¿DIOS QUE CASTIGA O DIOS ANTICASTIGO?

¿Tiene sentido afirmar todavía que Dios castiga? ¿No se trata de una imagen que pervierte inevitablemente la imagen teológica de Dios? Los análisis de Freud, las invectivas de Nietzsche, el resultado de la pastoral del miedo y de la teología del castigo, pero también una hermenéutica bíblico-teológica mínimamente rigurosa y, quizás ante todo, las atrocidades de conciencia sufridas por innumerables creyentes a lo largo de siglos ¿nos permiten seguir afirmando todavía que “Dios castiga”?

I. PROBLEMATICA

Señalo, en una primera aproximación, los diversos frentes en los que se plantea la problemática, así como los interrogantes que suscita.

1. Cuestiones pastorales

Hace un tiempo – demasiado poco, ciertamente – que callaron en iglesias y Casas de Ejercicios aquellas terribles voces que hablaban del castigo de Dios. Terribles voces que fomentaron más angustia que esperanza, más temor que virtud, más cumplimiento que fidelidad, más sumisión que adhesión. Voces que hicieron más enfermos que santos y más ateos que creyentes.

Es verdad que a veces se vuelven a oír insinuaciones veladas o manifestaciones abiertas de quienes querrían recuperar en la predicación la advertencia del juicio, el aviso del infierno, la memoria del castigo. Quizá se trata de nostalgias de un pasado donde todo era más definido y rotundo, quizá de una reacción emocional frente a una situación presente demasiado indeterminada y confusa, o quizá de un justo deseo de mayor “seriedad para con Dios” y con el hombre. Sin embargo, la generalidad de los creyentes rechazan hoy la imagen de un Dios que castiga. Y no les faltan buenas razones. Ahora bien, ¿no sucede a menudo que ese rechazo resulta tan ambiguo como la categoría misma del castigo divino? ¿El silencio atual sobre el castigo divino no tiene algo de artificial y forzado, fingido e insano como el miedo mismo del castigo? ¿No oculta a menudo un malestar profundo que intenta ahogarse? Todos parecen estar convencidos de que una fe vivida en actitud de incertidumbre y suspense ante el juicio divino es malsana, pero esa convicción está quizá muy lejos de haber ganado el corazón.

La categoría y los múltiples sentimientos del castigo están demasiado enraizados en la psiqué humana y, por consiguiente, en la conciencia religiosa, para que se resuelvan acallándolos sin más o resolviéndolos ante todo a nivel ideológico. Tampoco basta, claro está, con sustituir la imagen de un Dios que castiga por la de un Dios que perdona, el miedo a la pena por la esperanza de remisión. Ni basta con procurar – inútilmente, por lo demás – un equilibrio psicológico entre la confianza y el miedo. Lo que está en juego son dimensiones radicales, últimas, de la conciencia humana y de la experiencia creyente, de modo que se requieren planteamientos radicales, planteamientos desde la raíz misma de la existencia humana y creyente. ¿Cómo procurar, pues, espacios para la liberación de tantos miedos íntimos e inconfesados sin ahogarlos en el silencio ni maquillarlos solamente?

No bastará con “saltar” por encima de la experiencia del castigo. Será preciso “atravesarla” hasta alcanzar una experiencia más originaria que el castigo.

2. Interrogantes teológicos

La categoría del castigo no sólo perdura como resto oculto de vivencias personales, sino que se halla masivamente presente en las grandes referencias objetivas de la fe: la Biblia, la liturgia, el dogma. El lenguaje del castigo sigue resonando, con inagotable profusión de términos e imágenes, cada vez que escuchamos a los profetas de Israel o rezamos con sus Salmos, cada vez que oímos el Evangelio o leemos el Apocalipsis, cada vez que pronunciamos las oraciones de la liturgia, celebramos la Reconciliación o ungimos a los enfermos… ¿Cómo hacer que los creyentes sencillos puedan oír y pronunciar esas palabras como promesas y no como amenazas?

También el teólogo se encuentra aquí frente a una cuestión tan incómoda como ineludible. Los interrogantes y las objecciones contra la noción de “castigo divino” se acumulan: un Dios que sanciona y hace expiar, o un Dios que hace sufrir “por pedagogía”, o un Dios eternamente feliz frente a una criatura suya que sufre, aunque sufra “por culpa propia”, ¿no es una perversión humana de la imagen de Dios, una perversión que adquiere una forma particularmente siniestra en la idea de que Dios “castiga a los enemigos”?

¿Pero qué hacer con tantas afirmaciones bíblicas, litúrgicas, dogmáticas que dan por supuesto el castigo de Dios como dato evidente? ¿Son meras imágenes culturales a las que hoy podemos sin más renunciar o, más allá de lo cultural y pasajero, apuntan a aspectos fundamentales de la realidad de Dios y de la existencia creyente que habría que recuperar sin recaer en la perversión del castigo? No es posible que una categoría tan enraizada en la psicología humana, en la conciencia religiosa general y en toda la tradición bíblica carezca de algún sentido, de alguna “verdad” y de algún “valor”. Lo indicado no es entonces, tampoco en la teología, pasar por alto la cuestión del castigo, sino ahondar su sentido hasta descubrir sus sinsentidos internos, abrir horizontes conceptuales más amplios, los correspondientes a la preeminencia teológica de la gracia. Dicho de otra forma, es preciso deshacer la simetría conceptual entre la confianza en el amor y el miedo al castigo, afirmando decididamente que lo propio de la fe es esperar que no habrá castigo de Dios para nadie. La teología no debe ceder a la “blandura” – también religioso-espiritual – actualmente de moda, pero tampoco debe dejar el problema en un punto muerto, en un “empate conceptual” entre gracia y castigo.

Las páginas que siguen están inspiradas por esta tesis clara y decidida: la fe cristiana es afirmación incondicional de que Dios no castiga ni castigará a nadie; es confianza “absoluta” (en el sentido de “relativa solamente a Dios”) de que Dios llevará a cabo su único proyecto: la salvación universal. Pero esta opción del teólogo y esta actitud del creyente deben sustentarse en la fe. Es decir, no debe responder a una ilusión infantil de retorno al seno materno sin exigencia ni conflicto, ni a un empeño voluntarista en confiar a toda costa, ni a una mera “apuesta” ciega, ni a la mera necesidad humana fundamental de confiar incondicionalmente, ni a un cálculo moralista acerca de la propia justicia, ni a una racionalización teológica incapaz de suspender el juicio ante el desenlace final o de dejar ese desenlace suspendido de sólo Dios.

Debe tratarse de una teología de la fe, que respeta la trascendencia de Dios como gracia y permite al ser humano radicalizar su existencia en una responsabilidad cuya última fuente ha de ser precisamente la confianza y no el miedo. Ciertos énfasis sobre la bondad de Dios trivializan a Dios, abaratan la gracia, banalizan la existencia; pero ciertas teologías del “respeto” divino a la libertad humana deshonran en realidad a Dios y al hombre, al situar la libertad humana y libertad divina al mismo nivel.

3. Falsos dilemas teológicos

Ya las reflexiones que preceden ponen en guardia contra la tentación fácil que consistiría en eliminar pura y llanamente el lenguaje del castigo de Dios[1]. No se resolvería

con ello el problema que late en el fondo de muchas conciencias, ni sabríamos cómo escuchar o leer tantos textos referenciales de nuestra fe. Ni se evitarían sin más las desfiguraciones de la imagen de Dios. Un Dios que castiga no es creíble, pero tampoco lo son determinadas imágenes de un Dios que no castiga, en la medida en que siguen dependiendo – aunque de forma reactiva e inversa – de la misma lógica del castigo: ley, infracción, retribución, remisión… Ni un Dios castigador, ni un Dios permisivo o juez indulgente, ni un Dios indiferente.

Ante todo, no se puede creer en un Dios que dicta sentencia y castiga, incluso a una condena eterna. Es un Dios horrible, peor que ninguna persona humana: más duro que ningún padre, más rígido que ningún juez, más cruel que ningún vengador. Pues ¿habrá un ser humano capaz de castigar a otro con una tortura eterna? No se puede creer en un Dios que castiga ni por venganza como un señor ofendido, ni por justicia como un juez imparcial, ni por pedagogía como un padre (¿habría algún padre que pudiera condenar a su hijo a un infierno eterno?) Es un Dios neurotizante, sólo comparable al inmoral Zeus de la mitología griega.

Pero tampoco es creíble un Dios bonachón que nunca juzga, que todo lo permite, que nada reprocha, que siempre condesciende y siempre “perdona”, como alguien a quien, en su olímpica lejanía, no afectaran en absoluto las pequeñas travesuras de su criatura, o como alguien que se sirviera de esa estrategia de “bondad” para granjearse el reconocimiento y el cariño de su criatura. Un Dios tal sería, al fin y al cabo, un Dios igualmente neurotizante, pues sería una “bondad” exterior y arbitraria, o débil y dependiente, siempre ambivalente. Ni sería creíble un Dios que al final, como solución de emergencia y “desde fuera”, perdonara y salvara a todos, independientemente del drama y de la gracia de la historia humana, que de esta forma no serían tomados absolutamente en serio.

¿Habrá que resignarse entonces, como hace la gran mayoría de los teólogos actuales, con una reinterpretación de la noción de castigo en la línea del autocastigo? ¿Podemos contentarnos con decir que no es Dios el que castiga, sino que es la criatura libre la que se autocastiga? No es creíble un Dios cuya libertad quede limitada por la libertad de su criatura, como si ambas libertades perteneciesen al mismo orden. No es creíble un Dios impotente y pasivo ante los autocastigos humanos, un Dios reducido a mero observador de los castigos que el hombre se “impone” y se inflige a sí mismo. No es creíble un Dios neutro, simplemente imparcial entre el juicio y la gracia. Entonces, la criatura humana se encontraría sola ante la incertidumbre atroz de su propia justicia, siempre insegura, y ante una decisión de la omnipotencia divina que no haría sino sancionar y reconocer la obra propia. Esta imagen de Dios ¿no sería igualmente neurotizante?

Todas estas imágenes de Dios no son en realidad sino proyecciones de la lógica humana (mejor, inhumana) de la ley. Esas imágenes nos señalan así los límites que un discurso sobre la fe deberá necesariamente trascender para pensar a un Dios digno de fe. No es creíble un Dios “exterior” al hombre (que desde fuera le castiga o le perdona o se limita a ratificar el resultado de su obra); no es creíble un Dios creador sin el hombre, un Dios bienaventurado sin la salvación de todos los hombres (y de todas las criaturas); no es creíble un Dios vengativo, ni un Dios que a propósito hace sufrir para educar, ni un Dios que deja al hombre a su sola suerte: un Dios deísta alejado e indiferente, o un Dios reducido a compasión impotente e inactiva.

En resumen, ni el castigo de Dios, ni la mera “remisión” del castigo, ni una síntesis entre castigo y remisión, ni la mera ratificación del autocastigo humano pueden ser reconocidos como conductas realmente divinas. Lo que formulado de manera antropológica quiere decir: ni el miedo a un juez divino, ni la tranquilidad irresponsable y narcisista, ni el equilibrio (realmente imposible) entre el miedo y la confianza, ni el prometeísmo de una libertad-responsabilidad autónoma y separada frente a Dios y condenada a la alternativa de autoliberarse o autocastigarse… son actitudes realmente teológicas dignas de Dios y dignas del hombre. ¿Cabe alguna otra perspectiva, digna de un Dios que es el origen permanente del hombre y digna de un hombre que es la gloria de Dios?

4. La reinterpretación necesaria

Es preciso asumir la dura realidad del hombre, el drama de su libertad no liberada, su combate activo contra los castigos que le amenazan y le hieren permanentemente, pero trascendiendo radicalmente toda imagen de un castigo impuesto por Dios desde fuera o desde dentro de la existencia humana. Es preciso evitar el miedo y la irresponsabilidad desde la misma raíz, en el mismo fundamento. Es preciso abrir un espacio – el mismo – para una libertad radical y para una confianza plena, para una libertad plenamente confiada, agraciada y agradecida, autónoma y trascendida. Es preciso reconocerle al ser humano como plenamente responsable en cuanto plenamente fundado en un Dios que es absoluta gracia.

Es preciso implicar a Dios al máximo en la gracia y en la desgracia del hombre pecador y, al mismo tiempo, concebir a Dios como poder transformador del pecador en justo, de manera que el pecador pueda confiar plenamente en Dios y en sí mismo con una misma confianza indivisible. Es preciso confesar a Dios como sólo bondad, sólo salvación, sólo gracia, sólo reconciliación, pero no desde fuera, sino desde dentro mismo del ser humano, como entraña y fundamento del propio ser humano con su libertad y su riesgo, con su drama y su esperanza.

El camino a seguir no es el camino corto del puro y simple abandono de la categoría del castigo de Dios. Se ha de llegar a tal abandono, y no partir de él. Y se ha de llegar “a través” de la experiencia misma del castigo, no pasando por encima o de largo. Se ha de llegar de manera teológica, es decir, desde la confesión – también conceptual – de la gracia, no de manera simplemente reactiva o apriorística.

El camino indicado es, pues, el de una reinterpretación radical de la noción de “castigo divino”, una reinterpretación que conduzca a la superación de esa noción en cuanto no teológica o al menos no plenamente o “ultimamente” teológica. Reinterpretar significa aquí: 1) entender el origen cultural y psicológico de la imagen de un Dios que castiga; 2) corregir las patologías psicológico-espirituales y las perversiones teológicas a que dicha categoría puede dar lugar y ha dado lugar de hecho; 3) captar y asumir el elemento válido, la verdadera experiencia o intuición antropológico-teológica que subyace en esa categoría; 4) buscar un marco teológico-conceptual capaz de asumir el elemento de validez de la imagen del castigo sin recaer en sus pervesiones.

El logos último correspondiente a la actitud teológica última ha de ser: confianza absoluta (es decir, no ligada a nada más que a Dios), confianza incondicional. Obviamente, ya no se trata aquí de logos, sino de pistis, elpis, charis. O, mejor aún, se trata de un logos esencialmente abierto desde y hacia la fe y la esperanza incondicionales en el amor que es Dios y que es también la vocación de toda criatura.

La opción fundamental de la fe es la confianza-esperanza absoluta en el amor. No se trata de una certeza del saber, ni de una opción ciega, ni del resultado de un cálculo de probabilidades, ni de una neutralidad inestable e imposible ante la incertidumbre de si Dios castigará o premiará.

Por ello, de ninguna manera pretendo aquí deshacer el nudo, alcanzar la síntesis conceptual entre el juicio y la gracia, sino más bien apuntar conceptualmente hacia lo que trasciende toda elaboración conceptual: la gracia que sobrepasa absolutamente toda categoría racional de premio o castigo y, por ello mismo, no puede convertirse de ninguna manera en sistema explicativo a disposición de nuestra mente o en esquema de seguridad a disposición de nuestra psicología. ¿Qué otra pretensión cabe a la teología, también hoy y también en este asunto crucial, sino “comprender racionalmente que es incomprensible” (San Anselmo), es decir, buscar el concepto adecuado para aquello que precisamente lo trasciende: el amor de Dios que supera absolutamente el plano jurídico, que sobrepasa igualmente el temor al castigo y la ilusión del deseo?

En definitiva, la categoría del castigo resultará demasiado clara y racional para ser teológica, y perversa si se aplica a Dios. Por el contrario, la confianza en Dios que vence todo miedo al castigo es teológica en la medida en que trasciende tanto el nivel jurídico como el psicológico y el racional, en la medida en que no está limitada por la categoría de la justicia, ni proyectada por la ilusión del consuelo, ni inventada por la lógica de la razón, sino dictada por una fe que desenmascara todo deseo y desbarata toda ilusión, que desmonta todo sistema filosófico y despoja de todo “saber racional”, que atraviesa todo juicio y descansa en la esperanza desnuda y universal.

II. LA EXPERIENCIA Y LA APORIA DEL CASTIGO

La experiencia del castigo es parte constitutiva de la existencia humana. Está presente en el juego, en las relaciones humanas, en el ordenamiento jurídico… El árbitro de fútbol penaliza determinadas acciones (incluso involuntarias), el agente de tráfico multa las infracciones (incluso inconscientes), los padres o el educador corrigen y castigan al niño indócil y caprichoso, el juez condena a un asesino responsable de su acción, pero también (aunque con más indulgencia) a un homicida involuntario…

El castigo es sufrido a menudo como una imposición que provoca rebelión; a veces, es aceptado con resignación como requisito de un ordenamiento eficaz de la convivencia; otras, la necesidad del castigo se internaliza y es el propio “culpable” el que siente la necesidad de sufrir el castigo, de “pagar” por el mal cometido, de “expiar” su culpa (quizás como paso necesario para rehabilitarse ante sí mismo).

Salta a la vista que el castigo es un fenómeno humano tan complejo como el hombre mismo. Está arraigado en los orígnes mismos de su experiencia humana. Ahora bien, el término “experiencia” (raíz perire, “ir a través de”) evoca travesía, camino, viaje. ¿A dónde conduce al hombre el castigo? ¿No lo lleva a una “aporía”, a un camino cortado, a un callejón sin salida?

Señalaré en esta Segunda Parte las tres formas fundamentales en que el castigo es vivido y conceptualizado, más aún “teologizado”: el castigo como venganza y expiación, el castigo pedagógico, el autocastigo. Y procuraré indicar cada vez cómo el castigo constituye, tanto a nivel humano como a nivel teológico, una “experiencia aporética”, una vivencia frustrada, un viaje interrumpido, un camino sin salida. No sería una teología humana y teológica la que asumiera la experiencia oscura del castigo y pretendiera despachar esta cuestión con proclamas simplistas; pero tampoco sería una teología realmente humana y teo-lógica la que permaneciera presa de la lógica del castigo, la que no abriera una brecha y un camino de gracia a través del castigo, más allá de todas sus aporías.

1. El castigo como justa compensación

En la historia del derecho hallamos dos teorías sobre el sentido de las penas: una según la cual las penas poseen un sentido en sí mismas como pago y compensación del mal (así Kant y Hegel); y otra que justifica las penas por la finalidad perseguida en ellas: la prevención (general o particular), la rehabilitación del malhechor… (así Grocio, Schleiermacher, Liszt…)[2]. Esta segunda teoría justificativa del castigo adopta ya un cierto valor pedagógico, y será objeto del punto 2. En este punto quiero referirme al primero, a saber, al sentido (o sinsentido) del castigo como pena merecida por la acción mala, como paga correspondiente a la maldad, como justa compensación del mal cometido.

En el fondo de esta justificación del castigo encontramos o bien el motivo de la venganza o bien el motivo de la expiación. La venganza puede adoptar la forma de la pulsión primaria de la represalia y el desquite; ni siquiera parece que sea menester aducir argumentos para deslegitimar este tipo de venganza: es simplemente injustificable para un sentido humano y social mínimamente desarrollado, y no sólo el sentido humanitario, sino la misma supervivencia de la sociedad exige moderar, si no atajar, el mecanismo de la venganza[3]. Por eso mismo, la venganza adopta una forma más refinada, que consiste en reservar a la sociedad, representada por unos órganos competentes, la imposición del castigo al culpable, con lo cual los individuos pueden satisfacer (indirectamente) su sed de venganza y a la vez guardar las manos limpias. En este segundo caso de venganza indirecta y regulada, se da por sentado que hay una equivalencia entre el crimen y la pena. Pero esta equivalencia es todo menos racional y evidente: no hay equivalencia entre la comisión del crimen y el sufrimiento del castigo, ni entre el sufrir el crimen y el castigar al criminal, ni tampoco entre el daño padecido por la víctima y el castigo impuesto al culpable. La correspondencia entre el crimen y el castigo constituye, pues, lo que P. Ricoeur ha llamado el “mito de la pena”[4]. Ahora bien, si dicha correspondencia no se da, o no es racionalmente justificable, ¿en qué queda la supuesta racionalidad del castigo? Queda radicalmente en entredicho.

El segundo motivo que señalábamos en esta primera justificación “racional” del castigo, y que a menudo sirve – si no en la filosofía del derecho, sí al menos en la mentalidad general – para legitimar el sistema penal vigente, es el motivo de la “expiación”: una idea ancestral, con fondo metafísico y religioso, de que el castigo sufrido compensa el mal cometido, la suposición de que la pena elimina el crimen. ¿Pero dónde se verifica esto? El crimen queda ahí, y el castigo no le aporta ningún remedio, a no ser el consuelo de saberse vengado[5]. Al daño causado por el culpable se añade el daño producido al culpable. Lejos de eliminar el mal, el castigo constituye en sí mismo otro mal. Que el castigo elimine el crimen constituye, pues, también un “mito”.

La mentalidad expiatoria y vindicatoria está profundamente arraigada en las personas y en la sociedad: “¡que la pague!”, oímos decir con frecuencia. Pero no es posible justificar humana y moramente el castigo por sí mismo, como pura y simple pena por el delito. Ni la venganza es aceptable, por no haber equivalencia entre el crimen y la pena; ni la expiación tiene sentido, por no eliminar el mal cometido. ¿Qué se gana con encerrar a un criminal en la cárcel, si no es la garantía de que así no volverá a delinquir? Hay que afirmar más bien: el castigo sólo tiene sentido en función del bien buscado, el bien de la sociedad ciertamente, pero también el bien del propio malhechor; “la justicia penal únicamente alcanza el nivel moral cuando sirve para para hacer mejor al culpable”[6].

Preguntemos ahora: si el castigo en su forma vindicatoria y expiatoria es tan poco justificable, ¿cómo imaginar a un Dios que castiga al pecador en venganza o en expiación? Si la venganza es antihumana, ¿cómo podrá ser divina? Si la expiación es humanamente absurda, ¿cómo podrá ser divinamente lógica, teo-lógica?

A la vista y al oído están, sin embargo, infinidad de textos del Antiguo como del Nuevo Testamento en los que aparentemente se atribuye a Dios el castigo como compensación (vindicatoria y expiatoria) de la maldad humana. En lo que se refiere al AT, baste señalar algunos referencias solamente: el “castigo” de los primeros padres (Gn 3,16-23), la “maldición” de Caín (Gn 4,11-12), el arrepentimiento divino por haber creado y la destrucción de la vida en el Diluvio (Gn 6,11-13), la destrucción de Sodoma y Gomorra (Gn 19,29), la teología deuteronomista de la secuencia entre alianza-infidelidad-castigo-arrepentimiento-perdón (por ej. Jue 3,7-8: “Los israelitas ofendieron al Señor con su conducta… Entonces la ira del Señor se encendió”), y toda la teología del “día de Yahvé” que en la profecía postexílica se ilumina desde un horizonte de salvación, pero que en la apocalíptica se ensombrece desde la perspectiva inquietante de una doble suerte eterna (salvación-condenación)[7]. O textos como Dt 5,10-11 (“castigo la maldad de los padres en los hijos”, “el Señor no dejará impune a quien pronuncie su nombre en vano”), Nm 14,18 (“El Señor es paciente y misericordioso, perdona la maldad y la rebeldía, aunque nada deja impune…”), Os 7,13 (“¡Ay de ellos, pues se han alejado de mí! Serán destruidos, por haberse rebelado contra mí”), Sal 94,1 (“¡Dios vengador, Señor, Dios vengador, manifiéstate!”).

También en el NT se atribuye a Dios el castigo en un sentido vindicatorio o expiatorio, expresado por términos como kólasis (Mt 25,46: “éstos irán al castigo eterno”), koládso (2 P 2,9: el Señor reserva a los inicuos “para castigarlos el día del juicio”), timoría (Hb 10,29: “¿Cuánto mayor castigo no merecerá el que pisotee al Hijo de Dios…?”). Pero son sobre todo los términos ekdikéo y ekdíkesis los que sirven para indicar una acción propiamente vengativa, de la que también Dios aparece como sujeto: 1 Tes 4,6 (“El Señor toma venganza de todo esto”), 2 Tes 1,8-9 (“Cuando aparezca entre llamas de fuego y tome venganza de los que no quieren conocer a Dios ni obedecer al evangelio de Jesús, nuestro Señor. Éstos sufrirán el castigo de una perdición eterna…”), Ap 6,10 (“¿Cuándo nos harás justicia y vengarás la muerte…?”)[8].

Si Dios fuese así, ¿cómo seguir esperando? ¿Y cómo afirmar que la “esperanza no engaña” (Rm 5,5)? Si Dios es balanza equilibrada, juez imparcial, veredicto ajustado, ¿quién podrá confiar? Pero ¿habrá que decir entonces que esas expresiones bíblicas son falsas? No, habrá que decir simplemente que son palabras humanas sobre Dios. Palabras humanas, es decir, históricas y limitadas, ligadas a las categorías psicológicas, sociológicas, culturales, religiosas… con las que el hombre se interpreta a sí mismo en el devenir cambiante de su historia. Dios habla un lenguaje humano. Dios habla a través de la existencia humana misma convertida en lenguaje[9]. Es la humildad de Dios que se acomoda a una palabra humana tan precaria. Y es la gloria de Dios que irradia en la humildad de la palabra, haciéndola estallar por dentro más allá de la palabra.

La ira y la ofensa, la venganza y la expiación, el juicio y el castigo son imágenes y conceptos humanos, o quizás demasiado poco humanos, con los que el hombre ha ido aprendiendo a interpretarse a sí mismo sin lograrlo nunca adecuadamente. Con esas categorías ha expresado el hombre su sentido de la radical seriedad de la vida, su intuición de que debe responder del mal cometido y eliminarlo. Sin embargo, el mal solamente puede ser eliminado haciendo el bien y habilitando para el bien, y el castigo no debe constituir el fundamento último de la habilitación humana para el bien. Por consiguiente, no puede servir para expresar lo más humano del ser humano.

¡Y cuánto menos para expresar lo más divino de Dios![10] Las imágenes de la ira y del castigo de Dios insinúan, sí, algo verdadero, a saber: que Dios no es indiferente a la bondad y a la justicia humanas, a la plena humanidad del hombre. ¿Pero de qué manera Dios está positivamente implicado en la historia humana? Esto es lo que dichas categorías ya no alcanzan a decir. Dios está implicado en la historia del hombre, comprometido en su destino, interesado en su humanidad, pero no como señor airado y soberano vengativo, sino como amor solidario y compañía incondicional.

Es preciso, pues, reconocer el fracaso, la aporía, la ruina humana y teológica a la que abocan la imagen y la conceptualidad jurídico-penales. Es preciso “desconstruir el mito del castigo”[11] si se quiere sugerir lo último del misterio humano. Y, con más razón, es preciso desmontar la “teología del castigo”[12] – es decir, la sacralización de la categoría dudosamente jurídica y deficientemente humana del castigo vindicatorio-, si no se quiere desfigurar el rostro de Dios y se quiere evocar lo último del misterio divino.

A decir verdad, no es la teología actual la primera en llevar a cabo esta labor de desconstrucción y reinterpretación de la categoría del castigo vindicatorio y expiatorio. La Biblia toda entera está marcada en su centro mismo, lo mismo en el Antiguo que en el Nuevo Testamento, por el continuo paso del castigo al indulto, del juicio a la gracia, de la Ley al Evangelio. El creyente bíblico sabe en lo más íntimo de sí, y más allá de todas las distorsiones de lenguaje y de imágenes, que solamente honra a Dios cuando lo confiesa como misericordia entrañable que rompe la lógica jurídica: “Si tienes en cuenta las culpas, Señor, ¿quién podrá resistir, pero en ti se encuentra el perdón, por eso te honramos” (Sal 130,3-4). En cada una de las páginas bíblicas puede constatarse esta trayectoria de la lógica jurídica a la lógica del don. Y este cambio radical de lógica constituye la regla fundamental para una hermenéutica creyente de la Biblia y de todos sus lenguajes. Volveré a ello en la Tercera Parte de estas reflexiones. Sigo aquí exponiendo las formas en que se nos presenta la experiencia y la aporía del castigo.

2. El castigo como camino para el bien

Si la venganza no es admisible y si la expiación no consigue eliminar el mal cometido ni compensarlo con un bien, debe ser otra la justificación del castigo: el castigo en cuanto medio y camino para el bien. Padres, pedagogos y juristas están de acuerdo en esto: hay circunstancias en que alguna medida de castigo está indicada o es necesaria. Negarlo sería recaer en una visión ilusoria e idealista del ser humano, de la sociedad, del mundo. Equivaldría a negar la presencia dramática del mal prendido en la raíz de la estructura cósmica, personal y social; y equivaldría a ignorar la naturaleza agónica de la historia humana, lo doloroso y exigente de la personalización y de la socialización humana, lo arduo y difícil de la habilitación humana para el bien.

Es, pues, difícil negar la legitimidad de determinadas medidas penales en el ámbito familiar, educativo, jurídico[13]. Ahora bien, esas medidas no se justifican por sí mismas ni por sí mismas producen un efecto automático de compensación o expiación quasi-metafísica del mal cometido por el dolor sufrido, menos aún como medidas meramente punitivas y vindicatorias, sino solamente como medidas ordenadas a evitar que la persona castigada cometa el mal, más aún, a procurar que la misma persona sea capaz de obrar el bien. Es decir: se trata de medidas preventivas, preservativas, pedagógicas[14]. Su legitimidad no se funda en el pasado, sino en el futuro: ya no se trata de que el castigo por sí restaure el mal cometido, sino de que evite la comisión del mal, más aún, de que posibilite la realización del bien por parte del propio sujeto castigo.

La retribución, el mérito y el castigo propiamente dicho miran al pasado, y pertenecen al ámbito objetivo de la ley jurídica. Mientras que las medidas preventivas (en el sentido negativo de evitar el mal) y, sobre todo, pedagógicas (en el sentido positivo de habilitar para el bien) miran al futuro y nos remiten al mundo de la relación, la socialización, la intersubjetividad. ¿Se puede llamar propiamente castigos a tales medidas preventivas o pedagógicas?

En todo caso, constituyen algo distinto de lo que normalmente entendemos por “castigo”: sufrimiento “merecido” por un delito pasado. Espontáneamente referimos el castigo al pasado. Pues bien, “desconstruir el mito del castigo” significa justamente, en primer lugar, desplazar la mirada del pasado al futuro: de la responsabilidad jurídico-moral (“soy responsable de haber cometido este delito”) a la responsabilidad existencial (“quiero hacerme responsable de mi pasado para transformarlo en un futuro mejor”), de la imputación de la culpa a la indicación del camino, de la retribución “justa” de un acto “libre” a la transformación para la justicia y a la liberación de la libertad para la comunión. ¿Pero existe a nivel humano alguna medida preventiva o pedagógica que sólo mira al futuro, sin mezcla alguna de “retribución”, sin sentimiento punitivo de ninguna clase?

Por eso, ¿puede hablarse de “castigo pedagógico de Dios”? Cuando se entiende el castigo de Dios no ya en clave propiamente punitiva y vindicatoria-expiatoria, sino en clave pedagógica, hemos dado un salto importante: hemos pasado del mundo de lo objetivo-metafísico al mundo de lo personal intersubjetivo, del registro jurídico al registro relacional, de la perspectiva puramente penal que mira al pasado a la perspectiva existencial que mira al futuro. El texto obligado es aquí Hb 12,5-13: “‘Hijo mío, no desprecies la corrección del Señor (…), porque el Señor corrige a quien ama, y castiga a aquél a quien recibe como hijo [cf. Prov 3,11-12]. Dios os trata como a hijos y os hace soportar todo esto para que aprendáis (…). Si a nuestros padres de la tierra los respetábamos cuando nos corregían, ¡cuánto más hemos de someternos al Padre del cielo para tener vida! Nuestros padres nos educaban para esta vida, que es breve, según sus criterios; Dios, en cambio, nos educa para algo mejor, para que participemos de su santidad (…)” (cf. en el mismo sentido Ap 3,19).

“Para que aprendáis”, “para tener vida”, “para algo mejor”, “para que participemos de su santidad”. En un presente de limitación y de culpa y de dolor, Dios sólo mira al futuro, en el presente y el futuro sólo busca el bien. Sólo mira en el pecador al hijo, en el culpable al elegido, en el malhechor al llamado, como ningún padre ni madre ni educador es capaz de hacer. El “¡cuánto más hemos de someternos!” lleva implícito un “¡cuánto más nos ama!”. Por eso, la imagen del castigo pedagógico no sólo es un antropomorfismo – como lo es toda afirmación teológica -, sino un antropomorfismo pernicioso. El creyente procura, sí, asumir las situaciones dolorosas de la vida desde la fe en un Dios que no está ausente, que le acompaña y le lleva de la mano en todo momento, pero incurriría en un sinsentido teológico si quisiera explicar su sufrimiento desde la causalidad divina. El creyente trata de sufrir como Dios quiere – en lucha contra el dolor y en solidaridad con los que sufren -, pero decir que sufre porque Dios lo quiere sería una racionalización teológica absurda[15].

Además, la comparación del “castigo de Dios” con el castigo de los padres es tan inadecuada como la comparación del amor de Dios con el amor de los padres. El castigo va siempre ligado en los padres a un amor imperfecto, y los hijos perciben siempre el castigo como amenaza de pérdida del amor paterno/materno. En Dios, por el contrario, el amor es puro y pleno, sólo amor y todo amor, de manera que la respuesta adecuada sería el amor puro sin ningún temor. “En el amor no hay lugar para el temor. Al contrario, el amor perfecto echa fuera el temor, porque el temor supone castigo, y el que teme no ha logrado la perfección en el amor” (1 Jn 4,18). En Dios no se da huella alguna de esos restos vindicatorio-explicativos inseparablemente ligados tanto al sistema jurídico-penal como a la psiqué humana[16]. Y tampoco se da en Dios rastro alguno de esos oscuros elementos de ambigüedad que laten en el fondo de todo padre y de toda madre humana cuando corrigen o castigan: la irritación por su autoridad violada, el resentimiento por su generosidad no correspondida, la angustia de su persona amenazada. Por eso, es preciso preguntar: ¿es adecuado hablar todavía de castigo cuando nos referimos a una conducta divina que sólo mira con amor, sólo busca el bien y sólo hace el bien? La Biblia utiliza, sí, la imagen del castigo correctivo, pedagógico, preventivo. Pero ¿no se trata, también aquí, de la atribución a Dios de esquemas humanos (o inhumanos) radicalmente inadecuados?

Es preciso, pues, desmontar igualmente este nuevo esquema de “teología del castigo”, en razón de la santidad de Dios y de la humanidad del hombre. No basta con pasar al registro de la relación. Lo propiamente teológico (y también, a decir verdad, lo propiamente humano) empieza cuando hace su entrada y prevalece absolutamente la clave del don y de la pura gratuidad, más allá de la prevención y la amenaza, del mérito y el derecho, del deber y el temor. Y Dios es eso: pura gratuidad sin ambivalencia.

¿Pero dónde queda aquí la responsabilidad humana a cuyo servicio está precisamente el castigo preventivo y pedagógico? ¿No estaremos edulcorando y trivializando, a la vez que la imagen de Dios, también la existencia humana con su seriedad irrenunciable y su responsabilidad inalienable? “El ‘buen Dios’ es aun más ridículo que el Dios escondido de la cólera”[17]. La alternativa entre el temor al castigo y la ilusión del consuelo, entre el temor que reprime la espontaneidad y la permisividad que fomenta la irresponsabilidad, entre la ley esclavizante y la libertad narcisista es una alternativa perversa: no es humana ni teológica. Son dos extremos de la misma lógica jurídica y de la misma distorsión neurótica. Se observa por doquier que el permisivismo corre el riesgo de sofocar la responsabilidad humana y teológica, pero el temor del castigo jamás constituye una responsabilidad verdaderamente humana y verdaderamente teológica[18].

He ahí la nueva aporía a la que conduce la lógica del castigo: el temor que apoca y la permisividad que paraliza. ¿Qué es lo que permite abrir camino más allá de esta aporía? ¿No es precisamente la experiencia real de la gratuidad? ¿No será que el ser humano está llamado a confiar y a hacerse responsable desde la confianza en la gratuidad, al mismo tiempo que la responsabilidad es el signo de que se trata realmente de confianza y no de ilusión? ¿Y no es Dios la pura gratuidad que suscita la plena responsabilidad sin temor del castigo ni ilusión del consuelo?

3. El castigo divino como autocastigo

Aquí ya no se trata de un castigo impuesto desde fuera, ni de conductas masoquistas, sino de los mil males indeseados que uno mismo acarrea sobre sí como consecuencia de su conducta, sus actitudes, su forma de ser. Es verdad que el término “autocastigo” resulta muy impropio, pues es evidente que nadie se desea mal y se inflige daño a sí mismo a ex profeso y a sabiendas. Y sin embargo, continuamente hacemos la experiencia de sufrir las consecuencias no deseadas de todo aquello de lo que somos sujetos más o menos conscientes, más o menos libres: de nuestro pasado y presente, de nuestras decisiones e indecisiones, de nuestros actos y omisiones, de nuestras actitudes y relaciones. El descuido de la salud provoca enfermedad, el perfeccionismo origina angustia, la arrogancia produce soledad, el narcisismo engendra desesperación. Y ni siquiera es decisivo si las causas de estos efectos malos son “libre y conscientemente” queridas por el sujeto[19].

Negada la imagen de que Dios impone, como desde fuera, un castigo al hombre, hoy es muy común interpretar todo el lenguaje del castigo de Dios en el sentido del autocastigo. Decir que Dios castiga equivale entonces a decir que nos autocastigamos con nuestro pecado – entiéndase éste como se entienda -, pues “toda lógica tiene necesariamente unas consecuencias”[20]. “Si el pecado es la frustración progresiva del ser humano y el daño del hombre emprendido por éste mismo, entonces el verdadero castigo del pecado es el pecado mismo, llevado hasta el fin de su lento y enmascarado proceso. El pecado ‘recae’ sobre el que lo hace”[21]. No se trata de que Dios castiga al pecador, sino de que “el pecado se cosecha a sí mismo”[22].

¿Cómo contestar estas afirmaciones? Dios no castiga, pero estamos llenos de “castigos”, somos presa de muchos males provocados por nosotros mismos, individual o socialmente, personal o estructuralmente, deliberada o indeliberadamente. Hacemos cada día la experiencia de nuestra turbadora capacidad para devastar y devastarnos. Y los creyentes sabemos que cuando destruimos la comunión y la vida, rechazamos a Dios, y de que al rechazar a Dios renegamos del origen mismo de la vida y nos condenamos a la muerte. Un círculo mortal.

El libro del Exodo lo ha dicho con un relato de impresionante fuerza simbólica: los israelitas que han adorado el becerro de oro serán obligados a “tragarse el becerro” reducido a cenizas y mezcaldo en agua (Ex 32,20). Y Jeremías lo expresa con imágenes evocadoras: “Siguieron a dioses vanos, y acabaron siendo vanidad” (Jr 2,5). “Me han abandonado a mí, fuente de agua viva, para excavarse aljibes, aljibes agrietados, que no retienen el agua” (Jr 2,13). El hombre puede condenarse al vacío y a la muerte, y entonces es a Dios mismo a quien ofende y condena. Es esta estremecedora certidumbre la que subyace a todo el lenguaje bíblico del juicio, la ira y el castigo de Dios. “Quien me ofende se destruye a sí mismo; pues los que me odian, aman la muerte” (Prov 8,35-36)[23].

¿Pero se limita la Biblia a constatar el perfecto funcionamiento de unas leyes y estructuras creadas por él pero dejadas a su marcha? Cierto, en el mundo están en juego el bien y el mal, y los humanos estamos implicados en ese drama, ¿pero Dios no sería sino un observador, insensible o afligido, de nuestras luchas, logros y ruinas? ¿Sería creíble un Dios que fuera mero expectador, impasible o impotente, de los autocastigos que los humanos se infligen?[24] Un Dios así sería quizás menos perverso que el Dios airado que castiga, y menos mitológico y antropomórfico que un Dios que reprende y corrige, pero sería un Dios deísta, ocioso, inservible.

Así pues, también la categoría del autocastigo en cuanto traducción o substitutivo del “castigo divino”, aboca a una aporía. Es, pues, preciso desconstruir también la “teología del autocastigo”. Pues “toda la teología del pecado debe desembocar en una teología de la redención, y toda la historia de la perdición en la historia de la salvación”[25].

III. DIOS: EVANGELIO SIN CASTIGO

La vida humana está sembrada de castigos. Pero el castigo como tal nos condena a la aporía. Simplemente, nos condena. Es una condena. ¿O será que nos remite más allá? ¿Estaremos condenados al castigo o llamados a vencerlo? ¿No consiste la fe en esperar de Dios un más allá del castigo, un más allá de todas las lógicas penales humanas, o más bien inhumanas? ¿Dios no será precisamente esa promesa y esa presencia que nos acoge y nos rehabilita más allá de todo castigo? ¿Y no es esto lo que a la teología corresponde mostrar ante todo?

Las críticas de muchos increyentes y las angustias de muchos creyentes, pero sobre todo la “lógica” interna de la fe nos invitan a pensar a un Dios sin castigo, más aún, a un Dios anticastigo. El castigo no es aquello en lo que se parecen, sino aquello en lo que se diferencian Dios y el hombre: el hombre castiga y se castiga de mil maneras, Dios no castiga, sino que es el fin y la superación de todo castigo en la gracia, la rehabilitación del hombre para el bien, no desde la amenaza sino desde la gratuidad.

1. Dios: el exceso de la gracia sobre el juicio

En La Peste, un largo monólogo en que el protagonista se desahoga ante su anónimo y mudo interlocutor, A. Camus pone en labios de aquél estas lúcidas palabras: “Dios no es necesario para crear la culpabilidad, ni para castigar. Para eso basta con nuestros semejantes, ayudados por nosotros mismos. Ud. me habla del juicio final. Permítame que me ría respetuosamente. Yo lo espero a pie firme; he conocido algo peor, el juicio de los hombres”[26]. Oseas había puesto en boca de Dios mismo palabras semejantes: “El corazón me da un vuelco, todas mis entrañas se estremecen. No dejaré correr el ardor de mi ira, no volveré a destruir a Efraín, porque yo soy Dios, no un hombre; en medio de ti yo soy el Santo, y no me complazco en destruir” (Os 11,7-9).

Acusación, retribución y castigo nos distinguen a los humanos. Pero nos contradistinguen de Dios. Dios no acusa, sino defiende; no retribuye, sino agracia; no castiga, sino libera. Dios no es la personificación acabada de nuestros criterios legales, sino su radical rebasamiento; no es la garantía absoluta de nuestras normas morales, sino su definitiva superación; Dios no es la proyección infinita de las ambivalencias humanas, sino la realización viviente de todo bien, “pleno bien, todo bien, total bien, verdadero y sumo bien”[27].

El Dios bíblico se caracteriza por la sobreabundancia del don sobre toda lógica jurídica, por el exceso de la gracia sobre toda fría equidad. Esa es la imagen que emerge del conjunto, de la “figura” total, más allá de las afirmaciones aisladas en sentido contrario, por muy numerosas que éstas sean. Cada escena de castigo se resuelve en promesa y en cada episodio de juicio prevalece la gracia: el pecado de Adán y Eva queda envuelto en un horizonte de promesa más originaria que el pecado (Gn 3,15); Caín el asesino queda marcado por una señal protectora (Gn 4,15); el Diluvio culmina en alianza (Gn 8,21; 9,9-11.17). La destrucción misma de Sodoma y Gomorra no tiene como intención última narrar el castigo, sino la misericordia de Dios que salva a Lot. Y así habría que recorrer toda la sucesión de castigos y autocastigos que jalonan la historia de Israel. Cada vez se destaca la misericordia sobre el juicio, se pone de relieve la desproporción absoluta entre la condena y la gracia, la desproporción entre el castigo que alcanza “a la tercera y cuarta generación” y la misericordia que llega a “mil generaciones” (Dt 9-10)[28]. Sólo desde esta norma hermenéutica fundamental, es decir, desde la desproporción absoluta entre el mérito y el don, pueden entenderse en su auténtico horizonte de sentido las páginas veterotestamentarias que hablan de castigo.

Y si, en perspectiva cristiana, pasamos del Antiguo al Nuevo Testamento, la desproporción de la gracia sobre el juicio no hace sino potenciarse hasta la total desmesura, la desmesura de la Cruz. “La lógica del castigo es la lógica de la equivalencia (el salario del pecado es la muerte); la lógica de la gracia es una lógica del sobredon y del exceso. No otra cosa es la locura de la Cruz”[29]. Pero la Cruz no está desligada de la historia, el mensaje y la vida de Jesús, sino que es su última y máxima realización: la encarnación de la gratuidad afirmada en la parábola de los obreros de la viña (Mt 20,1-15), la culminación de una vida que pasó compartiendo la mesa con los pecadores y curando a los enfermos de los caminos, para escándalo de justos guardianes de la ortodoxia y la moralidad. La lógica de aquél que pasó la vida haciendo el bien y murió pidiendo perdón para sus verdugos no tiene mejor expresión que el “tanto amó” de San Juan: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). O el “¡cuánto más!” de San Pablo: “Cuanto más se multiplicó el pecado, más abundó la gracia” (Rm 5,20).

Sólo un Dios como el de los profetas y el de Jesús, que es sobreabundancia y desproporción, que está más allá de nuestras lógicas jurídicas y de nuestros rigoristas o liberales cálculos de virtud, es digno de fe. “Sólo el amor es digno de fe” (H. U. von Balthasar), y sólo la fe incondicional da gloria a la divinidad y a la santidad de Dios, sólo ella reconoce lo que es Dios: no el fantasma producido por nuestros miedos, no la proyección de nuestra imagen paterna castrante y amenazadora, tampoco la ilusión fusional de una madre protectora, sino la Presencia y el Rostro que nos emancipa y nos libera de todo miedo e ilusión, de toda amenaza y deseo. “El soli Deo gloria no corresponde a ningún ídolo excelso, a ningún egoísta divino, a ningún eterno malhumorado, sino al ‘Padre de la misericordia y Dios de todo consuelo’ (2 Cor 1,3)”[30].

2. Dios: el no al castigo

Hay en los primeros capítulos del Génesis unas palabras inquietantes, una terrible decisión de Dios frente a su creación malograda, frente a la perversión en que ha desembocado la historia: “Al ver el Señor que crecía en la tierra la maldad del hombre y que todos sus proyectos tendían siempre al mal, se arrepintió de haber creado al hombre en la tierra. Y, profundamente afligido, dijo: ‘Borrarré de la superficio de la tierra a los hombres que he creado: a los hombres, a los animales, reptiles y aves del cielo, pues me arrrepiento de haberlos creado'” (Gn 6,5-7; cf. 6,11-13). Estas palabras dibujan no sólo una “antropología desde el arrepentimiento”[31], sino también una “teología desde el arrepentimiento”. ¿Por qué se arrepiente Dios? No por resentimiento del amor propio, sino porque la vida del hombre es su gloria. El arrepentimiento de Dios es la mejor expresión de que el ser humano se autodestruye y así destruye la gloria misma de Dios.

Pero por eso mismo, porque Dios no puede negarse a sí mismo, por su gloria y por la vida del hombre, la última palabra de Dios no puede ser el arrepentimiento por haber creado, sino el “arrepentimiento” por haber destruido la vida en el Diluvio, así como la promesa de que no volverá a destruirla nunca jamás: “No maldeciré más la tierra por causa del hombre, porque los proyectos del homber son perversos desde su juventud; jamás volveré a castigar a los seres vivientes como lo he hecho” (Gn 8,21). “Esta es mi alianza con vosotros: ningún ser vivo volverá a ser exterminado por las aguas del diluvio, ni tendrá lugar otro diluvio que arrase la tierra” (Gn 9,11). Esa es la última palabra de Dios. Ese es el “dogma” fundamental de Israel[32]. Y ésa es la lección de las primeras páginas de la Biblia, paradigma de toda la Biblia y de toda la historia cósmico-humana, dramática y salvífica, clave interpretativa de todos los episodios que en la Biblia vienen expresados con la imagen del castigo[33].

¿Cómo entender, pues, esos terribles e innumerables textos que hablan de juicio, venganza y castigo? Sin duda, por el honor de Dios y del hombre, la teología debe considerar esas palabras en toda su hondura humana y teológica. Pero ¿qué significan? Significan que Dios es “amor crítico”[34], un amor que nunca rompe ni castiga, un amor que va siempre detrás del perdido para invitarlo a la mesa; significan que Dios está interesado y radicalmente implicado en el destino de su criatura, hasta no poder ser sin él, hasta compartir su éxito y su fracaso; significan que el hombre ya no ha de castigar ni castigarse, porque sólo a Dios compete el castigo[35]; significan que el hombre no ha de temer el castigo, porque el único que “castiga” es el Dios que es absolución y gracia; significan, por fin, que Dios tiene un proyecto de vida y no de muerte para todas sus criaturas y que este proyecto prosperará, a pesar de todos los pesares y de todos desastres, y prosperará, justamente, a través del individuo y del pueblo – pecador, sí, pero aun más capaz de bien -; significan que, incluso en el pecado y en el sufrimiento, Dios sigue siendo el Señor de la historia, que la historia sigue estando en manos de Dios, que el Salvador es el único Juez; significan que “Dios es siempre la posibilidad prometedora y fiable, en la que Israel puede confiar con seguridad”[36].

También Jesús habló, sí, del juicio. Lo hizo con las imágenes apocalípticas propias de su tiempo (la gehenna, el fuego, la separación de salvados y condenados…) (Mt 5,22; 8,12; 13,42.50; 18,9; 22,13; 25,30.41…). Esas imágenes son tan relativas como otras muchas concepciones cosmológicas e incluso religiosas que Jesús compartía como hombre de su época. Y, por otra parte, con sus palabras de juicio no quiso Jesús describir el futuro tribunal de Dios, sino llamar a la conversión del presente; Jesús no habla del futuro, sino del presente, o habla del riesgo futuro únicamente para suscitar el cambio de actitud en el presente[37]. Pero en todo caso, una cosa resalta en Jesús sobre todo lo demás y sobre todos los demás (por ej., sobre Juan Bautista): su mensaje de gracia sin proporción con el mérito y más allá del pecado, su compartir la mesa con los pecadores, su compañía con los condenados y los perdidos.

En su mensaje, en su vida, en su muerte, Jesús llevó al extremo – el extremo de la Cruz – el dogma veterotestamentario del no-castigo. ¿Qué es la cruz sino la inversión del esquema jurídico-penal? El condenado es rehabilitado como el único Justo: así lo proclama el mensaje de la Pascua. Pero la inversión más escandalosa consiste – y ésa es la lectura teológica última que el Nuevo Testamento hace de la Cruz – en que el Justo se ha solidarizado con los pecadores (discípulos que le entregan, pueblo que se inhibe, autoridades que condenan) hasta el punto de dar la vida por ellos, para que el Reino llegue también precisametne a esos mismos que impiden su llegada. “Cristo nos ha liberado de la maldición de la ley haciéndose por nosotros maldición” (Ga 3,13). Y no se ha de entender esta afirmación en clave expiatoria, como demasiadas veces sucede todavía en teología, sino en clave de solidaridad de Dios con su criatura hasta el extremo[38].

K. Barth desarrolló esta inversión en su célebre “doctrina de la elección”: Cristo, el único elegido, es el Reprobado para que todos los reprobados se conviertan en elegidos[39]. Y toda la “teodramática” de H. U. von Balthasar (su teología de la Cruz, del sufrimiento de Dios, del Sábado Santo…) se sustenta sobre esa misma inversión realizada por Dios hasta el extremo de asumir él mismo el infierno en lugar del pecador: “La Cruz de Cristo, que ha cargado sobre sí todo ‘No’ pecador del hombre, sólo puede ser colocada en el último extremo del infierno, e incluso más allá de él, allí donde acontece un abandono divino únicamente accesible al Hijo”[40]. Nadie ni nada nos puede condenar.

Ésa es la esperanza cristiana, única actitud adecuada para con el Dios del sobredon y de la inversión solidaria que constituye la Cruz. Una esperanza más allá de todo saber, de todo cálculo y de todo miedo. Una esperanza en que no habrá condenación para nadie, pues “Dios quiere que todos los hombres se salven” (1 Tm 2,4) y quiere ser “todo en todas las cosas” (1 Cor 15,28). Una esperanza sin temor, pues “en el amor no hay lugar para el temor” (1 Jn 4,18). Una esperanza que tiene como garante a Dios mismo, tan sólida como el honor mismo de Dios, pues “si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no va a darnos gratuitamente todas las demás cosas juntamente con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios, si Dios es el que salva?” (Rm 8,31-33). No una esperanza suspendida entre la confianza y el temor, empañada por la incertidumbre, recluida en la lógica de la ley, ligada a la “teología del castigo”, sino una esperanza desprendida de sí y prendida sólo en Dios. Una esperanza total y universal, porque no tiene su razón de ser en criterios humanos, sino en el exceso divino. Una esperanza en Dios, amor sin premisa ni condición, sin castigo ni temor, sin proyección ni engaño. Una esperanza en Jesús el Hijo, el que “nos libera de la ira que viene” (1 Tes 1,10), de la ira y el castigo que nos vienen sin cesar de todas las partes del planeta, nunca de Dios[41].

3. Dios: más fuerte que todo autocastigo

Pero parece quedar en pie todavía la posibilidad radical de que la libertad humana rehúse la salvación gratuita. ¿No se dice que “el que no cree en él ya está condenado” (Jn 3,18), evidentemente por sí mismo y no por Dios? ¿Habrá que interpretar esta afirmación simplemente en el sentido de que, si bien Dios no condena, el hombre libre sí puede escoger para sí la perdición eterna, sin que Dios pueda hacer nada contra esta libre decisión de su criatura? Si fuera así, no habríamos avanzado mucho en nuestro empeño de “desconstruir la teología del castigo”. Simplemente la habríamos mudado en una “teología del castigo pasivo” y en una “antropología del castigo activo”…

Esta postura provoca en muchos una primera objección seria: ¿Es correcto atribuir a una libertad finita – no sólo metafísicamente, sino históricamente ¡tan finita! – la facultad para una opción absoluta contra el Absoluto? Considero que esta pregunta merece toda la atención, pero su examen llevaría demasiado lejos. De todos modos, no creo que sea ése el planteamiento decisivo, sino este otro: lo bíblico y lo evangélico consiste precisamente en creer y esperar que la gratuidad absoluta de Dios es capaz de regenerar y liberar toda libertad humana – incluso la más corompida y esclava – para el amor. Ahí está el nudo y la clave de la esperanza creyente: la confianza en que el amor de Dios es fundamento de la libertad, la confianza en que Dios acompaña la aventura emergente e histórica del ser humano desde dentro y desde abajo. También desde lo más bajo. Sí, Dios acompaña a su criatura incluso en su camino (¿voluntario?) de perdición, de manera que incluso en la perdición última se abre una esperanza de salvación, pues también allí está Dios junto al perdido, siempre dispuesto a acompañarle y conducirle hacia su verdadera libertad y su verdadera realización[42]. Y el creyente cree en esa disposición de Dios más que en las propias disposiciones, o mejor, cree que el acompañamiento de Dios desde dentro y desde abajo promueve y suscita la disposición humana para el bien, la libertad liberada, la responsabilidad más allá del temor. Y cree en esa proximidad y en ese acompañamiento de Dios más que en todas las fuerzas enigmáticas que nos arrastran a la destrucción. Y esa fe cura al ser humano[43]. Engendra en él la “obra de la fe”. Le hace capaz de amar.

La escena del encuentro de Jesús con la mujer adúltera es la mejor ilustración de estas afirmaciones; la única y última palabra de Jesús a la mujer es : “Tampoco yo te condeno. Puedes irte y no vuelvas a pecar” (Jn 8,11). No hay acusación ni condena alguna. Tampoco hay una permisión ni licencia para perder la dignidad humana y divina. Sino que hay un camino abierto (“puedes irte”), un camino de humanización y dignidad (“no vuelvas a pecar”). Pero la llamada a la humanización no se apoya en una amenaza o en un ultimátum (“que sea la última vez”…), sino en la acogida incondicional. Y tantas veces como caiga, la mujer podrá estar segura de que volverá a repetirse la misma palabra, la misma mirada, la misma llamada de Dios en Jesús.

El creyente cree absolutamente más en el poder liberador de esta projimidad divina que en ninguna fuerza esclavizante de la libertad humana. Dicho de otra forma: no hay un empate teológico o existencial entre la posibilidad de la libertad para el bien y para el mal. En correspondencia con la fe en la preeminencia de la gracia sobre el pecado, la teología debe pensar la absoluta (no solamente cuantitativa) superioridad de la posibilidad de la libertad para el bien sobre la posibilidad para el mal[44]. Y ello precisamente por una razón teológica, a saber, que la libertad humana se funda en el amor gratuito de Dios que la precede y la excede y la suscita sin cesar.

El juicio de Dios no es una sentencia de condenación desde fuera ni un simple veredicto de perdón desde fuera, sino permanente compañía capaz de regenerar al hombre desde el seno mismo de su culpa y su maldad, capaz de suscitar el pecador en el auténtico arrepentimiento y la compasión con toda vida amenazada. Es preciso “demistificar la acusación”[45], como si ésta fuese la última palabra o la palabra más eficaz, la más pedagógica, la más humanizante. La última palabra es Dios y Dios es el anti-castigo, el que funda la esperanza y la lucha contra todo castigo. Dios es “el adecuado reconciliador del hombre, su liberador radical, su poderoso valedor frente a la culpa en la que el propio hombre incurrió y frente a la muerte a la que se había vendido. Más aún: para hacerse fiador del futuro del hombre y de su cosmos, para hacer de su propia vida eterna la promesa y esperanza de esa su creación”[46].

Todos los días padecemos mil infiernos a los que nos condenamos de manera individual y social, personal y estructural. Pero el creyente es sostenido por la esperanza de que Dios será en nostros y nosotros seremos en Dios más fuertes que toda condena y todo autocastigo.

En: O. González de Cardedal (ed.). Coram Deo. Memorial Prof. Dr. Juan Luis Ruiz de la Peña. Publicaciones Universidad Pontificia, Salamanca 1997, p. 127-153.

  1. . P. Tillich tiene razón cuando afirma que el símbolo de la “ira de Dios” “tiene que ser reinterpretado o completamente abandonado por el pensamiento cristiano” (cf. Teología sistemática, Sígueme, Salamanca 21981, p. 108), pero también cuando advierte sobre el peligro de ignorar la seriedad y hondura de la experiencia humano-creyente que subyace bajo el símbolo de la “ira de Dios”. Ambas observaciones valen plenamente para el símbolo del “castigo de Dios”.
  2. . Cf. A. SCHEUERMANN, “Strafe”, en Lexikon für Theologie und Kirche IX, cols. 1096-1098; J. GRÜNDEL, “Castigo y perdón”, en Fe cristiana y sociedad moderna 13, Ed. SM, Madrid 1986, pp. 221-258.
  3. . Precisamente, el sistema penal de las diversas socidades responde a la finalidad de regular, de poner freno a una venganza desmesurada por parte de los individuos particulares. Así lo testifica Ex 21, y la ley del talión. El castigo jurídicamente instituido impide el mecanismo de la venganza desenfrenada; es una manera de poner coto a la espiral de la violencia.
  4. . Cf. Le conflit des interprétations. Essais d’herméneutique, Seuil, París 1969, pp. 348-369. En las pp. 348-353 expone las objecciones a la supuesta “racionalidad” de la pena.
  5. . Evidentemente, hay casos en los que el castigo sí compensa el daño provocado, por ejemplo cuando el ladrón compensa a la víctima del robo. Aquí me refiero más bien al mero castigo físico o moral sufrido por el malhechor (por ejemplo la privación de libertad).
  6. . B. HÄRING, “Justicia de Dios y justicia en la vida humana”, in Mysterium Salutis V, Cristiandad, Madrid 1971, p. 252. Y añade el autor esta observación autocrítica para los cristianos: “Actualmente no tenemos más remedio que extrañarnos de que también los cristianos hayan aceptado durante tanto tiempo esta práctica degradante de la justicia penal” (ib.). Santo Tomás de Aquino no duda en hablar de la “virtud de la venganza” a condición de que quien la ejerza posea autoridad, busque la represión del mal y respete los límites de la justicia, es decir, el castigo guarde proporción con el mal cometido (S.Th. 2-2, q. 108). En este sentido, la pena de muerte debidamente aplicada es considerada y justificada como la única pena propiamente vindicativa (S.Th. 2-2, q. 64, a. 2 y 3; q. 108, a. 3), pues las otras penas pueden tener también algo de medicinales (cf. A. MICHEL,” Mort, peine de”, in Dictionnaire de théologie catholique, tomo X, cols., 2500-2508).
  7. . Cf. H. U. VON BALTHASAR, Theodramatik IV. Das Endspiel, Johannes, Einsiedeln 1983, pp. 33-46. Sobre la escatología veterotestamentaria en general, cf. H. GROSS, “Rasgos fundamentales de la escatología bíblica”, en Mysterium Salutis, vol. V, Cristiandad, Madrid 1971, pp. 665-685; J.L. RUIZ DE LA PEÑA, La otra dimensión, Sal Terrae, Santander 31986, pp. 49-104; Id., La Pascua de la creación. Escatología, BAC, Madrid 1996, pp.37-87. H. U. von Balthasar ha insistido en el hecho de que el horizonte escatológico se ensombrece fuertemente en la apocalíptica judía con la “barrera del juicio”: Gloria. Una estética teológica 6. Antiguo Testamento, Encuentro, Madrid 1988, pp. 261-359, un extenso capítulo titulado “El largo crepúsculo”.

    Es sabido que la apocalíptica judía ha desempeñado un papel decisivo en los orígenes del cristianismo (E. Käsemann la ha llamado “madre de la teología cristiana”; cf. P. GISEL, “Creación y escatología”, en Iniciación a la práctica de la teología III, Cristiandad, Madrid 1985, p. 656); sus categorías e imágenes han marcado especialmente la escatología del NT.

  8. . El mismo término es referido a Dios en Lc 21,22; Rm 12,19; Hb 10,30; Jd 7; Ap 19,2. Para una visión panorámica de la escatología neotestamenaria, cf. K.H. SCHELKLE, “Escatología del NT”, en Mysterium Salutis V, o.c., pp. 686-737; J.L. RUIZ DE LA PEÑA, La otra dimensión, o.c., pp. 105-150; La Pascua de la Creación, o.c., pp. 89-119.
  9. . Según la acertada fórmula de H. U. von Balthasar: “Existence humaine comme parole divine”, en La foi du Christ, Aubier, París 1968, pp. 129-178. En su Teodramática, y hablando del juicio de Dios, insiste este autor en esta misma idea, que constituye una clave hermenéutica decisiva para evitar una lectura literal y fundamentalista: “Sin las imágenes, arquetipos y conceptos pertenecientes al lenguaje humano (intuitivo), la palabra de Dios no puede hacerse comprensible al hombre” (Theodramatik IV. Das Endspiel, o.c., p. 45).
  10. . R. Otto ha insistido con razón en que la imagen de la cólera divina, tan frecuente en la Antigüedad religiosa, no ha de ser racionalizada ni interpretada ingenuamente como “propiedad moral” o pasión psicológica de la divinidad en analogía con la ira humana, sino entendida como expresión del sentimiento del tremendum y del sanctum, de lo que trasciende todo esquema racional y moral (cf. Lo santo, Alianza, Madrid 21985, pp. 29-30).
  11. . P. RICOEUR, o.c., p. 353.
  12. . Ib., p. 352.
  13. . El niño, radicalmente narcisista e insociable, ha de ir aprendiendo primero a distinguir el placer y el displacer, luego a pasar del principio del placer al principio de la realidad externa, y por fin a socializarse, es decir, a aceptar la presencia inviolable y soberana del otro. Y todo ello no sucede sino a través de innumerables choques y traumas, y también a través de múltiples interdicciones, coerciones y sanciones (cf. L. ANCONA (dir.), Enciclopedia temática de psicología, t. I, Herder, Barcelona 1980, pp. 827-857).

    Tales medidas son también necesarias en la vida social de los adultos, porque las personas nunca curan del todo sus heridas narcisistas y porque las estructuras político-económicas son radicalmente dialécticas y porque la convivencia no se transforma en espacio de gracia y comunión sino a través de colisiones y conflictos.

  14. . El derecho penal actual únicamente justifica las penas por su papel disuasorio y preventivo, como prevención general o particular, es decir, como medidas intimidatorias para la población en general o para el malhechor en particular.
  15. . Sería perverso decir que Dios ha creado o ha permitido el dolor para así educar al ser humano. Otra cosa muy distinta es reconocer que, dada la situación histórica de dolor y de culpa en la que vive de hecho el ser humano – situación “dada” no sabemos cómo ni por qué, pero en ningún caso por acción o por omisión divina ‑, Dios quiere conducir a su criatura – a través de la misma culpa y el dolor – hacia más allá de la culpa y el dolor. Pero en este caso habría que hablar, no del uso deliberado de una pedagogía del dolor y del castigo por parte de Dios, sino más bien de una pedagogía contra el castigo y el dolor.

    Dag Hammarskjold, una de las personalidades políticas y creyentes de más talla de este siglo, excepcionalmente probado por el sufrimiento en su persona y excepcional testigo del dolor del mundo por su calidad de Secretario General de las Naciones Unidas, escribió: “He aquí un resto de antropomorfismo pagano: la creencia de que Dios quiere que suframos para educarnos. ¡Cuán lejos está de esto asentir al sufrimiento cuando nos toca porque obedecemos lo que nos parece ser voluntad de Dios!” (Markings, Faber and Faber, Londres-Boston 1988, p. 138).

  16. . Por lo dicho en el punto anterior, no puede concebirse un infierno eterno como castigo vindicatorio de Dios, pero un infierno eterno tampoco cabe, evidentemente, en el esquema del castigo preventivo o pedagógico: si decimos que Dios condena a alguien a un infierno eterno, es absurdo afirmar que se trata de una medida “pedagógica”; y si decimos que el infierno constituye solamente un aviso, pero que Dios a nadie le condena a él, dejaría por lo mismo de ser un aviso disuasorio.
  17. . P. RICOEUR, o.c., p. 346.
  18. . La auténtica moralidad está más allá del miedo del castigo y de la esperanza del premio: “O nos apartamos del mal por temor del castigo y estamos en la disposición del esclavo, o buscamos el incentivo de la recompensa y nos parecemos a mercenarios, o finalmente obedecemos por el bien mismo del amor del que manda… y entonces estamos en la disposición de hijos” (S. Basilio, Regulae fusius tractatae, pról. 3, PG 31, 896B, cit. en CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA, n. 1828).
  19. . “Hay que superar la misma concepción jurídica de la responsabilidad en favor de una concepción más ontológica e intrinsecista. Ser responsable no significa estar expuestos a la sanción de alguien, sino estar ligados a la lógica de las propias opciones, asumirlas en la vida con toda su carga de constructividad o destructividad humana, soportar las consecuencias de una ocasión de crecimiento perdida o poseer para siempre un valor realizado libremente y definitivamente ingresado como materia del reino de Dios” (G. GATTI, “Libertad. Aspecto teológico-moral”, en Diccionario Teológico Interdisciplinar III, p. 341).
  20. . J.I. GONZÁLEZ FAUS, Proyecto de hermano, Sal Terrae, Santander 1987, p. 205.
  21. . Ib., p. 230.
  22. . Ib., p. 414. “No es Dios el que castiga el pecado, es el pecado el que se castiga a si mismo” (H. Haag, El problema del mal, Herder, Barcelona, 1981, p. 113). Esta idea de que el castigo no es más que la consecuencia necesaria y natural de la mala acción la elaboró K. Koch en relación al tema de la “retribución” en el AT: “Gibt es ein Vergeltungsdogma im AT?”, in Zeitschrift für Theologie und Kirche 52 (1955). En la misma línea G. VON RAD, La Sabiduría en Israel, Cristiandad, Madrid 1985. Este autor escribe: “Como la mayoría de los pueblos que se encuentran al margen de la cultura racional del Occidente, Israel tenía también la convicción de que entre el acto y el estado sucesivo del hombre existía una relación precisa y fácil de reconocer: la acción mala rebotaba sobre el culpable con consecuencias funestas; la buena, con consecuencias benéficas (…). Pero esta retribución no es un acto nuevo, proveniente de una región externa al hombre culpable” (Teología del Antiguo Testamento, t. I, Sígueme, Salamanca 1986, p. 470); pero esta intuición originaria de la mera objetividad del castigo ligado al pecado se irá racionalizando y convirtiendo en una especie de “dogma de la retribución” (ib. 472), cosa que sucedio en la más reciente literatura sapiencial.

    K. Rahner subrayó la necesidad de reinterpretar teológicamente el tema del castigo de Dios en la línea del autocastigo: “Culpa-Responsabilidad-Castigo en la visión de la teología católica”, Escritos de Teología VI, Taurus, Madrid 1969, pp. 233-255; solamente se puede decir que Dios castiga “en cuanto que ha creado las estructuras objetivas del hombre y del mundo” (p. 254).

  23. . “Para quienes son conscientes de su alienación de Dios, Dios mismo es la amenaza de la destrucción última y la faz divina cobra entonces rasgos demoníacos” (P. Tillich, o.c., 108). Tillich interpreta el lenguaje bíblico de la ira de Dios en el sentido de que el hombre puede privarse a sí mismo de Dios, alejar a Dios de sí.
  24. . ¿No es preciso replantear desde aquí también el tema del infierno como autocastigo? De justificarse el infierno de algún modo, sólo podría “justificarse” como autocastigo, y así lo explican hoy una mayoría de teólogos. ¿Pero basta con ello? ¿Puede la fe, supuestamente para salvar la libertad humana, reducir a Dios a mero espectador de un espectáculo tan horrendo como el autocastigo eterno de su criatura amada? ¿No es precisamente lo contrario lo que la Biblia nos atestigua: que a Dios le duelen las entrañas ante el dolor de su criatura, y que el infierno eterno de ésta sería un infierno eterno para Aquél?
  25. . J. GRÜNDEL, l.c., p. 256.
  26. . OBRAS COMPLETAS, t. I, Aguilar, Madrid 41968, p. 539.
  27. . SAN FRANCISCO DE ASIS, Regla no Bulada XXIII, 9.
  28. . También la teología deuteronomista, con su recurrente sucesión de alianza-infidelidad-castigo-arrepentimiento-perdón, ha de ser interpretada, no desde la clave jurídica de una correspondencia exacta entre fidelidad-premio e infidelidad-castigo, sino desde la clave de la absoluta grautidad del don de la tierra (No por tu justicia ni por la rectitud de tu corazón…”: Dt 9,5).
  29. . P. RICOEUR, o.c., p. 368.
  30. . K. BARTH, “El mensaje de la libre gracia de Dios”, en Ensayos teológicos, Herder, Barcelona 1978, 147-148.
  31. .”Una antropología a la que se accede por el arrepentimiento”: con esa feliz expresión titula O. Clément el primer capítulo de su libro Sobre el hombre, Ed. Encuentro, Madrid 1983, pp. 5-31.
  32. . Cf. J.L. SEGUNDO, El Dogma que libera. Fe, revelación y magisterio dogmático, Sal Terrae, Santander 1989, pp. 55-60. El autor se apoya en un estudio de G. Lambert.
  33. . “La afirmación teológica capital de la historia yahvista de los orígenes es que Yahvé, pese a todas las sacudidas del ordenamiento originario de la creación por la acción culpable del hombre, una y otra vez muestra su misericordia sin llevar a cabo la sentencia de aniquilación explícitamente conminada repetidas veces” (D. SATTLER – Th- SCHNEIDER, “Teología de la Creación”, en Manual de teología dogmática, Herder, Barcelona 1996, p. 181). Von Rad interpreta justamente en sentido inverso al habitual la categoría de la expiación en el Antiguo Testamento, fundándose para ello en Dt 21,1-9: “Lo más importante en este texto es que los ancianos piden a Yahvé que realice la expiación. Así pues, quien recibe la expiación no es Yahvé, sino Israel; y Yahvé actúa alejando la nefasta maldición que graba sobre la comunidad” (Teología del Antiguo Testamento, o.c., p. 341). Lejos de ser un señor ofendido que exige expiación, Dios es el que rompe la unión entre pecado y desgracia…
  34. . Cf. M. KEHL, Escatología, Sígueme, Salamanca 1992, p. 59-60 y 282-285. Este sería el sentido válido de la imagen del “castigo pedagógico”.
  35. . “El castigo [de Dios] es el final de la autoacusación y, en todo caso, de la autopunición devastadora (…). Porque, si tuviera que castigarme yo mismo, probablemente no terminaría nunca y caería en la deriva patológica de un autocastigo sin límites” (A. GESCHÉ, Dios para pensar, t. I, Sígueme, Salamanca 1995, p. 110).
  36. . A. BONORA, “Retribución”, en P. ROSSANO – G. RAVASI – A. GIRLANDA (dirs.), Nuevo Diccionario de teología bíblica, Ed. Paulinas, Madrid 1990, p. 1669.
  37. . Cf. J. GNILKA, Jesús de Nazaret, Herder, Barcelona 1993, 190-200.
  38. . Cf. una crítica exegético-histórica y dogmática de algunas categorías soteriológicas clásicas (sacrificio, satisfacción, expiación sustitutoria…) en B. SESBOÜÉ, Jesucristo, el único mediador. Ensayo sobre la redención y la salvación, Secretariado Trinitario, Salamanca 1990. B. Häring ha insistido aún hace poco en que una interpretación de la salvación en clave expiatoria (ligada a una comprensión sacral del ministerio) constituye una “blasfemia” y “fuente de una serie de males abominables” (¿Qué sacerdotes para hoy?, PPC, Madrid 1995, p. 90). La reciente película Rompiendo las olas ilustra bien las perversiones humanas y teológicas a que pueden dar lugar ideas como sacrificio, inmolación, castigo…
  39. . Cf. Kirchliche Dogmatik, t. II/2 (Die Lehre von Gott. Gottes Gnadenwahl), Zurich 1942. “La predestinación divina es la elección de Jesucristo” (ib. 110). “Dios quiere perder para que el hombre gane… En la elección de Jesucristo, que es la voluntad eterna de Dios, Dios ha destinado al hombre la elección, la felicidad y la vida, reservándose para sí… la reprobación, la condenación y la muerte” (ib. 177).
  40. . Theodramatik IV. Das Endspiel, o.c., p. 173. Cf. del mismo autor: Sólo el amor es digno de fe, Sígueme, Salamanca 31990; “El misterio pascual”, en Mysterium Salutis III/2, Cristiandad, Madrid 1971, pp. 143-335.
  41. . Por eso, esperar, sólo se puede esperar la salvación, no la condenación, y la salvación sólo cabe esperarla., no preverla y calcularla. Pero, dicho esto, el cristiano no puede menos de esperar sin reserva ni excepción la salvación para todos. Esta es la postura sostenida por H. U. von Balthasar, por ejemplo en Was dürfen wir hoffen? (¿Qué podemos esperar?), Johannes, Einsiedeln 1986; responde a sus críticos y detractores en Kleiner Diskurs über die Hölle (Breve discurso sobre el infierno), Johannes, Einsiedeln 1987. Es claro que su posición no tiene nada que ver con una teología optimista del “Happy-End”, sino que se fundamenta en el amor de Dios sin proporción ni medida. También J.L. Ruiz de la Peña ha afirmado repetidas veces que no existe simetría teológica entre las afirmaciones sobre la vida eterna y la muerte eterna (cf. La otra dimensión, o.c., pp. 251-252).
  42. . Cabría interpretar en este sentido más histórico y dinámico la afirmación de H. U. von Balthasar según la cual Dios ha querido en Jesús hacer (exclusivamente) suyo el infierno del pecador: “El pecador que quiere ser ‘condenado’ por Dios encuentra de nuevo a Dios en su soledad, pero a Dios en la impotencia absoluta del amor, que en la intemporalidad se solidariza por tiempo indefinido con el autocondenado” (“Über Stellvertretung”, en Pneuma und Institution, Johannes, Einsiedeln 1974, p. 408).
  43. . También la teología, en consecuencia, ha de ser curativa, terapéutica. Cf. E. BISER, Theologie als Therapie. Zur Wiedergewinung einer verlorenen Dimension, Heidelberg 1985. También su cristología en clave de compañía, amistad y auxilio: Der Helfer, Munich 1973; Der Freund, Munich 1989.
  44. . De ninguna forma la esperanza en Dios y la conciencia de la defectibilidad humana son paralelas y, por consiguiente, de ningún modo la confianza en la fidelidad de Dios y el temor de la infidelidad humana pueden ser simétricos, de manera que el temor pueda neutralizar o poner en tela de juicio la confianza.
  45. . P. RICOEUR, o.c., 341.
  46. . K. BARTH, “El mensaje de la libre gracia de Dios”, en Ensayos teológicos, Herder, Barcelona 1978, p.146. E. Drewermann escribe acertadamente: “Porque el sentido sólo se encuentra en la confianza en la realidad del que todo lo planea y a todo da sentido. Porque sólo se da lugar a la realidad del sentido (…), si pierde el temor a la reprensión y a la intromisión justiciera y se deja guiar por la certeza de que todo redunda en bien. Y porque ante todo y sobre todo, no es posible encontrarse consigo mismo sin agradecer la gracia de existir y de ser como se es, gracia que ningún hombre puede otorgar, porque engloba a todo ser vivo” (E. DREWERMANN, Psicoanálisis y culpa I. Angustia y culpa, DDB, Bilbao 1996, p. 195).