“CREO EN DIOS PADRE TODOPODEROSO”

NOTA: Los cuatro “retiros” que FRONTERA-HEGIAN me ha encargado para este próximo curso los presentaré en forma de “comentario” del Credo, tratando de fundir al máximo la perspectiva teológica y la espiritual. No nos sirve una reinterpretación teológica sin aliento vital, ni éste se sostiene a la larga sin aquélla. Sigo el llamado “Símbolo Apostólico” (Credo breve), uno de los textos más antiguos en los que las primitivas iglesias plasmaron su “fe apostólica”: su fe en la buena noticia de Jesús el Enviado (“apóstol”), su deseo de acoger y vivir la buena noticia de Jesús, su conciencia misionera (“apostólica”) de enviadas y enviados. El Credo es un texto que constituye un “símbolo”, es decir: nos abre al misterio de Dios indecible y cercano, nos permite reconocernos en la misma gracia y en la misma tarea, nos religa a nuestras raíces comunes y a nuestra esperanza universal.

1. Creo

Desde el fondo de nuestro ser hecho de fe y de duda, con humildad y resolución, decimos: “Creo”. Lo decimos en primera persona del singular, sabiendo que lo dicen también otros muchos creyentes con fe única y diversa. Decimos “Creo”, y con este simple verbo nos remitimos a lo más hondo y verdadero de nuestro ser, de todos los seres, más allá de lo que vemos, pensamos, poseemos, y más allá de lo que decimos.

Decimos “Creo” y nos sentimos presentes, vivos, seres en pie, sujetos actores de nuestro ser. Nos sentimos perdidos en la intemperie. Pero decimos “Creo” y de pronto nos sentimos también seguros, acogidos en la gran Presencia, tomados de la mano, mirados con cuidado. Decimos “Creo” y nos sentimos libres y acompañados, heridos y curados, penosamente expuestos y dulcemente protegidos. Decimos “Creo” en respuesta a una palabra, una presencia, una ternura que nos preceden eternamente.

Al empezar decimos “Creo” y al final diremos “Amén”. Es sabido que ambos términos se derivan en hebreo de una misma raíz (‘mn) que indica seguridad, estabilidad, solidez. La firme seguridad de quien se apoya firmemente y está hondamente cimentado en algo, en alguien. ¿Estamos de hecho cimentados? Lo estamos, sí, pero a la vez nos percibimos profundamente inconsistentes, inestables, inconstantes, inseguros. Nuestro ánimo es cambiante y quebradizo, y nos volvemos una y otra vez “un gran enigma para nosotros mismos” (S. Agustín). Para sentirnos seguros, a menudo nos aferrarnos a nuestras cotas de poder, a nuestro éxito o a nuestra virtud. O tal vez, en nuestra angustia, nos autocastigamos sin fin. O quizá nos empeñamos ansiosamente en defendernos y afirmarnos. Pero es como si al caer nos asiéramos fuertemente a nosotros mismos. ¡Cuántas de nuestras empresas son caminos imposibles de huida de nosotros mismos…!

¿No contradice todo ello nuestro Credo, nuestro “Creo” inicial? Sí, pero no dejemos por ello de decir “Creo”. La contradicción forma parte de nuestra confesión del Credo. No hay ningún “Creo” puro. Los interrogantes persisten. La ambigüedad y la contradicción subyacen a todos nuestros propósitos e iniciativas. Pero Dios nos acompaña también en nuestras ambigüedades y contradicciones, y desde ellas decimos: “Creo”.

“Creo” y “Amén”: entre estos términos transcurre el Credo, como transcurre nuestra vida de creyentes. El Credo es una profesión de esta inseguridad apuntalada que somos. Al decir “Creo” y “Amén”, nos fundamos más allá de nosotros, en el fundamento misterioso de la realidad que nos envuelve y no podemos comprender. Desde la incertidumbre misma decimos: “Sé en quién he confiado” (2 Tm 1,12). Y, en medio de nuestros equívocos radicales, nos abandonamos en El como un niño en brazos de su madre. Nuestra confesión no es falsa si nuestra conciencia es sincera.

El ser humano está radicalmente inacabado y abierto. Es inquietud permanente, nostalgia y anhelo de lo “totalmente otro”. El creyente es el que tiene dónde descansar su inquietud, dónde hacer pie, a dónde dirigir su mirada. Y dice “Creo”. Pero también la fe del creyente es radicalmente inacabada y abierta, comparte todas las dificultades del “increyente” y, con todo, mantiene el corazón abierto a la confianza y dice: “¡Creo, Señor, pero ayúdame a tener más fe!” (Mc 9,24).

2. En Dios

El Credo no es una sucesión de dogmas, de “artículos” de fe. Es un testimonio de fe y una invitación a la fe en Dios. ¿Qué es creer en Dios? No es en primer lugar tener algo por cierto, asentir a “verdades de fe”, sino acogerse a Dios con todo el ser. Creer en Dios no es creer que Dios existe ni creer lo que ha revelado ni creer lo que ha hecho. La fe no consiste propiamente en creer que (y puedes poner aquí todos los dogmas). Puedes asentir a todas las “verdades de fe” y no ser en absoluto creyente. A la inversa, hay muchos que no asienten a nuestras “verdades de fe” y creen, sin embargo, profundamente en Dios. Lo específico y diferencial de la fe en Dios no es del orden de las ideas, de las elaboraciones conceptuales y de las imágenes o representaciones mentales. ¡Cuán vacías son nuestras “verdades de fe”! No encierres tu mente en “verdades”, aunque sean de fe.

Pero la fe en Dios tampoco consiste en tener unos sentimientos, unas emociones, unos afectos, que muy ingenuamente solemos llamar “experiencia”. La fe en Dios no es del orden de la afectividad en contraposición a la inteligencia. ¡Cuán ambiguas son nuestras emociones! Los sentimientos y los afectos pueden ser tan engañosos como las ideas. No pongas tu corazón en tus emociones, ni aun cuando creas que vienen de Dios.

¿Qué es, pues, creer en Dios? Creer en Dios es poner en El nuestra confianza vital profunda, es la adhesión de todo el ser al Misterio indecible y próximo de Dios. [Desde los primeros siglos, la mayoría de los símbolos de la fe o “Credos” dicen “creo en (eis en griego, in en latín) cuando se refieren a Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo), y suprimen la preposición “en” cuando se refiere a la Iglesia u otros “artículos de fe”]. Creer en Dios es un acto de confianza del ser entero, que es inseparablemente mente y corazón. El corazón es más que afectos; la mente es más que ideas. Somos corazón que piensa y mente que siente. El corazón confía y necesita entender el por qué de su confianza. La mente entiende y sabe que el Misterio es más grande y que el corazón tiene razón cuando confía en el Misterio que nos sustenta. El Credo te invita a entrega tu ser entero a Dios: “Peña mía, refugio mío, Dios mío, confío en ti” (Sal 18,3).

La fe consiste en estar seguro no de que Dios existe, sino en poner nuestra seguridad en Dios, en vivir en Dios, y en confiar en nosotros como Dios confía, en confiar en el mundo y en su futuro como Dios confía: activa y pacientemente. En medio de todas nuestras dudas y de todos nuestros desvalimientos, en medio de todos los miedos y horrores de la historia, confiamos en Dios. El nunca cesa de estar con nosotros, de rodearnos de ternura, de creer incondicionalmente en nosotros, de levantarnos de nuestra caída, de acompañar nuestro camino y de conducirnos siempre más allá.

Se dice a menudo que vivimos tiempos de silencio y ausencia de Dios. ¿ Dios calla? ¿No es más bien que no se encierra en nuestras palabras? ¿Dios está ausente? ¿No es más bien que no habita en nuestras imágenes? La crisis de la fe en Dios es, en primer lugar, la crisis de nuestros lenguajes sobre Dios, de nuestras representaciones de Dios. La crisis cultural de Dios es una oportunidad para volvernos al misterio de Dios, a su infinitud y a su infinita cercanía.

Para creer en Dios, es preciso que estés constantemente dispuesto a purificar tus imágenes y tus ideas acerca de Dios. Dios debe de sentirse muy abrumado por todo lo que le hacemos decir, hacer, ser, y por todo el daño que nos hacemos en su nombre. El preferiría ser negado antes que ser convertido en factor de angustia, de opresión, de miedo. Libera a Dios de tus miedos, y déjate liberar por El. Sobre todo y ante todo, no tengas miedo a Dios, pues de esa forma te harías daño y pervertirías a Dios. El quiere curar todos tus miedos. Hagas lo que hagas, El está siempre de tu lado y a tu favor, para conducirte desde ti a lo mejor de ti, y para hacer de ti un samaritano para con todos los heridos del mundo. Pero El no sabe utilizar la amenaza, el castigo ni el chantaje, sino el exclusivo poder de la ternura.

No encierres a Dios en la estrechez de tus conceptos, imágenes, fantasmas y emociones engañosas. Déjate llevar por el Credo a mares más profundos, para que puedas confiar siempre. El Credo te invita a descansar en Dios, misterio infinito de misericordia y consuelo. Cree en Dios, que siempre cree en ti. Vuelve a Dios, que siempre está contigo. Redescubre al Dios digno de fe, al Dios cuya fe cura tus heridas y las heridas del mundo.

3. Padre

Muchas religiones desde antiguo han llamado a Dios “Padre”, y le han invocado así. Así lo hizo el judaísmo. Así lo hizo sobre todo Jesús: cuando oraba a Dios, casi siempre le llamaba “Padre” en la no insólita pero sí llamativa y expresiva forma familiar “abbá”.

“Padre” es uno de los más bellos nombres con que podemos dirigirnos a Dios. Pero no está exento de peligros. En efecto, no solamente para lo bueno sino también para lo malo, hemos quedado marcados por nuestra relación con la figura paterna en los primeros años de nuestra infancia, y nadie ha tenido un padre perfecto. Para la inmensa mayoría, el padre no ha sido solamente esa figura entrañable que nos dio amor, seguridad, autonomía y responsabilidad, sino también una figura con la que quedó asociado en nosotros un fondo oscuro de miedos y represiones. Al llamar a Dios “Padre”, proyectamos en Dios no sólo lo mejor, sino también lo peor de nuestro padre. Pero Dios es más que “padre”. Es lo mejor que podemos imaginar en la figura del padre, sin fondo oscuro alguno de miedo y amenaza. E infinitamente más.

Además, muchas religiones –también el AT, también Jesús– han llamado a Dios “Padre” en un marco cultura de corte patriarcal. Todo hace pensar que Jesús llamaría hoy a Dios “Madre” tanto como “Padre”. El dulce nombre de “madre” es uno de los nombres más bellos de Dios. Pero tampoco este nombre está exento de limitaciones y riesgos. La figura materna encarna el calor y el bienestar del útero, el cariño incondicional, la confianza sin límites. “Como un niño en brazos de su madre”: así de protegidos y queridos debemos sentirnos en Dios. Pero nadie ha tenido tampoco una madre perfecta, plenamente maternal y madura. Tampoco nos basta, pues, este nombre de Dios.

Ni bastan ambos nombres juntos: “padre” y “madre”. Por lo demás, ambas figuras están sufriendo en nuestro tiempo grandes transformaciones culturales. No debemos oponernos a estas transformaciones, pero debemos cuidar de no identificar a Dios ni con imágenes del pasado ni con imágenes del presente sin más.

Dios es padre y madre porque sólo es dándose y haciendo ser, sólo es feliz regalándose y haciendo feliz. Por eso mismo cabe dar a Dios tantos otros nombres bellos: Dios es Fuente, Fundamento, Compañero/a, Amigo/a, Amante, Amado/a… Y nunca acabamos, porque sin cesar estamos brotando de El/Ella. Siéntete brotar permanentemente de El/Ella. Siéntete tiernamente acogido y suscitado por El/Ella.

4. Todopoderoso

Estamos demasiado acostumbrados a llamar a Dios “Padre todopoderoso”. Lo imaginamos espontáneamente como un gran señor soberano, como un monarca absoluto que manda y ordena, que todo lo decide y dispone según su real querer, que elige a unos y desecha a otros según su voluntad, que perdona o castiga a su arbitrio. Los seres humanos somos y nos sentimos limitados desde el primer átomo de nuestro ser hasta el último. Somos finitud inacabada. Somos contingencia y fragilidad. Somos devenir. Y fácilmente imaginamos a Dios como la suma de todo lo que nos falta y anhelamos: como poder absoluto. Ese “dios” es una gran estatua siniestra. Dios no es eso. Dios es más grande y más pequeño, sobre todo más pequeño.

El problema está en nuestros sueños de omnipotencia. ¿Por qué nos parece más divino poderlo todo y tenerlo todo, el no depender de nada ni recibir de nadie, ser impasible e inmutable, no crecer y no sufrir?

Ese Dios no es el Dios del Credo cristiano. Si fuera así, Dios no sería amor. El Credo narra a Dios como amor. Creemos en un Dios que es y se hace “pequeño”, abandonado, con toda la ternura y la debilidad del amor infinito. Amor y ternura es el último nombre de Dios. Y el amor y la ternura asumen y acompañan siempre la debilidad, y se hacen siempre frágiles. Ahora bien, ¿hay algo más poderoso que el amor desarmado? ¿Hay algo más irresistible y transformador que la compasión verdadera?

Así es Dios. Dios echa en falta y busca apenado a Adán y a Eva para pasear con ellos a la brisa de la tarde. Dios es un caminante desconocido que agradece la hospitalidad de Abrahán. Dios es aquel que escucha el llanto de Ismael y el clamor de Israel. Dios es entraña conmovida. Dios se manifiesta en la humildad y en la pasión de una zarza ardiente. Dios cuelga de una cruz entre dos crucificados. Dios sufre también el desamparo y la impotencia de Dios que padeció Jesús y tantos crucificados. Así es Dios. Está con nosotros en nuestra debilidad, y acompañándola la transforma. Su fragilidad es nuestra esperanza para nosotros y para toda las criaturas. Pues “la fuerza se pone de manifiesto en la debilidad” (2 Cor 12,9).

Acoge, pues, tu debilidad, deja que Dios la acoja y la acompañe. Y cuando Dios “no pueda ayudarte”, “ayuda tú a Dios” a manifestarse y a liberarse en ti, y ésa será la mejor manera de ayudarte y de que Dios te ayude (E. Hillesum).

5. Creador de cielo y tierra

“En el principio creó Dios el cielo y la tierra” (Gn 1,1). Lo primero que afirma la Biblia sobre Dios es que es creador, y lo primero que afirma sobre el mundo es que es creado. Ahí está dicho lo esencial sobre Dios y sobre el mundo. En el Credo lo afirmamos también.

Dios no es autosuficiencia cerrada. Es pura donación de sí, autocomunicación y relación, acto puro de creación. Es relación “hacia dentro” y “hacia fuera”. No ha querido ocupar todo el lugar. Ha querido retirarse para “dar lugar”, contraerse como una madre para hacer sitio y hacer crecer, darse para hacer ser. Y quiere hacer ser para bendecir.

En un universo inmenso y en expansión, con 400.000 galaxias y 400.000 estrellas en cada galaxia, nada es sin embargo oscuro producto de un destino ciego. Y nada es pura réplica cerrada y rutinaria. Cada ser es una creación absolutamente única y nueva. En la gran comunión universal de las criaturas, tú eres una criatura pensada, pronunciada, mirada, querida, bendecida por Dios. Eres criatura única y, sin embargo, eres criatura hermana de todas las criaturas. La bendición de Dios es tu origen y tu verdad última. Es tu destino y tu tarea principal cada día.

Cada día es el día de la creación. En efecto, la creación no es un acontecimiento de un pasado remoto. No tuvo lugar en los “orígenes de los tiempos”, como el Big-Bang. La creación está teniendo lugar. Todos los seres estamos siendo creados hoy. Y todos estamos siendo creadores. Todo es dinamismo y relación, todo está cargado de posibilidad de ser y de relación. En cada partícula subatómica opera la fuerza creadora de Dios. La creación es esa energía misteriosa por la que todo está creándose, inventándose, recibiéndose, haciéndose y haciendo ser. Y esa energía misteriosa, en su origen y en su fondo último, es divina: Espíritu, Palabra, Sabiduría creadora de Dios. “En él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17). Todo es en Dios y Dios es en todo. Dios está haciendo ser todo y todo camina hacia Dios, hasta el descanso de la creación entera, en el que Dios será todo en todas las cosas (1 Cor 15,28).

Que la fe en la creación fortalezca tu fe en ti mismo/a y en cada uno de los seres. Cree en ti y en cada uno de los demás como Dios cree. Atrévete a ser libre, porque Dios te quiere libre. Cuida tu ser como Dios lo cuida. Y sal de ti y sé creador como Dios, con Dios. Y a pesar de todo ama la vida, ama el mundo, cree en la humanidad, cree en la belleza y cree en el futuro de la creación que es Dios. “La verdadera antítesis de la fe no hay que buscarla en la incredulidad, sino en el miedo” (E. Biser).

(Frontera Hegian 51 [2005], p. 83-93)