CREO EN JESÚS RESUCITADO

            Hoy acudimos al sepulcro de Jesús para rezar el Credo.

Pero ¿dónde se halla su sepulcro? No faltan quienes sostienen que el cuerpo de Jesús crucificado habría sido devorado por perros y buitres, y sus restos arrojados a una fosa común. Así solía hacerse con los crucificados. En cuyo caso, su tumba nunca habría sido conocida por sus discípulas y discípulos. O tal vez hubo realmente algún amigo (“José de Arimatea”) que, por influencias, pudo recuperar el cadáver de Jesús y depositarlo en un sepulcro digno, que se convirtió pronto en lugar de culto y veneración. El caso es que, junto a un sepulcro desconocido o junto al sepulcro conocido de Jesús, la primitiva comunidad de Jerusalén se reunía y celebraba la memoria de Jesús, la presencia de Jesús, la esperanza de Jesús. También nosotros lo seguimos haciendo.

El sepulcro de Jesús se halla allí donde hay una vida enterrada por la injusticia, la cruz o simplemente la muerte. Junto a su sepultura, acompañamos a Jesús crucificado, sepultado como una semilla en el seno de la tierra madre. Junto a su tumba sellada con todas nuestras esperanzas a medio quebrar, volvemos decir “Creo”. Junto a todas nuestras tumbas con nombre o sin nombre, volvemos a reunirnos para recordar y renacer. Recordando la historia de Jesús, curamos nuestra vida.

1. Al tercer día

            “Nosotros esperábamos que él fuera el libertador de Israel. Sin embargo, ya hace tres días que ocurrió esto” (Lc 24,21). Dos caminantes vuelven de Jerusalén a su mísera aldea. Por un momento habían albergado la esperanza de que el profeta galileo Jesús fuese, por fin, el liberador tantas veces diferido, tantas veces frustrado (debido unas veces al fraude de los propios pretendientes mesiánicos, y otras veces a la intervención represora de de las autoridades políticas). ¿Sería esta vez? Una esperanza incierta e inquieta les había empujado detrás de Jesús.

Pero tampoco esta vez había sido. “Nosotros esperábamos…, pero ya hace tres días de esto”. Es decir, demasiados días para seguir esperando. Unos vagos rumores de sepulcro vacío no bastan para sostener la esperanza. La historia humana vuelve a sucumbir a su ritmo fatal, a su alternancia fatal de ilusión y desengaño.

Y volvían. ¿Sería la ley inexorable de la historia, más fuerte que el sueño, más fuerte que la promesa? ¿Más fuerte que Dios? La duda emergía horrible como una tentación, o como una blasfemia. ¿Será la opresión más firme que la alianza? ¿Serán los tiranos más fuertes que Dios?

Vuelven solos y tristes. Sin embargo… Insensiblemente, otro caminante se une a sus pasos, les escucha y les habla. Entre los dos, un tercero, EL TERCERO. Ya no caminan solos del todo, ni tristes del todo, pues conversan, y ninguna soledad, ninguna tristeza es definitiva mientras haya conversación. A pesar del desamparo, no están solos. En el compartir de todo desengaño y de toda soledad, el Misterioso Tercero se hace compañero. Y puede seguir la vida con su hondo poder, sus poderosas raíces, sus íntimos reclamos. A pesar de su cruel desengaño, dos personas ¾tal vez un varón y una mujer¾ siguen caminando. Sus fuerzas y su bondad no están agotadas. A pesar del desamparo, no están solos. Y es como si el corazón les ardiera de nuevo.

Va cayendo la noche mientras caminan. Y buscan hospedaje. Y ofrecen hospedaje. ¿Cómo podrían sentirse compañeros sin ofrecer compañía? ¿Cómo podrían sentirse hospedados sin ofrecer hospedaje a otro tercero, al Otro Tercero?

Y caminando, conversando, compartiendo, recordando, recordando… el corazón arde más, las palabras consuelan más, el pan es más sabroso, la vida es más pujante. La Presencia es más cierta. Es Él. Han pasado tres días, pero su historia no ha terminado en la fosa común ni en la tumba amiga. Como bellamente dice Flavio Josefo, “aquellos que habían amado a Jesús, después de su muerte no dejaron de amarlo”.

El “tercer día” es precisamente cuando el Crucificado vuelve a hacerse presente y el amor renace. El “tercer día” no es una cifra concreta, no es un dato cronológico preciso. El “tercer día” no es el día en que ya no cabe seguir esperando y hay que desistir. El “tercer día” no es cuando la cruz y la tumba imponen su ley. El “tercer día” no es cuando el silencio y la ausencia de Dios se hacen definitivos. El “tercer día” es una cifra simbólica, puede significar “muy pronto”. “El tercer día” es, sobre todo, un dato teológico, una manera de decir que la historia gira hacia la liberación y la vida porque Dios la hace girar. El giro de la historia parecía retrasarse demasiado, pero en realidad sucede “muy pronto”. El “tercer día” es el “giro salvífico” de la historia del Crucificado, de todos los crucificados: “Dentro de dos días nos dará la vida, y al tercer día nos levantará, y en su presencia viviremos” (Os 6,2). El “tercer día” es cuando el Crucificado presente suscita el amor. Cuando el amor lo hace presente.

Dos caminantes, y otros, y otros, muchos caminantes, cada uno/a en su propio itinerario de proyectos y fracasos, sintieron la misma compañía, la misma presencia, el mismo amor. Y emprendieron de nuevo el camino, regresando esta vez de su camino de vuelta, desandando sus pasos de decepción. Y así muchísimos caminantes hasta nosotros, caminantes perplejos del siglo XXI. Han pasado muchos días. Aún pasarán muchos más. Pero nuestra historia no acabará en cruz y condena. Nunca vamos solos. A pesar del cansancio y de la noche,  cada día puede ser el “tercer día” en que se transforma nuestra historia, en que renace una presencia y el corazón vuelve a amar.

2. Resucitó de entre los muertos

            Así, para muchas discípulas y discípulos de Jesús, algún día fue “el tercer día”, y fueron llegando a la certidumbre vital de que Jesús estaba vivo, de que el Crucificado había sido exaltado, de que el condenado había sido rehabilitado, de que Dios estaba con él y con todos los crucificados para siempre, de que el Reino de Dios había germinado precisamente en la semilla del mártir Jesús, de que la glorificación de la historia se había anticipado en la glorificación del Crucificado.

            La muerte de Jesús en cruz había conmocionado fuertemente la fe de los discípulos y discípulas en el profeta Jesús y en su mensaje del Reino. Todos se encontraban como los dos caminantes que vuelven tristes a Emaús. Pero recordaron las Escrituras, meditaron los salmos del justo perseguido a quien Dios no deja de asistir, consideraron largamente las profecías sobre el mártir al que Dios exalta. Rememoraron la breve historia de Jesús y sus inolvidables palabras. Y fue tomando cuerpo una certeza coherente con todas las Escrituras y con la fe inmemorial de todos los tiempos y con la esperanza del mismo Jesús: “Dios ha exaltado al mártir Jesús”. “Dios ha resucitado a Jesús”. “La esperanza de Jesús se ha realizado”. “Nuestra esperanza no se ha frustrado”.

            No tuvo por qué suceder de golpe ni en un día concreto, sino en la trama continua de sus días y de sus vidas. No tuvo por qué darse ningún “milagro” extraordinario y concluyente, sino el milagro mayor que consiste en que el corazón y los ojos se abren para percibir de pronto el misterio viviente de Dios. ¿Dónde? Precisamente en el reverso, en el envés de la realidad y de la historia: en un crucificado. Y era una “visión” muy real, la más real que cabe.

            Y, para reafirmarlo, crearon relatos muy bellos y verdaderos: cómo Jesús se les había hecho presente en figura de hortelano y les había llamado por su nombre, cómo se les había hecho compañero de camino y le habían reconocido al partir el pan, cómo les había mostrado sus llagas y les había curado la herida de sus dudas, cómo habían comido con él unos peces asados a orillas del lago, cómo les había ofrecido la paz y les había enviado a ser mensajeros de paz y de perdón.

Ellos creyeron. Y nosotros creemos. No creemos simplemente porque ellos nos lo contaron, ni porque hayamos tenido “experiencia paranormal” alguna. Con nuestra fragilidad y nuestras dudas, creemos porque él se nos hace misteriosamente presente cuando seguimos caminando, cuando damos hospedaje, cuando compartimos la palabra y cuando abrimos los ojos.

            Di: “Yo también creo”. Creo que Dios rehabilitó a Jesús y, en él, a todos los crucificados por el poder, la riqueza, la injusticia. Creo que Dios sufre con nosotros todas nuestras heridas y daños, como sufrió con Jesús crucificado. Creo que Dios comparte todas nuestras cruces, como la de Jesús, para conducirlas a la Pascua, como a Jesús.

            Creo que Jesús resucitado nos sale al encuentro como a María de Magdala, a Pedro, al discípulo amado, a Tomás el incrédulo, y quiere ser reconocido para que así podamos por fin reconocernos. Creo que llama a cada uno con infinita ternura por su nombre más secreto y pronuncia para cada uno, sin nada que reprochar, aquella palabra de confianza que más necesita. Creo que la fe en el resucitado es algo tan simple y sencillo como escuchar al que habla, abrir al que llama, recibir al que viene, creer en el que nos ama, acoger al que nos acoge. Creo que algún día se abrirán nuestros ojos y se despejarán nuestras dudas y nos rendiremos a su presencia, y confesaremos: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20,28), y seremos libres y estaremos en paz.

            Creo que Dios es como Jesús nos enseña en su vida y en su cruz. Creo que Dios está con el justo para hacerle justicia, y con el injusto para hacerle justo. Creo que Dios, al igual que Jesús crucificado, no condena a nadie y así puede hacer buenos a todos.

Creo que Dios es el Dios de la vida en todas las muertes, la curación de la vida en todas las llagas. Creo que Dios es la vida indemne y entera, inmune y sin daño. Creo que Dios es la primavera de toda vida, la Pascua de todos los seres. Creo que Dios hace y hará con todos las criaturas lo que confesamos de Jesús.

            Creo que Dios es el amor entero y fiel que, como a Jesús crucificado, nos dice: “tú no morirás”. Creo que Dios es el infinito Arco Iris de confianza que envuelve el universo y sostiene nuestras promesas inseguras, nuestros juramentos frágiles.

            Creo que Dios ama en todo amor, espera en toda esperanza y transforma en toda acción. Creo que Dios dice sí a lo mejor y más hermoso de nuestro corazón. Creo que Dios es el y el Amén al corazón de la Tierra y a las promesas y a los sueños mejores. Creo que nuestro corazón y el corazón de toda realidad tiene razón, porque Dios lo habita. Creo que Dios sólo puede hacer el bien que hacemos nosotros y todas las criaturas, pero creo en un futuro bueno y absoluto porque Dios acompaña cada instante de nuestro tiempo en su caducidad.

            Creo que, como el Jesús resucitado de los Evangelios que franquea puertas y atraviesa límites, se revela y habla también a los creyentes de todas las religiones e incluso a los agnósticos de todos los tiempos, en una forma que los cristianos no podemos controlar.

            Es mucho creer. “Señor, yo creo, pero ayúdame a tener más fe” (Mc 9,24).

3. Subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso

            “Resucitó de entre los muertos”, “subió a los cielos”, “está sentado a la derecha de Dios”: no son hechos teológicos diversos, sino expresiones diversas del mismo hecho, el hecho pascual. De Dios sólo podemos hablar en imágenes. De la Pascua también: resucitar, ser glorificado, subir al cielo, ser subido (exaltado), sentarse a la derecha de Dios… La Pascua es libertad, también libertad e imaginación creadora de lenguaje. Las palabras y las imágenes nos sugieren lo que el corazón espera sin poder decir e incluso sin poder saber. Las palabras y las imágenes pascuales nos invitan a ser humildes y audaces en nuestra esperanza.

Subió al cielo. El cielo no está arriba, como imaginaron los antiguos. Subió a Dios. Pero tampoco Dios está arriba, como seguimos imaginando. Dios está en todo, es en el corazón de todo cuanto es. Dios está en lo más bajo, con los de más abajo. Está contigo cuando te sientes más bajo/a.

Subió al cielo. Jesús crucificado está en Dios, pues Dios estaba en él y estaba enteramente con él. En la Biblia y en la literatura judía se hablaba de que Dios “arrebataba” (asunción) o “exaltaba” junto a sí al justo mártir antes o después de la muerte, anticipando así en él, de algún modo, la resurrección esperada comúnmente para “el fin del mundo”. Dios es el que arrebata de la humillación y de la muerte. Dios ensalza al que los poderosos aplastan. Dios reivindica a las víctimas. Así lo confesaron de Jesús los cristianos en la Pascua: “Dios lo exaltó y le dio el nombre que está sobre todo nombre” (Flp 2,9). Al condenado Jesús, Dios lo ha glorificado. Al crucificado, Dios lo ha constituido “Cristo”, “hijo de Dios”, “Señor”, “juez”. La Pascua es una inversión de la historia y de la imagen de Dios.

Lo mismo viene a decir la imagen del sentarse a la diestra de Dios. Decir “diestra de Dios” es como decir el poder de Dios. Pero decir el poder de Dios es como decir también la impotencia de Dios, la renuncia de Dios al poder, la suma delicadeza y vulnerabilidad de Dios, la infinita discreción y ocultamiento de Dios. La absoluta solidaridad samaritana de Dios. ¿Tiene algo que ver el Dios de la cruz y de la Pascua de Jesús con la imagen del todopoderoso “Dios de los ejércitos”? ¿En qué Dios creemos?

Jesús está sentado a la derecha de Dios. Es decir, “comparte el poder de Dios”. Es decir, la debilidad solidaria de Dios. Jesús comparte el único poder de Dios que es el poder de la cruz, el poder de acompañar, el poder de consolar. Jesús comparte el poder del buen samaritano: el poder de bajarse, de acercarse, de echar aceite y vino, de cuidarse y de curar. El poder de hacerse cargo y encargarse del herido. ¿Tiene algo que ver esta imagen de Jesús con el Cristo Pantocrátor (“omnipotente”) de brazos poderosos y mirada fulminante? ¿En qué Cristo crees? Cree en el Cristo que te abraza siempre, extendiendo y estrechando sus brazos sobre ti.

No podemos amar, creer y confiar sino en un Dios a imagen de Jesús crucificado. Con todo, nuestra perplejidad no se disipa: un Dios que se hace vulnerable como un crucificado es, sí, digno de nuestro amor, pero ¿es también digno de nuestra esperanza? ¿No sigue la historia después de la Pascua siendo tan cruel y despiadada como antes de la Pascua? ¿Y de qué sirve creer en Dios, si Dios es tan impotente como nosotros para transformar esta historia?

 En la respuesta –que siempre se nos escapa– a esta pregunta que nos hiere se juega nuestro ser o no creyentes cristianos. Ahí nos jugamos el Credo y la fe, el Credo y la esperanza. ¿Esperamos más en el poder de Pilato o en el poder del Crucificado, en el poder del imperio o en el poder de la compasión, en el poder de la suficiencia o en el poder de la solidaridad? He ahí la cuestión. Creemos en el poder de Dios que se deja condenar y clavar en una cruz con todos los condenados y crucificados. Creemos en la bondad vulnerable de Dios. Creemos que la bondad vulnerable de Dios es más poderosa que todos los poderes que oprimen. La bondad vulnerable de Dios aparecería y sería infinitamente poderosa si creyéramos de verdad en ella y la practicáramos como Jesús.

5. Desde allí ha de venir

            En la Biblia y en la literatura judía apocalíptica se conocía la figura del mártir al que Dios exalta y “guarda junto a sí hasta el fin del tiempo”. Y era familiar la creencia de que Dios enviaría a Elías o a un profeta como Moisés para preparar, anunciar, inaugurar “el fin de los tiempos”. Los cristianos combinaron estos motivos y otros, y los aplicaron a Jesús: “Llegarán tiempos de consuelo de parte del Señor, que os enviará de nuevo a Jesús, el Mesías que os estaba destinado. El cielo debe retenerlo hasta que lleguen los tiempos en que todo sea restaurado” (Hch 3,20-21).

            Jesús vino y proclamamos que resucitó. Pero hay todavía demasiado dolor. Las esperanzas están incumplidas. La historia no está acabada. El mundo está inacabado y gime en dolores de parto. Nosotros mismos gemimos: estamos inacabados. Aún más: Jesús mismo está inacabado, su historia esperanzada y esperanzadora sigue abierta y lo seguirá estando hasta que toda enemistad desaparezca y toda tristeza se disuelva.

No podemos ignorar ni minimizar el carácter doliente e inacabado de la realidad, si no queremos derivar en una ideología aburguesada barnizada de fe. Nada más contrario a la fe que la insensibilidad. La “espera de la parusía” es justamente la manera comprometida y sensible de vivir la fe en Jesús Mesías, la fe en su mesianismo todavía en camino.

No esperamos que Jesús “vuelva”, como si se hubiera ausentado. Esperamos que su vida mesiánica se realice y se manifieste enteramente, y en ello está empeñada nuestra fe. “El que apuesta por un cambio radical desde su presente vivirá con la esperanza de la venida de Cristo y de su reino” (J. Moltmann).

6. A juzgar a vivos y muertos

Es preciso que Cristo “venga a juzgar”, pues en el mundo perdura la injusticia. “La injusticia clama al cielo. Las víctimas que la han padecido no enmudecen. Los malhechores que la ejercen no encuentran reposo. Por eso, la sed de justicia no debe reprimirse. Guarda la memoria de los sufrimiento y hace esperar un juicio que restablezca el derecho” (J. Moltmann).

            Es preciso que venga a juzgar. Pero el juicio de Dios no consiste en dictar una sentencia, ni en separar justos y malvados, sino en implantar la justicia donde no existe, en hacer justo al injusto y en hacer bueno al justo. Es preciso y es bueno que Jesús venga a juzgar, él que murió perdonando a sus verdugos.

            También nuestro corazón alberga injusticia, codicia, envidia, resentimiento. Tal vez seamos injustos. Tal vez seamos justos, pero no buenos. Hacemos lo que no queremos, y no hacemos aquello que querríamos hacer. Necesitamos que Dios nos “justifique”, restaure en nosotros la justicia y la bondad.

            Dos mil años después, seguimos clamando con los cristianos y cristianas de la primera generación: ¡Marana tha! Jesús es Mesías futuro, y nuestra fe adopta la forma de la súplica y el compromiso. “Vivir en la esperanza de la parusía es mucho más que la simple espera, perseverancia y mantenimiento de la fe; es una actitud activa y transformadora. Es vivir anticipando al que ha de venir, en una ‘espera creativa’ “( J. Moltmann).

            “Vivos y muertos”, todos, anhelamos la manifestación plena y el juicio mesiánico de Jesús. Y lo anhelan especialmente los muertos, porque ¿quién hará justicia a las víctimas que murieron a no ser Dios? ¿Y quién podrá regenerar a los verdugos que también murieron a no ser la misericordia de Dios?

(Frontera Hegian 53 [2006)], p. 103-114)

CREO EN JESÚS RESUCITADO

Hoy acudimos al sepulcro de Jesús para rezar el Credo.

Pero ¿dónde se halla su sepulcro? No faltan quienes sostienen que el cuerpo de Jesús crucificado habría sido devorado por perros y buitres, y sus restos arrojados a una fosa común. Así solía hacerse con los crucificados. En cuyo caso, su tumba nunca habría sido conocida por sus discípulas y discípulos. O tal vez hubo realmente algún amigo (“José de Arimatea”) que, por influencias, pudo recuperar el cadáver de Jesús y depositarlo en un sepulcro digno, que se convirtió pronto en lugar de culto y veneración. El caso es que, junto a un sepulcro desconocido o junto al sepulcro conocido de Jesús, la primitiva comunidad de Jerusalén se reunía y celebraba la memoria de Jesús, la presencia de Jesús, la esperanza de Jesús. También nosotros lo seguimos haciendo.

El sepulcro de Jesús se halla allí donde hay una vida enterrada por la injusticia, la cruz o simplemente la muerte. Junto a su sepultura, acompañamos a Jesús crucificado, sepultado como una semilla en el seno de la tierra madre. Junto a su tumba sellada con todas nuestras esperanzas a medio quebrar, volvemos decir “Creo”. Junto a todas nuestras tumbas con nombre o sin nombre, volvemos a reunirnos para recordar y renacer. Recordando la historia de Jesús, curamos nuestra vida.

1. Al tercer día

“Nosotros esperábamos que él fuera el libertador de Israel. Sin embargo, ya hace tres días que ocurrió esto” (Lc 24,21). Dos caminantes vuelven de Jerusalén a su mísera aldea. Por un momento habían albergado la esperanza de que el profeta galileo Jesús fuese, por fin, el liberador tantas veces diferido, tantas veces frustrado (debido unas veces al fraude de los propios pretendientes mesiánicos, y otras veces a la intervención represora de de las autoridades políticas). ¿Sería esta vez? Una esperanza incierta e inquieta les había empujado detrás de Jesús.

Pero tampoco esta vez había sido. “Nosotros esperábamos…, pero ya hace tres días de esto”. Es decir, demasiados días para seguir esperando. Unos vagos rumores de sepulcro vacío no bastan para sostener la esperanza. La historia humana vuelve a sucumbir a su ritmo fatal, a su alternancia fatal de ilusión y desengaño.

Y volvían. ¿Sería la ley inexorable de la historia, más fuerte que el sueño, más fuerte que la promesa? ¿Más fuerte que Dios? La duda emergía horrible como una tentación, o como una blasfemia. ¿Será la opresión más firme que la alianza? ¿Serán los tiranos más fuertes que Dios?

Vuelven solos y tristes. Sin embargo… Insensiblemente, otro caminante se une a sus pasos, les escucha y les habla. Entre los dos, un tercero, EL TERCERO. Ya no caminan solos del todo, ni tristes del todo, pues conversan, y ninguna soledad, ninguna tristeza es definitiva mientras haya conversación. A pesar del desamparo, no están solos. En el compartir de todo desengaño y de toda soledad, el Misterioso Tercero se hace compañero. Y puede seguir la vida con su hondo poder, sus poderosas raíces, sus íntimos reclamos. A pesar de su cruel desengaño, dos personas tal vez un varón y una mujer siguen caminando. Sus fuerzas y su bondad no están agotadas. A pesar del desamparo, no están solos. Y es como si el corazón les ardiera de nuevo.

Va cayendo la noche mientras caminan. Y buscan hospedaje. Y ofrecen hospedaje. ¿Cómo podrían sentirse compañeros sin ofrecer compañía? ¿Cómo podrían sentirse hospedados sin ofrecer hospedaje a otro tercero, al Otro Tercero?

Y caminando, conversando, compartiendo, recordando, recordando… el corazón arde más, las palabras consuelan más, el pan es más sabroso, la vida es más pujante. La Presencia es más cierta. Es Él. Han pasado tres días, pero su historia no ha terminado en la fosa común ni en la tumba amiga. Como bellamente dice Flavio Josefo, “aquellos que habían amado a Jesús, después de su muerte no dejaron de amarlo”.

El “tercer día” es precisamente cuando el Crucificado vuelve a hacerse presente y el amor renace. El “tercer día” no es una cifra concreta, no es un dato cronológico preciso. El “tercer día” no es el día en que ya no cabe seguir esperando y hay que desistir. El “tercer día” no es cuando la cruz y la tumba imponen su ley. El “tercer día” no es cuando el silencio y la ausencia de Dios se hacen definitivos. El “tercer día” es una cifra simbólica, puede significar “muy pronto”. “El tercer día” es, sobre todo, un dato teológico, una manera de decir que la historia gira hacia la liberación y la vida porque Dios la hace girar. El giro de la historia parecía retrasarse demasiado, pero en realidad sucede “muy pronto”. El “tercer día” es el “giro salvífico” de la historia del Crucificado, de todos los crucificados: “Dentro de dos días nos dará la vida, y al tercer día nos levantará, y en su presencia viviremos” (Os 6,2). El “tercer día” es cuando el Crucificado presente suscita el amor. Cuando el amor lo hace presente.

Dos caminantes, y otros, y otros, muchos caminantes, cada uno/a en su propio itinerario de proyectos y fracasos, sintieron la misma compañía, la misma presencia, el mismo amor. Y emprendieron de nuevo el camino, regresando esta vez de su camino de vuelta, desandando sus pasos de decepción. Y así muchísimos caminantes hasta nosotros, caminantes perplejos del siglo XXI. Han pasado muchos días. Aún pasarán muchos más. Pero nuestra historia no acabará en cruz y condena. Nunca vamos solos. A pesar del cansancio y de la noche, cada día puede ser el “tercer día” en que se transforma nuestra historia, en que renace una presencia y el corazón vuelve a amar.

2. Resucitó de entre los muertos

Así, para muchas discípulas y discípulos de Jesús, algún día fue “el tercer día”, y fueron llegando a la certidumbre vital de que Jesús estaba vivo, de que el Crucificado había sido exaltado, de que el condenado había sido rehabilitado, de que Dios estaba con él y con todos los crucificados para siempre, de que el Reino de Dios había germinado precisamente en la semilla del mártir Jesús, de que la glorificación de la historia se había anticipado en la glorificación del Crucificado.

La muerte de Jesús en cruz había conmocionado fuertemente la fe de los discípulos y discípulas en el profeta Jesús y en su mensaje del Reino. Todos se encontraban como los dos caminantes que vuelven tristes a Emaús. Pero recordaron las Escrituras, meditaron los salmos del justo perseguido a quien Dios no deja de asistir, consideraron largamente las profecías sobre el mártir al que Dios exalta. Rememoraron la breve historia de Jesús y sus inolvidables palabras. Y fue tomando cuerpo una certeza coherente con todas las Escrituras y con la fe inmemorial de todos los tiempos y con la esperanza del mismo Jesús: “Dios ha exaltado al mártir Jesús”. “Dios ha resucitado a Jesús”. “La esperanza de Jesús se ha realizado”. “Nuestra esperanza no se ha frustrado”.

No tuvo por qué suceder de golpe ni en un día concreto, sino en la trama continua de sus días y de sus vidas. No tuvo por qué darse ningún “milagro” extraordinario y concluyente, sino el milagro mayor que consiste en que el corazón y los ojos se abren para percibir de pronto el misterio viviente de Dios. ¿Dónde? Precisamente en el reverso, en el envés de la realidad y de la historia: en un crucificado. Y era una “visión” muy real, la más real que cabe.

Y, para reafirmarlo, crearon relatos muy bellos y verdaderos: cómo Jesús se les había hecho presente en figura de hortelano y les había llamado por su nombre, cómo se les había hecho compañero de camino y le habían reconocido al partir el pan, cómo les había mostrado sus llagas y les había curado la herida de sus dudas, cómo habían comido con él unos peces asados a orillas del lago, cómo les había ofrecido la paz y les había enviado a ser mensajeros de paz y de perdón.

Ellos creyeron. Y nosotros creemos. No creemos simplemente porque ellos nos lo contaron, ni porque hayamos tenido “experiencia paranormal” alguna. Con nuestra fragilidad y nuestras dudas, creemos porque él se nos hace misteriosamente presente cuando seguimos caminando, cuando damos hospedaje, cuando compartimos la palabra y cuando abrimos los ojos.

Di: “Yo también creo”. Creo que Dios rehabilitó a Jesús y, en él, a todos los crucificados por el poder, la riqueza, la injusticia. Creo que Dios sufre con nosotros todas nuestras heridas y daños, como sufrió con Jesús crucificado. Creo que Dios comparte todas nuestras cruces, como la de Jesús, para conducirlas a la Pascua, como a Jesús.

Creo que Jesús resucitado nos sale al encuentro como a María de Magdala, a Pedro, al discípulo amado, a Tomás el incrédulo, y quiere ser reconocido para que así podamos por fin reconocernos. Creo que llama a cada uno con infinita ternura por su nombre más secreto y pronuncia para cada uno, sin nada que reprochar, aquella palabra de confianza que más necesita. Creo que la fe en el resucitado es algo tan simple y sencillo como escuchar al que habla, abrir al que llama, recibir al que viene, creer en el que nos ama, acoger al que nos acoge. Creo que algún día se abrirán nuestros ojos y se despejarán nuestras dudas y nos rendiremos a su presencia, y confesaremos: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20,28), y seremos libres y estaremos en paz.

Creo que Dios es como Jesús nos enseña en su vida y en su cruz. Creo que Dios está con el justo para hacerle justicia, y con el injusto para hacerle justo. Creo que Dios, al igual que Jesús crucificado, no condena a nadie y así puede hacer buenos a todos.

Creo que Dios es el Dios de la vida en todas las muertes, la curación de la vida en todas las llagas. Creo que Dios es la vida indemne y entera, inmune y sin daño. Creo que Dios es la primavera de toda vida, la Pascua de todos los seres. Creo que Dios hace y hará con todos las criaturas lo que confesamos de Jesús.

Creo que Dios es el amor entero y fiel que, como a Jesús crucificado, nos dice: “tú no morirás”. Creo que Dios es el infinito Arco Iris de confianza que envuelve el universo y sostiene nuestras promesas inseguras, nuestros juramentos frágiles.

Creo que Dios ama en todo amor, espera en toda esperanza y transforma en toda acción. Creo que Dios dice sí a lo mejor y más hermoso de nuestro corazón. Creo que Dios es el y el Amén al corazón de la Tierra y a las promesas y a los sueños mejores. Creo que nuestro corazón y el corazón de toda realidad tiene razón, porque Dios lo habita. Creo que Dios sólo puede hacer el bien que hacemos nosotros y todas las criaturas, pero creo en un futuro bueno y absoluto porque Dios acompaña cada instante de nuestro tiempo en su caducidad.

Creo que, como el Jesús resucitado de los Evangelios que franquea puertas y atraviesa límites, se revela y habla también a los creyentes de todas las religiones e incluso a los agnósticos de todos los tiempos, en una forma que los cristianos no podemos controlar.

Es mucho creer. “Señor, yo creo, pero ayúdame a tener más fe” (Mc 9,24).

3. Subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso

“Resucitó de entre los muertos”, “subió a los cielos”, “está sentado a la derecha de Dios”: no son hechos teológicos diversos, sino expresiones diversas del mismo hecho, el hecho pascual. De Dios sólo podemos hablar en imágenes. De la Pascua también: resucitar, ser glorificado, subir al cielo, ser subido (exaltado), sentarse a la derecha de Dios… La Pascua es libertad, también libertad e imaginación creadora de lenguaje. Las palabras y las imágenes nos sugieren lo que el corazón espera sin poder decir e incluso sin poder saber. Las palabras y las imágenes pascuales nos invitan a ser humildes y audaces en nuestra esperanza.

Subió al cielo. El cielo no está arriba, como imaginaron los antiguos. Subió a Dios. Pero tampoco Dios está arriba, como seguimos imaginando. Dios está en todo, es en el corazón de todo cuanto es. Dios está en lo más bajo, con los de más abajo. Está contigo cuando te sientes más bajo/a.

Subió al cielo. Jesús crucificado está en Dios, pues Dios estaba en él y estaba enteramente con él. En la Biblia y en la literatura judía se hablaba de que Dios “arrebataba” (asunción) o “exaltaba” junto a sí al justo mártir antes o después de la muerte, anticipando así en él, de algún modo, la resurrección esperada comúnmente para “el fin del mundo”. Dios es el que arrebata de la humillación y de la muerte. Dios ensalza al que los poderosos aplastan. Dios reivindica a las víctimas. Así lo confesaron de Jesús los cristianos en la Pascua: “Dios lo exaltó y le dio el nombre que está sobre todo nombre” (Flp 2,9). Al condenado Jesús, Dios lo ha glorificado. Al crucificado, Dios lo ha constituido “Cristo”, “hijo de Dios”, “Señor”, “juez”. La Pascua es una inversión de la historia y de la imagen de Dios.

Lo mismo viene a decir la imagen del sentarse a la diestra de Dios. Decir “diestra de Dios” es como decir el poder de Dios. Pero decir el poder de Dios es como decir también la impotencia de Dios, la renuncia de Dios al poder, la suma delicadeza y vulnerabilidad de Dios, la infinita discreción y ocultamiento de Dios. La absoluta solidaridad samaritana de Dios. ¿Tiene algo que ver el Dios de la cruz y de la Pascua de Jesús con la imagen del todopoderoso “Dios de los ejércitos”? ¿En qué Dios creemos?

Jesús está sentado a la derecha de Dios. Es decir, “comparte el poder de Dios”. Es decir, la debilidad solidaria de Dios. Jesús comparte el único poder de Dios que es el poder de la cruz, el poder de acompañar, el poder de consolar. Jesús comparte el poder del buen samaritano: el poder de bajarse, de acercarse, de echar aceite y vino, de cuidarse y de curar. El poder de hacerse cargo y encargarse del herido. ¿Tiene algo que ver esta imagen de Jesús con el Cristo Pantocrátor (“omnipotente”) de brazos poderosos y mirada fulminante? ¿En qué Cristo crees? Cree en el Cristo que te abraza siempre, extendiendo y estrechando sus brazos sobre ti.

No podemos amar, creer y confiar sino en un Dios a imagen de Jesús crucificado. Con todo, nuestra perplejidad no se disipa: un Dios que se hace vulnerable como un crucificado es, sí, digno de nuestro amor, pero ¿es también digno de nuestra esperanza? ¿No sigue la historia después de la Pascua siendo tan cruel y despiadada como antes de la Pascua? ¿Y de qué sirve creer en Dios, si Dios es tan impotente como nosotros para transformar esta historia?

En la respuesta –que siempre se nos escapa– a esta pregunta que nos hiere se juega nuestro ser o no creyentes cristianos. Ahí nos jugamos el Credo y la fe, el Credo y la esperanza. ¿Esperamos más en el poder de Pilato o en el poder del Crucificado, en el poder del imperio o en el poder de la compasión, en el poder de la suficiencia o en el poder de la solidaridad? He ahí la cuestión. Creemos en el poder de Dios que se deja condenar y clavar en una cruz con todos los condenados y crucificados. Creemos en la bondad vulnerable de Dios. Creemos que la bondad vulnerable de Dios es más poderosa que todos los poderes que oprimen. La bondad vulnerable de Dios aparecería y sería infinitamente poderosa si creyéramos de verdad en ella y la practicáramos como Jesús.

5. Desde allí ha de venir

En la Biblia y en la literatura judía apocalíptica se conocía la figura del mártir al que Dios exalta y “guarda junto a sí hasta el fin del tiempo”. Y era familiar la creencia de que Dios enviaría a Elías o a un profeta como Moisés para preparar, anunciar, inaugurar “el fin de los tiempos”. Los cristianos combinaron estos motivos y otros, y los aplicaron a Jesús: “Llegarán tiempos de consuelo de parte del Señor, que os enviará de nuevo a Jesús, el Mesías que os estaba destinado. El cielo debe retenerlo hasta que lleguen los tiempos en que todo sea restaurado” (Hch 3,20-21).

Jesús vino y proclamamos que resucitó. Pero hay todavía demasiado dolor. Las esperanzas están incumplidas. La historia no está acabada. El mundo está inacabado y gime en dolores de parto. Nosotros mismos gemimos: estamos inacabados. Aún más: Jesús mismo está inacabado, su historia esperanzada y esperanzadora sigue abierta y lo seguirá estando hasta que toda enemistad desaparezca y toda tristeza se disuelva.

No podemos ignorar ni minimizar el carácter doliente e inacabado de la realidad, si no queremos derivar en una ideología aburguesada barnizada de fe. Nada más contrario a la fe que la insensibilidad. La “espera de la parusía” es justamente la manera comprometida y sensible de vivir la fe en Jesús Mesías, la fe en su mesianismo todavía en camino.

No esperamos que Jesús “vuelva”, como si se hubiera ausentado. Esperamos que su vida mesiánica se realice y se manifieste enteramente, y en ello está empeñada nuestra fe. “El que apuesta por un cambio radical desde su presente vivirá con la esperanza de la venida de Cristo y de su reino” (J. Moltmann).

6. A juzgar a vivos y muertos

Es preciso que Cristo “venga a juzgar”, pues en el mundo perdura la injusticia. “La injusticia clama al cielo. Las víctimas que la han padecido no enmudecen. Los malhechores que la ejercen no encuentran reposo. Por eso, la sed de justicia no debe reprimirse. Guarda la memoria de los sufrimiento y hace esperar un juicio que restablezca el derecho” (J. Moltmann).

Es preciso que venga a juzgar. Pero el juicio de Dios no consiste en dictar una sentencia, ni en separar justos y malvados, sino en implantar la justicia donde no existe, en hacer justo al injusto y en hacer bueno al justo. Es preciso y es bueno que Jesús venga a juzgar, él que murió perdonando a sus verdugos.

También nuestro corazón alberga injusticia, codicia, envidia, resentimiento. Tal vez seamos injustos. Tal vez seamos justos, pero no buenos. Hacemos lo que no queremos, y no hacemos aquello que querríamos hacer. Necesitamos que Dios nos “justifique”, restaure en nosotros la justicia y la bondad.

Dos mil años después, seguimos clamando con los cristianos y cristianas de la primera generación: ¡Marana tha! Jesús es Mesías futuro, y nuestra fe adopta la forma de la súplica y el compromiso. “Vivir en la esperanza de la parusía es mucho más que la simple espera, perseverancia y mantenimiento de la fe; es una actitud activa y transformadora. Es vivir anticipando al que ha de venir, en una ‘espera creativa’ “( J. Moltmann).

“Vivos y muertos”, todos, anhelamos la manifestación plena y el juicio mesiánico de Jesús. Y lo anhelan especialmente los muertos, porque ¿quién hará justicia a las víctimas que murieron a no ser Dios? ¿Y quién podrá regenerar a los verdugos que también murieron a no ser la misericordia de Dios?

(Frontera Hegian 53 [2006)], p. 103-114)