Cristo Rey

Amigas, amigos:

El año litúrgico cristiano culmina con la fiesta de Cristo Rey. ¿Es la forma más evangélica de coronar el año litúrgico? Es muy dudoso. ¿Cristo Rey será motivo de fiesta para las semillas y las bayas que caen a tierra, los hombres y las mujeres que mueren cada día, los pueblos perdedores que son mayoría? ¿Desde cuándo un rey ha sido amigo de abandonados y caídos? ¿Cuándo los perdedores han ganado gracias al rey?

En la cultura actual, se hace extraño llamar Rey a Jesús o a Dios, y no resulta fácil celebrar esta fiesta. La instituyó Pío XI en 1925, para hacer frente a la Modernidad y a una sociedad cada vez más secularizada y laica; para reafirmar la soberanía de Dios en franco proceso de disolución cultural; para reforzar el poder de la Iglesia en una sociedad cada más emancipada; para devolver a la religión la autoridad suprema en el derecho, la enseñanza, los medios de comunicación, la política y todos los campos. Al decir con la mejor voluntad, sin duda “¡Viva Cristo Rey!”, querían decir también o ante todo: “¡Que vivan la Iglesia y sus instituciones! ¡Que vivan los sistemas del poder religioso! ¡Que vivan las estructuras de la sociedad tradicional! ¡Que vivan el rey y las viejas leyes de siempre!”.

Nosotros ya no nos hallamos ahí. Nuestra fe ya no puede gritar esas consignas. Hace un par de años, el escritor Joan Mari Irigoien dijo en una conferencia: “En el mundo hay grandes héroes que admiro: Gandhi, Martin Luther King o el ‘Che’ Guevara; y hay otros a quienes mucha gente considera héroes y que yo no admiro en absoluto, Napoleón, por ejemplo, a quien ni siquiera considero héroe, sino un gran criminal, semejante a los tres reyes magos de las Azores, quienes dicho sea de paso usan misiles a modo de camello. Y hay, por fin, héroes pequeños, anónimos, que viven pegados a lo cotidiano, con una gran generosidad, y que yo admiro tanto como a aquellos a quienes considero grandes héroes”.

Ahí nos hallamos también nosotros, espero. No admiramos a los reyes y a los grandes que quisieran ser Napoleón. Y, por supuesto, tampoco creemos en un Dios super-Napoleón. Admiramos la bondad diaria de la gente sencilla carente de poder. Creemos en la bondad de un Dios que ha renunciado al poder. Creemos en la bondad poderosa de un Dios sin poder.

Bien es verdad que los textos bíblicos y litúrgicos aplican a Jesús títulos como Rey, Juez y Señor. Y en la Biblia, Dios aparece constantemente como rey todopoderoso. Pero unos nombres que en aquella época podían ser apropiados no tienen por qué serlo hoy. Y, en cualquier caso, Jesús nos ha dicho: “Mi reino no es de este mundo”. El rey ha solido vivir alejado y en lo alto, ha gozado de riqueza y de confort, de grandeza y de poder. Si en eso consiste ser rey, Jesús no es rey, Dios no es rey.

No, Dios no es un gran rey sentado en lo alto sobre un trono. Jesús no es el lugarteniente o el representante de un Dios rey. La mayoría de los que hoy niegan a Dios, es esa imagen de Dios la que niegan: un Dios todopoderoso, un Dios soberano, un Dios que manda, un Dios que controla, un Dios que juzga, un Dios que castiga. No pueden creer ni podemos creer en un Dios así: no sería bendición de la vida, no sería aliento de toda vida amenazada.

Tampoco Jesús creía sino en un Dios que fuera bendición y aliento de la vida. Y no creo que hoy le llamara rey. “Mi reino no es de este mundo”. El Dios de Jesús no es el Señor todopoderoso que desde su alto trono mira al mundo y es la gran columna que sostiene las estructuras sociales y religiosas del poder. El Dios de Jesús no tiene ni trono ni corona, ni palacio ni corte, ni armas ni ejércitos, ni servidores ni súbditos. Donde la vida está amenazada, allí está Dios amenazado y próximo. Donde un ser humano sufre necesidad, allí está Dios necesitado y compañero. Donde un ser humano se halla angustiado, allí está Dios angustiado y consolador. Donde una persona cae, allí está Dios caído y empujando para levantar. Dios es padre y madre, amigo/a y amante, luz y agua, pan y vino. Entonces, ¿es que Dios no es poderoso? Sí, pero el poder de Dios es totalmente otro: es el poder de la sencillez, la humildad, la projimidad, la compasión, un poder más poderoso que todas las realezas y poderes de este mundo.

Jesús fue profeta y sacramento de esa realeza sin trono real ni poder ni grandeza. Y me parece que, hace 83 años, no hubiera instituido la fiesta de Cristo Rey. Me parece que no querría que la Iglesia se convirtiera en fortaleza, que en la sociedad actual no reivindicaría poderes y privilegios, y que no firmaría algunas cartas pastorales. Sería de nuevo un buen samaritano, no otra cosa. Pues Dios no es otra cosa: el buen samaritano para todo ser humano y toda criatura herida, auxilio y aliento del viviente amenazado. Ésa es la única realeza de Dios.

¡Que venga, oh Dios, tu reinado sin realeza! ¡Que venga el reinado de la projimidad, de la solidaridad, de la ternura! ¡Que venga el respeto de todos los seres en el otoño de la naturaleza! ¡Que, en el otoño de la humanidad, vengan la dignidad y la esperanza de todos los seres humanos oprimidos! ¡Que venga el Adviento! ¡Que venga de ti, oh Dios! ¡Que venga de nosotros!

(Publicado el 27 de noviembre de 2008)