El canto del gallo
He leído con asombro y pena el ensayo Oilarra kukuruka (El canto del gallo) (Erein 2020), que acaba de publicar Xipri Arbelbide, sacerdote vasco amigo de Heleta (Baja Navarra). Gira en torno a la agonía de la Iglesia católica en nuestro país, y me asombra que el autor le haya puesto ese título, un tanto provocador y desafiante. Xipri, genio y figura hasta el fin. Con 86 años en sus espaldas, ha subido a lo alto de la aguda torre campanil de la catedral de Bayona, a lanzar su kikiriki. Hace falta energía y valor.
Más aun que el asombro, sin embargo, me ha invadido la tristeza desde la primera línea hasta la última, viendo cómo el sonoro canto matutino se transforma en lamento amargo y confuso, en queja sombría, desgarrada. Lo entiendo. Para quien ha soñado con una Iglesia hermosa y triunfal, directiva y multitudinaria, madre y maestra, dueña suprema del bien y conocedora única de la verdad, para quien ha derrochado todas sus fuerzas y capacidades –que no son pocas– en favor de esa Iglesia tanto en el País Vasco como en África, ha de resultar muy doloroso ver cómo, al final de su vida, el edificio que ha querido levantar se resquebraja y se derrumba sin vuelta atrás.
Reconoce Arbelbide que ha escrito el libro con dolores de tripa, y su desorden y contorsiones así lo delatan. ¿Qué es lo que tanto le hiere y revuelve las entrañas? Es la decadencia de la Iglesia, su agonía en este su querido País Vasco y en todas las sociedades modernas: iglesias vacías o cerradas, iglesias sin misas y misas sin fieles, progresiva desaparición del catecismo infantil –¡Ay, el querido catecismo de antaño, donde las verdades de siempre se aprendían para siempre de un modo tan sencillo!–. Todo se fue, se va yendo ante su mirada atónita y amarga. No puede negarlo, pero tampoco puede entenderlo ni aceptarlo, y busca culpables. No es culpa de nadie, amigo Xipri, créemelo. La gente ha abandonado las creencias y prácticas religiosas por la misma razón por la que ya no recurre a las témporas para prever el tiempo ni a las rogativas para remediar la sequía: porque estudian ciencias en la escuela y sobre todo en la Universidad. Y no son por ello ni mejores ni peores. Se les ha cambiado la mente y la visión del mundo, sin más. Tan simple como eso.
Solo que Xipri no lo ve con esos ojos, y es comprensibles sus dolores de tripa. Pero él querría que todos lo padeciésemos como él (p. 136), y eso ya no es correcto. A Jesús de Nazaret jamás le dolieron las tripas –¡Dios nos guarde también a nosotros!– por el éxito o por la decadencia de la institución eclesiástica, por la sencilla razón de que nunca se le pasó por la cabeza institución eclesiástica de ningún tipo.
“¿Cómo es que sucumbe la Iglesia en medio de un pueblo de oro como el País Vasco?”, se pregunta el sacerdote de Heleta, dando rienda suelta a su lamento. “¡Algo hay que no ha ido bien!” (p. 213). Y lleno de confusión e inquietud se interroga: “¿En qué hemos fallado?” (p. 221). Claro que el “hemos” es retórico, pues Xipri no muestra conciencia alguna de haber fallado en nada. El canto del gallo es un largo “Tú pecador”.
Sea como fuere, Arbelbide afirma y reafirma que la Iglesia no decae sino en las sociedades ricas como la nuestra, arruinadas por el consumismo: “Decae en una sociedad que decae” (p. 144). A lo largo y ancho del mundo, en cambio, “ahí la tenemos, más fuerte que nunca” (p. 140), como atestiguan los números, al parecer: “A nivel mundial, el número de católicos va en aumento año tras año, trece millones por año” (p. 153). Pero no dice todo: por ejemplo, que el crecimiento de la población mundial es mucho mayor que el de los adeptos de la Iglesia, y que los musulmanes aumentan más que los cristianos, de donde resulta que, proporcionalmente, la Iglesia en general desciende. A nadie le debiera importar, pero a Xipri sí que le importa, demasiado.
Por eso quiere dejar bien claro –cuanto más lo intenta, menos lo consigue– que el problema no es de la Iglesia, sino de la sociedad que se está muriendo. Que por estar ella misma enferma es por lo que la sociedad rechaza la religión. Por lo tanto, son la sociedad y la cultura las que han de cambiar, no la Iglesia. No sé si él se lo cree de verdad, pero casi nadie se lo creerá.
Arbelbide sabe, además, o cree saber, dónde se hallan las perniciosas raíces del mal que padecen nuestra sociedad y nuestra cultura: el comunismo por un lado, Mayo del 68 por otro. El primer culpable es el comunismo: “¿No será que hemos creído más en la política y en el marxismo que en Jesús”? (p. 221). Cuando tantas comunidades cristianas tomaron en serio el análisis y la utopía marxista, “la religión comenzó a convertirse en política” (p. 167), dice Xipri, como si pudiera haber una religión que no fuese política en el mejor o en el peor sentido. ¿Cómo puede pensarlo un discípulo del rebelde Jesús? Xipri va más allá y asegura: “no fue la Iglesia la que se apoderó del marxismo, sino el marxismo el que se apoderó de la Iglesia” (p. 138). ¿El marxismo se habría apoderado también de Jesús? ¿Acaso sus Bienaventuranzas no están más cerca de la utopía de Marx que de los dogmas, cultos y códigos canónicos de la Iglesia?
Mayo de 68 es el segundo gran culpable. “Prohibido prohibir”, proclamó en las calles de París. Todo es libre. Los Diez Mandamientos, rígidos y desfasados, se resumen ahora en tres placenteros paraísos de libertad: sea, sex and sun (p. 212) (mar, sexo y sol), y en tales paraísos no cabe obviamente la Iglesia, como si los humildes feligreses y los grandes clérigos vivieran, como ángeles, sin mar ni sexo ni sol. Consumismo, sexismo, libertinaje… son las graves enfermedades de nuestro mundo poscomunista y poscristiano. La Iglesia, en cambio, es impoluta y limpia dondequiera que se encuentra. Pero vamos a ver: ¿acaso esos males y tantos otros no se han desarrollado precisamente en el seno de una sociedad milenariamente cristiana bajo la guía segura de la jerarquía? No nos lavemos ahora las manos, como Pilato.
“De contestación en contestación, quita esto, quita aquello, [la Iglesia] se quedó vacía” (p. 58): así resume Arbelbide su particular análisis histórico, olvidando por completo al contestatario Jesús. Por eso no puede tolerar que, en la diócesis de Bayona, muchos cristianos y sacerdotes se hayan mostrado críticos con su obispo Marc Aillet, reconocido ultraderechista tanto religiosa como políticamente. En la primera línea del primer párrafo del primer capítulo del libro empieza la confesión del “Tú pecador”: dura e injustamente, denuncia a 60 sacerdotes vascos y bearneses de su diócesis, hasta el punto de calificarlos de intolerantes, por la declaración crítica (“documento de Mourenx”) que publicaron en 2017 sobre su obispo. Se queja Xipri de que no hayan firmado ninguna declaración para denunciar la decadencia de la Iglesia, “siendo éste el problema fundamental” (p. 135). Si estuviera en el lugar del obispo, nos asegura, respondería al sacerdote contestatario con la siguiente pregunta: “¿A dónde has traído a la Iglesia con ese tu método? ¿Acaso quieres que sigamos tu mismo camino y que siga cayendo todavía más bajo?” (p. 116). En efecto, hacer que la Iglesia caiga y se vacíe: “Ese ha sido el sueño de algunos hace medio siglo” (p. 117). Una puñalada cruel e injusta al corazón de quienes tan fielmente han dedicado su larga vida al servicio de las comunidades cristianas.
Dolores de tripa, búsqueda de culpables y denuncias, en todo se trasluce el deseo obsesivo de Xipri: que se llenen las iglesias y aumenten los sacerdotes. “La iglesia sin sacerdote no es sana”, escribió una vez en la revista HEMEN. De modo que el número de sacerdotes reflejaría el nivel de salud de la Iglesia. Habríamos, pues, de felicitarnos de que, tras décadas de descenso, los sacerdotes vuelven a aumentar de la mano del obispo Aillet. A Xipri le gusta ofrecer cifras y comparaciones para consolidar su modelo de Iglesia extremadamente clerical. Basten dos ejemplos: cuando Aillet se hizo cargo del obispado de Bayona en 2008, había un único seminarista en la diócesis; diez años después (2018), eran 30 (la mitad procedentes de África, eso sí; solo que no dice que hoy no quedan más que 4 seminaristas en toda la diócesis…); en los últimos 8 años se han ordenado 11, frente a los 5 de la década anterior. Ese es, dice el sacerdote de Heleta, “el lado optimista”. Su mejor esperanza está en el aumento del número de sacerdotes.
Tal esperanza fundada en la Iglesia clerical le era absolutamente ajena a Jesús de Nazaret, el profeta laico, el profeta herético revolucionario, que fue condenado y muerto por haber hecho frente al templo y al clero. Pero su aliento vital, hecho uno con el aliento de todo viviente que renueva todas las cosas, sigue vivo más allá de todas las religiones, iglesias y dogmas. El movimiento de Jesús surgió de una transformación, para vivir en permanente transformación y ser transformadora, para perderse como la semilla en la tierra y la levadura en la masa, para ser del todo en todo perdiéndose por el bien de todo. Esto merecería otro canto de gallo, pero no sé si están los tiempos para ello.
Aizarna, 14 de febrero de 2021