DIOS MÁS ALLÁ DE “DIOS” O DEL TEÍSMO. Reflexiones teológicas en perspectiva histórica
El título de estas reflexiones puede parecer contradictorio, y quizá lo sea, pues parece que “Dios” y “teísmo” (de Theós en griego) han de afirmarse y negarse juntos. Las páginas que siguen están atravesadas por el filo de esa contradicción.
En ellas sostendré por un lado que el “teísmo” o “doctrina que afirma la existencia de un Ser creador del universo que está comprometido con su mantenimiento y gobierno” (así Wikipedia) ya no se sostiene; no podemos seguir manteniendo la creencia en un Dios Ente espiritual Supremo. Pero seguiré, por otro lado, llamando “Dios”[1] al Misterio Innombrable, a lo Real sin forma en todas las formas, al puro Dinamismo de Ser de todo ente, al Aliento que anima el universo desde las galaxias más lejanas al corazón inasible de las partículas atómicas.
Pero quede claro desde ahora: no me aferro a la palabra “Dios” para nombrar el más allá y más acá de todo. De nada serviría cambiar simplemente un nombre por otro o pasar de un sistema teísta a un sistema no-teísta, si no fuera para poder ser y decir mejor lo que somos en el fondo: humanamente hermanos de todos los seres, creadores de otro mundo posible más justo y feliz, co-creadores de la divinidad que todo lo habita.
I Parte. DE LO SAGRADO A “DIOS”
“Dios” –o cualquiera otra de las innumerables denominaciones con que la especie humana Homo Sapiens ha designado la Realidad que le precede, impulsa y sobrepasa– es una palabra humana. No es una palabra unívoca, ni universal, ni necesaria. Por venerable que sea, la palabra “Dios” es particular, histórica, cambiante.
Como todas las palabras, tiene un origen y una historia cambiante según las circunstancias ecológicas, económicas y socio-políticas. “Dios”, como todas las palabras, como todas las formas religiosas, nace, muta y puede morir en el imaginario y el lenguaje, dando lugar a nuevos términos e imágenes más coherentes con la visión de la realidad y de “aquello” que la hace ser.
Pero la palabra Dios es la más compleja, equívoca y contradictoria de todas las palabras. Y nunca es mera cuestión de palabras; está en juego la historia humana concreta, pues la palabra “Dios”, como todas las palabras, ha sido performativa y eficaz para bien y para mal, para lo mejor y lo peor más que ninguna otra palabra.
1. Primero fue lo “sagrado”, luego “Dios/a”
Por ello, “Dios” tiene su historia, la más compleja y contradictoria de todas las historias. La historia de “Dios/a” es un fiel reflejo y a la vez un elemento constituyente esencial de la historia humana. Está lejos de única y lineal. Es tan contradictoria como la psicología humana, tan compleja como el cerebro humano y como la infinitamente intrincada red de factores biológicos, culturales, ecológicos, sociológicos, económicos y políticos que constituyen la vida de cada hombre y de cada mujer y de todas las sociedades con sus lenguas e instituciones[2].
Puede afirmarse, no obstante, por analogía con las sociedades tradicionales de cazadores que aún sobreviven (en Calahari, Siberia, Amazonía, Australia…), que primero fue lo “sagrado” o el “Misterio” y luego fue “Dios” en cuanto Ser Supremo o en cuanto seres “sobrenaturales” y sobrehumanos con rasgos predominantemente o exclusivamente humanos. Antes que el culto de las divinidades propiamente dichas fue el culto y la veneración, el asombro y el temor de la naturaleza: sol y luna, día y noche, vientos y nubes, rayos y truenos, montañas y bosques, plantas innumerables con flores, rocas y cuevas, lluvias y fuentes, ríos y mares, y el asombroso mundo de los animales… todo se presentaba y se percibía lleno de alma viviente y de misterioso poder, el mismo poder “sagrado” presente en todo.
Los seres humanos se sintieron profundamente unidos con la naturaleza que les nutría, envolvía, cobijaba y amenazaba, con la tierra que eran, pero que a la vez les transcendía; de ella nacían como todo lo que es, y a su misterioso seno retornaban al morir, en el oscuro presentimiento de renacer como la semilla que muere. ¿Qué barruntaba quienes, hace 70.000 años enterraban a sus muertos en postura fetal o sobre un lecho de flores? Son los vestigios más antiguos de la cultura humana. ¿Y cómo imaginaban el mundo y se sentían en él quienes, entre 40.000 y 20.000 a.e.c., esculpieron numerosas imágenes de mujer, conocidas como “Venus paleolíticas” –las de Laussel y Willendorf son las más conocidas– con pubis, pechos y vientre muy abultados? No eran propiamente diosas, personajes sobrenaturales conscientes, objeto de culto, sino más bien representaciones de la fecundidad o del poder de la vida en figura femenina. ¿Qué quisieron representar y qué pretendían los chamanes que, entre 30.000 y 9.000 a.e.c., pintaban ciervos, caballos, bisontes y mamuts en el fondo más recóndito e inaccesible de unas cuevas habitadas solamente en su entrada? Grosse Chauvet, Lascaux, Altamira, Santimamiñe, Ekain… se cuentan en torno a trescientos en el sur de Francia y el norte de España, y debían de ser “santuarios” ocultos reservados para la realización de ritos de iniciación u otros[3]. Pero aún no había nacido propiamente “Dios/a”.
2. De la revolución del Neolítico al nacimiento de “Dios/a”
En torno a 10.000 a.e.c., la especie humana Sapiens, la única que sobrevivía en esa época, lleva a cabo una profunda revolución cultural: el Neolítico o “Nueva edad de piedra”. En realidad, se dieron varias revoluciones neolíticas independientes en diversos lugares y tiempos: Mesopotamia, Egipto, Valle del Indo, China, Mesoamérica, Sudamérica. Los humanos aran la tierra, siembran semillas, aumentan los alimentos, se multiplica la población. Se vuelven dueños y señores de la tierra y de los animales. Y así crean las condiciones para que surjan las “religiones”.
Pocos milenios después, dan un nuevo salto: extraen minerales y los funden. Dejan atrás el Neolítico, funden los metales e inauguran la “Edad de los metales”: la del cobre o Calcolítico (desde mediados del VI milenio en Oriente Medio a finales del IV milenio a.e.c.), la del bronce (desde finales del IV milenio en Mesopotamia hasta el s. XII a.e.c.) y la del hierro (desde el s. XII en Oriente Medio, India y Europa, hasta hoy).
El teísmo se gesta, nace y crece en la era de los metales, cuando se intensifica la agricultura, aumenta la población y se construyen ciudades y en las ciudades los templos. Las tareas se especializan, la sociedad se complejiza. Hacen falta mitos, leyes, jefes, autoridad, funcionarios para transmitir las órdenes del señor y hacerlas cumplir y garantizar el orden, y guerreros para defenderse, conquistar y someter. La sociedad se jerarquiza. Convertidos en señores de la tierra, los humanos se convierten en esclavos unos de otros…
Y hacen falta dioses para dar cohesión, seguridad y legitimidad última a la convivencia ordenada y jerarquizada. Dioses, es decir: entidades “sobrenaturales” dotadas de conciencia, concebidas por la imaginación simbólica humana, formas culturales humanas de la profunda experiencia de la Realidad originaria misteriosa que nos precede y nos funda. Dioses y diosas que intervienen en la tierra y condicionan la vida, imponen su voluntad sobre los seres humanos y reciben culto de éstos. Dioses que definen la religión teísta como sistema de creencias, ritos y normas, dirigido y controlado por un estamento sagrado, “sacerdotal” y a su vez jerarquizado, considerado como representante de la divinidad.
El paso de lo Sagrado al nacimiento de “Dios/a” y del teísmo, no se produjo, pues, propiamente en el Neolítico, sino en los primeros milenios de la edad de los metales, con la complejización creciente de la sociedad. Claro que los límites entre Dioses y otras entidades (ancestros, espíritus, dáimones, genios, hadas, duendes, elfos…) son a menudo difusos. Por eso es imposible señalar el momento preciso ni siquiera una época exactamente delimitada sobre la que quepa decir: “Aquí nacieron los dioses, la religión teísta”[4].
Fue un proceso largo, complejo, diverso y continuo, desde los enmarañados orígenes del Homo Sapiens en África hace 300.000 años (de esa época son los restos más antiguos encontrados hasta el presente, concretamente en Marruecos).
En cualquier caso, una cosa es innegable: la religión, a la vez que un poderoso motor cultural, es reflejo de la cultura particular de un tiempo y de un lugar. “Cultura”, “cultivo” y “culto” tienen la misma raíz, las mismas raíces en la tierra en la que hemos brotado y que somos. Más concretamente, las características de una religión (ritos, dioses, leyes, organización) están íntimamente ligadas a las condiciones ecológicas, económicas y políticas. El cielo refleja la tierra, los dioses se conciben a imagen de los seres humanos (dotados del poder que éstos no poseen y quisieron poseer). Dime cómo son el medio ecológico, las formas de producción de bienes de consumo, las relaciones económicas de un lugar, y te diré cómo es su religión. Lo que no quita que la religión, además de factor legitimador determinante del orden o desorden establecido, pueda ser también y haya sido no pocas veces un poderoso revulsivo del status quo. Los grandes fundadores de movimientos espirituales fueron a la vez reformadores religiosos y sociales. El caso del profeta sanador Jesús de Nazaret es paradigmático, por mucho que su movimiento se “religiosizara” y “eclesiastizara” demasiado pronto.
3. Sumeria, V milenio a.e.c.
En lo que respecta al nacimiento de “Dios/a”, se impone una mención aparte de un tiempo y de una zona concreta: Mesopotamia en el V milenio a.e.c.. Mesopotamia, “zona entre ríos” (Tigris y Éufrates), abarca casi todo Irak, partes de Siria (nombres que no se pueden pronunciar ni escribir hoy sin admiración y pesar) y el sureste de Turquía, y es llamada con razón “cuna de la civilización”, con sus luces y sus sombras.
Y en Mesopotamia, Sumeria. Allí se inventó el regadío por canales, la rueda y la escritura (primero cuneiforme: marcas hechas con punzones en ladrillos de barro que, una vez cocidos, se endurecían y pasaban a formar un pesado libro de ladrillos, bibliotecas de ladrillos). Allí se inventó también la medicina, el sistema sexagesimal (que seguimos utilizando para medir el tiempo en horas, minutos, segundos, y los ángulos o grados), los ladrillos de adobe, la construcción con arcos. Y la guerra… Allí se construyeron algunas de las principales ciudades más antiguas: Nippur (cuyos restos más antiguos, incluido un templo, datan del V milenio), Uruk, Eridu, Ur, Kish, Lagash, Umma, ciudades bombardeadas y saqueadas en 2003 por Estados Unidos y sus aliados. Y los zigurats, eje vertical entre cielo y tierra, eje horizontal entre las diversas partes de la tierra, y en su cumbre el templo atendido por numerosos sacerdotes y sacerdotisas.
En Sumeria, entre el 5.000 y el 4.000 a.e.c., encontramos huellas de las primeras divinidades en sentido teísta: seres sobrenaturales poderosos dotados de mente y voluntad, que piensan, sienten, gozan, se aíran, se aplacan, odian, aman, tienen celos, eligen, excluyen, castigan, perdonan, a imagen y semejanza de los seres humanos, entes personales superiores que intervienen en los asuntos de la tierra. El rey, considerado como “hijo de dios” y “pastor de los seres humanos”, es su delegado en la tierra, responsable de garantizar el orden divino y de asegurar, para ello, el culto de la divinidad o divinidades que representa. El rey entroniza a dios y dios avala al rey. La monarquía sostiene el orden religioso y dios legitima el orden monárquico, la jerarquía social fundada en el rey. En Sumeria se hallan los primeros vestigios del sistema teocrático –el poder político fundado en el poder divino y viceversa–, que llegará muy pronto a su máxima expresión en el Egipto de los grandes faraones y que, pasando por China, Japón, Roma, la cristiandad europea, el Perú inca y el México azteca, durará hasta bien cerca de nosotros.
Es imposible presentar de una manera unificada y coherente las divinidades mesopotámicas (más de un millar), dada la diversidad de épocas y culturas: los orígenes corresponden al reino sumerio –población de origen incierto, tal vez autóctona, en ningún caso indoeuropea ni semita–, pero los reinos posteriores –acadio, babilonio, asirio, caldeo–, su lengua, cultura y religión llevan la impronta predominante de la irrupción semita, procedente de Arabia. Cada capital tenía su propia divinidad principal (Enlil en Nippur, An en Uruk, Enki en Eridu, Nanna en Ur…).
Hacia el 1.500 a.e.c., Nippur llevó a cabo una síntesis que fue aceptada por las demás capitales, dando lugar a una cierta unidad de base: An (dios del cielo, dios supremo y “ocioso” del panteón sumerio, convertido en Anu por los acadios), Enlil (dios del aire atmosférico y soberano efectivo) y Enki (dios del agua dulce subterránea). A ese panteón se suma Inanna, diosa del amor (¡tanto heterosexual como homosexual y transexual![5]) y de la fertilidad, también de la guerra, protectora de la ciudad de Uruk, arquetipo de la diosa madre, “reina del Cielo y Señora de la Tierra”, que en la época acadia se sincretiza con la diosa Isthar de acadios, asirios y babilonios, la Anahit armenia, la Astarté cananea, la Ashtoreth (o Asherah) hebrea. Según J. Campbell, sería igualmente idéntica a la Afrodita griega y a la egipcia Isis, que tanta difusión y relevancia adquirió en los cultos mistéricos de la época helenística[6].
¿Cómo no mencionar aquí las Diosas de las culturas americanas precolombinas? En sus formas propias, diversas entre sí, responden a la misma intuición profunda que late en el espíritu emergente de la especie humana: el reconocimiento de la realidad que nos gesta, alimenta, porta, nos hace ser. Y desempeñan la misma función existencial y social: expresar el sentimiento de asombro, dependencia y miedo; resolver la dependencia en gratitud, los miedos en confianza última, y fomentar la comunión del grupo en el reconocimiento de un origen y un destino común. Algunas de esas Diosas siguen siendo todavía objeto de culto, más o menos revestidas de motivos cristianos. En México tenemos, por ejemplo, a Ixchel, diosa maya de la luna, de las aguas y de la fertilidad, y Coatlicue (“falda de serpiente”), madre de los dioses del panteón azteca, diosa de la tierra, de la fertilidad y del renacimiento. En el Perú inca encontramos a Mama Quilla (“Madre Luna”), hermana y esposa de Inti, madre del firmamento, hija de Viracocha y Mama Cocha, y madre de Manco Cápac y Mama Ocllo, fundadores míticos del imperio y de la cultura inca, diosa del matrimonio y de la sangre menstrual, y defensora de las mujeres; ella marca el tiempo de la cosecha; y, claro está, Pacha Mama (“Madre de la naturaleza”), diosa (o simplemente Tierra); a ella veneran aún y presentan ofrendas agrícolas y ganaderas los pueblos indígenas de los Andes: quechuas, aimaras, mapuches, nasa y otros, en Argentina, Bolivia, Chile, Colombia y Ecuador y sobre todo en Perú[7].
4. ¿Existió un matriarcado “religioso” en Europa?
La mención de la Diosa madre Inanna con sus diversas mutaciones y nombres me lleva a apuntar un excursus sobre la hipótesis del matriarcado relacionado con el culto a las Diosas.
He mencionado más arriba la existencia de numerosas “Venus paleolíticas” como las de Willendorf y Laussel, y allí he apuntado que no se trataría propiamente de diosas en el sentido de entidades personales sobrenaturales.
A partir del V milenio a.e.c., sin embargo, es indudable que en todo el Mediterráneo se practicó el culto de la Diosa Madre o de alguna Diosa, aunque dicho culto no fue exclusivo ni siquiera primordial sino en casos particulares. ¿Y qué decir de las abundantes figuras femeninas o de madres con niños que se han hallado en la cultura Vincha que se extiende a lo largo del Danubio (Serbia, Rumanía, Bulgaria, Macedonia) desde finales del Neolítico (VI milenio a.e.c.) hasta comienzos de la Edad del Bronce (III milenio a.e.c.)? Es conocida la tesis de Marija Gimbutas[8]: se trataría de figuras de divinidades femeninas veneradas en la vieja Europa pre-indoeuropea, sobre todo en el sudeste, y constituirían el testimonio principal de que en el viejo continente estuvo vigente hasta el IV milenio a.e.c. una cultura matriarcal, basada en los valores de la vida y de la fertilidad; en el IV milenio, desde las estepas rusas se fueron expandiendo los kurganes, que habrían impuesto en todo el continente europeo (y hasta la India, es decir, en todo el ámbito geográfico de las lenguas indoeuropeas) una cultura claramente patriarcal, pastoral, nómada y guerrera.
Es un hecho, por otro lado, que desde el año 3.000 a.e.c., los semitas se fueron extendiendo –no necesariamente de modo bélico y traumático– desde Arabia, su tierra originaria, hacia el norte. Es el caso de los acadios que se acabarán imponiendo sobre los sumerios y mestizándose con ellos en Mesopotamia, e impulsando en cualquier caso una progresiva patriarcalización de la religión, la sociedad, la cultura en general. El mundo de los dioses se representa a imagen de la jerarquía humana, de modo que la jerarquía humana quede legitimada por la representación divina… El “Dios” teísta agrario, patriarcal, dualista, está más ligado al sol que a la luna, al cielo que a la tierra, al poder jerárquico que a las relaciones igualitarias, a los valores o estereotipos culturales de tipo patriarcal (dominio, dualidad, jerarquía) que a los de tipo matriarcal (cuidado, fusión, igualdad).
Eso es un hecho. Pero la hipótesis de M. Gimbutas de que antes de la expansión de los kurganes o indoeuropeos reinó en Europa el matriarcalismo, ligado al culto de la Diosa, es discutida por muchos especialistas. También es un hecho, no obstante, que, desde la India hasta Irlanda, las divinidades indoeuropeas principales de las “tres funciones” –el poder soberano, la guerra y la producción-generación, según la teoría suficientemente verificada de H. Dumézil–, son masculinas[9] y que las divinidades femeninas corresponden a la tercera función (agricultura, ganadería, artesanía, fertilidad)[10]. Es un hecho también que las sociedades indoeuropeas han sido eminentemente patriarcales. Y es un hecho, desgraciadamente, que la religión teísta, con el culto de los dioses masculinos controlado por un clero masculino, ha sido el factor legitimador primordial del patriarcalismo durante al menos siete milenios Y que lo sigue siendo todavía.
5. Del politeísmo al monoteísmo: ¿un salto más allá del teísmo?
Si el término “Dios” es equívoco, polisémico y confuso, también lo son el término “teísmo” y todos los derivados de él, por ejemplo: politeísmo (“muchos dioses”), monoteísmo (“un solo Dios”), (“henoteísmo” (culto a un solo Dios, aunque se reconoce la existencia de otros), panteísmo (“todo es divino”, “Dios es el Universo o la suma de todo lo que existe”). No entraré en matices y puntualizaciones terminológicas y teológicas, que nunca acabarían. Me limito a sugerir unas reflexiones de fondo sobre el binomio politeísmo-monoteísmo.
Siguiendo la idea común, tendemos a pensar que todo lo dicho hasta ahora en estas páginas sobre “Dios” desde su nacimiento en Sumeria hace unos seis mil años se refiere a un politeísmo contrapuesto al monoteísmo. Pero no es tan simple. De hecho, al llamado politeísmo subyace a menudo un cierto monoteísmo de fondo (es el caso, muy claro, del hinduismo ilustrado) y, a la inversa, al llamado monoteísmo subyace a menudo un politeísmo de hecho (es el caso del cristianismo popular con la Virgen María y los santos).
Se imponen dos reflexiones fundamentales, una a propósito del politeísmo, otra del monoteísmo. El politeísmo es el resultado de una compleja elaboración cultural de una sociedad multifuncional, estratificada y conflictiva, sometida a fuerzas cósmicas indominables y fenómenos naturales incomprensibles: es un modo de entender por qué suceden los días y las noches, la lluvia y los rayos, las estaciones y las cosechas, las enfermedades y la muerte… y de adaptarse sin angustia al “destino” (Maat egipcia, Dharma-Karma hindú, Ananké/Moira griega griego, Fatum romano, Nornas nórdicas europeas…); una forma de entender, ordenar y controlar la multifuncionalidad social con la conflictividad inherente (entre quienes ejercen el poder político y religioso, quienes hacen la guerra, quienes labran la tierra y producen toda clase de bienes de consumo…); una forma también de integrar en el grupo a nuevos miembros (ciudades o reinos conquistados con sus respectivos panteones complejos, conformados a su vez por la acumulación jerarquizada de las divinidades de los pueblos vencidos). Así pues, se imagina una divinidad o varias para cada fuerza cósmica, cada fenómeno natural, cada función social. Lo Sagrado o la Hondura del cosmos es “uno”, pero “Dios/a” es plural. Para ordenar la Tierra, es necesario ordenar el Cielo, comprender y concertar la multiplicidad de divinidades en un conjunto o panteón orgánico, jerárquico, presidido por una divinidad suprema, que a menudo coincide con la del grupo vencedor.
Claro que esta compleja teología oficial y política resulta demasiado fría, no corresponde a la vivencia religiosa profunda, tanto ilustrada como popular, ni la satisface. ¿Qué vivían en el fondo quienes invocaban a Enlil o a Inanna en la Sumeria de las mil divinidades? La mística teológica es consciente de que los muchos Dioses no son sino formas y nombres del Misterio sin número ni nombre; la mística de la gente sencilla sin letras lo sabe a su manera y sobre todo lo vive: el culto y la devoción a la divinidad particular se convierte en expresión de una entrega al Misterio sin forma. El politeísmo se deja transcender desde lo profundo hacia lo más profundo.
Se podría decir, pues, que el politeísmo se transciende hacia el monoteísmo. Los Dioses nacen de lo Uno y señalan simbólicamente al Uno. El sistema politeísta ha desarrollado en su seno procesos de ordenamiento y jerarquización, de reducción de la multiplicidad a la unidad, en forma de un “Dios” supremo: Marduk (y luego Sin) en Babilonia, Amón-Ra en Egipto, Zeus en Grecia, Júpiter en Roma… y así sin fin.
Pero tanto la vivencia como el pensamiento –y no en pequeña medida también el interés “político”– fueron más allá: al desarrollo de un sistema estrictamente monoteísta. La historia ofrece testimonios claros, aunque no exentos de ambigüedad, del paso a la religión monoteísta: en Persia, el sabio profeta ético y místico Zoroastro (entre 1.500 y 1.000 a.e.c.), erigió a Ahura Mazda como única divinidad, cuyo culto pervive aún en Irán y en la India; el faraón Amenofis IV (1364-1347 a.e.c.) impuso el culto a Atón como único “Dios” para todo el Imperio, aunque la nueva religión duró poco; el profeta conocido como Segundo Isaías (a mediados del s. VI a.e.c.) formuló por primera vez claramente el monoteísmo en Israel: “Yo soy el primero y yo soy el último; no hay Dios fuera de mí” (Is 44,6); siguiendo al judío Jesús de Nazaret (hacia 4 a.e.c. – 30 e.c.), los cristianos mantuvieron la fe judía en el “Dios único” (de ningún modo negado, al menos en teoría, por la doctrina de la Trinidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo), y 600 años después el profeta Muhammad lo predicó a las tribus árabes, provocando un enorme impacto histórico, cultural y político[11].
El monoteísmo constituye la explicitación y elaboración filosófica de la superación del teísmo, al que ya apunta de diversas maneras el politeísmo. Confesar un solo Dios equivale, en el fondo, a confesar que Dios transciende toda representación, empezando por la propia representación monoteísta de un Señor único y exclusivo del mundo por encima del mundo.
Según eso, el monoteísmo no tendría por qué presentarse como la única profesión verdadera de Dios. Un “Dios único” en contraposición a muchos o un Soberano único del mundo en contraposición a todos los demás que no serían sino ídolos falsos… no deja de ser una imagen, un ídolo. Dios no es ni representable ni contable. En consecuencia, el Dios uno en cuanto Realidad Fontal Primera no se contrapone a ninguna imagen ni a ninguna cifra; trasciende toda imagen y toda cifra. El monoteísmo apunta directamente al transteísmo. Y así lo han dicho todos los grandes místicos de las tradiciones monoteístas. Quien confiesa a un “Dios único” no puede identificar su representación de Dios con Dios ni creerse en posesión de la única verdad.
Desgraciadamente, el monoteísmo (sobre todo en el caso del cristianismo y del Islam) se convirtió pronto en ideología y representación excluyente y en sistema legitimador del poder absoluto, del imperialismo y de la colonización. Buena parte de las guerras se han justificado en nombre del “Dios único”, convertido en ídolo político.
6. Pero ¿qué significa “Dios”?
Salta a la vista que la palabra “Dios” es polisémica. No hay “Dios” universal, como ha insistido R. Panikkar, pues su imagen concreta depende de la cultura y del lenguaje, siempre particulares.
La historia de Matteo Ricci (1552-1610) es muy ilustrativa de los malentendidos del término Dios. Matemático y cartógrafo italiano, de mente clara y corazón abierto, entró en la reciente Compañía de Jesús y quiso ser misionero en China como otros compañeros antes que él. Estaba convencido de profesar la verdadera religión, de conocer al único Dios verdadero, pero en el fondo, oscuramente, intuía, aunque no lo podía decir –no se lo podía decir ni a sí mismo sin entrar en zozobra– que lo que él profesaba como cristiano era en el fondo lo mismo que profesaban o vivían los confucianos chinos 2000 años antes de Cristo. Llegado a China en 1582 –en Macao, colonia portuguesa a la sazón–, se dedicó de lleno a estudiar el chino, elaborar mapamundis y enseñar matemáticas a intelectuales chinos. Adoptó la vestimenta china y adaptó hasta donde podía su práctica cristiana a la cultura china, incluido el lenguaje y los ritos, lo que pronto provocó conflictos con Roma. Uno de los problemas más complicados que afrontó fue el del nombre de Dios: ¿Cómo llamar en chino al Dios cristiano? Se encontró ante un dilema: o bien inventar una palabra china que pudiera sonar más o menos como el “Deus” portugués (con el riesgo de que no significara nada para los chinos) o utilizar alguna de las expresiones utilizadas en la tradición china para decir algo similar a lo que significa “Dios” para los cristianos (con el riesgo de provocar permanentes malentendidos). Ricci optó por esta segunda alternativa. En la tradición china existían tres términos chinos para decir más o menos “Dios”: Tian (“Cielo”), Shangdi (“El Señor de lo alto”) y Tianzhu (“El Señor del cielo”), designando la primera una realidad “impersonal”, las dos últimas una realidad más “personal”, aunque bien alejada de la imagen personal del “Dios” bíblico. Ricci se decidió por Tianzhu, aunque, en realidad, utilizaba los tres nombres como sinónimos. Pero 100 después, en 1704, el papa prohibió la utilización de los dos primeros y aceptó solamente Tianzhu[12]. Una condena de enormes consecuencias históricas para el futuro del cristianismo en todo el Oriente. ¿Hubiera sido mejor que Ricci se hubiera decantado por Liu si, que sonaba parecido al Deus portugués? Pero ¿hubiese evitado ello que los chinos y los portugueses, aun utilizando el mismo nombre para decir Dios, lo representaran y entendieran de manera muy distinta? En realidad, ¿acaso los mismos chinos confucianos entendían e imaginaban de la misma manera la realidad que llamaban Tian, y los portugueses cristianos entendían e imaginaban acaso lo mismo cuando decían Deus?
Embrollo sin fin de palabras, imágenes, significados. Es el límite de la palabra. Pero su límite constituye justamente su fuerza, pues nos abre al Infinito indecible. El significado limitado de la palabra “Dios/a” en cualquiera de las lenguas alude indirectamente a la Realidad anterior al logos (razón y palabra), invisible e inefable que hace ser cuanto es. La palabra “Dios”, como todas las palabras y más que ninguna otra, nace del Silencio y lleva al Silencio.
Siendo las palabras indicios reveladores no solo de lo que podemos decir sino también de lo indecible, no solo del significado sino también del referente, sería muy instructivo un recorrido sobre el origen y el significado de los nombres propios y comunes con que las diversas religiones y culturas han designado la Realidad fontal. Pero escapa a mi capacidad y al espacio de que dispongo. Me limitaré a un breve apunte sobre el caso de las lenguas indoeuropeas: románicas, germánicas y eslavas[13].
En las lenguas románicas, el español Dios, el italiano Dio, el francés Dieu, etc., provienen del latino Deus, y éste, al igual que el griego Theós y el sánscrito deva, se derivan de la raíz protoindoeuropea deiwos-diewos, que significa “brillo”, “resplandor”. La importancia del firmamento celeste es un rasgo característico de la cultura agraria: los humanos cazadores-recolectores miran a la tierra que les ofrece animales y frutos, mientras los agricultores-ganaderos miran sobre todo al cielo de donde les viene la luz y la lluvia. Dios es como el resplandor del cielo que ilumina la tierra y cuanto la habita. Todo viene de la luz o de la energía, nos dice la física en otro plano de lenguaje[14].
En las lenguas germánicas, el alemán Gott, el inglés God, etc., vienen de la forma participial ghuto de la raíz verbal indogermánica gheu, que significa “llamar”, “invocar”. “Dios” o los dioses serían, pues, seres a los que se invoca y llama, o el referente último de toda llamada. La raíz indogermánica gheu podría significar también “derramar”, “verter” (https://de.wikipedia.org/wiki/Gott], en cuyo caso “Dios” sería “aquello” a lo que se ofrecen libaciones de aceite, vino, leche, miel, agua…, los jugos mejores de la tierra. Pudiera ser que el griego Theós se derive igualmente de thyein, que significa derramar o verter.
En las lenguas eslavas, por fin (ruso, polaco, serbocroata…), Bog (“Dios”) proviene de la raíz indoirania bhag, que significa “riqueza”, “dador” (Bhaga es el dios védico de la riqueza y del matrimonios)[15].
7. Un primer balance: éxito provisional del teísmo
He ahí los dioses y las diosas, he ahí “Dios/a”. El ser humano, hijo de los australopitecos, primo hermano de los chimpancés, hecho –como todo lo que existe– de átomos formados de restos de antiquísimas estrellas extintas, polvo de estrellas organizado en un cerebro supercomplejo, dotado de capacidad simbólica –la extraña capacidad de imaginar lo que no existe, de intuir en los seres visibles el Misterio del Ser invisible, de transcender el presente–, “polvo de estrellas reflexionando sobre estrellas” (C. Sagan), imaginó unos seres superiores a él, creó a su creador, y se sometió a unas divinidades que ellos mismos crearon, en la esperanza de alcanzar la “salvación”, la paz del corazón, la armonía en la enredada maraña de tantos intereses personales y sociales contradictorios. ¿Lo conseguirá? ¿Las creencias y el culto de los dioses, los códigos sustentados en la voluntad divina y controlados por un estamento sagrado procurarán libertad, justicia, fraternidad a esta especie humana tan admirable y problemática, tan inacabada? ¿Encontrará el necesario consuelo? Es lo que esperaban.
En cualquier caso, hay que reconocer que la construcción religiosa teísta respondió a unas circunstancias culturales, a la necesidad humana social de cohesión y armonía. Así sucede en la evolución de la vida en general, como Darwin tuvo el inmenso mérito de observar y formular: ninguna mutación o forma nueva sobrevive sino en la medida en que dispone de alguna ventaja adaptativa en el medio. Así también las religiones teístas: si surgieron fue porque, en su momento, respondían a una necesidad evolutiva de esta especie humana, y si prosperaron fue porque resultaron ventajosas, o porque no fueron capaces de impulsar ninguna solución mejor.
Milenios más tarde, cuando los tiempos hayan llegado a ser más críticos que nunca y la paz y la supervivencia de todos estén en juego como nunca hasta entonces, los descendientes humanos acabarán por reconocer que la religión teísta, con sus dioses y diosas o con su único “Dios”, no es la solución a sus conflictos personales y grupales, porque la vieja cosmovisión ya no les resulta creíble. Y deberán buscar otra alternativa para que la humanidad pueda respirar, ser libre y fraterna, humana.
“Dios” nació en la edad de los metales, y en la edad de los nuevos metales (acero, silicio, litio, itrio, terbio, tulio, grafeno…), cuando el petróleo se esté agotando y la tecnociencia alcance cotas insospechadas de saber y de poder, “Dios” morirá. Y entonces tal vez se volverá a encontrar con Dios. Entonces, la humanidad, si quiere ser lo que es y vivir de verdad, deberá buscar una nueva manera de dejarse habitar más profundamente por el Aliento Vital, el espíritu universal que le anima en comunión con todos los seres. Ese entonces es ahora.
II Parte. DE “DIOS” A DIOS
En las páginas anteriores he esbozado la génesis del “Dios” teísta en la imaginación humana y su evolución a partir de lo Sagrado sin forma percibido en la naturaleza más cercana y en el cosmos inmenso. Invito ahora al lector a seguir el itinerario inverso recorrido por el sentimiento místico y por la elaboración filosófica de los seres humanos dentro o fuera de las religiones teístas. El camino –existencial, social, político– que va desde el “Dios” teísta hacia el reconocimiento y el culto vital transteísta y transreligioso del Misterio sin forma que habita en todas las formas y que necesita formarse, expresarse, crearse en el mundo también a través de esta especie viviente, la humanidad que somos.
Este camino de vuelta al Misterio o al Silencio se inició en el seno mismo de las religiones teístas (politeístas y monoteístas) desde su origen. La espiritualidad (ética, ecológica, política y mística) transteísta es el destino de nuestro tiempo, tanto para quienes aún siguen alguna religión como para quienes abandonaron definitivamente toda religión y todo “Dios” fabricado. Vamos de “Dios” a Dios, y la utilización o no de este término es lo de menos.
8. Una revolución espiritual más allá del teísmo: el Tiempo Eje
La espiritualidad transteísta es tan antigua como el teísmo, mejor, muy anterior, tan antigua como eso que llamamos “espiritualidad” y que no podemos datar en el tiempo.
Pero hay una época extraordinaria en la historia de la cultura universal, entre los años 800 y 200 antes de nuestra era, en la que el teísmo estalló. En regiones muy distintas y distantes, desde China hasta Europa, se produjo una profunda revolución cultural y, por consiguiente, religiosa, que sigue teniendo plena vigencia. Karl Jaspers, médico psiquiatra y filósofo (1883-1969), denominó a esa época Tiempo Eje o Tiempo Axial[16].
En esa Época Axial –cuya relevancia en el pensamiento se ha vuelto universal–, el ser humano dio un salto en la toma de conciencia de sí, del valor singular del ser humano en el cosmos y de cada individuo en la colectividad, pero también, al mismo tiempo, de la unidad de todos los seres humanos y de la unidad profunda del ser humano con todos los seres. Se reivindicó la razón crítica frente al mito. Nació el anhelo democrático frente a todo autoritarismo.
En el seno de muchas religiones, brotaron poderosos movimientos espirituales de reforma: una espiritualidad mística más allá de las creencias, una espiritualidad ética frente al culto y la doctrina, una espiritualidad mística frente al dogma y el templo, una espiritualidad profético-política del Dios Único más allá de toda imagen humana particular, frente a toda alianza entre la corte y el clero. En el seno de diversas filosofías y religiones, emergió una intensa aspiración hacia el Uno sin nombre. En el corazón del viejo teísmo en todas sus formas se produjo una crisis radical, una fisura definitiva: el politeísmo dio paso al monoteísmo estricto –ético y mesiánico– en Persia y en Israel, y al monismo transteísta en las Upanishad y en la filosofía griega; la religión devino ética política en Confucio, ética mística en Laozi, camino de liberación personal del sufrimiento en Buda y Mahavira, camino de compasión más allá de toda divinidad, dogma y violencia. En ello estamos todavía.
Mencionaré algunas figuras descollantes que llevaron a cabo el profundo cambio de paradigmas cuyo eco persiste y se extiende por doquier. Resulta chocante y dolorosa la ausencia de mujeres en este elenco de nombres. Es el reflejo de una cultura patriarcal que calló, ocultó y sometió a la mujer, una cultura que todas las religiones han legitimado y que los dos monoteísmos más importantes (cristianismo católico e islam) se resisten a derogar en sus teologías e instituciones.
En China, Confucio (s. VI a.e.c.), cuyas enseñanzas se recogen en las Analectas, se alejó de la religión y de las divinidades y se centró en una ética política profundamente humanista; Laozi (s. VI a.e.c.), legendario autor del Dao De Jing, ignoró las creencias y los ritos religiosos y se aplicó a la búsqueda de la armonía mística consigo mismo y con todo lo que es, el Dao indecible y sin forma en todas las formas, no fuera de ellas.
En la India, algunos sabios Brahmanes, a través de la práctica meditativa y el pensamiento, descubrieron (entre el s. IX y III a.e.c.) que todos los dioses no eran sino formas del Brahman o Absoluto sin forma. Buda y Mahavira, por su parte, desinteresándose de todas las creencias y divinidades, enseñaron la vía de la liberación interior del sufrimiento (Buda, s. VI a.e.c.) y de toda violencia (Mahavira, fundador del jainismo en el s. VI a.e.c.).
En Persia, Zoroastro (entre 1.500 y 1000 a.e.c., un verdadero adelantado) inició la transición hacia una fe ética en un Dios único más allá de las representaciones de dioses, incluso de la representación del Dios único. En Israel, profetas como Oseas y Amós (s. VIII a.e.c.), el Segundo y Tercer Isaías (VI y V a.e.c. respectivamente) y Jeremías (s. VI a.e.c.) se levantaron contra una religión de ritos y palabras, y clamaron a voz en grito: “Abre las prisiones injustas, desata las correas del yugo, deja libres a los oprimidos, acaba con todas las tiranías, comparte tu pan con el hambriento, alberga a los pobres sin techo, proporciona vestidos al desnudo y no te desentiendas de tus semejantes. Entonces brillará tu luz como la aurora y tus heridas sanarán en seguida, y te acompañará la gloria de YHWH” (Is 58,6-8).
En Grecia, toda una pléyade de sabios combinó la racionalidad científica y la mirada mística: Tales (s. VII a.e.c.), Heráclito (s. VI-V a.e.c.), Parménides (s. VI a.e.c.), Pitágoras (s. VI-V a.e.c.), Sócrates (s. IV a.e.c.), Platón (s. V-IV a.e.c.), Aristóteles (s. IV a.e.c.). A la vez, el ideal político democrático avanzaba en la polis laica.
En el Tiempo Axial se esboza aquí y allá, de manera todavía local, la superación de la religión hacia la ética y la mística de la bondad universal. Hay quienes dicen que vivimos un nuevo Tiempo Eje análogo a aquel que conoció la extensa franja que va desde China hasta Grecia. Pienso más bien que la humanidad está culminando la transformación cultural y religiosa iniciada hace más de 2.500 años, esta vez a nivel planetario. Y ya no son las antiguas caravanas comerciales de camellos entre China y Grecia –auténticas ágoras culturales –, documentadas ya desde el 1.250 a.e.c., las que provocan la transformación de las ideas y las instituciones a través del encuentro y la relación, sino las rapidísimas tecnologías de la información, con sus indudables ventajas y sus enormes amenazas[17].
La transmisión global instantánea de la información está produciendo una cultura planetaria del conocimiento científico y del cambio acelerado. Ninguna convicción ni institución tradicional queda indemne en esta planetarización momentánea de la información, la tecnología, la producción y el consumo. La universidad, también ella cada vez más interuniversitaria y universal, desempeña ya un papel de primer orden en este proceso cultural, a pesar de que solo un 7% de la población mundial –y solo un 50% de la población “occidental moderna”– posee todavía un grado universitario. ¿Qué pasará cuando toda o casi toda la población –esperemos que pronto– pueda acceder a la Universidad y a todas las tecnologías de la información? Todo lleva a pensar que la crisis global o el fin de las creencias, de las religiones e instituciones tradicionales, de los Dioses y de las religiones teístas es imparable e irreversible.
No tendrá por qué significar de ningún modo que la humanidad abandone la llama de la vida que la ha animado hasta hoy. Podrá significar, bien al contrario, que el Espíritu, el Aliento vital, la espiritualidad, la hondura humana y humanizadora se habrá liberado de dogmas, instituciones y formas que ahogan la Vida. El futuro no está escrito, pero todo sugiere que la difusión de una misma cultura científica tendrá en todas partes el mismo efecto: el fin de la religión teísta. ¿Qué seguirá? En nuestras manos está que se realice aquella profunda aspiración a la armonía universal que movió a Confucio, Mencio y Laozi, a Buda y Mahavira, a Zoroastro, Amós y Oseas, Isaías y Jeremías, a Parménides, Heráclito y Pitágoras, a Sócrates, Platón y Aristóteles, y a tantos hombres y tantas mujeres ocultadas por la historia.
9. Mística transteísta en la sabiduría oriental: Upanishads
Tras esta presentación general del giro místico transteísta que se dio en el seno de diversas tradiciones culturales desde China hasta Grecia durante el Tiempo Eje, voy a referirme a algunos de los testigos más significativos de dicho giro en diferentes cosmovisiones y mundos religiosos. Mencionaré algunas Upanishads de la religión védica de la India, al Maestro Eckhart en la mística cristiana medieval, y a algunos teólogos cristianos de los siglos XX y XXI.
Trasladémonos primero a las ciudades del Norte de la India de entre 800 y 300 a.e.c. Entre la casta de los vaisyas (comerciantes y artesanos), se respira un anhelo de espiritualidad más honda y menos anquilosada que la religión tradicional brahmánica con su excesivo ritualismo, a la vez que rechazan el clericalismo autoritario de los Brahmanes o sacerdotes. No pocos de los Brahmanes más sabios comparten esas mismas aspiraciones. Muchos se retiran a meditar a los bosques y se sientan a los pies de los sabios místicos, empapándose del fruto de su experiencia y su reflexión.
En ese clima y en esa época –en los que se abrirán nuevos caminos de espiritualidad transreligiosa y transteísta como el budismo y el jainismo– surgen, primero como tradición oral, luego como textos literarios (en prosa o en verso), las más antiguas e importantes de las llamadas Upanishads. Son obra de sabios brahmanes anónimos, si bien se atribuyen a figuras legendarias de la sabiduría espiritual como Yajnavalkya, Uddalaka Aruni, Yanaka, Pravahana… (entre ellas, cosa singular, se mencionan por lo menos dos mujeres: Maitreyi, esposa de Yajnavalkya, y Gargi Vachaknavi). En su experiencia meditativa y su reflexión conceptual, llegaron a donde nadie había llegado todavía: la conciencia y la conceptualización de que toda divinidad, incluso eso que llamamos el “Dios único”, no es más que una forma pensada, de que el Absoluto o Brahman impensable e irrepresentable es el Ser verdadero de todo ente, y de que, cuando el ser humano, mirando más al fondo, se libera de las formas ilusorias de su propio pensamiento y de las emociones perturbadas de su ego alienado, se descubre como uno con el Absoluto y, por lo tanto, con el Ser profundo de todo cuanto es.
Trece o catorce de esas Upanishads más antiguas y reconocidas, cima del pensamiento filosófico universal, forman parte del canon literario védico que recoge la “revelación” (shruti) originaria[18]. Constituyen el Vedanta, que significa a la vez culminación y fin de la antigua religión de los Vedas o sabios.
Leamos algunos párrafos que siguen despertándonos o convocándonos a la conciencia de lo que ES, de lo que SOMOS.
“Por la mañana, a primera hora, vemos salir la luz de la semilla primordial / y subir rutilante por el cielo. / Y desde la oscuridad que nos rodea, / resplandeciente desde la cumbre de los cielos, / llegamos al Sol, el Dios de los Dioses, / la Luz suprema, la Luz suprema”[19].
“Hay una Luz que brilla sobre este cielo, sobre todos los mundos, sobre todo lo que existe en los mundos superiores, más allá de los cuales no hay otros –es la Luz que brilla en el interior del ser humano”[20].
Primero es la Luz, la energía originaria que hace que surjan todas las formas. Dios más allá de todos los “Dioses” y del “Dios único”. La luz del alba es la imagen de la Luz que nos hace ser y que somos o podemos ser.
¿Cómo llegaremos a serlo? Las Upanishads lo dicen de diversas maneras: “haciendo cesar los pensamientos” (¿pero es posible?), o “liberándose del pensamiento” –de nuestra identificación con el pensamiento– o “sumergiéndonos en el Ser”, en nuestro verdadero Ser, el Atman, que es idéntico al Brahman, mediante la meditación o la plena atención que conlleva el desapego pleno. “Cuando la mente de un ser humano se sumerge en el Ser, aquel ser humano se libera completamente, [y no se distingue del Ser] , como el agua no se distingue en el Agua, o el fuego en el Fuego, o el aire en el Aire”[21].
La No-dualidad o advaita es la doctrina filosófica preponderante en las Upanishads. Pero ha de evitarse un malentendido corriente: la No-dualidad entre el mundo y el Brahman (Absoluto o Dios más allá de “Dios”) no significa lo que se entiende normalmente por “unidad”. El Absoluto no es contable, luego no se puede decir que Brahman (o Dios) y los entes del mundo visible son ni uno ni dos. Son no-dos, pero también no-uno en la medida en que se entiende “uno” como un número contrapuesto a otros números, una cantidad frente a otras cantidades.
El texto más célebre y citado de la No-dualidad hindú se encuentra en Chandogya: “Uddalaka Aruni dijo a su hijo Shvetaketu: ‘Todos los seres vivos, querido, tienen su propia raíz en el Ser, tienen su propio lugar en el Ser, tienen su propio sustento en el Ser […]. El elemento más sutil es el Ser del mundo entero. Eso es la verdad; esto es el Atman; esto eres tú, Shvetaketu’. ‘Oh, instruidme más, señor’. ‘De acuerdo, querido – dijo él –. Tráeme el fruto de la higuera’. ‘Aquí lo tienes, señor’. ‘Ábrelo’. ’Ya está, señor’. ‘¿Qué ves?’. ‘Estas semillas tan pequeñas, que son como partículas minúsculas’. ‘Abre una’. ‘Ya está, señor’. ‘¿Qué ves?’. ‘Absolutamente nada, señor’, respondió Shvetaketu. ‘Créeme, querido. El elemento más sutil, que tú no puedes percibir, ¡de este elemento tan sutil procede esta higuera! Eso que es el elemento más sutil, es el Ser del mundo entero. Eso es la verdad; esto es el Atman; ¡eso eres tú, Shvetaketu!’. ‘Oh, instruidme más, señor’. ‘De acuerdo, querido –dijo él–. Pon esta sal dentro del agua y vuelve mañana por la mañana’. Así lo hizo. Entonces él dijo: ‘Tráeme la sal que pusiste dentro del agua ayer por la noche’. Cuando la buscó no la pudo encontrar, porque estaba completamente disuelta. ‘Prueba el agua de esta parte. ¿Qué sabor tiene?’. ‘Es salada’. ‘Prueba el agua de esta parte. ¿Qué sabor tiene?’. ‘Es salada’. ‘Pruébala una vez más y ven a mi lado’. Así lo hizo [y dijo]: ‘Es la misma’. Entonces su padre le dijo: ‘Del mismo modo, tú no puedes percibir el Ser aquí, aunque esté siempre presente. El elemento más sutil es el Ser del mundo entero. Eso es la verdad; esto es el Atman; ¡eso eres tú. Shvetaketu!’ ”[22].
En la Upanishad Kaivalya, conocida como Upanishad de la divinidad Shiva, se lee: “Aquel que es el Brahman supremo, / el Atman supremo de todo, el gran fundamento / de todo este universo, más sutil / que lo sutil, eterno, ¡tú eres este!”[23]. Shiva es una forma de Brahman. Para los sabios místicos que compusieron las Upanishads, todas las divinidades son en el fondo nombres y formas de Brahman–Atman que es el Ser de todos los entes. Eso eres también tú.
En una Upanishad anterior, tal vez la más antigua de todas, en un texto paradigmático de la No-dualidad se dice: “Porque cuando parece que hay dualidad, entonces se ve algo, se huele algo, se saborea algo. Pero cuando para el que conoce al Absoluto todas las cosas son el Ser, entonces ¿qué habría que ver y con qué, qué habría que oler y con qué, qué habría que saborear y con qué, qué habrá que hablar y con qué, qué habría que oír y con qué, qué habría que pensar y con qué, qué habría que tocar y con qué, qué habría que conocer y con qué? ¿Con qué se podría conocer todo lo que es conocido? El Ser es aquello que se ha definido como ‘Ni esto, ni esto’. Es imperceptible, porque nunca se percibe, indestructible porque nunca se destruye, intocable porque nunca ha sido tocado, sin trabas, nunca siente dolor ni sufre. ¿A través de qué, Maitreyi, podría conocerse al conocedor? Ya se te ha dado la enseñanza, Maitreyi. Ésta es, en verdad, la inmortalidad, querida. Y al decir esto, Yajnavalkya la dejó”[24]. El que o lo que en nosotros ve, piensa, dice o conoce algo es también el Ser; éste no es, pues, mero objeto de nuestro ver, pensar, decir, conocer. No hay dualidad entre conocedor y conocido, pues somos el Ser que creemos ver, pensar, decir y conocer como objeto exterior. “Entonces Usasta, hijo de Cakra, le preguntó: ‘Yajnavalkya, explícame qué es lo Absoluto [Brahman)], el cual es una institución inmediata y una percepción directa, el ser que está dentro de todo’. Y respondió Yajnavalkya: ‘Aquello es tu ser que está dentro de todo’ ”[25]. En resumen, “Tú eres Aquello”. En esta Upanishad se repite: “Tú eres el Testigo que ve”. No puedes ver al Testigo que eres como un objeto.
Por eso, tampoco se puede decir ni siquiera que Brahman (o Dios) es uno ni muchos, que son categorías objetivadoras de nuestro pensamiento. En la misma Upanishad Brihadaranyaka, en otro célebre texto profusamente citado, leemos: “Entonces Vidagha, el hijo de Sakalya, le preguntó: ‘¿Cuántos dioses existen, Yajnavalkya?’. Y él respondió: ‘Trescientos tres y tres mil tres’. ‘Muy bien –dijo Sakalya–, mas ¿cuántos dioses hay en verdad, Yajnavalkya?’. ‘Treinta y tres’. ‘Muy bien –insistió de nuevo–, mas ¿cuántos dioses hay en verdad, Yajnavalkya?’ ‘Seis’. ‘Muy bien –repuso Sakalya–, mas ¿cuántos dioses hay en verdad?’. ‘Tres’. ‘Muy bien –dijo Sakalya–, mas ¿cuántos dioses hay en verdad?’. ‘Dos. ‘Muy bien –contestó Sakalya’, mas ¿cuántos dioses hay en verdad?’. ‘Uno y medio’. ‘Muy bien –replicó Sakalya–, pero ¿cuántos dioses hay en verdad?’. ‘Uno’. ‘Muy bien –dijo Sakalya y preguntó una vez más– (…): ‘¿Y quién es el único Dios?’ ‘La energía vital es Brahman y se le llama Aquello’ ”[26].
El sabio Yajnavalkya habla de Dios/Dioses, pero remite al Infinito, más allá de “Dios”, de todo nombre, número e imagen. Se puede decir que es uno, o uno y medio o muchos, o mejor todos, o mejor aún el Todo en cada uno de los múltiples seres.
La tradición china, desde hace milenios, le llama Dao o Cielo, y también Señor del Cielo. Las enseñanzas de Buda lo denominan Shunyata (Vacío), y también Nirvana (Extinción), lo que queda cuando se extingue toda forma pasajera (¿Qué queda cuanto se extingue la forma? Nada y Todo). Las antiguas tradiciones indoeuropeas, tanto politeístas como politeístas, lo denominaron Dios (Luz) o God (Invocación) o Bog (Donación). El Referente, más allá de todo significado, es El (Lo, La) Indecible e Innombrable.
Se cuenta que Arnold J. Toynbee, el famoso historiador de las civilizaciones, conversaba en 1963 con su hijo, que de pronto le preguntó: “¿Crees en Dios?”. Toynbee contestó: “Creo en Dios si las creencias hindúes o chinas están incluidas en la creencia en Dios. Pero me parece que los cristianos, judíos y musulmanes, en su mayoría, no admitirían esto y dirían que no es una genuina creencia en Dios”.
Tenía razón, pero creo que es problema de esa mayoría menguante de cristianos, judíos y musulmanes que identifican a Dios con “Dios”, sin percatarse suficientemente de que Dios es más allá y más acá de “Dios”, de toda creencia, significado e imagen.
10. Mística transteísta en el cristianismo: Maestro Eckhart
A nadie le sorprenderá que se califique de “transteísta” al Vedanta hindú o al Dao De Jing chino. Pero muchos sienten aún claras reticencia cuando no un franco rechazo, ante el mero enunciado “mística cristiana transteísta”. No solo entre los teólogos tradicionalistas, sino también entre los reconocidos como críticos y abiertos predominan todavía quienes siguen oponiendo el Dios impersonal de la mística hindú y el Dios personal encarnado de la mística cristiana. Es una oposición construida por la mente humana, al igual que toda imagen de Dios, al igual que la “revelación sobrenatural” sobre la que creen fundarse.
La historia de las religiones, los resultados de las ciencias de la mente humana, los testimonios de la experiencia mística universal y de la propia Biblia certifican la superficialidad de dicha oposición. Lo más genuino de la espiritualidad universal –profundidad de mirada, amplitud de conciencia, comunión de los vivientes en la fuente común de la vida– y lo más genuino de la experiencia del Infinito en la tradición monoteísta judeo-cristiana y musulmana– “misericordia quiero, no sacrificios” (no creencias ni cultos divinos), nos invitan también, hoy más que nunca, a superar dicha oposición, esas querellas de imágenes teístas, esas pretensiones de verdad absoluta que tan profundamente dañan la vida.
Las referencias no tendrían fin, empezando por el principio, el mito de la creación en el libro del Génesis: “El Espíritu aleteaba sobre las aguas” (Gn 1,2). El Espíritu o la Ruah o el Aliento de la vida. Aleteaba o vibraba. Dios es el hálito del Ser o de la Vida que vibra en el corazón de la materia originaria volviéndola matriz fecunda de formas posibles. Y siguiendo por la prohibición bíblica: “No te harás ninguna imagen de Dios”, que es como decir: No te aferres a ninguna idea, a ninguna creencia, a ninguna forma ni hechura, pues sofocarías el Aliento de la Vida en ti y en tu prójimo. Deja a “Dios” por Dios.
Es muy sugerente que el nombre común “Dios” se diga en la Biblia hebrea Elohim (forma plural del término El, que significa “Dios”); “Dios” es un nombre común plural, y solo como tal se puede pronunciar, mientras que el nombre propio y singular de Dios, “revelado” a Moisés en la Zarza Ardiente, el Tetragrama JHWH (“Yo soy el que soy”) nunca se debe pronunciar, pues se refiere al Misterio de Fuego más allá de todo nombre y forma. El nombre pronunciable es común, universal, todos los nombres y formas le pueden convenir, pero ninguno le puede agotar. El nombre o el ser propio, por el contrario, nadie lo conoce y es inefable. Según la Cábala, tradición místico-filosófica judía, Dios es el Infinito que no conocemos ni percibimos sino en sus Sefirots o emanaciones o formas del mundo, más allá de todas las cuales queda el Infinito Desconocido, inefable y oculto que se denomina En Sof.
Ahora bien, se podrá objetar, ¿acaso no fue Jesús un creyente judío fiel a la imagen teísta de Dios como Creador, Providente, Legislador y Juez que eligió para sí a Israel entre todos los pueblos? Sin duda. Jesús compartió una imagen teísta de Dios, al igual que compartió una imagen geocéntrica y antropocéntrica del cosmos, un mundo dividido en estratos (cielo, tierra, infierno) de acuerdo a la milenaria cosmovisión mesopotámica, un mundo con ángeles y demonios, con comienzo y fin, con juicio final, salvación y condena, de acuerdo a la cosmovisión apocalíptica irania. Jesús no podía sino pensar que es “Dios” quien hace que el sol salga y se oculte cada día, y quien hace llover abriendo las compuertas celestes. Por la misma razón, difícilmente podía Jesús no tener una imagen teísta de Dios.
Pues bien, por la misma razón que nos parecería absurdo que, para compartir hoy el Espíritu o la inspiración profunda de Jesús, tuviéramos que seguir imaginando el mundo o los fenómenos meteorológicos de la misma forma que Jesús, por esa misma razón nos debiera parecer absurdo que tuviéramos que seguir manteniendo hoy la imagen teísta de Dios para ser fieles a su experiencia profunda de Dios o de la Realidad última[27]. Por lo demás, y aunque esta razón no sea decisiva, ¿acaso no ponen algunos evangelios en labios de Jesús expresiones que rompen claramente la imagen teísta de Dios? ¿No dice una y otra vez el Jesús de Juan “Yo soy” (la Luz, el Camino, el Agua, la Vida…) o “El Padre y yo somos uno” (Jn 10,30) y afirma a la vez que todo creyente es uno con él y con Dios, “nacido de Dios” como él y “fuente de agua viva” como él, afirmaciones que nos evocan el “También tú eres Eso (Brahman)” de la Kena Upanishad y que nos remiten al Infinito transpersonal y transteista, el Fondo de la Realidad o el puro Ser Absoluto, que no es ni un ente entre los entes ni el Ente Supremo por encima de todos los entes, ni “otro” ni “lo mismo” respecto de los entes, sino el No-Otro o el Absolutamente Otro, como dirá el cardenal Nicolás de Cusa a mediados del s. XV?
Claro que el Jesús histórico no habló así, pero ¿por qué nosotros, en nuestra manera de hablar sobre Dios y sobre Jesús, no habríamos de ser hoy tan libres como lo fue la comunidad de Juan? ¿Ni tan libres como el Pablo de Lucas en los Hechos de los Apóstoles, cuando hace suyas las palabras de un filósofo estoico: “En Dios vivimos, nos movemos y somos” (Hch 17,28) y “Somos de su raza”, palabras que no pocos teólogos abiertos tacharían de “panteístas” si no figuraran en boca de Pablo?
Pero dejaré estas consideraciones y me detendré un momento en un testigo eximio de la experiencia mística y excepcional teólogo, en una época de transición europea a una nueva cultura y a un nuevo lenguaje teológico: el Maestro Eckhart (hacia 1260-1328)[28]. Impresiona su exigencia de desapego o desasimiento (Abgeschiedenheit) de todo, incluso o sobre todo de “Dios”, y de absoluto abandono o confianza (Gelassenheit) en Dios, más allá de todo “Dios”. No menos impresiona su libertad y creatividad teológica. A sabiendas o sin saberlo, asume la filosofía del Vedanta –prolongando la vía recorrida por Evagrio Póntico en el s. IV y por Dionisio Areopagita en el s. VI–, y propone, sin decirlo, una síntesis vital y conceptual de la mística oriental y de la mística cristiana: la realización humana profunda. Siete siglos después, la tarea que emprendió sigue inacabada.
Cuando las religiones tradicionales se hunden, cuando la vieja imagen dualista de Dios como Creador Providente y Señor de lo Alto se desmorona sin remedio en el paradigma científico que de modo imparable acabará imponiéndose en el mundo, las intuiciones de fondo del Maestro Eckhart siguen gozando de plena actualidad. En especial –es lo que me interesa subrayar aquí– sigue teniendo actualidad su llamamiento a liberarse de “Dios” para liberarse en Dios con este nombre o sin él, para ser uno con todo en el Uno sin dos, para empujar la liberación universal en un mundo que gime. Me limitaré a recoger unos pocos textos del Maestro.
La idea nuclear y paradigmática de su pensamiento teológico es el engendramiento del Hijo de Dios y del mismo Dios en el “alma” humana: “Digo aún más: lo ha engendrado igualmente en mi alma […] según el mismo modo en que Él engendra en la eternidad y no de otra forma. Él está obligado a hacerlo, le guste o no. Sin cesar el Padre engendra a su Hijo y añado: me engendra en calidad de hijo, como el mismo Hijo. Y yo voy incluso más lejos: no solamente me engendra en tanto que su hijo, sino que me engendra en tanto que Él mismo y Él se engendra en tanto que yo mismo, me engendra en tanto que su propia esencia, en tanto que su propia naturaleza. […] La operación del Padre siendo Unidad, me engendra igual que a su Hijo único, sin ninguna diferencia”[29]. Por eso puede afirmar: “Yo soy una causa de que Dios sea Dios. Si yo no existiera, Dios tampoco existiría”[30]. Dios no es un Ente anterior, superior, exterior: “Dios no es ni esto ni aquello, como las distintas cosas: Dios es unidad”[31]. Neti, neti (ni esto, ni esto), como se dice en la Brihadaranyaka Upanishad. Dios no es contable, ubicable ni enunciable. Dios es Nada, dirá Eckhart, o es el Uno Todo que se despoja de toda forma y que a nada se contrapone. Puro Ser, solo ES en los entes o en las formas, que solo son por Dios, Fondo y Ser sin forma en todas las formas.
Como la filosofía mística hindú distingue entre el Brahman Saguna (con atributos) y el Brahman Nirguna (sin atributo alguno), como la Cábala judía distingue entre el Dios conocido y el En Sof incognoscible e inefable, Eckhart distingue entre Deidad (impensado, sin propiedad atribuible) y Dios (pensado con propiedades).
La Deidad es Dios: “Es Unidad pura, sin modo ni propiedad, en tanto que Él no es ni el Padre ni el Hijo ni el Espíritu Santo”[32]. Es preciso, pues, despojarse de toda idea sobre Dios para ser plenamente en El, uno con el Uno: “Separad de Dios todo cuanto lo está vistiendo y tomadlo desnudo en el vestuario donde se halla desvelado y desarropado en sí mismo. Entonces permaneceréis en él”[33].
Entonces, en nuestro ser más profundo, afirma Eckhart con atrevimiento, seremos totalmente uno con el puro SER que es Dios. Entre el ser humano, e incluso –aunque esto no lo dice Eckhart– entre todo ser y Dios se da una radical No-dualidad, no porque Dios se identifique a ninguna forma, sino porque es el Fondo de toda forma, y porque el fondo y la forma no son realmente dos, aunque tampoco son uno y lo mismo ni se pueden identificar: “La proximidad entre Dios y el alma es tal que no hay ninguna diferencia. En el mismo acto de conocimiento en el que Dios se conoce a sí mismo (y es en esto y en nada más en lo que consiste propiamente el conocimiento del espíritu completamente aclarado), el alma recibe sin mediación su esencia de Dios. Es por lo que Dios está más cerca del alma de lo que lo está ella misma. Es por lo que Dios reside en el Fondo del alma con su total Deidad”[34]. Doscientos años después, Juan de la Cruz, cima de la poesía y de la mística cristiana, acerca de Dios y del ser humano escribirá que, por la “unión de amor”, “cada uno es el otro y que entrambos son uno” y que “la sustancia de esta alma… es Dios por participación de Dios”[35]. Al Hallaj (s. IX-X), místico musulmán sufí, había proclamado “Soy Allah” y había sido crucificado por ello en la plaza de Bagdad. Farid Al-Din Attar, poeta y maestro persa sufí del siglo XII, escribió un delicioso librito –El lenguaje de los pájaros– en forma de cuento alegórico sobre la unidad del alma o ser profundo con Dios.
Condición indispensable para esta unión radical entre la Deidad más allá de “Dios” y el ser humano es que éste se desapegue enteramente de todo lo que en él constituye forma, dualidad y contraposición. El excelso poeta místico musulmán, Yalal al Din Rumi (s. XI), fundador de la cofradía de los derviches, enseñó que no hay mayor humildad que confesar “Soy Allah”, pues equivale a negarse del todo y afirmar solo a Dios o el Ser[36]. Eckhart escribe: “Cuando el espíritu libre se mantiene en verdadero desasimiento, lo obliga a Dios a [acercarse] a su ser; y si fuera capaz de estar sin ninguna forma ni accidente, adoptaría el propio ser de Dios”[37]. Margarita Porete (El espejo de las almas simples), al igual que tantas beguinas que se embebían en los sermones de Eckhart, enseñará como él que cuando la persona humana se libera enteramente de su yo se hace enteramente una con Dios, y por ello, en 1310, en vida de su maestro, fue quemada viva en la hoguera en la plaza donde se erige el actual Ayuntamiento de París.
Pero ¿es el ser humano, en su constitución biológica, neuronal y social, en el estado actual de su evolución, capaz de desasirse de toda forma física, mental, histórica, y de todo deseo, de toda identificación? Sería imposible sin morir del todo, ¿y acaso es posible morir del todo? ¿Pero acaso es posible vivir del todo sin morir enteramente, digamos mejor, sin darse enteramente? No es posible vivir sin morir, ni ser lo que Somos sin desasirnos de todo lo que somos: tal es el horizonte y la paradoja de la metafísica, de la antropología y de la espiritualidad del Maestro Eckhart.
Es lo que enseñaron en último término las Upanishads, el Dao De Jing y la Bhagavad Gîta. Y las “cuatro nobles verdades” de Buda. Es lo que enseñará Juan de la Cruz: “Quien supiere morir a todo tendrá vida en todo”[38], y la llamada “oración franciscana por la paz”, que aun sin ser del Poverello de Asís recoge plenamente su espíritu: “Hazme instrumento de tu paz. Que allí donde haya odio ponga yo amor. Que no busque tanto ser amado como amar. Porque es muriendo como se renace a la vida eterna”.
Es lo que enseñó Jesús de Nazaret: Solo vive y da fruto la semilla que muere a su forma de semilla para convertirse en espiga, grano y harina y pan para el hambriento. Por eso la cruz de Jesús se convirtió para los cristianos en el símbolo de la Vida dada plenamente y, en consecuencia, plenamente resucitada. ¿Hay otra esperanza para este mundo fuera de la profunda Comunión espiritual y política de los vivientes? ¿Hay mejor modo de nombrar o, mejor, encarnar la Infinita Creatividad buena que habita y mueve el mundo, más allá de toda creencia, divinidad y religión?
11. Teología transteísta de los siglos XX y XXI: de Bonhöffer a Spong
Si el mensaje provocador y subversivo de Jesús no se hubiera convertido en “cristianismo”, si su vida compasiva, libre y sanadora no se hubiera encerrado en una religión de creencias y de poder, si Dios no se hubiera equiparado con la imagen de “Dios” (aun cuando fuere la imagen que Jesús tenía de Dios), si el movimiento de Jesús no se hubiera encorsetado en una Iglesia particular dominante, si la Iglesia no se hubiera hermanado con los intereses del Imperio, si el Espíritu de Jesús no se hubiera identificado con el dualismo platónico y los conceptos aristotélicos, si la fe de Jesús y la fe en Jesús no se hubieran transformado en dogmas, en supuestas verdades reveladas e inmutables…, la historia de Europa y del planeta y su presente hubieran sido sin duda muy distintas.
No se hubieran condenado, desterrado al exilio, quemado en hogueras por herejes a quienes solo pensaban de distinta manera, ni se hubieran organizado sangrientas cruzadas, ni se hubiera aliado la espada con la cruz ni la cruz con la espada para legitimar conquistas y colonizaciones, ni se hubiera desangrado Europa en guerras de religión. Ni la religión cristiana se hubiera acaparado de la espiritualidad, ni, en consecuencia, se hubieran enfrentado la teología cristiana y la filosofía, la Iglesia cristiana y la Modernidad, la fe cristiana y la razón científica. Ni Feuerbach, Marx y Freud hubiesen tenido que formular sus tesis, indispensables aunque claramente reductoras, denunciando el hecho religioso universal como pura y simple alienación psicológica y social.
Y no formulo estas hipótesis porque olvide que la historia es irreversible, sino para recordar que también es contingente. Todo lo que ha sucedido ha sucedido por algo, es resultado del conjunto de los infinitos factores que han intervenido, pero nada ha sucedido porque algún “Dios” así lo haya determinado desde arriba y desde siempre. Ninguna institución ni forma, ninguna creencia ni dogma ni rito ni norma moral concreta es necesaria, “revelada por Dios” e intangible, sino resultado contingente de unas circunstancias históricas –políticas, económicas, culturales, ecológicas– también contingentes.
Este carácter de historicidad y contingencia se aplica también y ante todo a la noción de “Dios”. En la medida en que, al decir “Dios”, le aplicamos alguna idea o imagen, lo limitamos y particularizamos, y muy fácilmente lo convertimos en recurso o arma al servicio de algún interés, y cuanto más inhumano es el interés al que sirve, más perverso es el fantasma que llamamos “Dios”. La historia transcurrida en la Tierra desde que la especie humana creó a “Dios” a su propia imagen y semejanza hace aproximadamente 6000 años es testigo de ello. “Dios” ha servido para lo mejor y para lo peor: en su nombre se ha dado la vida y se ha matado. Ninguna palabra soporta una carga más pesada, ninguna ha sido tan manoseada ni tan quebrantada, como escribió Buber en su célebre texto[39].
Toda palabra –“hombre, “mujer”, “árbol”…– posee un significado construido en última instancia por nuestras neuronas –a partir de la percepción sensorial y de la cultura social aprendida–, pero apunta a un referente real –este hombre, esta mujer, ese olivo– que, en su concreción y misterio último, se nos escapa. Cuando nos quedamos en los significados, ignoramos la realidad en su historia concreta y su enigma último. Lo mismo, solo que de la manera más radical, nos sucede con la palabra “Dios” en cualquiera de sus versiones en las diversas lenguas. Su significado es un constructo mental y cultural, personal y social, y no existe más que en nuestra mente. ¿Y su referente? No es esto ni eso ni aquello, no es nada de lo que percibimos y es la Realidad plena de cuanto percibimos, y no lo podemos imaginar ni decir. Si nos quedamos en el significado –el que fuere– de la palabra “Dios”, dicho significado, en cuanto constructo mental, resulta no solo ambiguo, sino también reductor y alienante para el aliento vital y la vocación de infinitud que habitan al ser humano.
Por eso existieron profetas, dentro o fuera de las religiones establecidas, que clamaron con razón no solo contra los abusos cometidos en nombre del constructo “Dios/a”, sino también contra toda identificación de dicho constructo con una realidad particular, cuánto más con la Realidad Absoluta.
Nadie lo hizo con la lucidez y brillantez de Friedrich Nietzsche (1844-1900), en los albores del s. XX. Nadie vio y expresó con tanta antelación y claridad como él el acontecimiento más decisivo de su época, que es la nuestra: el fin cultural del significado de “Dios” como constructo mental milenario, la agonía o la muerte irreversible de “Dios” en el pensamiento, su desaparición del horizonte y el gigantesco vacío que deja, el vértigo mortal que provoca, el formidable desafío que abre: cómo reubicarnos en el cosmos infinito y salvarnos sin “Dios”, sin un Ente supremo, sin Causa primera, sin Verdad definitiva, sin explicación de lo inexplicable, sin otro fundamento de la ética más que la propia conciencia ética, sin otro remedio para nuestras angustias más que la experiencia profunda de nuestro ser y de todo cuanto es, sin otra salvación para nuestra finitud más que la dimensión absoluta e infinita de la propia finitud.
Lo que ocurre es que el espíritu humano no se ha desplegado aún suficientemente para abrirse al Infinito transteísta que le habita en lo más profundo. La especie humana no ha evolucionado aún lo bastante para liberarse de todo “Dios” y sumergirse en Dios, encarnar a Dios o realizarse plenamente como ser humano libre, inocente y hermano. Contra la lectura habitual que se sigue haciendo de Nietzsche, la perspectiva transteísta (“Muerte de Dios”) y el horizonte transhumano (“Superhombre”) se funden en él, son dos formas complementarias –la primera negativa, la segunda positiva– de la misma visión profunda. Negar al “Dios” inexistente –muerto ya o en estado terminal en el pensamiento filosófico, en la cultura en general– es la condición necesaria para afirmar a Dios como Infinitud de lo Real (“¡Cuántos mares todavía! ¡Cuántos nuevos dioses!”), y para afirmarse plenamente en Ello/Ella/Él (“Voluntad de poder”). Nietzsche es un profeta visionario y en el fondo místico de la muerte de “Dios” como reivindicación de lo Real inagotable, de la posibilidad sin fin que anima a la materia, al Cosmos, a la Tierra y a este ser humano apenas todavía despertado a su ser.
En los umbrales del s. XX, Nietzsche trazó un nuevo marco o paradigma de lenguaje sobre Dios: más allá de la moral, del dogma y del templo, más allá de la religión, de “Dios” o del teísmo. Pero su estilo aforístico, paradójico y cáustico resultó ser demasiado provocador y peligroso para la inmensa mayoría. ¿Es que vivió antes de tiempo? Fueron más bien las instituciones religiosas y sus teólogos quienes vivían fuera de su tiempo, anclados en el pasado.
Sin embargo, entre los años 30 y 70 del siglo XX, hubo una fecunda generación de teólogos cristianos europeos y anglosajones (Bonhöffer, Cox, Vahanian, Robinson, Van Buren, Altizer, Hamilton, Tillich), de iglesias protestantes todos ellos, que afrontaron de lleno el desafío de Nietzsche. Se esforzaron por comprender y pensar –en consonancia con las ciencias y la filosofía moderna– la crisis de “Dios” y de la religión como acontecimiento teológico crucial de la época, elaborando “teologías” de la secularización y de la muerte de “Dios”.
En la cárcel nazi de Tegel, el joven y prometedor teólogo Dietrich Bonhöffer abogaba por un “cristianismo sin religión”, y escribió el famoso aforismo, no fácil de traducir, que vale por todo un tratado teológico transteísta: “Einen Gott den es gibt gibt es nicht”. A la letra: “No hay un Dios que hay” (como hay agua en una botella). “Un Dios existente como Ente no existe”. Poco antes de ser ejecutado en la horca, invitaba a vivir “ante Dios sin Dios”, o en Dios sin “Dios”[40]. El Maestro Eckhart estaría plenamente de acuerdo. Unos años después, Paul Tillich, huido del nazismo a EEUU, predicaba a sus oyentes asombrados que quizás tendrían que olvidar todo lo que habían aprendido sobre Dios, tal vez incluso la propia palabra, y enseñaba que Dios es el nombre de la “Profundidad infinita e inagotable” de la realidad y que el “Fondo de todo ser es Dios”[41]. John A.T. Robinson, a su vez, afirmaba que “en tanto que Ente, Dios carece de futuro”[42].
Desgraciadamente, no fueron seguidos ni por los teólogos ni por las iglesias protestantes, cuánto menos por las católicas. Fueron reprobados y eclipsados por los “grandes”: Karl Barth del lado protestante y Hans Urs von Balthasar y K. Rahner en el lado católico. Pero la tarea quedó entonces y en buena parte sigue aún pendiente: el paso de una teología teísta a una teología realmente coherente con las ciencias, mística, transteísta y transreligiosa. No han faltado insignes pensadores y testigos que se comprometieron en la tarea por fidelidad al Misterio y a la Razón, como no habían faltado precursores (sobre todo Rudolf Bultmann, 1884-1976). Nombraré algunos.
Alfred N. Whitehead (1861-1947), matemático, filósofo y teólogo, ya había hecho un admirable esfuerzo por decir Dios en coherencia con las ciencias, concretamente con el carácter radicalmente dinámico y evolutivo de la realidad: Dios es la fuente inagotable de nuevas posibilidades sin fin, el permanente proceso que se desarrolla en el corazón de todo lo real.
Raimon Panikkar (1918-2010), hijo de padre hindú y madre catalana, una de las máximas figuras espirituales y teológicas del siglo XX, aunó en su vivencia espiritual y en su pensamiento la sabiduría más profunda de Oriente y Occidente, hasta reconocerse hindú, budista y cristiano a la vez. Lo recuerdo respondiendo a la pregunta “¿Existe Dios?” con su viveza iluminada y serena: “Depende de lo que Ud. entienda por Dios”. Dios no existe como entidad sobrenatural. Dios es la realidad última que somos, como dice Kena Upanishad, o que estamos llamados a realizar en nosotros, de modo que todos podemos llegar a decir, como el Jesús de Juan: “Yo Soy”[43]. ¿Qué es, pues, la experiencia de Dios? “… No es experiencia de nada: es la pura experiencia… Es la raíz máxima de toda experiencia. Es la experiencia en profundidad de todas y cada una de las experiencias humanas”[44]. ¿Y qué es la verdadera mística? Es “la experiencia de la Vida”, la vida en su hondura y plenitud[45].
Por esa línea de pensamiento discurren, cada uno con su acento propio, Willigis Jäger, Marià Corbí, José María Vigil, Juan Masiá, Enrique Martínez Lozano, Javier Melloni…[46]. Mención aparte merece Eugen Drewermann con su inmensa obra de reinterpretación psicológica de la Biblia y de los dogmas, su labor como psicoterapeuta y maestro espiritual, su deconstrucción lúcida del sistema religioso clerical, y la dura condena eclesiástica sufrida por ello[47].
Terminaré citando al obispo episcopaliano John Shelby Spong, ya nonagenario pero aún activo y exitoso[48]. Al final del primer capítulo de Por qué el cristianismo debe cambiar o morir dice de sí: “Así es como me defino: un creyente que vive cada vez más exiliado de las formas tradicionales con las que, hasta hoy, se ha proclamado el cristianismo”[49]. Es singular y admirable que un obispo se confiese de esta manera ante su Iglesia. Y es lamentable que sea incomprendido por la gran mayoría de su propia Iglesia.
En 1999, poco antes de jubilarse, formuló “doce tesis” sobre lo que debía cambiar en la teología cristiana. Las dos primeras tesis dicen: “1. El teísmo como forma de definir a Dios ha muerto. Dios ya no puede ser pensado con credibilidad como un ser sobrenatural por su poder, que habita en el cielo y está listo para intervenir en la historia humana periódicamente e imponer su voluntad. Por eso, la mayor parte del lenguaje actual sobre Dios carece de sentido; lo cual nos lleva a buscar una nueva forma de hablar de Dios. 2. Dado que Dios no puede pensarse ya en términos teístas, no tiene sentido intentar entender a Jesús como la encarnación de un Dios teísta. Por eso, la Cristología antigua está en bancarrota” (http://www.servicioskoinonia.org/relat/436.htm). Ni Dios teísta ni Cristo teísta.
Busca nuevas imágenes de Dios, más allá del teísmo. El IV cap. de Un cristianismo nuevo (p. 65-81) lleva como título: “Más allá del teísmo, pero no más allá de Dios”. Y frente a la acusación de que lo que propone ya no es cristianismo, sino otra religión, desde el primer capítulo reconoce: “No tengo ninguna intención de intentar crear una nueva religión. Soy cristiano e iré a mi tumba como miembro de esa familia de fe”. Es justamente consciente de que todo intento de crear una nueva religión está condenado al fracaso, pero lo que propone es mucho más que una nueva Reforma, por radical que ésta fuera: un cristianismo en paradigma transteísta y transreligiosa. Otro cristianismo.
11. Dios más allá de un “Dios personal”
Acabamos de leer un texto en el que el obispo J.Sh. Spong afirma sin tapujos que ya no podemos seguir pensando en un “Dios personal”. Sin embargo, para la mayoría de los teólogos, incluso los más críticos, la cualidad personal de Dios sigue siendo esencial e irrenunciable. Frecuentemente acusan a los no-teístas de ceder al “gnosticismo de moda” y reducir a Dios a mera energía cósmica o a una vaga realidad impersonal y panteísta, sin apenas matizar los términos. Apunto unas reflexiones al respecto:
1) En la medida en que el término “persona” designa un yo o un centro de conciencia frente al resto de la realidad, es absurdo concebir la Realidad Absoluta como una “persona”, un yo, un centro de conciencia frente a todo lo demás.
2) En la medida en que llamamos relación “personal” a una relación entre dos, tampoco tiene sentido atribuir a Dios este tipo de relación dual, pues Dios no se suma con nada ni con nadie; “alguien o algo + yo” somos dos, pero no se puede decir “Dios +” (otra realidad cualquiera); Dios no se suma ni se resta a nada; Dios y yo no somos dos, lo que no quiere decir que seamos uno en sentido numeral contable.
3) En el fondo, aplicamos a Dios nuestra cualidad “personal” solo porque somos nosotros los que hablamos de Ella/El/Ello; en realidad, hablamos de “Dios”, es decir, de nosotros mismos.
4) Es ingenuo dividir el mundo entre seres impersonales y personales, y es presuntuoso pensar, como aún se piensa a menudo, que la propiedad “personal” del ser humano con su inteligencia y voluntad, mente y sentimientos, es “superior” a las propiedades de los demás animales (por ejemplo), como si fuéramos el centro y la cima de la creación y la imagen de Dios. Y es colmo de ingenuidad y presunción, o de idolatría, pensar que Dios o la Realidad Absoluta –de la que todo brota y que a nada se contrapone, que hace ser cuanto es y que a nada se parece–, es como el ser humano, más bien que como la energía o el electromagnetismo o la luz de la que surgió este universo y tal vez surgen sin cesar otros universos, o las partículas atómicas que existen fuera de nuestro espacio y tiempo, o el aire, el agua, el sol, la flor, el árbol o un animal cualquiera, u otras formas infinitas del universo. ¿Qué significa inferior y superior y qué sabemos de lo que hay en el universo?
5) ¿Y qué es eso que llamamos “personal” (conciencia, sentimiento, libertad…) sino fenómeno emergente del cerebro, complejísima red de neuronas, células, moléculas, átomos, partículas… en movimiento y relación de todo con todo? ¿Y qué nos hace pensar que esta especie humana tan maravillosa y terrible es una especie acabada, que no surgirán o haremos surgir formas “personales” superiores, o que no hay en algún lugar o en infinitos lugares formas de vida “personal” “superiores” o simplemente distintas?
6) Y por poco que extendamos la mirada hacia el universo infinitamente grande con sus billones de galaxias, cada una de las cuales cuenta entre 200 y 400 mil millones de estrellas, o hacia el universo infinitamente pequeño que asoma en cada átomo, y si pensamos por un momento que tal vez vivimos en uno de los muchos universos que existen, ¿qué nos puede llevar a seguir pensando que esta cualidad “personal” de esta nuestra pobre especie humana Sapiens (con su “yo” y su egoísmo, sus amores y odios, satisfacciones y angustias) es la cualidad suprema de Dios o Fondo último o Fuente inagotable del ser?
7) Con todo ello no quiero decir en absoluto que Dios sea “algo impersonal”, una realidad confusa y apagada carente de la luz de la conciencia y de la llama del amor. Quiero decir más bien que la Hondura última o la Realidad fontal de todo lo real es absolutamente transpersonal, más que personal[50], infinitamente más allá de todo algo y de todo alguien, eterna Presencia sin aquí ni allá, eterno Proceso sin antes ni después, Espíritu o Ruah que nos mueve y habita y hace ser, eterna Comunión creándolo todo y creándose en todo.
12. Cambiar de “Dios” para cambiar el mundo
Así, pues, el significado teísta de la palabra “Dios” hace aguas por todas partes. Siempre presentó fracturas mortales, y las mentes más lúcidas y los ojos más místicos lo transcendieron siempre. Pero, a lo largo del s. XX, ese Dios teísta fue entrando en un estado crítico y terminal cada vez más profundo, debido al desarrollo de las diversas ciencias humanas (psicología, sociología, historia, hermenéutica…) y exactas (astronomía, física nuclear, neurociencias, biogenética…) y debido a la planetarización de la información. La imagen teísta de Dios, creada hace aproximadamente 6000 años allá por Irak, está desapareciendo; algún día, no demasiado lejano, desaparecerá del todo o sobrevivirá en los museos.
¿Por qué? Simplemente porque ya no es creíble o porque ya no sirve. Ya no explica el Big Bang: y a quien sostenga, no sin alguna razón, que todo necesita una causa para ser, cualquiera podrá responderle que ello no justifica que recurramos a una Causa Primera extramundana y eterna para explicar el comienzo del mundo temporal, que un Dios Causa explicativa no deja de ser un constructo lógico humano, y que tan lógico o más que pensar en un Dios autosuficiente y eterno como Creador del universo es pensar en un universo o multiverso autosuficiente y eterno. Sea como fuere, cualquier niño le podrá preguntar con razón: “¿Y a Dios quién lo creo?”, y no podrá responderle sino con subterfugios.
La imagen teísta de Dios ha servido para explicar la existencia del mundo y para mantener el orden, para promover la bondad y evitar el daño mutuo. Pero esa imagen de Dios no cabe en el marco cultural de nuestro tiempo, ya no entra dentro de lo “creíble disponible” (P. Ricoeur) de nuestra época. Y por lo tanto ya no sirve. Ya no podemos seguir diciendo “Dios” como explicación, causa, fundamento o justificación de nada[51].
Por lo demás, salta también a la vista que no hay ni más orden y bondad ni menos mentira e injusticia entre quienes mantienen la creencia en la existencia de Dios que entre quienes la han abandonado. Si ha habido más creyentes buenos que no creyentes buenos, es simplemente porque los “creyentes en Dios” han sido hasta hoy muchísimo más numerosos que los “no creyentes”. Simplemente por eso, de ningún modo porque la creencia en la existencia de un Dios haga a nadie mejor que quien no cree en ese Dios. Basta mirar al pasado y al presente. Y basta leer, por ejemplo, a Confucio, a Mencio y Lao-Zi, o la parábola del Buen Samaritano: un samaritano, considerado en aquel tiempo por los judíos piadosos como hereje o ateo es presentado por Jesús –¡qué provocación para los creyentes presuntuosos de entonces y de hoy!– como modelo de persona buena, de quien mira al herido, se compadece, se acerca, derrama aceite y vino sobre las heridas y cuida de él.
No se trata de mero “cambio de Dios”, sino de transformación del mundo. De cambiar el mundo: de eso se trata. Y, como escribió Rafael Sánchez Ferlosio, “mientras no cambien los dioses, nada cambiará” en el mundo. El paso de una teología teísta a una teología realmente coherente con las ciencias, mística, transteísta y transreligiosa es una tarea cultural decisiva, una tarea filosófico-teológica y política perentoria, si queremos culminar aquel éxodo que los más sabios intuyeron y empujaron hace 2.500 años, si queremos transitar hacia otra humanidad necesaria y posible, hacia una época inseparablemente espiritual, económica y política realmente nueva de esta nuestra problemática especie.
Una conclusión abierta: ¿Creo en Dios?
Si me preguntan o – lo que sucede a menudo– me pregunto a mí mismo si creo o no en Dios, respondo que sí y que no, según cómo se entiendan los términos creer y Dios.
Si creer se entiende como tener por cierta una afirmación o la existencia de algo, no creo en la existencia de “Dios” en su significado teísta, ni en ningún dogma en su significado literal tradicional.
En realidad, creer o no creer en ese sentido, tener por ciertas determinadas afirmaciones sobre Dios, incluso la afirmación de su existencia, me parece no solo irrelevante sino absolutamente indiferente para aquello que es lo esencial en la vida, de acuerdo a lo enseñado por los grandes maestros espirituales de todas las tradiciones, religiosas o no. Y sea cual fuere el significado que se le dé al término Dios, creer o no creer en su existencia es de por sí igualmente indiferente. La vida es lo que importa.
Pero creer puede tener otro sentido ligado justamente a la hondura última de la vida, como la propia etimología lo sugiere. Creer se deriva, en efecto, del latín credere, y éste se compone de una doble raíz indoeuropea: kerd (de donde corazón, cordial, acuerdo, coraje…) y dheh (poner, dejar, donar, entregar…). Dónde ponemos el corazón, es decir, el centro o el fondo verdadero de nuestro ser: he ahí la cuestión.
Liberarse de miedos, ambiciones y rencores, y secundar nuestra aspiración más profunda a ser plenamente dándonos del todo: he ahí el verdadero creer, independientemente de que se profesen unas creencias u otras o no se profese ninguna. “Misericordia quiero, no sacrificios”, dijo Jesús y es lo que importa: la misericordia feliz, no templos ni dogmas, ni dioses ni religiones. En ese sentido creo en Dios. Y quiero creer.
Pero ¿qué quiero decir cuando digo Dios, cuando digo que creo y quiero creer en Dios? No me refiero a un “Dios” teísta, Señor de lo alto, Algo frente a algo, Alguien frente a alguien, una realidad frente a la realidad del mundo, un sujeto personal frente a otros sujetos, un Ente Supremo y masculino, creador y regidor del mundo, legislador y juez dotado de atributos personales (conciencia de sí y del otro, ideas, emociones…). No creo en “Dios”. Respeto profundamente a quienes siguen hallando en él un impulso para la bondad, pero no “creo” en su existencia y pienso que no es bueno que se le “entregue el corazón”, si queremos engendrar una humanidad mejor en una mejor comunidad de vivientes.
Cuando digo Dios quiero decir: el Misterio bueno e indecible que lo habita todo, el Fondo infinito de todo lo real, la Fuente eterna e inagotable de la realidad, la Presencia creadora y transformadora que sustenta y mueve a todas los seres o formas de ser, el Amor liberador que alienta en el corazón del mundo que gime, el “Reino de Dios” del que hablaba Jesús como la realidad última oculta y presente y activa en todo: en la flor del viñedo, en la espiga del trigo, en el zorzal que canta, en la sonrisa de un bebé, en las lágrimas de un desahuciado, en el drama de un refugiado, en la acción de un profeta.
Entendiendo en ese sentido el término creer y el término Dios, hoy y aquí el corazón y la razón me llevan a confesar: Creo en Dios o quiero creer en Dios, es decir: poner mi corazón en la Nada que es el Todo, en el Vacío que es la Plenitud, en el Ser o el Corazón indiviso de todos los seres, que se esconde y se revela y ES en todo. En el Misterio profundo y sensible como una entraña materna que engendra y da a luz todas las formas. En la Llama de la Consciencia universal de la que todos los seres son chispas, chispitas del mismo Fuego sin forma.
Y no importa cómo se le llame o que ni siquiera se le dé ningún nombre. Yo la/lo llamo Dios, porque es el nombre y la palabra que llevo más adentro y no sé cómo llamarlo de otro modo y aún necesito llamarle de algún modo. Pero eso importa poco.
Lo que importa es entregar el corazón, confiar en la Realidad, hacerse samaritano compasivo de toda criatura doliente, y ser lo que SOMOS eternamente. Eso es en realidad creer en Dios, independientemente de las creencias. Y es la forma de crear a Dios o de recrear el mundo.
En: Después de Dios. Otro modelo es posible (Nuevo Tiempo Axial, 2021, pp. 93-143.
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- La primera cuestión que se plantea es la propia grafía del término Dios: con comillas o sin ellas, en mayúscula o minúscula, en masculino o femenino, en singular o plural… He aquí mi opción, parcial y discutible: para el singular y el plural, sigo el criterio común; lo escribo entre comillas cuando me refiero al significado convencional, teísta, del término, y sin comillas cuando me refiero a la Realidad más allá de toda imagen y significado; cada vez debería escribir “Dios/a”, pero resultaría fastidioso y no lo haré siempre. ↑
- He aquí, por mencionar algunas, cuatro obras que representan otras tantas perspectivas de la “historia” de Dios: Francisco Díez de Velasco, Hombres, ritos, dioses. Introducción a la Historia de las religiones, Trotta, Madrid 1995; R. Panikkar, “Dios en las religiones”, en Misión Abierta 10 (1985), artículo recogido en Obras completas II. Religión y religiones, Herder, Barcelona 2016; Karen Armstrong, En defensa de Dios. El sentido de la religión, Paidós, Barcelona 2009; Juan Martín Velasco, “Dios en el universo religioso”, en Interrogante: Dios, Cuadernos Fe y Secularidad¸ Sal Terrae 1996, 5-49. ↑
- Cf. Francisco Díez Velasco, Hombres, ritos, dioses, o.c., p. 67-85. ↑
- Un estudio de la Universidad de Oxford (“Complex societies precede moralizing gods throughout world history”) sobre centenares de culturas muestra que la idea de la deidad como Ser poderoso, omnisciente vigilante, y moral aparece después de que la especie humana dejara la vida en la tribu y aumentara la complejidad social. No fue, pues, la sociedad moral la que se desarrolló a partir de la fe en divinidades morales, sino más bien a la inversa: la fe en los dioses fue fruto de una sociedad moral. Versión digital en Nature 568 (2019), p. 226–229: https://www.nature.com/articles/s41586-019-1043-4?WT.ec_id=NATURE-201903&sap-outbound-id=2CA587C6A16868DADBBDCBC2CC33527E03887B95. El estudio sitúa el origen de dichas divinidades hacia el año 3000 a.e.c. (es decir, en la época de la invención de la escritura, en Sumeria). Parece, sin embargo, probable que los Dioses hayan nacido algún milenio antes, como enseguida apuntaré. ↑
- Un himno sumerio a Inanna, en uso en los templos antes del año 2.000 a.e.c. dice: “A la que viene de los cielos, a la que viene de los cielos, quiero decir: ¡Salud! A la hieródula [mujer que desempeña alguna función en el culto] que viene de los cielos, quiero decir: ¡Salud! A la gran Dama de los cielos, Inanna, quiero decir: ¡Salud! (…). Hacer del varón una hembra, y de la hembra un varón, te corresponde, oh Inanna…” (Cahiers Evangile, Oraciones del Antiguo Oriente, Verbo Divino, Estella 1979, p. 8-9). Otro himno sumerio a Enlil canta: “Enlil, hasta lo más remoto su orden es augusta y santa su palabra; lo que sale de su boca es cosa inmutable, un destino establecido para siempre” (ib. p. 10). ↑
- Cf. J. Campbell, Diosas: el misterio de lo divino femenino, Atlanta, Vilahur 2015; https://es.wikipedia.org/wiki/Diosa ↑
- https://es.wikipedia.org/wiki/Ixchel; https://es.wikipedia.org/wiki/Coatlicue; https://es.wikipedia.org/wiki/Mama_Quilla; https://es.wikipedia.org/wiki/Pachamama ↑
- Diosas y Dioses de la vieja Europa (7.000-3.500 a.e.c.), Siruela, Madrid 2014. ↑
- Así tenemos en la India a Varuna y Mitra como dioses de la primera función, la de la soberanía suprema; a Odín y Thyr en Escandinavia; a Zeus y Júpiter en Grecia y Roma; dioses de la segunda función, la de la guerra, son claramente Indra en la India, Thor en Escandinavia y Marte en Roma. ↑
- Por ejemplo: Juno, diosa del matrimonio y de la maternidad, en Roma; Freyja, diosa del amor, la belleza y la fertilidad, en las religiones nórdicas y germánicas; la diosa madre Austeja, diosa de las abejas, en la religión báltica. Destacan las tres diosas madres de la religión celta: Epona, Rhiannon (protectoras de los caballos; se trataría en realidad de la misma figura) y Brighid, la más popular de las diosas celtas, asistenta en los trabajos y sanadora de las enfermedades, que perduró en la figura mitológica cristiana de Santa Brígida. ↑
- Cf. Karem Armstrong, Una historia de Dios. 4000 años de búsqueda en el judaísmo, el cristianismo y el islam, Paidós, Barcelona 2016. ↑
- Cf. José Antonio Cervera, “La interpretación ricciana del confucianismo”, en https://www.redalyc.org/pdf/586/58637201.pdf ↑
- Cf. E. Benveniste, Le vocabulaire des institutions indo-européennes, Minuit, Paris 1969, vol. II (tercera parte o “libro” dedicado al vocabulario religioso. ↑
- Llama la atención que los términos que significan “divinidad” en las religiones semíticas –no indoeuropeas y cuna de los tres grandes religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo, islam)–, los términos Ilam en acadio, Elohim en hebreo, Allah en árabe… proceden de la raíz ellu que tiene la connotación de “brillo”, “pureza”, “luminosidad” (K. Armstrong, En defensa de Dios, o.c., p. 38). ↑
- Cf. https://es.wikipedia.org/wiki/Bhaga. ↑
- Origen y meta de la historia, Ed. Altaya, Barcelona 1995 (original de 1949). ↑
- R.A. Denemark, Gods, Guns, and Globalization: Religious Radicalism and International Political Economy, Routelege, Londres, 2000. ↑
- La ciencia del Brahman. Once Upanishad antiguas, Universitat de Barcelona – Trotta, Madrid 2000. La antología no recoge tres de las principales Upanisadhs: Brihadaranyaka, Chandogya y Kaivalya. ↑
- Chandogya Upanishad III,17,7 (hacia el s. IX-VIII a.e.c.). Cit. en R. Panikkar, Iniciación a los Vedas, Fragmenta, Barcelona 2011, p. 54. ↑
- Chandogya Upanishad III,13,7. Cit. ib., p. 54. ↑
- Maitrayana Upanishad VI,34. Cit. ib., p. 58. ↑
- Cit. ib., p. 94-95. ↑
- V. 16, fin de la Upanishad. Cit. ib., p. 97. ↑
- Brihadaranyaka Upanishad IV,5,15. Cit. según Gran Upanishad del Bosque (Con los comentarios advaita de Sankara. Edición de Consuelo Martín), Trotta, Madrid 2002, p. 414. ↑
- Brihadaranyaka Upanishad III,4,1. Cit. ib., p. 261). ↑
- III,1-9, cit. ib., p. 292-294. ↑
- Cf. José Arregi, “Deus de Jesus, mais além, para lá da sua imagen de Deus” (El Dios de Jesús más allá de su imagen de Dios), en Anselmo Borges (coord..) Deus aina dem futuro?, Gradiva, Braga 2014, p. 205-230. ↑
- Cf. Meister Eckhart, El Maestro Eckhart. Obras alemanas. Traducción, introducción y notas de Ilse M. de Brugger, Edhasa, Barcelona 1983 (incluye cincuenta y nueve sermones, más las Pláticas, y los tres tratados, El Libro de la Consolación Divina, Del hombre noble, y Del desasimiento) (lo citaré como Obras alemanas); Maestro Eckhart, Obras escogidas. Traducción Violeta García Morales y Herman S. Stein, Edicomunicación, Barcelona 1998 (incluye veintiocho sermones, más el sermón Del nacimiento eterno, y los tratados Del hombre noble y Libro del consuelo divino (lo citaré como Obras escogidas); una presentación general, seguida de una selección de textos: José Amando Robles, “El Maestro Eckhart. Maestro de la realización humana plena”, en Cuadernos de la Diáspora n. 21 (2009), p. 85-144. ↑
- Sermón Justi autem in perpetuum vivent, en Obras escogidas, p. 133. ↑
- Sermón, Beati pauperes spiritu, quia ipsorum est regnum coelorum, en Obras escogidas, p. 196-197. ↑
- Sermón, Scitote, quia prope est regnum Dei, en Obras escogidas, p. 163. ↑
- Sermón Intravit Iesus in quoddam castellum, en Obras escogidas, p. 122. ↑
- Sermón Permaneced en mí, en Obras alemanas, p. 319. ↑
- Sermón In diebus suis placuit deo et inventus est justus, en Obras escogidas, p. 140. ↑
- Cántico 12,7.8 y Llama B, 2,34. ↑
- Cf. por ejemplo su Fihi ma Fihi. El libro de la vida interior, Paidos, Barcelona 1996, p. 70-72, 243… ↑
- Tratado Del desasimiento, en Obras alemanas, p. 145. ↑
- Avisos procedentes de Antequera, 2. ↑
- Eclipse de Dios. Estudios sobre las relaciones entre religión y filosofía, Sígueme, Salamanca 2003. ↑
- Resistencia y sumisión. Cartas y apuntes desde el cautiverio, Sígueme, Salamanca 2008. ↑
- Se conmueven los cimientos de la tierra, Ariel, Barcelona 1968. ↑
- Exploración en el interior de Dios, Ariel, Barcelona 1969. ↑
- Cf. La plenitud humana. Una cristofanía, Siruela, Madrid 1999. ↑
- La experiencia de Dios, PPC, Madrid 1994, p. 35-36. ↑
- De la mística. Experiencia plena de la Vida, Herder, Barcelona 2005. ↑
- Es muy ilustrativo el debate de éste con José Cobo, decidido teísta, en Dios sin Dios. Una confrontación, Fragmenta, Barcelona 2016. ↑
- Véase, por ejemplo, en Dios inmediato (conversaciones con G. Jarzcyk), Trotta, Madrid 1997. Hay que destacar también la obra de Sallie McFague, por ejemplo: Modelos de Dios, Sal Terrae, Santander 1994 (privilegia la metáfora del mundo como “cuerpo de Dios”). ↑
- Una buena presentación y selección de textos: Domingo Melero, “Dios sin teísmo”, en Cuadernos de la Diáspora 21 (2009), p. 145-200. Dos obras principales: Why Christianity must change or die (Por qué el cristianismo debe cambiar o morir), HarperSanFrancisco, Nueva York 1998; Un nuevo cristianismo para un mundo nuevo (2002), Abya Yala, Quito 2011. En una perspectiva teológica y pastoral similar, aunque con menos proyección, también el sacerdote jesuita Roger Lenaers, igualmente nonagenario, ha abogado con gran libertad por “otro cristianismo posible”. ↑
- Why Christianity, p. 20-21. ↑
- Cf. H. Küng, El cristianismo y las grandes religiones, Libros Europa, Madrid 1987, p. 255-257. 466-468. ↑
- Eberhad Jüngel, en Dios misterio del mundo (Sígueme, Salamanca 1984), ofreció un extraordinario análisis de la utilización del concepto de Dios como causa primera y fundamento necesario del mundo, la moral…, y de la aporía filosófica y teológica a la que ha conducido. ↑