo hizo para afirmar que la humanidad de Jesús es plenamente real y que esa humanidad se realiza plenamente en la filiación divina[41].

Para entender lo que confesamos al confesar la “divinidad” o mejor la filiación divina de Jesucristo”, la referencia fundamental es la propia vida de Jesús narrada en los evangelios[42]. Cuando Jesús llama a Dios abbá y nos enseña a hacerlo así, cuando se siente profundamente amado y predilecto de Dios e invita a cada una de las mujeres y hombres sufrientes con quienes se encuentra a sentirse igualmente amados y predilectos, cuando tiene la certeza radical y activa de que la historia no está abandonada, cuando recibe la vida como gracia paternal/maternal y hace de su vida una gracia filial/fraternal de sanación y liberación, cuando no sólo en los momentos felices sino también en los momentos de inquietud y angustia sabe que tiene unos brazos en los que descansar, vivir e incluso morir… es entonces cuando Jesús se revela como Hijo de Dios y es así como nos revela nuestra última vocación y nuestra última verdad. Ser hombre y ser Hijo de Dios no son para él dos realidades en tensión o en competencia mutua, sino que su plena humanidad es la manifestación de su filiación divina y su filiación divina constituye la plena realización de su humanidad, de la humanidad[43].

Y ésa es nuestra vocación. Nuestra vocación universal es unir nuestra voz profunda a la voz del Espíritu en nosotros que clama “¡Abba!”. La fe en Jesucristo y el dogma cristológico proclaman que Dios es capaz del ser humano y, que por lo tanto, el ser humano es capaz de Dios, de llamarse y de ser realmente hijo de Dios. Confesamos a Jesús “hijo de Dios” porque en él nos descubrimos como hijos de Dios[44]. Eso es lo que queremos creer y vivir adhiriéndonos a Cristo[45].

En: J. Arregi y otros. Perfil de cristiano para nuestros días. Idatz, San Sebastián 2004, p. 13-45

  1. M. Corbí, El camino interior. Más allá de las formas religiosas, Ed. del Bronce, Barcelona 2001, p. 39.
  2. En su deliciosa relectura de la historia de Jonás, J. Jiménez Lozano hace destacar la sutil figura de la mujer del profeta, Micha, sagaz y femenina, experta en “artes desconstruccionistas” (El viaje de Jonás, Ed. del Bronce, Barcelona 2002, p. 85), en desmontar los candorosos apaños y medias verdades de Jonás, que era y quería ser “un profeta muy pequeño”, y quizás por eso necesitaba reafirmar su dignidad de profeta. Cierto, también nuestros ejercicios de desconstrucción y de hermenéutica son ingenuos, o se asemejan a esa “innata actitud infantil de romper un juguete para comprobar cómo funciona y lo que hay dentro” (p. 131). Y, sin embargo, no podemos creer sin desconstruir nuestros lenguajes, y sólo así nuestras humildes profecías, nuestras palabras balbucientes, dejarán traslucir el esplendor del misterio y de la vida. Si lo hacemos así, y no más bien por escepticismo y despecho, el ejercicio de la desconstrucción y de la hermenéutica puede llegar a ser “muy bonito”, como dice Micha: “es como hacer y deshacer un ajuar de novia muchas veces, hacer y deshacer un sueño, una casa o una ciudad entera” (p. 118). Es como dejar que Dios construya su humilde y preciosa morada en nuestras humildes construcciones. El arte del maestro y del teólogo consiste en convertir la palabra en indicio y huella de un camino de adhesión, de un seguimiento de discípulo.
  3. J.A. Marina, Dictamen sobre Dios, Anagrama, Barcelona 2001, p. 130. “El paisanaje religioso me hace desear que las religiones se desembaracen de tanta costra acumulada” (ib., p. 132), precisamente para recuperar o revitalizar lo esencial. Y, al decir de los sociólogos del hecho religioso, muchos hombres y mujeres de nuestra sociedad moderna, cansada del positivismo pero cansada también de nuestras viejas estructuras religiosas, buscan espiritualidad, desean trascendencia: “La actualidad religiosa – que a menudo se relaciona con la creencia ortodoxa – pervive al margen de los escenarios convencionales de iglesias, mezquitas y sinagogas” (D. Lyon, Jesús en Disneylandia. La religión en la posmodernidad, Cátedra, Madrid 2002, p. 11).
  4. En San Manuel Bueno, mártir, Unamuno pone en boca de Angela estas palabras referidas a su hermano Lázaro y al párroco Don Manuel, santos agnósticos ambos: “Se murieron creyendo no creer lo que más nos interesa, pero sin creer creerlo, creyéndolo en la desolación activa y resignada” (Biblioteca El Mundo, Madrid 2001, p. 76). Hace unos meses, en una de las viñetas diarias de Máximo en El País, aparecía Dios pensativo y diciéndose para sí: “Los filósofos me elucubran, los científicos me bordean, los artistas me intuyen, los teólogos me abruman, los ateos me interpelan”.
  5. E. Schillebeeckx, Los hombres relato de Dios, Sígueme, Salamanca 1994, p. 32.
  6. Por supuesto, la adhesión al Cristo presente presupone la memoria del Jesús histórico, y los Evangelios son fundamentalmente la narración de esta memoria, el retorno al Jesús de la historia. Pero este relato y este retorno tienen su origen primero y su objetivo último en un presente: en el encuentro con el Presente y Vivo. “Los evangelistas nos confían a Jesús en el marco de una figura a la que nos invitan a adherirnos, y que a ellos tanto les conmovió, como si se tratara de una revelación” (A. Gesché, Jesucristo, Sígueme, Salamanca 2002, p. 104).
  7. Cf. A. Torres Queiruga, El problema de Dios en la modernidad, Verbo Divino, Estella 1998, pp. 303-340.
  8. J. Moltmann, El Espíritu de la vida, Sígueme, Salamanca 1998, 302.
  9. Cf. G. Amengual, Presencia elusiva, PPC, Madrid 1996.
  10. Cf. J.M Velasco, La experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid 1995, pp. 118-148; también R. Panikkar, La plenitud del hombre, Ed. Siruela, Madrid, 1998, pp. 52-51.
  11. L. Boff, Ecología: grito de la tierra, grito de los pobres, Trotta, Madrid 1996, p. 51.
  12. O. González de Cardedal, La entraña del cristianismo, Secretariado trinitario, Salamanca 19982, pp. 873-874.
  13. A. Colinas, Tiempo y abismo, Tusquets, Barcelona 2002, p. 107.
  14. A. GESCHÉ, Dios para pensar II. Dios. El cosmos, Sígueme, Salamanca 1997, p. 133. De ahí que “el método adecuado para hablar de Dios requiere la pureza de corazón que sabe escuchar la voz de la transcendencia (divina) en la inmanencia (humana)” (R. Panikkar, Iconos del misterio. La experiencia de Dios, Península, Barcelona 1998, p. 21).
  15. J.Jiménez Lozano, El viaje de Jonás, o.c., p. 65.
  16. E. Biser, Pronóstico de la fe. Orientación para una época postsecularizada, Herder, Barcelona 1994, pp. 232-233.
  17. Las resonancias del término “corazón” en la Biblia y en nuestras lenguas no son las mismas. En nuestro lenguaje habitual, al decir “corazón” solemos referirnos a la sede de los afectos y de las emociones (en contraposición al pensamiento, a las ideas). En la Biblia no es así. El término bíblico leb que se traduce por corazón puede traducirse también por mente, conciencia, interior, intimidad, ánimo; memoria; atención; inteligencia, entendimiento, juicio, razón, comprensión; imaginación; voluntad (L. Alonso Shökel, Diccionario bíblico hebreo-español, Trotta, Madrid 1994, pp. 382-384). Lo mismo cabe decir de cardía en el Nuevo Testamento (A. Sand, “Cardía”, en Diccionario exegético del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1996, vol. I, col. 2195-2199).
  18. M. Fredriksson, La historia de Simon, Emecé Editores, Barcelona 1999, p. 111.
  19. L. Boff, Hablemos de la otra vida, Sal Terrae, Santander 1978, pp. 11-13.
  20. J. Moltmann, “Jesucristo: justicia de Dios en el mundo de la víctimas y de los verdugos”, Selecciones de Teología 164 (2002), p. 261.
  21. J. Moltmann, Cristo para nosotros hoy, Trotta, Madrid 1997, p. 119.
  22. J. Moltmann, El Espíritu Santo y la teología de la vida, Sígueme, Salamanca 2000, 112.
  23. J. Moltmann, El Espíritu de la vida, o.c., p. 210.
  24. E. Sábato, Antes del fin, Seix Barral, Barcelona 1999, p. 181.
  25. J. Moltmann, Dios en la creación, Sígueme, Salamanca 1987, p. 77.
  26. L. Boff, Ecología: grito de la tierra, grito de los pobres, o.c., p. 50.
  27. E. Galeano, Patas arriba. La escuela del mundo al revés, Siglo veintiuno, Madrid 1998, p. 328.
  28. A. Nolan, ¿Quién es este hombre?, Sal Terrae, Santander 1981, p. 40.
  29. J. Moltmann, “Jesucristo: justicia de Dios en el mundo en el mundo de las víctimas de las víctimas y de los verdugos”, l.c., p. 257.
  30. L. Boff, Ecología: grito de la tierra, grito de los pobres, o.c., pp. 86.
  31. P. Ricoeur, “Libérer le fond de bonté “, en Actualité des religions 44 (2002), p. 20.
  32. G. Müller-Fahrenholz, El Espíritu de Dios, Sal Terrae, Santander 1996, p. 194.
  33. J. Moltmann, El Espíritu de la vida, o.c., p. 275. “El ‘respeto a la vida’ forma parte del respeto a Dios y la veneración de la naturaleza de la veneración de Dios. Sentimos que Dios nos espera en todas las cosas” (J. Moltmann, El Espíritu Santo y la teología de la vida, o.c., p. 142).
  34. L. Boff, Ecología: grito de la tierra, grito de los pobres, o.c., p. 102.
  35. J.B. Metz, “Dios. Contra el mito de la eternidad del tiempo”, en Autores Varios, La provocación del discurso sobre Dios, Trotta, Madrid 2001, p. 43.
  36. J. Saramago, El hombre duplicado, Alfaguara, Madrid 2002, pp. 34-35.
  37. P. Lathuilière, “Pour une théologie de la modernité”, en Autores Varios, Dieu est-il laïque?, DDB, París 1998, p. 155.
  38. “El dogma en su formulación no es una adquisición invariable, sino una respuesta a las dificultades del momento” (B. Meunier, “¿Por qué llegaron los dogmas?”, en Selecciones de Teología 164 (2002), p.312.
  39. El valor actual de los dogmas en general, y de los dogmas cristológicos en particular, consiste en que ponen ante nosotros una herencia histórica para que nosotros la hagamos fecunda y le abramos futuro. Nada está cerrado. Las fórmulas dogmáticas están ahí, pero aquello que quisieron decir y suscitar en una situación determinada ha de ser dicho y suscitado en nuestra propia situación, para que la adhesión a Cristo siga siendo viva. “El dogma de Calcedonia no es solamente un punto de partida, sino también un punto de partida”, escribió K. Rahner hace ya varias décadas. Lo mismo puede decirse de todo dogma. El conjunto de los dogmas “es una gama, siempre completable, de invenciones” (B. Meunier, “¿Por qué llegaron los dogmas?”, l.c., p. 313). Todo dogma nos recuerda que no somos nosotros quienes “inventamos” a capricho el objeto de la fe, pero al mismo tiempo nos invita a ser tan “inventivos” y audaces como aquellos que lo formularon y tantísimos que, después, lo han reinterpretado.
  40. Una categoría – no conviene olvidarlo – introducida precisamente por Arrio, que luego será condenado como hereje.
  41. Para ilustrar esta reflexión, permítaseme una alusión al “caso J.J. Tamayo”. Se le ha acusado de negar la divinidad de Jesús o la historicidad de su resurrección. ¿Niega este teólogo efectivamente la divinidad de Jesús y la historicidad de la resurrección? No es bueno apresurar la respuesta, tanto menos la condena. Muchas cuestiones muy complejas deberían ser tratadas detenidamente. Por ejemplo: al decir “historicidad de la resurrección”, ¿queremos decir que con los métodos históricos se puede demostrar el acontecimiento teológico de la resurrección o se quiere decir que la resurrección afecta a la historia en lo profundo y que se pueden detectar en la historia algunas huellas de la influencia ejercida por la resurrección? Sostener lo primero sería un disparate teológico y metodológico; en cuanto a lo segundo, parece evidente que J.J. Tamayo no lo niega. En lo que se refiere a la divinidad de Jesús, siempre es útil e incluso necesario preguntarnos cómo la entendían los primeros discípulos: si los sinópticos la entienden igual que Juan, o San Pedro la entendía igual que San Pablo, y los cristianos judíos igual que los cristianos paganos; y es útil y necesario examinar cuidadosamente cuál era el trasfondo y la intención última del Concilio de Nicea al definir la “consustancialidad” de Jesucristo con el Padre, y cuál era el trasfondo y la intención de Calcedonia al definir que Jesucristo es una persona en dos naturalezas; y es útil y necesario volver a preguntarnos qué es lo que entendemos por divinidad de Jesús, y cuál es hoy la mejor forma de decirla en el lenguaje y de hacerla efectiva en la vida.
  42. “La dogmática de los primeros tiempos trató de captar esa relación a Dios con los conceptos de la metafísica griega. Nosotros debemos partir hoy de la historia, o sea, del hombre Jesús” (J. Blank, Jesús de Nazaret. Historia y mensaje, Cristiandad, Madrid 19822, p. 70.
  43. “Precisamente porque el amor de Dios actúa en él, jamás entra en competencia con su verdadera y plena humanidad. Al contrario, libera en Jesús las mejores potencialidades de la naturaleza humana para su completo y total desarrollo” (M. Kehl, Introducción a la fe cristiana, Sígueme, Salamanca 2002, p. 150).
  44. A. Gesché escribe acertadamente: “el título de Hijo de Dios no ha sido tomado por Jesús para su propia grandeza, sino que ha sido descubierto por nosotros en beneficio de nuestra propia grandeza” (Jesucristo, o.c., p. 232). Este autor no duda en afirmar que Pablo, al llamar a Jesús Hijo de Dios, no se interesaba por la divinidad de Jesús, sino de nuestra filiación divina: “Ha sido precisamente en esta experiencia viva de nuestra filiación donde Pablo ha descubierto la divinidad de Jesús” (ib., p. 218). La misma lógica subyace al argumento soteriológico que utilizaron San Atanasio y otros Santos Padres para afirmar la divinidad de Jesús que será definida por el Concilio de Nicea: “Si Jesucristo no es Dios, no estamos salvados”. No parece que hoy podamos utilizar este argumento en esa forma, pero sí debemos expresar la experiencia que ahí subyace y buscar nuestrar propia manera de decirla. Dicho de otra forma: es legítimo y necesario que busquemos nuestra manera de confesar y decir hoy adecuadamente la divinidad de Jesús. El problema cristológico es, en el fondo, un problema antropológico. “El hombre, el hombre completo, es el hombre divinizado, ese ser único sediento de infinito y que no es plenamente él mismo hasta que no llega a su destino” (R. Panikkar, La plenitud humana, o.c., p. 15). “La cristología constituye una antropología profética” (A. Gesché, Jesucristo, o.c., p. 13). L. Boff escribe: “Dios Padre está continuamente generando a Dios-Hijo en el amor del Espíritu Santo, en la profundidad del corazón humano, haciendo de cada persona hijo e hija en el Hijo y espiritual e

    inspirado en el Espíritu” (L. Boff, Ecología: grito de la tierra, grito de los pobres, o.c., p. 241). Insistió en ello el gran místico Maestro Eckhart. K. Rahner lo ha expresado con su famosa fórmula de que la antropología es una cristología incipiente y la cristología una antropología plenamente explicitada…

  45. ¿Quién cree lo que los dogmas conciliares afirman sobre Jesús? “Si alguien, al escuchar la proposición ‘Dios es hombre’, experimenta una sensación de vértigo metafísico que paraliza su capacidad creyente, puede decir sencilla y llanamente: Dios se me ha prometido a sí mismo en Jesús total e irrevocablemente y esa promesa ya no puede ser superada ni revisada a pesar de las infinitas posibilidades de que Dios dispone; él ha puesto una meta al mundo y a su historia, una meta que es él mismo, y esa posición no es sólo algo presente eternamente en el pensamiento de Dios, es algo instaurado por Dios mismo ya dentro del mundo y de la historia, es Jesús, el crucificado y resucitado. Quien afirma esto cree ya exactamente lo mismo que intenta comunicarle la Cristología metafísica de la Iglesia (…). Cree justamente eso pero no ‘más’, ya que ese más supondría perderse en mitologías” (K. Rahner – K.H. Weger, ¿Qué debemos creer todavía?, Sal Terrae, 1980, pp. 111-112).