Cristianismo. Historia. Mundo moderno
Prólogo: Por una teología razonable y liberadora
Amiga lectora, amigo lector:
Ya que por alguna razón que yo desconozco, al igual que desconozco tu historia, tienes este libro en tus manos, déjame que te desee lo más importante: que tengas paz en tu cuerpo y en tu alma, que tengas consuelo.
También te deseo que encuentres en estas páginas algo de lo que buscas. Pudiera ser, no ciertamente por el mérito de lo aquí escrito, sino por la fuente que mana en ti, por la sed que te alumbra en la noche, por el Maestro que te guía. La gloria de Dios se revela en todo, sobre todo en la sombra y el silencio, e incluso en la palabra más insignificante. Basta abrir los oídos y los ojos del corazón, dejar que se abran.
Como pronto verás si sigues adelante, estas páginas no responden a ningún proyecto previo, sino al empeño del amigo Benjamín Forcano, infatigable obrero del Reino, inaccesible al desaliento a pesar de los tiempos. Él ha querido reunir algunos textos dispersos, diversos de estilo, inéditos en su mayoría. Aquí los tienes, por si alguna palabra –aunque fuera solo una– pudiera dar ocasión a que se encienda en ti la luz que llevas dentro.
No esperes ningún sistema. Es una gracia –y un reto no pequeño– de nuestro tiempo vernos privados de un sistema omnicomprensivo. Cuanto más conocemos la realidad, más abierta se presenta, más difícil y lejana se vuelve la síntesis, la visión de conjunto. Cuanto más sabemos, más inseguros nos sentimos. Tomemos el campo de la información. Por todos los lados y sin cesar, estamos inundados de noticias y de saberes. Estamos pasando “de los medios de masa a la masa de los medios” (I. Ramonet), hasta el punto de sentirnos perdidos y sin criterio. Cuanto más informados, menos seguros estamos de estar realmente informados. No sabemos qué leer, ni a quién creer. La perplejidad crece.
Algo de eso sucede con todas las ciencias, a pesar de su rigor y fiabilidad. Cuanto más avanzan las ciencias, más avanza la ignorancia o, mejor, la conciencia de lo que ignoramos. No solamente no se ha construido todavía una “teoría del todo”, sino que parece cada vez más difícil, incluso imposible. Al igual que, al caminar o navegar, el horizonte se aleja, así también, a medida que vamos avanzando en los diversos saberes, se va alejando de nosotros la sistematización global, la explicación universal, la síntesis de los saberes. La verdad ha estallado, y también eso es una gracia y un desafío. Se ha hecho evidente –basta abrir los ojos– que todas las verdades son “relativas” las unas a las otras y que nadie posee “la” Verdad. Es un dichoso “relativismo” que nos invita a la humildad. Y la humildad es la suma sabiduría. Si fuéramos humildes, sabríamos lo esencial, y casi todo estaría hecho. Seríamos libres, pues la humildad es libertad.
La posesión de la verdad última no es solamente una pretensión ingenua, sino además peligrosa. Sin duda, existen certezas científicas –¿cómo podríamos de otro modo montarnos en un avión?–, pero son certezas parciales, están referidas únicamente a la dimensión empírica, contable, matemáticamente formulable de la realidad. Pero hay más realidad. Y más misterio. Las preguntas más importantes no tienen respuesta; las preguntas que tienen respuesta no son las más importantes. Vivimos en un mundo cada vez más complejo, más incierto y vulnerable, que es preciso cuidar.
Este es el panorama. Este es el mundo en el que hemos de intentar volver a hacer una teología con sentido. La teología no es la ciencia suprema que responde a las preguntas que las demás ciencias, en el mejor de los casos, solamente plantean. La teología, también ella, es búsqueda, no respuesta. Una búsqueda común, siempre abierta. No se propone explicar y responder, sino ampliar el horizonte, de modo que, cada vez más despojados de certezas, podamos confiar cada vez más. Y la fe no consiste en “creer que”, sino en confiar. La teología no explica el misterio, sino que lo salvaguarda, lo guarda a salvo como Misterio último de Ternura y Acogida en el que podemos estar a salvo y que nosotros hemos de salvar. Como Misterio último de Ternura y Acogida que hemos de realizar y encarnar para que este mundo se salve. Lo llamamos “Dios”, pero ningún nombre lo expresa adecuadamente, aunque todos los nombres se refieren a Él.
La teología vuelve hoy a ser más consciente de su ignorancia. Nicolás de Cusa, en los albores de unos tiempos nuevos, la llamó “docta ignorancia” y hoy, en los albores de una nueva era –un “cambio de época”, se ha dicho, más que una “época de cambios”– vuelve a hacer, con humildad y libertad, confesión de su ignorancia. El Espíritu sopla donde quiere, y no se puede encerrar en ninguna fórmula, en ningún dogma, en ninguna institución. El Espíritu en nuestro tiempo nos invita a hacer teología en humildad y libertad. La teología –siempre ha sido así y hoy lo es de manera especial– consiste en buena parte en desaprender. La teología ha de volver a ser humilde y libre para cuidar a Dios en cuanto Misterio del mundo y para cuidar el mundo en Dios en cuanto Misterio de Ternura encarnada y encarnándose en toda carne e incluso en toda palabra.
La teología tiene como tarea volver a hablar de Dios de manera razonable y liberadora. Solo una teología razonable puede ser liberadora y solo una teología liberadora es razonable. Esa es una tarea crucial también hoy, pues la vida de las personas y de todas las criaturas, la vida de los pueblos y de la naturaleza está amenazada. La palabra de la teología ha de ser samaritana.
Para volver a ser razonable y liberadora, sensata y samaritana, la teología ha de liberarse de conceptos y paradigmas del pasado que hoy resultan anacrónicos, absurdos e incluso nocivos. La teología ha de hablar de la Realidad Primera, del Misterio Último, de Dios, de Jesús y de la salvación, en un nuevo paradigma. ¿Cuál es el nuevo paradigma? El paradigma del cambio permanente y de la relación universal, más allá de la imagen mecánica y fixista del universo: todo cambia sin cesar porque todo está en relación con todo. Es el paradigma ecológico, más allá del antropocentrismo (asociado al geocentrismo). Es el paradigma feminista, más allá del patriarcalismo. Es el paradigma pluralista, más allá del exclusivismo (o del inclusivismo) cristiano.
Si es verdad –y es verdad– que Hipócrates (s. V a.C.) y Galeno (s. II d.C.), padres de la medicina, hoy no aprobarían ningún examen de medicina, y si es verdad –que también lo es– que ni siquiera el genial Einstein, muerto hace todavía solamente 56 años, no aprobaría hoy un examen de física cuántica, ¿cómo es posible que Santo Tomás de Aquino pudiera seguir aprobando, 800 años después, casi todos los exámenes de teología en nuestras Facultades? Eso solo puede deberse a que no hemos sido fieles a Santo Tomás de Aquino, que fue un radical innovador en su tiempo. Ser fieles a Santo Tomás de Aquino no consiste en repetirle, sino en hacer en nuestro tiempo lo que él hizo en el suyo: repensar el cristianismo, para que sea iluminación y consuelo, medicina y liberación.
Hoy no podemos hablar de Dios como se hablaba en un mundo estático y determinista, piramidal y geocéntrico: arriba el cielo habitado de dioses con un Dios Supremo al frente, abajo la tierra creada por Dios desde fuera, y más abajo el infierno para los malos. Dios no es un Ente, ni es Algo, ni es Alguien con psicología y sentimientos como los nuestros. Dios no interviene desde fuera cuando quiere. Dios no tiene por qué encarnarse, pues es la Carne del mundo, el Ser de cuanto es, el Corazón de cuanto late, el Verbo activo y pasivo de toda palabra, el Dinamismo de toda transformación, la Ternura de todo abrazo, el Tú de todo yo y el Yo de todo tú, la Unidad de toda diversidad y la Diversidad de toda unidad, la luz de toda mirada, la conciencia de toda mente, la Belleza y la Bondad que sostienen y mueven al universo en su infinito movimiento, en su infinita relación.
Y no podemos hablar de Jesús en los términos de la metafísica dualista que subyace a los dogmas: como si Dios fuera una “substancia” distinta y separada del mundo, como si en Jesús asumiera “nuestra substancia” por primera y única vez, de manera singular y milagrosa, como si Dios no fuera el verdadero Ser de todo cuanto es, como si todo ser humano no fuera divino por el mero hecho de ser bueno. Jesús fue un hombre bueno, un hombre libre, y ahí se resumen todos los dogmas. Así de simple.
Ni podemos hablar de la revelación y de la encarnación de Dios como si este planeta fuese el centro del universo y como si la especie humana fuese el culmen de la evolución de la vida. El universo no tiene centro, y la vida en este planeta seguirá evolucionando todavía durante miles de millones de años, y seguramente también en infinidad de otros planetas en un universo sin límite. Y Dios es el Corazón y el Misterio del universo siempre revelado y oculto, el Fuego que lo habita.
Tampoco podemos hablar del ser humano como si la biogenética y las neurociencias no hubieran demostrado que no tenemos más conciencia y libertad que aquellas de las que nos hacen capaces los genes y las neuronas. Y no es poco, pero tampoco es tanto (todavía). La libertad está en camino, como el cosmos, la vida y la conciencia. La libertad es la meta de toda la creación. ¿Y el pecado? ¡Qué absurdo y nocivo nuestro lenguaje tradicional sobre el pecado, y por lo tanto el perdón! El pecado no es la culpa contraída con una divinidad, sino la herida, el error, la finitud y el daño. Pero somos amados y podemos seguir: eso es el perdón.
Así deberíamos seguir revisando todo lo dicho sobre la “salvación” o el “más allá”, para volverlo a decir con palabras libres y metáforas nuevas, pues nada de lo dicho es esencial en la fe, sino justamente lo indecible.
Amigo/a lector/a: algo de eso quieren decir los capítulos que siguen sin proyecto sistemático y sin pretensión alguna de verdad última. Déjame, pues, que te diga de nuevo lo más importante: que tengas paz en tu cuerpo y en tu alma. Deja que llegue la sombra, deja que entre la luz. El día descansa en la noche, en la noche despierta el día. La sombra protege a la luz, la luz baña la sombra. Las palabras conducen al silencio, el silencio se hace revelación. Lo dicho no es más que cifra de lo Indecible. Lo Indecible es Misterio de Ternura y Acogida.
Lo único verdadero, se diga como se diga y se viva como se viva, es aquello que de Jesús proclamó y vivió : la bienaventuranza de la bondad, la bondad feliz, la felicidad bondadosa.
Nueva Utopía, Madrid 2011