DEL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO A LA ESPIRITUALIDAD TRANSRELIGIOSA

1. El diálogo interreligioso en la encrucijada

Hace 42 años, en 1973, John Hick escribió que el cristianismo necesitaba llevar a cabo una revolución copernicana. Debía reconocer –condición sine qua non de un verdadero diálogo con las otras religiones– que el universo religioso no está centrado en el cristianismo ni en ninguna otra religión, sino en Dios. Ahora bien, este reconocimiento no solo comporta la derogación del principio –convertido de hecho en dogma absoluto– de que “fuera de la Iglesia no hay salvación”, sino que conlleva, en el fondo, la revisión radical de todos los dogmas del cristianismo. ¿Y a dónde llegaremos entonces? ¿No se corre así el riesgo de negar los fundamentos de la fe cristiana? ¿Merece la pena el diálogo a costa de la fe? Pero ¿a qué llamamos “fundamentos de la fe”? ¿Y a qué llamamos fe?

Once años después, Raimon Panikkar, místico y lúcido –la “y” está de sobra– por antonomasia, escribía que “el diálogo de las religiones es inevitable, importante, urgente, peligroso, desconcertante y purificador (“La interpelación de Asia al cristianismo”, recogido en La nueva inocencia, Verbo Divino, Estella 1993, p. 353;)”. Inevitable, simplemente porque no lo podemos evitar; importante, porque está en juego el núcleo de la religión; urgente, porque nos jugamos la supervivencia de la humanidad y de la naturaleza; peligroso, porque puede trastocar todas nuestras convicciones; desconcertante, porque puede poner en tela de juicio enteramente la propia religión; purificador, porque nos obliga a despojar nuestra religión de todo lo superfluo. Y llega un momento en que toda palabra –y todos los dogmas están hechos de palabras– es superflua. Los dogmas y las creencias dependen del lenguaje. La fe trasciende el dogma y la creencia. La espiritualidad trasciende la religión, toda religión, también el cristianismo. Estas afirmaciones provocan vértigo, pero ¿es posible ser realmente creyente o cristiano espiritual sin liberarse de este vértigo, sin relativizar todas las creencias, sin transcender todas las religiones?

A partir de los años 60 del siglo XX, las autoridades de las Iglesias cristianas iniciaron tímidamente el camino del diálogo con las religiones no cristianas, aunque sin ni siquiera sospechar que pudiera llevar hasta donde apuntaban Hick y Panikkar. Pero un diálogo verdadero conduce más pronto que tarde a esa encrucijada, a ese dilema: o se cierra en una mera actitud de tolerancia más o menos sincera que frustra el diálogo o se abre realmente hasta el encuentro real con el otro a través y más allá de la palabra –dialogos–; más allá de la palabra, es decir, más allá de todos los significados, más allá, por lo tanto, de todas las creencias y formas religiosas. Dicho de otra forma: el creyente de una religión no puede dialogar a fondo con el creyente de otra, si no se abre al Espíritu que viene del Misterio y conduce al Misterio, si no está dispuesto a trascender la religión tanto propia como ajena.

Creo precisamente que el diálogo interreligioso se halla hoy en esa encrucijada crítica: adelante o atrás. El boom del diálogo interreligioso ya pasó. El estímulo de la novedad dio paso al cansancio o la rutina. Además, las jerarquías religiosas –la jerarquía católica es el mejor ejemplo– nunca se han implicado realmente en los encuentros o en las plataformas de dicho diálogo, salvo cuando eran ellas las que lo convocaban y/o controlaban. Por fin –y ésta es la razón principal de la crisis–, muchos de los mejores valedores de los encuentros interreligiosos, llevados por el propio proceso espiritual del diálogo, han cruzado la frontera de las formas hacia un nuevo paradigma espiritual, más allá de la religión; lo cual no constituye de ningún modo un fracaso del diálogo, sino su consumación: con el creyente de otra religión solo nos podemos encontrar más allá de nuestras respectivas formas religiosas, y allí pierde relevancia el hecho mismo de ser “creyente” o “increyente”.

El diálogo no puede, pues, quedar acotado por líneas rojas infranqueables, por principios, dogmas, verdades innegociables. Todas las líneas o formas han de ser franqueadas en algún momento. El problema es si estamos dispuestos a llegar hasta ahí, a despojarnos de todos los esquemas disfrazados de verdades inmutables. Estamos inmersos en una profunda mutación cultural debida sobre todo al increíble avance de las ciencias y a la extraordinaria multiplicación de la información globalizada. El problema no es la fidelidad cordial, sino el vértigo mental; no la fe, sino la creencia; no la verdad, sino la pretensión de poseerla.

La mutación religiosa nos llevará, tarde o temprano, a una profunda transformación religiosa, una revolución copernicana que muy pocos están todavía dispuestos a admitir ni lo intuyen siquiera. A la teología cristiana en su conjunto y no se diga las jerarquías eclesiásticas –incluido, con perdón, el buen papa Francisco– se las ve ancladas en el viejo paradigma teológico “tolomeico”: profundamente antropocéntrico (en el fondo todavía geocéntrico), cristianocéntrico (cuando no eclesiocéntrico), religiocéntrico (religión vs. secularización), o teocéntrico (Dios como ente, teísmo vs. ateísmo).

Pero alguna vez llegará a imponerse el nuevo paradigma, a pesar de todas las resistencias, como lo más natural, como el agua que encuentra su camino. Es peligroso resistirse al agua, impedir su curso. De toda la humanidad –religiosa o no, poco importa– depende que la transición a ese nuevo tiempo no se demore y que se produzca de manera natural: un tiempo en que los seres humanos sean conscientes de la gran Comunión más allá de todas las creencias e ideologías, en que el bien común de todas las criaturas prevalezca sobre los intereses egoístas, en que la justicia y la paz se besen de verdad en este planeta. Cuanto más tarde en llegar, más sufrimiento seguiremos provocando y padeciendo. Que llegue cuanto antes ese tiempo espiritual animado por el Espíritu Universal de la Vida que alienta en el corazón de todos los seres.

2. Los errores de la verdad absoluta

O los horrores de la verdad absoluta. Toda pretensión de verdad absoluta contiene un germen de violencia que demasiadas veces brota y revienta. Y el cristianismo ha estado acompañado, desde el principio hasta hoy, por esa violencia latente o manifiesta. Miremos la historia y dejémonos estremecer. Es nuestra historia.

Hay razones para pensar que Jesús dijo: “El que no está contra nosotros está a favor nuestro” (Mc 9,40), y que la versión contraria (“El que no está conmigo está contra mí”: Mt 12,30; Lc 11,23) es posterior, pero, fuere o no propia del Jesús histórico, la segunda versión, y la actitud poco tolerante que en ella se revela, está en la tradición cristiana, en sus textos fundantes mismos. Pablo habla de los “paganos” como de quienes han “rechazado el verdadero conocimiento de Dios” y se dejan llevar por “pasiones vergonzosas” (Rm 1,28.26), y viven en el reino de la “tiniebla” y de la “injusticia” (2 Cor 6,14). Ahí buscará legitimación todo lo que sigue.

Recordemos algunos episodios mayores. El emperador cristiano Teodosio II excluyó a los judíos de todo cargo público (año 438). San Agustín (Retractationes) enseñó que no hay república sin justicia ni justicia sin culto al Dios verdadero, el cristiano. Urbano II llamó a la Cruzada contra los musulmanes que dominaban sobre la tierra y el sepulcro de Jesús (1095). La cruzada contra los cátaros (1209-1229) devastó el sur de Francia. El Concilio de Florencia, en 1442, declaró que “nadie que no esté dentro de la Iglesia católica, no sólo paganos, sino también judíos o herejes y cismáticos, puede hacerse partícipe dela vida eterna, sino que irá al fuego eterno que está aparejado para el diablo y sus ángeles, a no ser que antes de su muerte se uniere con ella (Mt 25,41)”. Las guerras de religión asolaron Europa durante los siglos XVI y XVII. La espada de los colonizadores, aliada a la cruz, exterminó poblaciones, culturas y religiones de América y de otros continentes. En el siglo XVIII, Roma condenó los ritos chinos (1704) y malabares (1713). Gregorio XVI (Mirari vos arbitramur, 1832), Pío IX (Syllabus y Quanta Cura, 1864), León XIII (Inmortale Dei, 1885) condenaron la libertad de conciencia y de religión. El Código del Derecho Canónico de 1917, en vigor hasta 1983, prohíbe a los católicos participar en diálogos con no católicos sin permiso expreso del papa o del obispo competente (canon 1325,3).

Ha sido nuestra historia hasta hace bien poco, y aún no podemos decir que sea cosa del pasado. Sea como fuere, tanto horror nos advierte sobre el grave error y el peligro mortal inherentes a la pretensión de poseer la verdad absoluta. El creyente que se cree superior a otro en verdad o en virtud fácilmente se arroga algún derecho sobre él para adoctrinarlo o convertirlo cuando no para eliminarlo. Ninguna religión se ha librado de esa pretensión de superioridad y de su tentación inherente, y las religiones monoteístas menos aun que las religiones místicas y sapienciales del Oriente. ¿Será exagerado afirmar que el cristianismo es, con sus dos mil años de historia, la religión que más absolutismo y violencia cuenta en su haber o, mejor, en su debe?

¿Será que el absolutismo y la violencia son elementos constitutivos de la fe en el “Dios único”? Habrá que decir más bien que un “dios único” que justificara la intransigencia y la imposición es simple hechura humana, la que contiene el potencial más peligroso. O habría que decir que una religión intransigente y violenta es radical negación o perversión de la experiencia religiosa, al menos si ésta consiste en pura atención y desapego, en profundo respeto y comunión con todos los seres, con Todo. Reconocimiento de la sacralidad de todo ser en su alteridad inviolable. Radical trascendencia de toda forma y creencia, palabra e imagen. Y la religión, en su origen primero, en su horizonte último, es eso. Pero toda religión, como configuración histórica concreta de la experiencia religiosa, es siempre sin excepción una formación ambigua, tan ambigua como la condición humana con sus miedos y su afán de poder. La radical inseguridad humana y la engañosa codicia de poseer, imponer. El apego al ego ilusorio. La alianza con el poder en todas sus formas. Eso también es la religión, y cuanto más se aferra al poder o se alía con él, tanto más grande es la pretensión de la verdad y el descalabro de la historia.

3. De la tolerancia al reconocimiento del otro

Quien pretende poseer la verdad la niega. La Verdad no se posee, se busca. La Realidad se revela velándose como Misterio, sacándonos de nosotros, abriéndonos al Todo, conduciéndonos al silencio. El momento histórico actual constituye un reto jamás conocido para todas las religiones: el reconocimiento radical de su carácter fragmentario, histórico, provisorio; el reconocimiento de su carácter absolutamente relativo y relacional. Deben pasar de la negación al respeto del otro, y del mero respeto tolerante al reconocimiento del otro en su alteridad irreductible.

No basta con superar el exclusivismo (solo mi religión es verdadera o solo es plena la revelación en que se inspira: la Torá, Jesús, el Corán…), sino también el inclusivismo (las otras religiones son formas parciales o provisionales llamadas a trascenderse y perfeccionarse en la única religión plenamente verdadera o en la única figura plena de la revelación: Torá, Jesús, Corán…). Las religiones han de abrirse a un paradigma radicalmente relacional y pluralista, si quieren ser creíbles y liberadoras de la vida en nuestra época. El pluralismo no solo es un hecho, es un principio inapelable. La Verdad como Misterio que se desvela en toda la Realidad es una, pero todas sus manifestaciones o nuestro conocimiento de las mismas son parciales, provisionales y relativas, condicionadas por nuestro punto de vista.

Las religiones monoteístas, tan proclives al absolutismo exclusivista de la verdad, no están sin embargo desprovistas de recursos en sus propias fuentes, como enseguida veremos, para desarrollar otras visiones más abiertas, respetuosas del Misterio. Ni su historia carece de testigos que han sabido reconocer la plenitud del Misterio en toda alteridad –en creyentes o increyentes de otra religión o cultura–, ni de maestros que han sabido buscar palabras para decirla. Nombraré algunos de estos profetas del Espíritu y de su amplitud presentes a lo largo de toda la tradición cristiana y, más en concreto, católica. Cada una de las Iglesias y tradiciones religiosas tiene en su propio pasado sabios que siguen inspirando. Aquí señalaré algunos nombres y pasos fundamentales del largo camino hacia otro paradigma.

San Justino (+ hacia el 165) afirmó de que el mundo “pagano”, como la creación entera, está sembrado de semillas del Verbo. Ireneo de Lyón (+ hacia el 202) enseñó que las alianzas selladas por Dios en Adán y en Noé, mucho antes de Moisés y de Jesús, abarcan toda la humanidad y la creación entera, y Cristo estaba presente en el mundo antes de su encarnación en Jesús. Clemente de Alejandría declaró que la filosofía “pagana” era pedagoga de Cristo. Y San Agustín (+ en el 430), antes de sus Retractaciones, habló de “la Iglesia existente desde Abel” y aseveró que también los paganos tienen profetas. Los grandes teólogos de la Edad Media (Hugo de San Víctor, San Bernardo, Tomás de Aquino) hablaron de los “sacramentos naturales”. En esa perspectiva se sitúa la Declaración Nostra Aetate del Concilio Vaticano II, un verdadero hito en la enseñanza oficial sobre las religiones no cristianas, juzgado por muchos como una traición a la doctrina tradicional. En realidad, no pasa de ser un paso tímido: se limita a recordar “el patrimonio espiritual común a cristianos y judíos” (n. 4), a afirmar que la Iglesia mira “con aprecio” a los musulmanes (n. 3) y a reconocer que también en el hinduismo y el budismo hay cosas “santas y verdaderas” (n. 2). Fue mucho hace 50 años, pero hoy es claramente insuficiente. Hoy me parece indispensable avanzar hacia un paradigma pluralista, que solo adquiere pleno sentido en un horizonte transreligioso.

Los pensadores místicos de todas las tradiciones religiosas apuntan a ese horizonte. Recordaré algunos testigos de la tradición católica de los últimos siglos. El terciario franciscano Raimon Lull (1232-1316) y el cardenal Nicolas de Cusa (1401-1464) enseñaron que la paz y la armonía de la vida constituyen lo esencial de la religión más allá de la propia religión y de sus diversas formas. Los jesuitas Mateo Ricci (1552-1610) en China y Roberto Nobili (1577-1656) en la India intuyeron la posibilidad de vivir un cristianismo liberado de su forma cultural tradicional occidental, europea. El sacerdote Jules Monchanin (1895-1957) y el monje benedictino Henry Le Saux (1910-1973), así como el monje cisterciense Thomas Merton (1915-1968) intentaron vivir la experiencia mística originaria en un marco monástico y conceptual hindú. Especial mención merece Raimon Panikkar (1918-2010): de madre catalana y padre hindú, alcanzó como nadie hasta ahora a formular la justificación filosófica y teológica de tales intentos pioneros, y lo hizo desde su propia pertenencia multicultural y, por lo tanto, multirreligiosa: “Fui a la India pensando que era cristiano. Allí me di cuenta de que era hindú. Y volví de la India siendo budista, sin dejar de ser cristiano”. La vivencia personal y el pensamiento de Panikkar han esbozado el horizonte futuro de la teología y la espiritualidad: un horizonte pluralista y transreligioso. Formas religiosas distintas e incluso contradictorias desempeñan una función similar, que Panikkar ha denominado “equivalencia homeomórfica”: la función de abrirnos a la Hondura, al Espíritu, a la Vida única que nutre todas las formas en la medida en que éstas son realmente vivientes.

4. Hacia una teología, una cristología, una espiritualidad transreligiosa

No se trata de que el cristiano renuncie a su identidad o de que renuncie a ella, sino de que la ahonde; solo en la hondura, más allá de las creencias – que como tales no pasan de ser formas lingüísticas y mentales–, podrá encontrarse con “creyentes” de otras tradiciones o con hombres y mujeres “no creyentes”, como las ramas y los troncos separados de los árboles se encuentran en la tierra a través de las raíces. Se trata de vivir y de decir la experiencia espiritual sin encadenarla a ninguna forma y a ningún lenguaje. Se trata de reconocer la presencia del Espíritu, de la Vida o de Dios, patente y oculta en todos, en el corazón de todas las formas, más adentro de todo.

Las cristianas y los cristianos que, llevados por el Espíritu, han vivido su fe a fondo, siempre han sabido que la fe no se identifica con las creencias o a las fórmulas dogmáticas que las expresan. En esta época de profunda transformación cultural que estamos viviendo –la nueva era de la información multiplicada y globalizada, de la verdad “estallada”–, el Espíritu requiere de nosotros una profunda revisión y reinterpretación de los grandes temas bíblicos y de los grandes dogmas cristológicos. La tarea asusta y produce vértigo no solo a la gran mayoría de los cristianos, sino también de los teólogos, incluso de los más abiertos y renovadores. Pero nos jugamos el futuro de la institución y del mensaje cristiano: o abrimos la letra al espíritu, o condenamos el Evangelio y toda la tradición cristiana a la insignificancia en el mundo de hoy y de mañana. Pero aun cuando nos quedáramos prisioneros de la letra, seríamos nosotros, sería la institución religiosa la que quedaría presa, no el Espíritu. El Espíritu sopla donde quiere, dondequiera. Cada día es como el primer día de la creación. El Espíritu aletea sobre las aguas, inspirando nuevas formas vivientes. El Espíritu recorre Babel y lo transforma en Pentecostés: podemos entendernos con palabras diversas, más allá de la palabra. El Espíritu visita, cura, consuela los corazones. El Espíritu subvierte estructuras opresoras, libera a los pobres, inaugura cada día el sábado del descanso, el año sabático del perdón de las deudas, el año jubilar de la tierra y de todos los seres.

La revelación, la alianza, la elección no son intervenciones puntuales de una divinidad extramundana en este mundo. No son privilegios divinos concedidos a unas personas o a un pueblo en detrimento de otras personas y pueblos. El Espíritu, como la Sabiduría o el Logos de la Creación, habita y mueve, alienta e inspira el universo entero o todos los universos, las partículas y las galaxias, todas las formas de vida, inteligencia y conciencia, todas las palabras, culturas y religiones, en una creación inacabada siempre activa y abierta. La espiritualidad reconoce y venera, respira y espira el Espíritu en todas las formas, sin encerrarlo en ninguna forma.

¿Y Jesús? Es un hombre lleno de libertad y de compasión, un hombre movido por el Espíritu consolador, liberador, innovador, creador. Es la Palabra o la Sabiduría divina de la creación hecha carne humana, carne humana particular, carne humana universal como el Espíritu que la anima. Es la vocación y la verdad profunda de todo ser humano. Jesús no reivindica ni monopolio ni superioridad. Encarnación significa a la vez límite e infinitud. Toda carne es límite que nos abre a la infinitud del Espíritu. Es preciso, hoy más que nunca, trascender todas las interpretaciones cristológicas de tipo tanto exclusivista como inclusivista (“solo Jesús es la revelación y la salvación plena de Dios en toda la evolución del cosmos sin fin”). La divinidad de Jesús es la hondura de su humanidad buena y feliz, que es la “naturaleza” más verdadera de todos los seres humanos.

Todo depende, en el fondo, de lo que entendemos por Dios. Dios no es nunca aquello que decimos y entendemos, pero estamos obligados a hablar acerca de su Misterio de la manera que nos resulte más inspiradora y “creíble” en cada tiempo y lugar. A una mayoría creciente de creyentes les resulta cada vez más difícil seguir imaginando a Dios como un Ser (Ente) Supremo que piensa, siente y obra, que habla, escucha y responde, que ama, elige y descarta a la manera del ser humano. ¿Podemos decir algo sobre Dios? Únicamente si somos conscientes de que cuanto digamos solo vale en la medida en que nos abre, más allá de la palabra, hacia un horizonte más grande y creíble.

El diálogo con otro, creyente o no creyente, nos abre al Misterio que nos funda, al Tú infinito sin dualidad, al Yo universal sin separación de nada ni de nadie, al Nosotros de la gran Comunión más allá del uno y de muchos, al alma y el amor en el corazón de cuanto es, a la alteridad de la conciencia amorosa en la intimidad infinitamente abierta de todo ser. Espiritualidad es mirar, sentir, vivir en esa apertura infinita, “toda forma transcendiendo” y en paz.

(Dialogal. Quaderns de l’Associació UNESCO per al Dialeg Interreligiós, [2015])