CRISTOLOGIA DESDE UN MUNDO SECULARIZADO

Introducción

1. El término “secularización” fue confuso y equívoco desde el principio, y lo sigue siendo todavía hoy. Significó en su origen el traspaso de los bienes eclesiásticos a manos de “seglares” o a manos de los estados. De ahí, el término pasó a entenderse en un doble sentido: para algunos designaba el fin de la tutela social y cultural ejercida por la institución religiosa; para otros significaba la desaparición de toda religión, el “desencantamiento” radical y definitivo del mundo, la generalización de una increencia o de una indiferencia religiosa radical. De este modo, “mundo secularizado” significa para algunos “mundo no subordinado a la institución religiosa” y para otros “mundo irreligioso” o “a-religioso”.

2. En contra de lo que muchos habían pronosticado, nuestro mundo no se ha vuelto irreligioso, pero sí se ha transformado radicalmente la presencia pública de la institución religiosa. No sólo algunos bienes eclesiásticos, sino casi todos los sectores importantes de la vida personal, social y cultural — ciencia, economía, política, derecho, Estado, educación, familia, arte — han escapado al control directo ejercido por la religión. No vivimos en una cultura totalmente privada de aliento religioso, pero sí en una cultura ampliamente emancipada de la institución religiosa, más en concreto cristiana.

3. Aplicándolo a la cristología, cabe afirmar: “secularización de la cristología” significa “des-institucionalización” de la figura de Jesús en cuanto Cristo: flexibilización del dogma, diversificación de perspectivas, pluralización de visiones. El interés por Cristo no ha desaparecido, pero ya no está regulado por la institución cristiana oficial; Jesús sigue vivo, pero no bajo el control del cristianismo institucional; la historia, el mensaje y la persona de Jesús tienen una vigencia en el mundo inquieto y amenazado de hoy, pero esa vigencia no está regida por la estructura eclesiástica.

4. “Secularización de la cristología” significa, pues, que el mundo mismo de hoy con su diversidad aturdida, con sus heridas abiertas, se erige en sujeto de la búsqueda y del redescubrimiento del mesianismo de Jesús. El mundo como tal no es solamente espacio y destinatario del mensaje y de la fe en él, sino también sujeto y profeta de su evangelio, de su presencia nueva, de su memoria incómoda y esperanzada. Los gritos del mundo son gritos mesiánicos: gritos del Mesías y gritos al Mesías, llamadas de dolor al Mesías y mensajes de esperanza del Mesías. La cristología debe partir de cómo es el mundo de hoy, o el hoy del mundo; no podrá anunciarle la esperanza mesiánica sin escuchar sus voces mesiánicas.

5. De lo que precede se derivan los interrogantes que guiarán estas páginas: ¿qué demanda a Jesús el mundo “secularizado” y sufriente de hoy? ¿Qué palabras y qué llamadas nos dirige Cristo desde las entrañas mismas del mundo de hoy? ¿Y qué nuevos perfiles adquiere la figura de Jesús en un tiempo de crisis radical del cristianismo institucional, de la autoridad y del dogma?

Sobre el trasfondo de esas preguntas, voy a destacar nueve rasgos fundamentales de la cristología actual ligados a otras tantas características de nuestro mundo “secularizado”: 1) una cristología creíble y razonable en una cultura moderna y posmoderna o “trasmoderna”; 2) una cristología histórica y mesiánica, conforme a la vida esperanzada y mesiánica del Jesús histórico; 3) una cristología “reinventora” de Dios en una época de crisis radical de la imagen tradicional de Dios; 4) una cristología desapropiada y compartida, concorde con el fin del derecho eclesiástico de propiedad exclusiva sobre Jesús, 5) una cristología hermenéutica y práctica, en consonancia con el carácter hermenéutico y práctico de todo acceso a la verdad, 6) una cristología feminista liberadora, sensible a las críticas y a las propuestas de las teologías feministas; 7) una cristología cosmológica, acorde con el fin del antropocentrismo y la instauración de un nuevo paradigma cosmocéntrico; 8) una cristología de la salvación en cuanto liberación integral, más allá de la tradicional noción expiatoria y meramente religiosa de la salvación; 9) una cristología dialógica e interreligiosa, acorde con la particularidad de Jesús y con el pluralismo religioso[1].

“Es necesario volver a escribir los evangelios”, ha escrito J.L. Segundo. Así es. Es necesario volver a escribirlos desde los signos del Espíritu y del Reino en el mundo de hoy. Leer es releer. Recordar es revivir. Proclamar es renovar. Es necesario volver a escribir sin cesar la cristología en el mundo y desde el mundo, para que la esperanza se acreciente.

1. Una cristología creíble y razonable

“Dar razón de la esperanza” (1 Pe 3,15). La situación secularizada del mundo sigue urgiendo a los cristianos a esta tarea esencial: conjugar de nuevo ambos términos, la razón y la esperanza. Para que la razón no se cierre sobre sí y no se vuelva destructiva. Pero también para que la esperanza no se vuelva estéril y vana, al hacerse muda. Ni una esperanza sin razón, ni una razón sin esperanza. Ni una razón sin consuelo, ni un consuelo sin razón. El consuelo viene de la esperanza, pero la esperanza no subsiste sin razones. La razón ha de abrirse a la esperanza, y la esperanza ha de alimentarse de palabras nuevas y de nuevas razones para esperar.

“Cristología creíble y razonable” no significa una cristología “dentro de los límites de la razón”, sino una esperanza que conduce a la razón a la conciencia de su límite. Pero no para negar la razón, sino para afirmarla más allá de sí y para hacerla renacer sin cesar a nuevos deseos. “Cristología creíble y razonable” significa, negativamente, una cristología que no contradice a la razón y, positivamente, una cristología coherente con el horizonte de una razón siempre abierta.

a) No contra la razón. “Atrévete a saber”, fue el lema de Kant en los albores de la Modernidad y de la secularización, no con ánimo de eliminar el cristianismo, sino precisamente de salvarlo de uno de sus mayores enemigos: el dogmatismo autoritario. Un dogmatismo autoritario que, durante siglos, había sembrado Europa de sangre y muerte en nombre de la fe verdadera en Dios y en Jesús, el Salvador. Aberrante. Sólo la mediación de una razón madura y dialogante podía evitar que la religión incurriese en el fanatismo y la violencia.

Hubo muchos cristianos clarividentes que aceptaron el reto. Hombres como F.D.E. Schleiermacher (1768-1834), profundamente creyente y profundamente crítico, piadoso y moderno a un tiempo, a quien H. Küng considera “el Orígenes, el Tomás de Aquino, el Lutero de la modernidad”[2], pues él supo retraducir — no sin lagunas, como es natural — el conjunto del mensaje cristiano en el nuevo lenguaje de la razón moderna. Pero la reacción de las Iglesias, sobre todo de la Iglesia católica romana, fue defensiva, condenatoria, tanto en relación con las diversas aportaciones de la modernidad como ante los diversos intentos de conciliación entre fe cristiana y modernidad. Queriendo y creyendo, sin duda, salvar a la fe cristiana, la rodearon de murallas y de bastiones, que de entonces acá no han conseguido sino lo contrario de lo que pretendían: han impedido entrar a los de fuera y han empujado a salir a muchos de dentro. Muchos — ¿la mayoría? — de los que buscaban una razón esperanzada y una esperanza razonable han ido convenciéndose, a veces con sincera pena y a veces con secreto alivio, de que cristianismo y modernidad son incompatibles. ¿Sólo podrán seguir siendo cristianos los melancólicos de la premodernidad, los resentidos de la modernidad y los instalados en la posmodernidad neoliberal?

El cristiano que cree en Jesús lo hace con la razón, no sin ella; gracias a la razón, no a pesar de ella. El cristiano no busca ni encuentra en Jesús unas respuestas dispuestas y acabadas a sus interrogantes humanos, ni unas normas infalibles de conducta para sus principios éticos, ni unas informaciones precisas para sus anhelos de futuro. El cristiano encuentra en Jesús el misterio de Dios que trasciende y excede el saber, la moral y el deseo, y, a la vez, encuentra el misterio de Dios emergiendo de lo más humano y contingente de la historia en la persona humana de Jesús. No cabe, pues, creer sin razón ni en contra de la razón. La razón no viene sólo de abajo, ni la fe viene sólo de arriba. El cristiano cree con una “fe de razón”[3]. No cree con una razón racionalista (positivista), al igual que no cree con una fe fideísta (igualmente positivista, pues da fe a supuestos “datos” del dogma y de la tradición). Cree con una razón abierta que nos mantiene abiertos.

b) Una razón abierta. Hoy no compartimos el optimismo kantiano en la razón. La Europa secularizada y moderna ha conocido dentro de ella y ha cometido fuera de ella demasiados horrores en nombre de la razón. Apelar a una cristología razonable puede ser anacrónico, además de irresponsable. Hemos de apelar a una razón crítica, abierta, consciente de su límite, respetuosa del misterio. No sólo existe la razón objetivante, formal, positivista. También existe una razón simbólica, una razón estética, una razón ética… Hemos de afirmar la auténtica racionalidad de la fe contra un racionalismo positivista sin misterio y contra un subjetivismo idealista sin historia y sin comunidad. Pero hemos de reivindicar también la honda racionalidad de la fe en Jesucristo contra un fideísmo que identifica demasiado las creencias con la fe, y contra un autoritarismo que identifica demasiado las fórmulas dogmáticas o las enseñanzas magisteriales con la autoridad del Espíritu Santo. No podemos menos de seguir reivindicando la mediación de la razón para decir nuestra fe esperanzada en Jesús como Cristo. Para que sea creíble en otros, y para que sea operante y curativa en nosotros.

En una de sus últimas cartas, D. Bonhöffer escribía: “La iglesia debe salir de su estancamiento. Hemos de respirar de nuevo el aire libre de la confrontación intelectual con el mundo. Incluso hemos de arriesgarnos a decir cosas impugnables, si así logramos que sean debatidas las cuestiones de importancia vital. Como teólogo ‘moderno’, que aún lleva en sí la herencia de la teología liberal, me siento obligado a abordar estas cuestiones”[4]. Bonhöffer, prisionero del régimen nazi en Buchenwald, era todo menos un moderno racionalista irresponsable. Necesitamos su fe apasionada y comprometida con las exigencias más nobles de la razón humana: la justicia y la esperanza para todos, fundadas en el misterio de la solidaridad universal de Dios (¿qué otra cosa es para el cristiano el misterio de Jesús?).

c) La fe de siempre en creencias nuevas. La fe en cada persona, en cada sociedad, en cada época tiene sus condiciones o su marco propio de credibilidad. No podemos creer en Dios y en Cristo sino en la forma que nos resulta creíble hoy a nosotros, que no es necesariamente la misma que la de los padres o la de los herederos de nuestra fe. La fe no se identifica, por supuesto, con las creencias, con aquello que pensamos e imaginamos, pero no podemos creer sino apoyando nuestro acto de confianza vital y de esperanza activa en ideas, en imágenes, en palabras o en “razones” que nos resulten creíbles, coherentes, estimulantes, alentadoras. Y las creencias de hoy no pueden ser idénticas a las de ayer.

Tenía razón Bultmann cuando, entrado ya el siglo XX, afirmaba que no podemos servirnos de la electricidad y de la radio y recurrir a las clínicas cuando enfermamos y, al mismo tiempo, creer en los espíritus y en los milagros de los que nos habla el Nuevo Testamento. Creer en los evangelios no es “creer que sucedió” literalmente lo que nos narran, sino captar el poder revelador y transformador de la palabra escrita, percibir el espíritu en el texto, sumergirse en su impulso. Pero ¿es preciso hoy afirmarlo con tanto énfasis? ¿Acaso hay quien niegue tan elemental criterio de lectura? No quizás cuando se formula de manera abstracta. Pero muchos cristianos de hoy — incluso muchos que dedican sus horas y sus fuerzas a “comprender” la fe — están lejos de admitirlo en sus concreciones: los milagros, la concepción virginal, la resurrección, el sepulcro vacío, las apariciones del resucitado, la preexistencia y la encarnación… Creo que la credibilidad de la cristología hoy requiere de nosotros, cristianos del siglo XXI — dicho sea sin ningún sentimiento altanero de superioridad — que no entendamos los milagros como intervenciones causales y puntuales de Dios en la naturaleza, sino como una manera de decir el poder sanador de Dios presente en la creación y activa sobre todo en la compasión solidaria; que no entendamos la concepción virginal de Jesús como información ginecológica, sino como mensaje de que es Dios mismo el que se nos da en Jesús; que no entendamos el sepulcro vacío como informe sobre el paradero físico de los átomos y de las células de Jesús, sino como afirmación de que “no está aquí”, sino en Galilea, en la historia, en la vida, en Dios (Mc 16,6-7); que no entendamos la resurrección como un “milagro” en la naturaleza, sino como mensaje de que el crucificado vive en Dios y es esperanza para los crucificados; que no entendamos las apariciones del resucitado como manifestaciones “milagrosas”, sino como encuentros con su presencia honda en la entraña de nuestra historia desde la hondura entrañable de Dios; que no entendamos la preexistencia de Jesús, aplicando a Dios nuestros parámetros temporales, como “anterior” al tiempo, sino como “interior” al tiempo; que no entendamos la encarnación como irrupción desde fuera de un Dios exterior al mundo, sino como “entrañeza” (O. González de Cardedal) y “entrañamiento” de Dios en nuestra historia y en nuestro mundo.

A pesar de todas las oportunidades perdidas, nunca es tarde para el tiempo de Dios, siempre por estrenar. Precisamente ahora, cuando no sólo las estructuras periféricas de la Iglesia, sino incluso la fe sustancial de la inmensa mayoría parecen ir disolviéndose sin remedio, los cristianos podemos abrirnos a nuevos evangelios, nuevos horizontes cristianos y nuevas iglesias. No servirá de nada empeñarnos en una “nueva evangelización” entendida como “recatolización” o “rerromanización”[5]. Desde una razón abierta a la fe, con una fe acompañada de razón, los cristianos de hoy debemos estar dispuestos a redescubrir el misterio de Dios en Jesús, a “reinventar” o a reencontrar a Dios en Jesús y en nuestro mundo[6]. Como Dios inventa el mundo y nos reencuentra sin cesar.

2. Una cristología histórica y mesiánica

Secularización y Modernidad significan sentido de historia, es decir: sentido de temporalidad y sucesión, de contingencia y relatividad, de posibilidad y futuro. La materia inanimada, los seres vivos, el cosmos inmenso: nada ha aparecido en el mundo siendo ya lo que es, sino como insignificante embrión cargado de posibilidades; nada de lo que es seguirá siendo lo que ya es, sino transformándose en lo que todavía no es. “Cuando Dios quiso crear, creó primero el cambio”, se afirma en la mística judía. Desde los elementos subatómicos hasta las galaxias, toda la realidad es abierta, transformante, evolutiva. Todas las realidades existentes están abiertas hacia un pasado inapresable y hacia un futuro imprevisible. La realidad es apertura, paso, cambio. La realidad es historia. El ser humano también lo es y así se vive a sí mismo. El conocimiento humano es particularmente histórico: siempre parcial, incipiente, cambiante.

“Histórico es idéntico a relativo”, sentenció a comienzos del siglo XX E. Troeltsch, teólogo fiel (quizá demasiado) a la modernidad, en la línea propugnada por Lessing. Por lo tanto, unos hechos históricos, siempre contingentes y relativos, no pueden convertirse en manifestación adecuada de verdades absolutas; la historia no puede ser revelación del Absoluto como tal. ¿Dónde queda entonces la fe cristiana que confiesa a Jesús precisamente como “universal concreto”, como presencia de Dios en la particularidad histórica de un hombre como los demás? Ahora bien, y por otro lado, ¿sería creíble un Dios cuya revelación y encarnación fuesen negación del carácter constitutivamente histórico de toda su creación?

Reto fundamental para una cristología que quiera ser congruente con la historicidad radical de la realidad y del conocimiento: captar el absoluto de Dios precisamente en la contingencia histórica de Jesús; mejor, hacer presente el misterio de Dios reviviendo la historia de Jesús en la nuestra; y, en definitiva, ir anticipando en nuestra historia el futuro de Dios a través de una esperanza creadora.

a) La búsqueda de Jesús en su historia. Ninguna cristología puede hoy tenerse en pie, ni ante increyentes ni ante creyentes, sin asumir los resultados de la investigación histórico-crítica. Después de tres siglos de minuciosas búsquedas y discusiones, después de muchas condenas dolorosas e innecesarias, después de grandes desengaños (como el de A. Schweitzer, que dejó la cátedra de cristología para dedicarse a cuidar leprosos en Africa), después de muchos vaivenes entre el optimismo y el pesimismo, hemos llegado a un amplio consenso de fondo: es cierto que los evangelios son testimonios de fe y no crónicas históricas, pero poseen un valor histórico nada desdeñable; es cierto que son relecturas pascuales de la historia de Jesús, pero no sólo presuponen dicha historia, sino que permiten acceder a ella con una garantía crítica suficiente; al contrario de lo que afirmaba Bultmann, el conocimiento de la historia de Jesús es teológicamente legítima y científicamente posible, al menos en buena medida.

La investigación actual pone de manifiesto especialmente que Jesús pertenece a su época, que no es comprensible sino desde la cultura, las condiciones socio-económicas y la situación política y religiosa de Palestina en su tiempo. No nos presenta una figura de Jesús en ruptura con el judaísmo de la época, sino más bien dentro de él; el movimiento de Jesús es uno de los varios movimientos de renovación del judaísmo contemporáneo, enormemento diversificado. Jesús no es un meteoro ahistórico caído del cielo.

La fe cristiana no se sostiene, pues, sin la historia de Jesús, y la búsqueda de Jesús en su historia será siempre necesaria para el cristiano. Y la razón fundamental de ello es que Jesús mismo es el criterio y la norma fundamental de la fe, con todas sus inevitables y constantes reinterpretaciones y transformaciones históricas.

b) La búsqueda de Jesús en nuestra historia. Tenía razón, sin embargo, A. Schweitzer cuando recalcaba que el cristiano no es un buscador del pasado, sino un discípulo en el presente, y que Jesús no es prisionero de su historia pasada, sino alguien vivo que hoy nos sale al paso y nos interpela y nos llama: “Sígueme”. Y tenía razón el gran Bultmann cuando insistía hasta el equívoco en que nuestra fe en Jesús como Cristo, Señor e Hijo de Dios no depende de la exactitud históricamente verificable de unos hechos o de unas palabras. La historia de Jesús no es un acervo de saberes, ni una cadena de argumentos, ni siquiera una suma de buenos ejemplos, sino la narración viva de una memoria activa. Para el creyente cristiano, Jesús no es un pasado en el recuerdo, sino un presente en nuestra historia. La memoria convierte el pasado en una presencia que transforma el presente. La memoria de Jesús es más que un mero recuerdo, un mero saber o una mera evocación del pasado. Es el pasado revivido.

Revivir hoy la historia de la fe de Jesús en Dios, de su esperanza en el Reino, de su solidaridad con los sufrientes y humillados: he ahí de lo que se trata para el creyente, en lo que consiste la fe. Revivir en nuestra propia situación histórica lo vivido por Jesús en la suya. Y, por cierto, revivir no sólo las actitudes “existenciales” de autenticidad y de sentido — por aquí habrían de ir las críticas más importantes a Bultmann –, sino también sus posturas “políticas”, sus opciones arriesgadas, su solidaridad peligrosa con las víctimas del sistema religioso y político.

c) La búsqueda de Jesús en el futuro mesiánico. Un cristología que rememora la historia de Jesús nunca puede quedarse en el presente, pues la historia de Jesús es mesiánica, es decir, es una historia que espera y anticipa el futuro mesiánico. ¿De qué sirve la historia pasada, si no se revive en el presente? ¿Y de qué sirve revivir el pasado si no es para transformar el presente hacia un futuro mejor? ¿Y cómo se hará justicia a las víctimas del pasado, si no hay un futuro también para ellos? Jesús vivió esperando el futuro y transformando el presente desde la esperanza y hacia la esperanza. Por eso fue y sigue siendo la historia de Jesús una historia mesiánica.

También la cristología ha de contribuir a transformar nuestra historia en dirección del futuro mesiánico. La cristología ha de ser una palabra que dé razón de la esperanza y la haga efectiva, eficaz, creadora de futuro. Un futuro para las incontables víctimas del pasado y del presente, un futuro con suficiente pan para las muchedumbres hambrientas, un futuro en dignidad para innumerables personas y pueblos humillados, un futuro en armonía y bienestar para una naturaleza expoliada y herida, un futuro en justicia y paz para un mundo que sólo conoce la paz de los poderosos o la justicia de los violentos, un futuro en el que la globalización esté regida por el derecho de todos y no por el beneficio de unos pocos.

Esa esperanza brota para los cristianos de la memoria de Jesús. Y en esa esperanza, frágil y fuerte, humilde y tenaz, esforzada y serena, seguimos narrando la historia de Jesús para el mundo de hoy.

3. Una cristología “reinventora” de Dios

Desde los comienzos de la Modernidad y de la secularización, se está produciendo en Occidente no solamente una profunda modificación de la presencia social de la religión (cristiana), sino una transformación de mayor calado. Estamos asistiendo seguramente a un cambio epocal o a una “metamorfosis” de la religión[7]: de la imagen de lo sagrado, de los lugares y de los modos de manifestación del Misterio, de las formas de encuentro con el Absoluto, de las categorías y de los lenguajes para expresarlo. Están cambiando los “paradigmas” religiosos fundamentales que han estado vigentes desde los comienzos de la cultura agraria, y parece inevitable que ello provoque a corto y medio plazo grandes transformaciones en el cristianismo.

A todas luces, vivimos una situación religiosa bien distinta a aquella que conoció Jesús y también a aquella en la que se elaboró la doctrina cristológica tradicional. Y este cambio de situación religiosa nos emplaza ante otro de los retos fundamentales de la cristología: volver a expresar cómo la fe de Jesús y la fe en Jesús tienen una vigencia en la nueva sensibilidad y en los nuevos paradigmas religiosos de nuestra época. La cristología actual debe tratar de redescubrir desde Jesús al Dios que los hombres y las mujeres de hoy necesitan adorar. Y debe empeñarse también en redescubrir la divinidad de Jesús en términos comprensibles para los hombres y las mujeres de hoy.

a) El retorno religioso y la crisis de Dios. En sus cartas teológicas desde la prisión, poco antes de ser ejecutado por Hitler, D. Bonhöffer anunciaba una época sin religión y abogaba por una reinterpretación a-religiosa de la Biblia y de la teología. Leyendo a Bonhöffer demasiado superficialmente, muchos “teólogos de la secularización” pronosticaron la pronta desaparición de todo tipo de religiosidad. Las últimas décadas del siglo XX han desmentido de plano ese pronóstico. El sentimiento religioso, aunque no la adhesión a una institución religiosa, vuelve a extenderse y a gozar de buena acogida. El interés por lo oculto y lo misterioso están en auge. Asistimos a un claro resurgimiento del hecho religioso, a menudo en sus formas más acríticas y “salvajes”. Hay quien habla de una “desecularización del mundo” (S. Huntington).

¿Y qué es de Dios en este rebrote de la religión? La religiosidad goza de estima, pero la fe en Dios se ha vuelto profundamente problemática. El retorno religioso no hace sino poner más de manifiesto la crisis de la fe en Dios. “Religión sí, Dios no”, es el lema, como señala J.B. Metz. ¿Qué sucede? Sucede, fundamentalmente, que la imagen o la idea de Dios vehiculada por el monoteísmo bíblico-cristiano ha entrado en una crisis radical: un Dios separado del mundo, un Dios que crea y gobierna el mundo, un Dios que se revela a quien quiere, un Dios que provoca o tolera o sufre el mal, un Dios que atiende o desatiende la plegaria, que premia al justo y castiga al pecador… Un Dios así provoca rechazo.

Pero ello no significa que Dios ya no interesa a los hombres y a las mujeres de hoy. La resistencia a la fe no es hoy seguramente mayor que en otras épocas. Lo que sucede es que algunas imágenes de Dios son más difícilmente compatibles con la sensibilidad y la cosmovisión actuales. En consecuencia, la crisis de la fe en Dios puede ser una oportunidad para redescubrir mejor la divinidad de Dios, o para que la palabra “Dios” vuelva a expresar la presencia más íntima, el anhelo más profundo, la dimensión más honda y preciosa de la existencia. Puede ser una oportunidad para secundar la auténtica intención de D. Bonhöffer, cuando proponía vivir “ante Dios sin Dios”: no convertir a Dios en un recurso explicativo, un Dios “tapa-agujeros”, un Dios en los márgenes de la vida; creer en un Dios absolutamente trascendente e inobjetivable, más grande y más real que todas nuestras pálidas imágenes; creer en un Dios solidario del dolor humano; encontrar a Dios precisamente en el corazón de la vida, en el centro mismo de las cuestiones mundanas y políticas; vivir la fe en Dios no sin expresiones religiosas (creencias, normas de conducta, ritos cultuales, formas de convivencia eclesial…), pero sí con expresiones religiosas muy flexibiles, maleables. Creer en un Dios así puede seguir teniendo pleno sentido en una época como la nuestra, resabiada de toda institución religiosa pero poderosamente atraída por el misterio, interpelada por la hondura y el límite de toda realidad, por el milagro y la fuga de la belleza, por el gozo y el drama del amor, por la certeza y la añoranza de la verdad inaprensible.

b) Jesús nos redescubre a Dios. Jesús nos revela a un Dios en quien es bueno creer y nos invita a redescubrir, revivir, reformular la presencia solidaria de Dios en el corazón del mundo, precisamente en un tiempo en que la secularización parece haber oscurecido y enmudecido a Dios. Jesús vivió en una cultura religiosa enteramente bañada en la religión y totalmente circunscrita por la institución religiosa, pero sin incurrir en la tentación por antonomasia de todas las religiones y de todas las personas religiosas, a saber: aprisionar el misterio de Dios en el sistema religioso, convertir a Dios en recurso o en ídolo, reservarle un “espacio sacro” y, en definitiva, servirse de Dios para legitimar el orden político-religioso vigente. Jesús vivió totalmente ajeno a una “teología de la muerte de Dios”, y esta expresión parece efectivamente demasiado equívoca e inoportuna. Pero es innegable que Jesús transgredió el orden religioso al que estaba ligada la imagen convencional de Dios. No le importaba la pureza ritual, sino la vida; no le importaba el precepto del sábado, sino el bienestar de los enfermos y de todas las criaturas; no le importaba el sistema del templo, sino la vivencia del corazón.

No puede decirse con propiedad que “si Cristo volviera hoy, sería ateo”, como escribió D. Sölle. Dios estaba y volvería a estar en el centro vital de Jesús. Pero su fe en Dios fue en todo momento y volvería a ser hoy radicalmente vital y radicalmente “política”, profundamente adherida al gozo de la vida y radicalmente solidaria con el dolor de los sufrientes. Por eso fue condenado a la cruz. Su cruz significa la auto-negación de un Dios separado y la manifestación de un Dios absolutamente solidario de la causa de la vida y de la causa de los últimos. Una vida en seguimiento de Jesús no puede ser, pues, una vida sin adoración de Dios, pero el verdadero discípulo y seguidor de Jesús no puede adorar al dios Mamón, ni al dios César, ni al dios Ley, sino sólo al Dios Abbá que quiere implantar su reinado de justicia para todos empezando por los últimos: los pequeños, los humillados, los condenados. Es bueno también hoy creer en ese Dios.

c) Redescubrir la divinidad de Jesús. Si Jesús cree, vive y narra a un Dios distinto de nuestros esquemas habituales y alienantes, una de las consecuencias inmediatas es que no podemos seguir hablando de la “divinidad” de Jesús sin reinterpretarla. La cristología no ha de tratar de la divinidad de Jesús como si de antemano supiese en qué consiste. No basta con repetir el dogma de Nicea (Jesucristo es “de la misma naturaleza que el Padre”) y de Calcedonia (Jesucristo es “una persona en dos naturalezas”), sino que es preciso interpretarlos a partir de la historia de Jesús[8]. Debemos aprender de Jesús en qué consiste su divinidad (y la nuestra).

La divinidad no es una “esencia” o una “naturaleza” en el sentido aristotélico: una sustancia estática, inmóvil e impasible, separada de nuestra realidad, que en la encarnación irrumpe desde fuera en nuestra realidad o la reviste. Según la intuición religiosa universal, que se expresa de manera singular en la experiencia bíblica y en la historia de Jesús Dios es pasión, es movimiento, es relación. Dios es en todas las cosas y todas las cosas son en Dios. Ese sentimiento se hallaba hondamente arraigado en la filosofía mística de Grecia (por ej., el estoicismo), así como en las religiones mistéricas. El dogma de Nicea es más coherente con la filosofía mística y con las religiones mistéricas del helenismo que con la filosofía aristotélica. Utiliza el lenguaje aristotélico, pero expresa la intuición mística y mistérica. Si se identifica — incorrectamente — helenismo con aristotelismo, cabe decir que Nicea “heleniza” el lenguaje del dogma, pero con mayor razón cabe decir que “desheleniza” el núcleo del dogma, en la medida en que confiesa que, en Jesús, Dios se ha comunicado plenamente a este mundo, y no desde fuera, sino desde dentro mismo del mundo. Dios es impulso encarnatorio, es radical solidaridad. Jesús es, para los cristianos, la plena manifestación y encarnación de esa divinidad de Dios que consiste justamente en encarnarse en nuestra historia, en solidarizarse plenamente con ella. La divinidad de Jesús no es una “esencia” divina metafísica venida o añadida de fuera, sino la realización histórica del misterio de solidaridad y de bondad que constituye a Dios. Por lo tanto, decir que Jesús fue un “hombre bueno” o que pasó la vida haciendo el bien es tanto como confesar su divinidad. Y la mejor manera de confesar su divinidad de Jesús (y de realizar la nuestra) es revivir su bondad solidaria con los últimos.

Tampoco, y por ello, la “naturaleza humana” es una esencia separada y contrapuesta a la “naturaleza divina”. La naturaleza humana, como toda realidad mundana, es esencialmente apertura, dinamismo, salida y superación de sí. Si cabe decir que el dogma de Nicea desheleniza (“desustancializa”) la idea de Dios, entendiéndola como donación de sí, cabe decir igualmente que el dogma de Calcedonia desheleniza la idea de naturaleza humana, entendiéndola como relación constitutiva con Dios. El ser no es mónada aislada y cerrada, sino relación, apertura, comunión. El ser es amor. Desde los elementos subatómicos hasta las galaxias en expansión, el ser es energía y atracción mutua, autotrascendencia y posibilidad. Todo está impreso y marcado por el sello trinitario del Dios creador. El ser humano es vocación de solidaridad, vocación de divinidad. La capacidad de relación convierte al ser humano (y a todo ser) en espacio sagrado, en posible morada de Dios. Y esa vocación la vemos los cristianos plenamente realizada en Jesús, no tanto en el “punto metafísico” de la “encarnación”, sino a lo largo de su vida humana. Jesús es divino en la medida en que realiza su vocación humana de solidaridad. La divinidad de Jesús no es una anomalía o una pura excepción en la historia cósmica y humana, sino su plena realización; no es un absurdo filosófico, sino la plena afirmación de una filosofía del mundo en cuanto relación[9]. Una cristología relacional es el correlato de una teología, una cosmología y una antropología relacionales.

4. Una cristología desapropiada y compartida

La secularización trajo la enajenación de las inmensas posesiones materiales de la Iglesia. Pero trajo, sobre todo, la desapropiación de los bienes culturales, espirituales y teológicos que estaban en sus manos. La Iglesia ha perdido sus derechos seculares de propiedad exclusiva sobre los criterios éticos y morales, sobre la filosofía y el arte, sobre la religiosidad y sus diversas expresiones. La Iglesia ya no es dueña de Dios. Y tampoco de Jesús de Nazaret.

Los evangelios subrayan más de una vez que Jesús se les escurría de entre las manos a cuantos querían apresarlo o acapararlo: miembros de su familia, representantes de la autoridad religiosa, delegados del poder político (Mc 3,20.31-35; Lc 4,30; Jn 6,15). Luego, a lo largo de los siglos, la autoridad eclesial fue ejerciendo un control cada vez más estrecho sobre él. No podía existir un auténtico interés por Jesús fuera de la Iglesia, y no podía existir una auténtica verdad cristológica sino dentro de los límites de la ortodoxia eclesial. La Modernidad y la secularización han ido acabando con esta situación de control y hegemonía eclesial sobre Jesús. El cerco institucional se rompe, la interpretación del dogma se dilata, los accesos a Jesús se pluralizan, el interés por Jesús se amplía.

a) De la pluralidad al monopolio. En su corto ministerio, Jesús perteneció a muchos: campesinos empobrecidos de Galilea, enfermos y mendicantes de los caminos, pecadoras señaladas con el dedo…, pero también a muchos fariseos y publicanos. Después de su muerte, la memoria de Jesús y su figura pertenecieron a tradiciones muy diversas y contrapuestas, en ocasiones contradictorias: tradiciones más liberacionistas o más patriarcalistas, más carismáticas e itinerantes o más instaladas y acomodaticias. La figura de Jesús perteneció a judeocristianos de cultura hebrea (aramea), a judeocristianos de cultura helenista, a pagano-cristianos de cultura helenista… La memoria de Jesús se refractaba en múltiples perspectivas, como todo lo que vive.

Muy pronto, sin embargo, se desarrolló un proceso de “regulación” de la diversidad. Fue un proceso suscitado por la propia dinámica de lo viviente, por las exigencias de comunión entre las comunidades, por la necesidad de una coherencia entre los diversos creyentes. Pero fue también un proceso impulsado por razones más vulgares: intereses de “política” eclesial, ambiciones de dominio, conflictos de poder. La figura de Jesús fue adquiriendo de esta manera perfiles más unitarios. Fueron cerniéndose la memoria y la reflexión cristológica, fueron marginándose o siendo marginadas algunas imágenes de Jesús, fueron prevaleciendo unas perspectivas sobre otras. En una palabra, fue cristalizando paulatinamente una ortodoxia cristológica. Todo ello trajo consigo un beneficio decisivo: la viabilidad histórica del cristianismo. Pero también un inconveniente no menos decisivo: la uniformación (relativa) de la figura de Jesús y su progresiva pertenencia exclusiva a la ortodoxia eclesial, cada vez más estrechamente regida por una autoridad central.

b) Hacia el fin del monopolio. Esa ortodoxia cristológica y el consiguiente monopolio eclesial (o eclesiástico) sobre Jesús han perdurado sin apenas sobresaltos durante más de mil años: desde los grandes concilios cristológicos de Nicea (325) y Calcedonia (451) hasta la Reforma y la Modernidad.

La Reforma protestante provocó una fractura intraeclesial, y la Modernidad una fractura extraeclesial. No sólo Roma dejó de ser dueña de la (supuestamente verdadera) figura de Jesús, sino que los cristianos en general dejaron de ser sus (pretendidamente únicos) dueños. Fue una expropiación forzada, el fin del “monopolio hermenéutico y doctrinal ejercido por la Iglesia”[10]. Fue una quiebra y una liberación, una prueba exigente, un crisol peligroso. Cristianos emancipados de muchas amarras, pensadores ilustrados, entusiastas de los nuevos tiempos del espíritu (Spinoza, Kant, Lessing, Hegel…) e investigadores provistos de los nuevos métodos críticos (Simon, Strauss, Baur, Harnack…) redescubrieron la figura de Jesús, a veces redescubriéndose en ella, a veces proyectándose simplemente en ella. Jesús pertenecía — volvía a pertenecer — a todos.

Esta pertenencia universal se ha expresado con profusión en nuestro tiempo. Directores de cine (Pasolini, Zeffirelli, Scorsese, Arcand…) y escritores (Kazantzakis, Roa Bastos, Saramago…), milagrosamente dotados de ojos y de palabras para hoy, escudriñan en Jesús señales de Absoluto y de futuro para nuestro tiempo; a menudo las contraponen a las rígidas instituciones eclesiásticas que resultan contraseñales que ocultan a Dios y cierran el futuro.

c) La presencia y el derecho de los judíos. Merecen una mención especial las reivindicaciones judías respecto de Jesús. Muchos judíos de nuestro tiempo (Klausner, Buber, Aron, Ben Chorim, Flusser, Lapide…) le profesan un vivo afecto, le asignan un notable interés. Jesús fue judío, compartió la pasión y la esperanza judía de su tiempo y — en contra de lo que los cristianos hemos afirmado y seguimos afirmando injusta e irresponsablemente — nunca rompió con el judaísmo como tal, aun cuando provocó los mayores conflictos con la autoridad judía política y religiosa.

Jesús pertenece a los judíos de manera singular, y no faltan teólogos cristianos que lo subrayan con fuerza (F.W. Marquardt, C. Thoma, J. Moltmann, E. Schillebeeckx, R. Radford Ruether): sólo desde la pasión y la esperanza judía de su tiempo y del nuestro podemos comprender el mensaje, la conducta, el mesianismo, la muerte de Jesús. Ahora bien, la vieja esperanza judía de plena liberación del mundo, la esperanza de desaparición de la injusticia y de la tristeza, la dolorida y gozosa esperanza de Jesús no se ha cumplido aún plenamente, y los judíos son ante los cristianos los testigos molestos de la esperanza incumplida. Los judíos nos impiden acapararnos de Jesús, instalarnos en una cristología triunfalista, acomodarnos en una aburguesada teología del cumplimiento legitimadora del desorden mundial. La memoria judía del dolor y de la esperanza nos recuerdan que sólo podemos confesar a Jesús como Cristo esperando e invocando su plena manifestación, como lo hicieran aquellos primeros cristianos judíos: ¡Marana tha! (1 Cor 16,22; Ap 22,20).

Profeta de la promesa divina de un mundo reconciliado, el judaísmo no ha perdido su actualidad. El judaísmo no es el Antiguo Testamento superado en el Nuevo, el cristianismo no es el Nuevo Testamento que cumple el Antiguo. El cristianismo no es el cumplimiento del judaísmo, la Iglesia no es el “nuevo pueblo de Dios”[11]. También la esperanza cristiana, como la judía, se nutre de la memoria del don y del anhelo de la promesa. “El futuro del Nuevo Testamento es el mismo que el del antiguo: los dos testamentos tienden al reino de Dios. (…). La Iglesia y la Sinagoga son los dos lados de la viva esperanza mesiánica en el único reino de Dios”[12].

d) Sin pretensiones de posesión exclusiva. Ante esta proliferación de adeptos “seculares” y a menudo “irregulares” de Jesús, las Iglesias cristianas han adoptado frecuentemente actitudes defensivas y condenatorias, han apelado a presuntos títulos de propiedad exclusiva sobre su historia, su mensaje y misterio, esgrimiendo con vacía solemnidad argumentos de autoridad divina. No podemos seguir por ese camino que nos encierra en el ghetto y nos convierte en secta, nos separa del mundo, nos aparta de Dios, nos aleja de Jesús.

Ciertamente, so pretexto de fidelidad a nuestro mundo, no hemos de canonizar ingenuamente cualquier último “descubrimiento” sobre Jesús; pero sólo seremos fieles a su memoria y a la fuerza consoladora de su evangelio si nos dejamos despojar de tantas pretensiones clericales y eclesiásticas — no eclesiales — de verdad, si accedemos a comenzar siempre de nuevo, si aceptamos convertirnos en compañeros e interlocutores de todos los que siguen buscando en Jesús indicios de esperanza entre tanta amenaza. Sólo iremos conociéndole si reconocemos que no le poseemos. Y, en definitiva, sólo le conoceremos si nos duelen las heridas de nuestro mundo como a él le dolieron las de su tiempo, en unaa compasión solidaria y esperanzada.

Hace casi treinta años, el marxista crítico M. Machovec reivindicaba con términos cargados de fervor rebelde el derecho universal de propiedad sobre Jesús: “Católicos y protestantes, ortodoxos y sectarios, todos tienen cierto derecho a apelar a Jesús y confesarlo; pero una mirada más profunda descubriría que pertenecen orgánicamente a esta historia también los rebeldes de estos dos mil años, los herejes y los ateos, de forma especial los marxistas y los comunistas de los últimos tiempos”[13]. ¡Qué lejos se nos han quedado esos “últimos tiempos” y la emoción exaltada, insumisa, de Machovec! Pero ¡cuán decisivo sería volver a sentir el aliento evangélico de esas palabras, para volver a sentir el espíritu que impulsaba a Jesús a anunciar la buena noticia liberadora de Dios para los campesinos empobrecidos de Galilea!

5. Una cristología hermenéutica y práctica

La Modernidad — sobre todo la Modernidad tardía — nos ha hecho más sensibles sobre las condiciones subjetivas e históricas de nuestro acceso a la verdad. Puede afirmarse que el conocimiento de la verdad se ha “secularizado”, ha descendido de una esfera celeste pura a una esfera mundana incierta. El conocimiento nunca es “espejo de la realidad” (R. Rorty). Tampoco, y sobre todo, en cosas de Dios. Los grandes creyentes lo supieron siempre. También la teología lo debió saber siempre, pero hoy lo sabe mejor. La teología se ha vuelto hermenéutica: interpretación histórica y provisional de signos, de textos, de palabras que nos hablan de Dios y en las que Dios se nos dice como misterio. Las palabras nunca agotan el misterio, y por eso nunca se nos agotan las palabras.

También la cristología es hermenéutica. No tenemos acceso directo a él, sino a través del rodeo de la interpretación. No hay interpretación cristológica neutra, sino ligada a una historia, a una experiencia, a una praxis. Y no hay interpretación definitiva, sino siempre interina y parcial, hasta que todas las lágrimas se enjuguen y todas las esperanzas se cumplan.

a) Un conocimiento de Cristo que es interpretación. “La interpretación no es nunca la aprehensión neutral de algo dado”, afirma Heidegger en la línea antes abierta por Schleiermacher y Dilthey[14]. Esta afirmación sigue teniendo plena vigencia también en la cristología. Toda afirmación acerca de Jesús es una “comprensión” desde una situación humana dada, desde una determinada y previa “precomprensión” de la existencia. No entienden de la misma manera la multiplicación de los panes quienes tienen pan y quienes tienen hambre. No entienden de la misma manera la comensalía de Jesús con los pecadores los que gozan de prestigio y los que viven marginados. No entienden de la misma forma el ser “Señor” de Jesús los privilegiados y los subordinados.

La objetividad fría y neutra no existe tampoco en teología y en cristología. Apliquémoslo a la lectura del texto evangélico, que es un lugar privilegiado de encuentro con Jesús: todo lector interpreta el texto desde su propia existencia, tanto como interpreta su existencia a partir del texto. El lector ilumina el texto tanto como el texto ilumina al lector. Sólo en esta circularidad es “objetiva” la lectura del evangelio. En consecuencia, para ser realmente “objetiva”, para captar realmente el mensaje y la presencia que laten en cualquier página evangélica, la lectura y la interpretación han de ser “subjetivas”, ha de implicarse el sujeto con su existencia entera.

La dimensión comunitaria forma parte esencial de esta existencia. Nadie es un sujeto aislado. La relación con los otros nos constituye en lo más personal y subjetivo, también cuando leemos o escuchamos el evangelio. La comprensión de la figura de Jesús es un acto eclesial rico y complejo en el que intervienen diversas instancias: el individuo creyente, la comunidad de fe a la que pertenece, la gran Iglesia formada de comunidades, la autoridad responsable de cada comunidad y de todas las comunidades, los teólogos… El Espíritu nos adentra en la verdad de Dios a través del diálogo, el consenso, el compromiso común. Todos tienen la palabra y nadie tiene la última palabra. Así es como “la revelación acaece en la comunidad” (D. Bonhöffer), y es plural si la comunidad es viva.

b) Una interpretación histórica. Ni el individuo ni la comunidad son sujetos ahistóricos. La interpretación es un acto histórico, que tiene lugar dentro de un proceso, como ha insistido H.G. Gadamer. Comprender la figura de Cristo a través del evangelio es también un proceso histórico. Nunca somos los primeros intérpretes, ni seremos los últimos. Nos situamos en la estela abierta por la fe y la interpretación de los que nos han precedido, y nosotros, a nuestra vez, seguimos abriendo caminos que otros peregrinos recorrerán y renovarán en fe y esperanza. Así puede decirse que la revelación de Dios en Jesús no acaece de una vez por todas, sino que está acaeciendo sin cesar, precisamente a través de la escucha comunitaria plural y continuada.

Por eso, la cristología nunca es un proceso cerrado. Los mismos dogmas cristológicos no son solamente unos puntos de llegada, sino también unos puntos de partida (K. Rahner). Son indicativos en el camino, pero no son el camino mismo, y menos aún la meta. Son fórmulas de fe, no son la fe misma. Y como fórmulas históricamente condicionadas que son, requieren de nosotros el mismo espíritu de creatividad y de novedad que otros supieron expresar en esos enunciados. De lo contrario, se vuelven expresiones vacías, palabras muertas que no evocan ni transforman.

c) Una interpretación práctica. Que la interpretación es histórica quiere decir, de manera muy particular, que está ligada a una determinada experiencia y a una determinada praxis histórica. Interpretamos la realidad desde nuestra experiencia concreta, desde nuestra praxis cotidiana, desde lo que gozamos y sufrimos, desde nuestras inhibiciones y compromisos. Los campesinos de Galilea, los enfermos de los caminos, los publicanos de las ciudades, los escribas de las sinagogas, los sacerdotes del templo percibieron la predicación y la conducta de Jesús desde sus respectivas situaciones y experiencias vitales, religiosas, políticas. Lo que para algunos era liberación constituía para otros una amenaza. Lo que para algunos era buena noticia resultaba para otros una herejía.

Nuestra interpretación cristológica no está ligada solamente a ideas abstractas, ni solamente a experiencias existenciales internas, sino a la praxis histórica. La cristología es hermenéutica de la praxis creyente[15]. No hay una ortodoxia desligada de una experiencia y de una praxis socio-política determinada. La cuestión es si se trata de una interpretación liberadora de una praxis liberadora o si, al contrario, se trata de una interpretación alienante de una praxis alienante. La verdad de la cristología no consiste en repetir exactamente la “doctrina ortodoxa”, sino en buscar hoy un lenguaje acerca de Jesús capaz de provocar aquella misma fuerza liberadora y aquella misma alegría de la liberación que provocó la presencia de Jesús en su tiempo y hasta nuestro tiempo. La repetición exacta de unas ideas, si fuera posible y se diera, sería lo contrario de la fidelidad y de la vida, que es siempre nueva y creativa. Es cristología ortodoxa no aquella que está conforme con una supuesta verdad ahistórica y “objetiva” de Jesús, sino aquella que contribuye a la transformación de la historia según el futuro mesiánico anunciado y anticipado por Jesús.

6. Una cristología feminista liberadora

Ninguna cristología, como ninguna teología y ninguna eclesiología, es neutra, sino siempre interesada, bien de manera liberadora o bien de manera alienada/alienante.

La irrupción, todavía muy reciente, de las mujeres como sujetos de la reflexión sobre Jesucristo está provocando el desenmascaramiento de elementos fundamentales de alienación que han acompañado a la cristología desde los orígenes y de los que, sin embargo, no éramos conscientes. Las cristologías feministas despiertan nuestra mirada y nuestra conciencia, nos señalan muchos mecanismos de dominación subyacentes a la cristología tradicional, nos enseñan a mirar a Jesús como “kénosis del patriarcado” (R. Radford Ruether), nos obligan a revisar esquemas e imágenes que creíamos de derecho divino y que son en realidad sedimentos culturales, nos abren nuevos caminos de interpretación liberadora del mensaje y de la historia de Jesús.

a) Una crítica a la cristología tradicional. El cristianismo se ha desarrollado en una cultura patriarcal de tipo jerárquico. En ella, la realidad en general y la sociedad en particular se concibe como una pirámide en cuyo vértice siempre se halla situado un señor de figura masculina. El varón representa lo perfecto, lo virtuoso, lo fuerte, lo divino, y le corresponde el poder; la mujer representa lo imperfecto, lo pecaminoso, lo débil, lo mundano, y le corresponde la sumisión. Lógicamente, en una cosmovisión jerárquica y masculina, también a Dios se le concibe como soberano y masculino, como rey omnipotente, como Padre supremo, en el mejor de los casos como “señor esposo”.

Es indiscutible que la cristología tradicional presenta los rasgos de una cultura y de una religión jerárquica, patriarcal, androcéntrica. No se debe al mero azar ni a una necesidad divina el hecho de que haya privilegiado las categorías del Hijo único (varón), del Kyrios supremo, del Logos universal (masculino), de la Cabeza de la Iglesia esposa. Y es un hecho palmario que la cristología patriarcal ha servido a su vez para legitimar la teoría y la praxis de una Iglesia patriarcal, clerical y jerárquica, con una espiritualidad y una moral elaborada por varones (célibes), con una doctrina y una liturgia controlada por varones, con una autoridad y una estructura presidida por varones[16].

Todo ello se ha querido justificar apelando a razones históricas (“Jesús sólo escogió a varones para el grupo de los Doce”) o a razones teológicas (“sólo el varón puede representar adecuadamente al hijo de Dios varón”). Pero ¿se trata de razones o más bien de excusas? ¿Se trata de argumentos o más bien de coartadas?

b) Liberar la cristología de su patriarcalismo. Las cristologías feministas de hoy quieren denunciar los intereses de dominación que han estado presentes en la elaboración de la cristología desde sus orígenes. No se trata sólo ni en primer lugar de intereses de género (los intereses masculinos contrapuestos a los femeninos), sino de intereses de dominio.

La cristología ha sido elaborada prácticamente en su totalidad por varones europeos, célibes, cultos y socialmente pudientes…, y ha estado — casi inevitablemente, y por supuesto inconscientemente — al servicio de las clases a las que pertenecían sus autores. Siempre hay un colectivo detrás de cada pensador, escritor u obispo; también detrás de los que han hecho la cristología. Estos han ignorado casi siempre la perspectiva de casi todas las mujeres, pero también de la mayoría oprimida de los hombres. Han servido para mantener y legitimar sistemas de opresión. De hecho, la subordinación de la mujer al varón ha formado parte de una amplia gama de subordinaciones jerárquicas y opresivas: la subordinación de la naturaleza al ser humano, de los siervos a los señores, de los pobres a los ricos, de las religiones “paganas” a la “religión verdadera”, de las iglesias heréticas a la “Iglesia” católica, de los países conquistados a la patria sagrada…

Las cristologías feministas quieren ser críticas y liberadoras; no se propone sustituir una cristología masculina por una cristología en “categorías femeninas”, ni mirar a la figura de Jesús desde unos supuestos “valores específicos” de la mujer (definidos en realidad dentro de unos esquemas patriarcales), ni poner de relieve el aspecto materno de Dios, ni recoger los elementos novedosos de la actitud de Jesús en relación con la mujer… Se propone, más bien, desenmascarar los mecanismos patriarcales de opresión presentes en la cristología tradicional y de redescubrir la figura de Jesús desde la perspectiva y los intereses de las mujeres y de los hombres oprimidos de todas las razas, culturas y religiones.

c) Dos ejemplos: la elección de doce varones y el género masculino de Jesús. A menudo, las razones teológicas resultan ser coartadas inconscientes al servicio de unos privilegios. La cristología funciona entonces como ideología. Se utilizan datos reales de Jesús de modo indebido y con fines ilegítimos. Por ejemplo, del hecho de que Jesús eligiese a doce varones se concluye que los ministros ordenados deben ser varones; del hecho de la masculinidad de Jesús se deduce que sólo el varón puede representar adecuadamente al hijo de Dios varón. Baste apuntar a esas dos (pseudo)razones que todavía se aducen a menudo para justificar prácticas eclesiales de tipo patriarcal: la elección de doce varones y el género masculino de Jesús.

1) Es verdad seguramente que Jesús eligió sólo varones para el grupo de los doce; pero no es legítimo apelar a ese dato para justificar ninguna estructura eclesiástica actual. En primer lugar, porque — como la historia de las primeras comunidades lo confirma — Jesús no eligió a los doce para que fuesen los dirigentes de la(s) iglesia(s) después de su muerte, sino para que fuesen los representantes de las doce tribus del Israel que Dios había de reunificar pronto. En segundo lugar, porque al elegir sólo varones para representar a las doce tribus, Jesús no hacía sino seguir las pautas de la cultura patriarcal mayoritaria de la época, y no es legítimo atribuir a ese rasgo de particularidad histórica de Jesús un valor teológico absoluto; si no, como muchos señalan con razón, habría que sostener coherentemente que todos los obispos deberían ser judíos, puesto que los doce lo eran…

2) Ciertamente, Jesús fue un varón, pero tampoco es legítimo atribuir a su masculinidad un privilegio teológico. Su ser Cristo no está ligado a su ser varón, sino a su solidaridad esperanzada con los sufrientes. Jesús no es hijo de Dios por ser varón, sino por ser liberador; Jesús no es sacramento de Dios por ser varón, sino por haberse hecho próximo a los hombres y a las mujeres oprimidas, por haber sido profeta de la Sabiduría divina que se goza en su creación y se deleita en estar cerca de los hombres y de las mujeres (Prov 8,31).

7. Una cristología cosmológica

El hombre antiguo, aun cuando se percibiera centro y corona de la creación, se sentía a sí mismo en comunión profunda con el cosmos envolvente. El mundo moderno ha surgido de un radical “giro antropocéntrico”: el ser humano se ha autoafirmado como “señor y dueño de la naturaleza” (Descartes); el ser humano se ha opuesto a la naturaleza como el espíritu a la materia y como el sujeto al objeto. La “teología de la secularización” se sitúa de lleno en esta perspectiva antropocéntrica y significa en buena parte su legitimación bíblico-teológica. Baste mencionar la teología de F. Gogarten: la fe bíblica en la creación comporta la “desdivinización” o la “secularización” del mundo y la afirmación del señorío del hombre sobre él; el mundo es sólo mundo y ha sido entregado al hombre, para que éste disponga de él con la soberanía y la autonomía dadas por Dios[17]. Consecuentemente, también la cristología moderna ha tenido un gran acento antropológico y antropocéntrico. K. Rahner es buen exponente de ello.

El giro antropocéntrico permitió a la antropología y también a la teología liberarse de muchos miedos y tabúes irracionales. Pero no todo ha sido ganancia, ni mucho menos. Al convertir el cosmos en objeto, el hombre se siente solo y a la intemperie; al deshonrar la naturaleza, el hombre evidencia sus propias vergüenzas, su enorme capacidad de destrucción y de autodestrucción; al negar el mundo, el hombre niega su seno y su hogar.

Pero el desarrollo mismo de la Modernidad, los abusos del antropocentrismo y los descubrimientos de la ciencia hacen que estemos asistiendo a un nuevo giro: del antropocentrismo ingenuo y destructor a un cosmocentrismo renovado, de talante a la vez científico y espiritual. Estamos redescubriendo un cosmos reencantado[18]. Y la teología y en concreto la cristología no pueden dejar de tomar nota de ello, si no queremos pensar la fe para un tiempo que ya no existe.

a) Una cristología inevitablemente antropológica. R. Bultmann afirmó con razón que toda teología, lo quiera o no, es siempre una antropología. Lo quiera o no: cuando hablamos de Dios, como cuando hablamos de cualquier realidad, no podemos hacerlo sino desde nosotros mismos. Es el estigma de nuestra finitud. Es el límite infranqueable de nuestro conocimiento de la realidad. No podemos saltar más allá de nuestra sombra. El ser humano se caracteriza, es cierto, por ser un centro descentrado y una finitud abierta al infinito; no obstante, no podemos conocer la realidad sino a la manera humana. Aplicando esto a la cristología, hay que afirmar: las categorías con las que intentamos expresar el misterio de Jesús como Cristo pertenecen inevitablemente a nuestro horizonte humano, están ligadas a nuestra visión de la realidad; de este modo, al hablar de Jesucristo, hablamos siempre también de nosotros mismos, y no hablamos de él sino hablando de nosotros mismos, a partir de nuestros sueños y de nuestros miedos. La cristología, como la teología, es proyectiva en alguna medida. La cristología, lo quiera o no, es siempre también una antropología (K. Rahner).

Es, pues, inevitable que la cristología sea de alguna forma antropocéntrica. No lo es porque así se lo proponga, sino porque no lo puede soslayar. Pero el hecho de saberlo y de admitirlo nos permitirá justamente no absolutizar nuestra perspectiva y nuestro saber acerca de Jesús en cuanto Cristo. Cristo es más que nuestra perspectiva humana sobre él. La cristología no se agota en la antropología. ¿Qué sabemos lo que Cristo es para el cosmos inmenso del que, según todas las apariencias, no somos centro? ¿Qué sabemos lo que Cristo es para otras criaturas semejantes o muy distintas de nosotros, conocidas o desconocidas? Reconocer que nuestra cristología es siempre antropocéntrica equivale a reconocer su límite y a afirmar que el misterio de Jesucristo no se agota en ella. Es la única manera de evitar los riesgos de un antropocentrismo cristológico ingenuo y totalitario.

b) El peligro de una cristología antropocéntrica. El antropocentrismo va acompañado de otros muchos “centrismos”: el eurocentrismo, el cristianocentrismo, el androcentrismo (la centralidad y la superioridad del varón respecto de la mujer)… Siempre la pretensión de ser centro y cima. Una pretensión invasiva e irrespetuosa con el mundo y con toda alteridad. Una pretensión que sigue sembrando la historia de víctimas y desechos. La Modernidad ha sido devastadora para la naturaleza. Con nuestra arrogancia y codicia hemos truncado los seculares y frágiles equilibrios, maternos y fecundos, de la naturaleza: lluvias ácidas, talas de bosques, explotaciones indiscriminadas, la explosión demográfica… De 1926 a 2020, la humanidad se habrá cuatriplicado, pasando de dos a ocho mil millones de habitantes: ¿cuándo tomaremos en serio como objeto importante de reflexión teológica que el actual ritmo de crecimiento demográfico es insostenible para otras especies vivas y para el planeta y, en último término, para la misma especie humana?

Pero ¿tiene algo que ver la cristología con esto? Creo que sí. El discurso cristológico puede servir o bien para legitimar las diversas pretensiones de centralidad o para desenmascararlas y desarticularlas. Hay que reconocer que la cristología tradicional ha reforzado peligrosamente la idea de que el ser humano es la única “imagen y semejanza de Dios” y el “señor soberano” de la creación. El discurso cristológico puede estar al sevicio del antropocentrismo invasor y destructor regido por el beneficio económico, la instrumentalización técnica y la lógica productiva; o, al contrario, puede estar al servicio de la convivencia pacífica entre todas las criaturas, sin privilegios ni paternalismos por parte del ser humano, en el respeto reverencial de la vida y en la búsqueda del máximo bienestar de todos los seres. Es responsabilidad de la reflexión cristiana buscar las categorías cristológicas más adecuadas para tal fin.

c) Hacia una cristología cosmológica. Se trata de uno de los retos fundamentales de la cristología hoy[19]. Apunto algunas claves de reflexión que habría que desarrollar en este campo: 1) todos los seres han sido creados por la Palabra o la Sabiduría: “todo fue creado por ella” (Jn 1,3; Col 1,16); “sostiene todas las cosas con su palabra poderosa” (Heb 1,3); 2) la imagen de Dios está impresa en todas las criaturas: “Cristo es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda criatura” (Col 1,15); 3) lo que llamamos “salvación” o “liberación” está destinado a todas las criaturas: “la creación entera vive en la esperanza de ser también ella liberada… La creación entera está gimiendo con dolores de parto” (Rom 8,20-22); 4) en Cristo, Dios quiere “reconciliar consigo todas las cosas” (Col 1,20); 5) en el fondo, la cuestión nuclear es la no plena identidad entre la humanidad histórica de Jesús y el Cristo cósmico universal: “Cristo existe antes que todas las cosas y todas tienen en él su consistencia” (Col 1,17).

La creación es una. La vida es la misma. La esperanza es común. La cuestión no es si los seres humanos somos o no centro del cosmos, sino qué debemos hacer para procurar el bienestar de todas las criaturas, para realizar la esperanza única y universal, para cumplir el sueño de Dios. “No hay redención personal sin la redención de la naturaleza humana y de la naturaleza de la tierra, a la que los seres humanos están ligados indisolublemente porque conviven con ella. El nexo entre la redención vivida personalmente en la fe y la redención de toda la creación es la corporeidad de los seres humanos”[20].

8. Una cristología de la salvación como liberación integral

La Modernidad no nos ha salvado, contra lo que había prometido. Junto con innumerables bienes, ha traído también la dictadura de la razón sobre el sentimiento, de la ciencia sobre la sabiduría, de la técnica sobre la solidaridad, del progreso sobre la comunión, de la dominación sobre la armonía con la naturaleza. La cuestión de la salvación sigue, pues, pendiente y por ello vigente.

La cuestión de la salvación es justamente central en cristología. La cristología ha de ser soteriológica, una “palabra de salvación”. Pero ¿qué salvación? Las ideas clásicas (salvación como perdón de los pecados, como salvación del alma, como vida eterna en el más allá…) y las categorías tradicionales (expiación, sacrificio, redención, satisfacción…) resultan totalmente extrañas a los hombres y a las mujeres de hoy, incluso a la inmensa mayoría de los cristianos de hoy. Sin embargo, en nuestros textos litúrgicos, pastorales y teológicos hallamos todavía masivamente presentes tales ideas y categorías, que en muchos provocan rechazo, a otros muchos no dicen nada, y en todo caso son incomprensibles. Se impone decir la salvación de otra manera.

No es una tarea nueva. Hace ya más de 20 años, D. Wiederkehr planteó la necesidad de una “revisión completa del dogma de la redención a partir de una situación social y espiritual” nueva[21]. Pero esa tarea sigue en gran medida todavía pendiente. Y la necesidad de revisión afecta tanto al contenido de la salvación (¿en qué consiste la salvación?) como a la causa de la salvación (¿qué es lo que nos salva?).

a) No a una salvación expiatoria y sólo religiosa. No es comprensible hoy una salvación entendida como expiación de nuestros pecados por el sacrificio del Hijo (salvación sacrificial-cultual), o una salvación entendida como absolución divina de una culpa o de una deuda (salvación jurídica), o una salvación entendida como satisfacción exigida por Dios por la ofensa infligida contra Dios (salvación penalista). No queremos ese tipo de salvación[22].

Además, resulta absolutamente insuficiente una salvación entendida como salvación del alma (salvación espiritualista), o una salvación referida y diferida al más allá (salvación ahistórica o simplemente escatológica), incluso una salvación “existencial” entendida únicamente como descubrimiento del “sentido” de la vida, o como “experiencia” de perdón gratuito, como “decisión” de autenticidad existencial ligada a la confianza… Todo eso es vital y necesario, pero demasiado interiorista y privado. No nos basta con esa salvación.

Por fin, resulta difícil de comprender que estemos salvados por la encarnación o por la muerte en cruz; que estemos salvados porque nuestra humanidad ha sido asumida por la divinidad (como ha insistido la teología oriental), o porque la muerte en cruz ha sido la expiación por nuestros pecados (como ha insistido la tradición occidental); que estemos salvados porque estamos ontológicamente “divinizados” o porque el Hijo de Dios ha sufrido el castigo que nos estaba reservado. No es el acontecimiento metafísico de la encarnación como tal ni el sufrimiento como tal del hijo de Dios en la cruz lo que nos salva.

b) Una salvación también política. La salvación tiene que ver con este mundo, con los peligros que lo acechan, con las enfermedades que lo aquejan, con las injusticias que lo desgarran. La salvación tiene que ver con la miseria de enormes masas, con las catástrofes ecológicas, con las desigualdades sociales, con el modelo neoliberal de globalización, con las mentiras informativas, con los abusos de poder. “Fuera del mundo no hay salvación”[23].

La cristología, como la fe en Jesucristo, ha de ser “fiel a la tierra”. Ésa será la auténtica cristología “secular”, preocupada por el mundo como Dios mismo. La cristología debe cuidarse de la paz y de la justicia para con los hombres y la naturaleza, debe traducirse en un mensaje de curación y liberación para todos los oprimidos por personas y estructuras, debe ser una palabra eficaz contra las estructuras que ahogan la vida. ¿Qué futuro espera a los dos tercios de la población mundial que no se benefician de las bendiciones de la globalización neoliberal, a la inmensa mayoría de la población en los países del Tercer Mundo, a los excluídos cada vez más numerosos de la sociedad del Primer Mundo? ¿Qué esperanza existe para ellos? La salvación no se limita a nuestra historia, pero no se da sino a través de ella. La cristología debe anunciar y promover una salvación concreta, una transformación de la historia, una anticipación histórica de la esperanza transhistórica. La cristología debe ser una palabra de esperanza mesiánica en un mundo afligido.

El gran debate de hoy no es, pues, si la cristolgía ha de ser “desde arriba” o “desde abajo”, sino cómo puede crear y anticipar hoy un futuro mesiánico. Donde se produzca esperanza, allí está el mesianismo de Jesús, allí esta la fe en Cristo, allí está la verdadera palabra sobre Jesús el Cristo. “Donde se produzca la esperanza, allí está la religión” (E. Bloch). La cristología debe ser “una memoria peligrosa que hostiga al presente y lo pone en entredicho, porque hace memoria de un futuro no alcanzado todavía”[24].

c) La solidaridad de Dios es la que salva. Cuando en nuestra vida y en el mundo sigue habiendo tanta irredención, es difícil afirmar que estamos salvados sin incurrir en inconsciencia o cinismo. Sólo siendo sobrias y verdaderas nuestras palabras crearán esperanza y futuro. Pero no podemos renunciar a decir que la existencia de Jesús es gracia y liberación, también hoy, para todos los hombres y para todas las criaturas que sufren.

Pero ¿por qué la existencia de Jesús es gracia y liberación? O, dicho de otra forma, ¿qué es en Jesús lo que propiamente nos “salva”? No una “divinización ontológica” de la naturaleza humana ocurrida por la encarnación, ni la expiación de los pecados acontecida en la muerte de cruz, sino la compasión divina encarnada en su vida, la solidaridad de Dios manifestada en toda su existencia hasta la muerte. Jesús sigue siendo el sacramento de la presencia de Dios que cura, perdona, consuela y que así nos salva. Que estamos salvados significa que nada está perdido, que nadie está dejado de las manos de Dios. Significa que hay esperanza porque Dios hace suya la tristeza de los que lloran, el dolor de los enfermos, la miseria de los pobres. Significa que Dios hace suyo incluso el grito de desesperación y abandono de Jesús en la cruz, su horrible sentimiento del silencio y de la ausencia de Dios. Significa que Dios está con nosotros en todos los extremos como aquel que no ha querido ser expectador de nuestra historia, sino su buen samaritano. Significa que el mismo silencio lacerante de Dios y su dolorosa ausencia son la forma de presencia propia de un Dios que es absoluta ternura y proximidad. Significa que el amor absoluto que se hace débil y silencioso es más fuerte que toda cruz. Significa que la omnipotencia de Dios es amor y que su amor es omnipotente.

En el mundo sigue habiendo una ingente cantidad de dolor. A pesar de todo, cuando hacemos memoria de Jesús, de sus palabras y de sus hechos, de su vida y de su muerte solidaria, volvemos a sentir que Dios estaba con él y sigue estanto también con nosotros como misericordia tierna y poderosa, y que el mundo está siendo lentamente transformado en reino.

9. Una cristología dialógica e interreligiosa

La Modernidad no ha traído, como muchos pronosticaban, la desaparición de la religión en la sociedad occidental, pero sí la crisis de toda pretensión de absoluto, la particularización de toda religión organizada. La secularización no ha consistido en la eliminación del hecho religioso, sino en su difuminación, dispersión y pluralización. Muy probablemente, no caminamos hacia una única religión universal, fruto de una amalgama acrítica de las diversas religiones tradicionales. La pluralidad será la situación religiosa normal. Caminamos, sí, hacia una creciente globalización, pero también a una creciente complejización y diversificación. Se acentuará la necesidad de afirmar la propia identidad, pero también la necesidad de asumir y respetar la existencia de otras identidades.

El reto consistirá en cómo convertir la pluralización en relación y la relación en convivencia respetuosa, y no en confrontación violenta. Las religiones — ligadas a grandes civilizaciones — seguirán teniendo un gran potencial de conflicto. La alternativa es la “paz entre las religiones”, que sólo puede venir de un auténtico diálogo, del respeto mutuo, de la convicción acerca de la propia particularidad y relatividad, de la aceptación radical de la pluralidad.

En el sentir actual, ninguna religión es absoluta; ninguna es, en principio, más verdadera o más falsa que otra. Ninguna posee el privilegio de haber sido especialmente revelada por la divinidad; todas han de respetarse y criticarse mutuamente, y han de medirse según la mayor o menor capacidad para promover la paz, la justicia y el bienestar común. Pero ¿dónde queda entonces la pretensión cristiana tradicional? Y aun cuando cediéramos en lo que respecta al cristianismo como sistema, ¿dónde queda el carácter único y universal de Jesucristo? Nos hallamos ante uno de los retos cruciales del cristianismo al comienzo del tercer milenio.

a) La particularidad del cristianismo. La secularización moderna plantó al cristianismo ante el hecho histórico de su propia historicidad: los cristianos descubrían de pronto que la teología, los sacramentos, las normas morales, los ministerios eclesiales, la formulación de los dogmas, hasta la misma constitución de la Biblia… todo estaba inseparablemente ligado a las contingencias de la historia. Todo había ido cambiando y todo podía cambiar. Al mismo tiempo, los cristianos se encontraban de manera hasta ahora inédita con la realidad de otras religiones, mucho mejor conocidas. En resumen, experimentaban la particularidad del cristianismo. Y, tras haber sido durante siglos causante de horribles sufrimientos y devastaciones (expulsión de judíos y musulmanes, crueles guerras de religión, inhumanas y absurdas quemas de brujas, desafortunada condena de los ritos chinos por parte del papa Clemente XI en 1704 bajo amenaza de excomunión para los cristianos chinos que los practicasen…), aprendían — apenas en el siglo XX — que el evangelio es tolerancia.

No se trata sólo de una tolerancia forzada, sino de un reconocimiento cordial del otro: otros sentimientos, otras creencias, otras prácticas religiosas. La tolerancia como reconocimiento radical del otro es inseparable de la conciencia de la propia particularidad. El cristiano ya no puede considerar a las otras religiones como meras “fábrica de ídolos” (K. Barth), ni como esbozos inacabados y precursores del cristianismo (R. Guardini), ni como figuras llamadas a integrarse en él so pena de perecer (H. U. von Balthasar), ni como formas anónimas e inconscientes del cristianismo (K. Rahner)… El cristianismo no puede excluir ni incluir a las otras religiones: no puede excluirlas como lugares de revelación y de presencia liberadora de Dios, ni puede incluirlas dentro de sí misma como formas fragmentarias, provisionales, adventuales de su propia plenitud. Históricas y particulares, no solmente lo son las otras religiones; también lo es el cristianismo. Y esta particularidad no es solamente un hecho histórico, sino un hecho teológico: el cristianismo no está llamado a superar su particularidad histórica y a devenir la realización histórica de la universalidad divina, sino a ser testigo de la universalidad del Espíritu a través precisamente de su propia particularidad constitutiva. Esta conciencia constituye quizá el elemento más novedoso del cristianismo de hoy y de mañana[25].

b) La particularidad histórica de Jesús. ¿Dónde queda entonces la pretensión cristiana referida no ya a la religión cristiana, sino a Jesucristo? Es preciso reconocer claramente: el mismo Jesús no escapa a la ley de la particularidad histórica. Y ello en virtud precisamente de la ley de la encarnación. Dios revela en Jesús la plenitud, pero de manera histórica, parcial, limitada, encarnada. Por eso, podemos y debemos afirmar con J. Dupuis: “Dios, y sólo Dios, es el misterio absoluto, y como tal está en el origen, el corazón y el centro de toda realidad. Si es cierto que el hombre Jesús es Hijo de Dios de una manera única, también es cierto que Dios está más allá de Jesús”[26]. Es claro que no podemos absolutizar la forma de hablar o de vestir de Jesús. ¿Y su forma de hablar del “más allá”, o de los ángeles, o del demonio? ¿Y su forma de expresar o imaginar a Dios, su “teología”? ¿Y su forma de “encarnar” a Dios? “La particularidad histórica de Jesús impone al acontecimiento Cristo limitaciones que forman parte de la economía encarnacional querida por Dios. Como la conciencia humana de Jesús no podía agotar el misterio de Dios y dejaba necesariamente incompleta su revelación, tampoco el acontecimiento Jesucristo agota el poder salvífico de Dios. Dios está más allá del hombre Jesús como fuente última tanto de la revelación como de la salvación. Pese a la identidad personal de Jesús como Hijo de Dios, sigue existiendo una distancia entre Dios – el Padre – y el que es el icono humano de Dios. Jesús no es un substituto de Dios”[27].

Sobre esta imposibilidad de identificar la particularidad histórica de Jesús con la universalidad de Dios ha insistido el último Schillebeeckx: “Lo especial, lo propio, lo único del cristianismo es que encuentra la vida y la esencia de Dios precisamente en la particularidad histórica – y, por tanto, limitada – que es Jesús de Nazaret, confesada como manifestación personal humana de Dios. Esto supone confesar que Jesús es una forma fenoménica del don de la salvación para todos los hombres proveniente de Dios que es única, pero, sin embargo, ‘contingente’, o sea, histórica y, por lo mismo, limitada”[28]. A primera vista, este reconocimiento de la contingencia y, por lo tanto, relatividad de Jesús parece difícil de conciliar con la cristología tradicional, pero la nueva situación cultural nos lleva a reconocer que se deriva precisamente de la confesión de la encarnación radical de Dios en nuestro mundo, nuestra historia, nuestro límite.

c) Hasta que todas las esperanzas se cumplan. La causa de Jesús fue el reino de Dios, es decir, la paz y la justicia universal, la liberación de los pobres y la curación de los enfermos, el perdón de todos los pecadores y la plena comensalía de todos los excluidos; en una palabra, el descanso de Dios y de la creación. Jesús encarnó y anticipó el reino de Dios en sus palabras de consuelo y en sus gestos de curación, en su vida y en su muerte solidaria. Su vida fue sacramento del reino de Dios. Por eso fue confesado Mesías, Señor, Hijo.

Pero fue confesado Mesías, Señor e Hijo en la esperanza de su “retorno”, es decir, de la plena manifestación y de la realización plena de su carácter mesiánico. La primera comunidad cristiana confesó a Jesús como Cristo en esperanza y en súplica: “¡Marana tha! ¡Ven, Señor!” Jesús no sólo constituía el cumplimiento de las esperanzas, sino también la esperanza del cumplimiento. Puede decirse que Jesús llegará a ser plenamente Cristo cuando “vuelva”, es decir, cuando las esperanzas de la humanidad y de todas las criaturas se cumplan. Jesús resucitado es la primicia, pero es toda la masa la que ha de ser transformada. Mientras la creación y nosotros en ella sigamos gimiendo, Cristo seguirá com-padeciendo con la creación, seguirá siendo el sacramento de la compasión universal de Dios, y todas nuestras palabras, todas nuestras teologías, todas nuestras cristologías serán provisionales. Mientras todas las lágrimas no se enjuguen y toda la creación no sea liberada, Jesús será un Cristo esperado, un “Cristo en devenir”[29].

Dios ha dado un sí definitivo en Jesús, se ha pronunciado a favor de la esperanza humana. Pero no ha cumplido esta esperanza desde fuera por una intervención mágica, sino que acompaña nuestra historia desde dentro hacia el descanso total, hasta el sábado de la creación. Seguimos caminando con una fe esperanzada, con una esperanza dolorida, en solidaridad con todos los sufrientes. Y la vida y la pascua de Jesús son la garantía y el sello, la palabra cumplida de que Dios está con nosotros y de que su promesa se cumplirá.

En: J. Equiza (dir.). 10 Palabras clave sobre Secularización. Verbo Divino, Estella 2002, p. 121-165.

  1. Omito al máximo las referencias bibliográficas sobre los temas abordados o evocados. Remito a la bibliografía, completa y ordenada, que se ofrece al final de la obra de J.J. Tamayo-Acosta (dir.), 10 Palabras clave sobre Jesús de Nazaret, Verbo Divino, Estella 1999.
  2. H. Küng, El cristianismo. Esencia e historia, Trotta-Círculo de Lectores, Madrid-Barcelona 1997, p. 863.
  3. P. Valadier, Un cristianismo de futuro. Por una nueva alianza entre razón y fe, PPC, Madrid 2001, pp. 152-163.
  4. Citado en R. Gibellini, La teología del siglo XX, Sal Terrae, Santander 1998, p. 132.
  5. H. Küng, El cristianismo, o.c., p. 907.
  6. A. Torres Queiruga, La constitución moderna de la razón religiosa, Verbo Divino, Estella 1992.
  7. Cf. J. Martín Velasco, Metamorfosis de lo sagrado, Sal Terrae, Santander 1999. También M. Corbí, Religión sin religión, PPC, Madrid 1996.
  8. Cf. J. Moingt, El hombre que venía de Dios, dos vols., Desclée de Brouwer, Bilbao 1995.
  9. Cf. R. Panikkar, La plenitud del hombre, Ediciones Siruela, Madrid 1999.
  10. E. Bueno de la Fuente, 10 Palabras clave en Cristología, Verbo Divino, Estella 2000, p. 18.
  11. Cf. N. Lohfink, La Alianza nunca derogada. Reflexiones exegéticas para el diálogo entre judíos y cristianos, Herder, Barcelona 1992.
  12. J. Moltmann, ¿Qué es teología hoy?, Sígueme, Salamanca 1992, pp. 56 y 70.
  13. M. Machovec, Jesús para ateos, Sígueme, Salamanca 1976, p. 209.
  14. M. Heidegger, El Ser y el Tiempo, Fondo de Cultura Económica. México 1951, p. 166.
  15. Cf. E. Schillebeeckx, Interpretación de la fe, Sígueme, Salamanca 1973.
  16. Cf. E. Schüssler Fiorenza, Jesús, Hijo de Miriam, Profeta de la Sabiduría. Cristología feminista crítica, Trotta, Madrid 2000.
  17. F. Gogarten, Destino y esperanzas del mundo moderno, Fontanella-Marova, Barcelona-Madrid 1971.
  18. Cf. A. Gesché, Dios para pensar II. Dios. El cosmos. Sígueme, Salamanca 199, pp. 163-214.
  19. Cf. J. Moltmann, El camino de Jesucristo, Sígueme, Salamanca 1993, pp. 371-419; L. Boff, “El Cristo cósmico”, en J.J. Tamayo Acosta (dir.), 10 palabras clave sobre Jesús de Nazaret, Verbo Divino, Estella 1999, pp. 401-414.
  20. J. Moltmann, El camino de Jesucristo, o.c., p. 382.
  21. D. Wiederkehr, Fe, redención, liberación, Ed. Paulinas, Madrid 1979, p. 7.
  22. Cf. B. Sesboüé, Jesucristo, el único mediador, Secretariado Trinitario, Salamanca 1990.
  23. E. Schillebeeckx), Los hombres relato de Dios, Sígueme, Salamanca 1994, título del cap. 2, pp. 29-41.
  24. J.B. Metz, La fe en la historia y en la sociedad, Cristiandad, Madrid 1979, p. 208.
  25. Cf. J. Dupuis, Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso, Sal Terrae, Santander 2000.
  26. J. Dupuis, Hacia una teología del pluralismo religioso, o.c., p. 305.
  27. J. Dupuis, “El pluralismo religioso en el plan divino de salvación”, en Selecciones de Teología 151 (1999), pp. 248-249.
  28. E. Schillebeeckx, Los hombres relato de Dios, o.c., pp. 252-253.
  29. J. Moltmann, El camino de Jesucristo, o.c., p. 408.