EL CREDO ANTE LAS CIENCIAS. Apuntes para una teología creíble

Introducción

Debido al rápido desarrollo y a la globalización de las ciencias, nos encontramos inmersos en un proceso de profunda y rápida mutación cultural, que está sacudiendo y conmoviendo los cimientos de todas las religiones tradicionales y sus Credos. De pronto, todo su marco lingüístico, institucional y vital, deja de ser comprensibles para niños, jóvenes y adultos. La sociedad en masa deserta los templos o pasan de largo tranquilamente, como se pasa ante un museo de antigüedades. En las instituciones religiosas y sus fieles cunde la sensación de no tener tierra bajo sus pies, de verse exiliados de la tierra y de la lengua común.

Es más que una imagen. No es mera casualidad que “cultura”, “cultivo” y “culto” provengan de la misma raíz. La religión y la cultura son inseparables. Según sean las condiciones ecológicas y económicas en general, la relación humana con la tierra, el sistema de producción de los bienes que consumimos…, así son la visión del mundo, las relaciones sociales, el modo de vida. Y también la religión. Las religiones, sin duda, han contribuido como lo que más a crear culturas –formas de mirar, entender, vivir–, pero las religiones ellas mismas son productos culturales, formas culturales de la “religiosidad”. Pues bien, hoy los credos, los códigos y el culto que han tenido sentido e incluso han sido soporte del sentido durante milenios se han quedado o se están quedando privados del marco cultural de comprensión y de vida.

El desarrollo de las ciencias y de las nuevas tecnologías, así como su rápida globalización, han hecho que en los últimos 200 años se hayan producido, al menos en la sociedad europea occidental, dos “cambios de era” cultural: la era agraria moderna dio paso a la era industrial moderna, y ésta ha evolucionado en las últimas décadas a la era postindustrial de la información. A muchos de nosotros incluso nos ha tocado en suerte conocer los tres mundos, con sus respectivos “paradigmas” culturales: vivimos nuestros primeros años en plena cultura agraria; hacia los 20 años conocimos una rápida industrialización, urbanización y “modernización” de la mente y de la vida, luego, sin solución de continuidad, hemos ido pasando al mundo postindustrial de la información, del conocimiento y del cambio acelerado en que nos hallamos inmersos. Para muchos de nosotros, que conocimos cómo se labraba la tierra con un arado tirado por bueyes y que vivimos en viejos caseríos sin carretera ni electricidad ni agua corriente, la cultura –la cosmovisión y la forma de vida– ha cambiado más en los últimos 50 años que en los últimos 5.000, o que incluso en los últimos 10.000, desde el inicio de la agricultura en Mesopotamia, Egipto, China…

Empeñarse –en nombre de una “verdad revelada por Dios”– en mantener determinadas creencias, prácticas cultuales vueltas culturalmente obsoleta es no solamente estéril y a la larga imposible, sino además claramente contraproducente para la “fe” o la espiritualidad eco-liberadora que queremos vivir.

En las páginas que siguen propongo, a modo de apuntes, algunos nuevos horizontes de reinterpretación que exige de nosotros el imparable desarrollo de las ciencias en diversos campos: cosmología, física nuclear, biotecnología, neurociencias, inteligencia artificial… La teología es el esfuerzo por expresar la experiencia de fe (o, mejor, la experiencia profunda de la vida) y sus Credos o fórmulas tradicionales en lenguajes comprensibles y coherentes en cada época. A veces habrá que reinterpretar las creencias para rescatar el espíritu al que en otro tiempo dieron forma. A veces, simplemente habrá que prescindir de las fórmulas para dejarnos llevar por el espíritu de la vida más allá de la palabra, más allá de todas las creencias[1].

1. Ciencia y religión: dos métodos, un misterio

Nadie dirá que las matemáticas y la poesía, o la geografía y la música, son enemigas entre sí. Algo semejante puede decirse de la ciencia y la religión[2]. Un matemático puede ser poeta, y un músico puede ser geógrafo. Un científico puede ser creyente y un creyente puede ser científico. Los problemas surgen cuando la ciencia absolutiza su perspectiva o cuando la religión se identifica con sus creencias, y hay que reconocer que lo segundo sucede más a menudo que lo primero. El conflicto entre la ciencia y la religión nunca se da porque sean incompatibles, sino porque alguna de las dos o ambas incurre en alguna confusión de planos o de método de conocimiento; porque alguna de ellas o las dos traspasan sus métodos de observación de la Realidad, y porque alguna de las o ambas pretenden que la suya es la última palabra.

Se puede decir que el conflicto se da cuando la ciencia se vuelve positivista y la religión se vuelve dogmática. El positivismo cientificista pretendió que todo lo que es se puede conocer con métodos empíricos y que solo es verdad aquello que conocemos empíricamente y formulamos matemáticamente. Pero mucho antes se había ido desarrollando el dogmatismo positivista en el seno de la Iglesia católica: consideraba los dogmas cristianos como expresiones inmutables de verdades ocultas reveladas por Dios, afirmaba que la revelación cristiana es la única revelación plena de Dios en el mundo, y sostenía que la jerarquía católica ha sido instituida por Dios mismo como depositaria y garante única de la verdad y del misterio divino en la Tierra y el cosmos entero. La religión, vacía de mística, se creía autorizada para dictar verdades a la ciencia.

No es descabellado pensar que el positivismo cientificista moderno ha sido una reacción contra el positivismo y absolutismo cristiano, pues éste se había apoderado del misterio en exclusiva, lo que equivale a negarlo. Y creo que el dogmatismo de la religión está más arraigado que el positivismo de la ciencia. Así lo ilustran los grandes episodios de conflicto entre ciencia y religión: Galileo Galilei en s. XVII, Charles Darwin en el s. XIX, Teilhard de Chardin en el s. XX.

En el fondo, los conflictos entre ciencia y religión se deben a que alguna de las dos y a menudo ambas han olvidado el Misterio y la mirada mística de la que ambas habían nacido. Ambas deben mantener abierta o recuperar esa mirada mística: la mirada simple, la mirada honda, la mirada total. Es conocida la afirmación de Louis Pasteur, el sabio francés que demostró que todo ser vivo procede de otro ser vivo, el padre de la vacuna contra la rabia, la difteria y otras enfermedades: “un poco de ciencia nos aparta de Dios. Mucha, nos aproxima a Él”. Depende, claro está, de lo que entendamos por Dios, como luego diré. Pero donde dice “Dios” pongamos, por ejemplo, “Misterio”. Un poco de ciencia puede llevar a negarlo, mucha ciencia lleva a reconocerlo. Lo mismo cabe decir sobre la religión: poca religión –la religión superficial– niega el misterio, al explicarlo o al convertirlo en causa explicativa; la religión profunda consiste en reconocer el Misterio inapresable e indecible. El olvido del misterio arruina la religión y reseca la ciencia.

La ciencia y la religión no se oponen, ni se yuxtaponen, ni siquiera se complementan. Se entrelazan y animan, como la observación y el asombro, como el cálculo y la admiración, como la medida y el infinito. La ciencia es el arte de medir las partes del todo. La mística es el arte de mirar el todo en cada parte. Y el científico puede admirar más que nadie, porque sabe más que nadie que “el mayor producto del conocimiento es el aumento de la ignorancia” (Pedro Miguel Echenique), y conoce mejor que nadie el milagro que es cada gota de agua o de aire, cada organismo, cada célula, cada átomo y cada partícula. Y no solamente ve que todo es parte de un Todo, sino que también mira cada parte como un todo, pues cada átomo es un universo sin medida de electrones, quarks y gluones, semejante al universo inmenso y sin fin de las galaxias, y porque sabe que todo, desde lo infinitamente pequeño a lo infinitamente grande, está en relación y en movimiento, que en el tiempo está la eternidad y que el futuro es –al menos según la imagen actual de la realidad– absolutamente indeterminado e impredecible, que del orden se deriva el desorden y del desorden se deriva un nuevo orden maravilloso imprevisible.

“Nuestro planeta navega por el espacio a 30 kilómetros por segundo; las galaxias se devoran unas a otras con una voracidad inexorable; los minerales instalados en nuestro cuerpo se crearon en una estrella a miles de años luz y llegaron a este planeta a causa de una formidable explosión cuando esa estrella se convirtió en una supernova; este perro mundo es un grano de polvo perdido en la Vía Láctea poblado de idiotas que dicen usted no sabe con quién está hablando; dentro de los neutrones y protones que componen el núcleo del átomo están los quarks y debajo de los quarks, tal vez, habita la nada, donde podría anidar el pájaro de la vida”[3].

¿Pero qué es la nada? Los científicos hablan más bien de vacío, y uno de los descubrimientos más sorprendentes de la física contemporánea es que “el vacío, aparentemente, no es la nada, sino una substancia. Aunque no como las otras…”. El vacío sería un campo de energía, responsable de que el universo, en contra de lo que pensaba Einstein, esté en expansión. El vacío no es la nada, sino una “densidad de energía”, “capaz de ejercer una repulsión gravitacional, incluso sobre sí misma”. Y la partícula de Higgs sería “vibración del vacío”… La substancia del vacío daría así contestación a dos muy candentes cuestiones de la física, una en el extremo de lo más grande –el cosmos– y otra en el de lo más diminuto, las partículas elementales, que –por definición– son tan pequeñas que, si tienen partes, no lo sabemos[4]. No es fácil de entender, pero es fascinante. La fascinación es el espacio compartido de la ciencia y de la mística[5].

El científico, además, sabe mejor que nadie que toda la realidad es abierta y siempre capaz de novedad, capaz de más, gracias a la relación y al azar. Y que todo, desde la roca al pensamiento y la ternura, todo viene de la materia, salvo la propia materia que nadie sabemos de dónde viene ni qué es, sino que es. La ciencia no debe negar la razón simbólica que mira el mundo como misterio; de hecho, muchos afirman que la física cuántica nos describe una realidad más acorde con la cosmovisión de las grandes tradiciones místicas que con la física mecánica de Newton o con cierto materialismo determinista[6]. La religión, a su vez, si quiere seguir siendo testigo del Fondo o la Fuente misteriosa de la realidad, no debe aferrarse a ningún credo.

2. ¿Espíritu “y” materia?

La tradición occidental greco-cristiana, filosófica y religiosa, ha sido claramente dualista, ha entendido el mundo, sobre todo al ser humano, como compuesto por dos elementos: materia y espíritu, la materia como masa inerte y el espíritu como autoconciencia independiente de la materia. Las ciencias, en especial la física y la biología, ya no permiten mantener esa visión dualista tan arraigada todavía[7].

La mirada a la realidad en las culturas antiguas, todavía vivas en muchas tradiciones, no era dualista. Es conocido el dicho extendido entre hindúes, tupi-guaraníes y pieles rojas: “El espíritu duerme en la piedra, sueña en la flor, siente en el animal y sabe que siente en el ser humano”. La piedra no es inerte, inmóvil, fría. Está habitada. Tiene alma, o espíritu. Pero este lenguaje sigue siendo dualista. La “materia” y el “espíritu” no son dos. Tampoco son uno. Tal vez son dos manifestaciones de lo mismo. O tal vez son dos construcciones de nuestra imaginación.

La piedra y el agua e incluso el aire y la luz aparentemente tan inmateriales son átomos y moléculas, son materia. Pero ¿qué significa “materia”? La materia es energía, dice la física, pero seguimos preguntando: ¿qué es la energía, que siempre hemos imaginado como algo tan distinto de lo que entendemos por materia? ¿Qué es esa energía invisible, inasible, intangible? ¿Y por qué hay energía? ¿Por qué todo se mueve y gira ordenadamente? ¿Y por qué esa gravedad que mantiene como amorosamente unidos el átomo y las galaxias, y cómo es posible a la vez que el universo se expanda vertiginosamente? ¿Por qué todo es como es? ¿Qué es? ¿Por qué es cuanto es? No lo sabemos; las ciencias tampoco lo saben, pero lo que vemos, sabemos e ignoramos nos llena de asombro y emoción.

El chopo junto al río, las petunias en el balcón, el petirrojo en la rama viven. Es como si tuvieran espíritu o alma, alma vegetal o animal[8]. Nacen, crecen, respiran, florecen, se alimentan, se cuidan, se aman, se multiplican, y luego mueren. ¿Qué es lo que muere? Muere un organismo, pero todos los elementos de este organismo que muere siguen viviendo y pronto vivirán en otro organismo. Muere una forma y nacen nuevas formas. ¿Qué es, pues, esta vida que muere, si todo sigue viviendo en otra forma? ¿Qué es la muerte, si todo revive? ¿No es como si existiera una Vida universal que se manifiesta en todas las formas particulares? ¿No es como si hubiera un Alma inmortal que late en todo cuanto es, de la piedra al animal?

El ser humano vive, siente, sufre, goza, y piensa –por torpe que sea todavía su pensamiento–, y ama –por incipiente y frágil que sea aún su amor–. “Tiene alma además del cuerpo, espíritu además de la materia”, se decía antes, pero ya no podemos hablar así. El ser humano es, todo él, tan material como la piedra y el agua y el aire, como la planta y el animal. Nuestros pensamientos y emociones, el miedo y la ternura son formas emergentes de la materia, como la música y los colores. Somos enteramente materia, pero materia compleja que se manifiesta y expresa en formas que llamamos espirituales y emergen de lo que llamamos materia. Pero también esto es una forma de hablar, pues hemos quedado en que la materia es energía, pura fuerza, dynamis, casi diríamos “espíritu”. En el fondo, nada se parece más al espíritu que eso que llamamos materia; y nada es más material que eso que llamamos espíritu. No existe el espíritu puro separado de la materia, cualquiera que fuere la forma que adopte esta materia. No existe la pura materia, pues es dinamismo, movimiento, fuerza, potencia, posibilidad, pura posibilidad abierta a nuevas formas inimaginables.

Ya no sabemos cómo seguir. Algunos científicos, en especial físicos, afirman que la mente y la materia son extensiones de una misma realidad fundamental que sería una especie de Mente o Conciencia transpersonal (David Bohm, Von Weiszäcker, David, F. Capra, Davies, Hans-Peter Dürr, Bruce Rosemblum, Fred Kuttner…), de la que nuestras conciencias individuales serían participación o reflejo. Al hablar así, tal vez se sigue manejando todavía un lenguaje demasiado dualista. La materia y el espíritu no son dos elementos autónomos, ni dos componentes de una realidad única, ni dos modos de ser de la misma realidad. Lo que llamamos materia es enteramente espíritu, aunque la veamos como masa. Lo que llamamos espíritu es enteramente materia, aunque la sutilidad de esa materia no sea visible a nuestros ojos.

El binomio materia-espíritu se nos queda, pues, absolutamente corto. Carecemos de palabras e imágenes para decirlo. Pero la realidad existe y es maravillosa, aunque a veces sufrimos. Mucha gente sufre demasiado, y lo más incomprensible es que la mayor parte del sufrimiento la provoquemos nosotros que nos llamamos seres espirituales. Será que todavía no hemos alcanzado la forma de ser que buscamos. A alcanzar esa forma aún desconocida nos ayudan las ciencias (¡benditas sean la psicología, la medicina, los fármacos, la genética y la neurotecnología, a pesar de todos los peligros y de todos los negocios!). A ello debiera ayudarnos también eso que llamamos espiritualidad, la sabiduría de la vida buena, a través de sus formas religiosas o sin forma religiosa alguna, siempre más allá de todas las formas.

Cuanto precede supone la superación radical no solamente de la dicotomía natural/sobrenatural –que afortunadamente parece haber desaparecido de la discusión teológica, tras haber ocupado el centro del debate en los años 40 y 50 del s. XX–, sino también de la contraposición natural/artificial, que aún sigue estando plenamente presente en el discurso de la jerarquía católica, en particular en temas relacionados con la vida y la sexualidad: medios anticonceptivos, reproducción asistida, homosexualidad… La naturaleza no conoce esencias acabadas y cerradas, inventa sin cesar, y lo “superior” surge sin cesar de lo “inferior”; nuestra cultura, al igual que todas las religiones, la “fe” y la “revelación”, vienen de la naturaleza que somos y que siempre está abierta a nuevas formas, animada por un dinamismo de trascendencia. Lo nuevo que emerge es impredecible, casi siempre único, y siempre irreductible a aquella realidad (“materia”, “matriz”) de la que emerge, pero todo lo nuevo, impredecible e irreductible emerge de “algo material” o “matricial”.

3. ¿El ser humano en el centro?

Hace unos 10.000 años, nuestra especie humana Homo Sapiens dejó de vivir exclusivamente de la caza y de los frutos que la madre Tierra le ofrecía, y empezó a labrar la tierra, aprendió a sembrar semillas y a plantar árboles. Fue una admirable invención, un enorme avance de la civilización, pero no exenta de peligros. Los seres humanos se hicieron dueños y señores de la tierra, pero también siervos y súbditos los unos de los otros. Con la agricultura, el ser humano adquirió poder sobre los demás seres de la tierra y se consideró superior a todos ellos, pero aplicó la lógica del dominio y la subordinación en las relaciones sociales y en todas las instituciones, también en la religión. El universo se entendió como una enorme pirámide: arriba los cielos, escalonados hasta siete, debajo los inframundos igualmente escalonados, y la tierra en el centro, y el ser humano como centro de la tierra y señor de todas las criaturas pero súbditos los unos de los otros, y todos súbditos de Dios, el señor supremo.

La cultura occidental es la más antropocéntrica de todas las culturas. Y la religión judeo-cristiana es la más antropocéntrica de todas las religiones. El relato bíblico de la creación es un bellísimo poema, pero en él encontramos cosas que hoy ya no resultan tan bellas y necesitan una relectura y una reinterpretación radical; por ejemplo, cuando dice que Dios creó primero a Adán, el varón, y luego a Eva, la mujer, como diciendo que ésta es inferior a aquel y le debe obediencia y sumisión; o cuando dice a Adán y Eva: “Creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que se mueven por la tierra” (Gn 1,28).

El cristianismo realzó mucho más todavía la dignidad y la centralidad del ser humano en el cosmos, pues su dogma central confiesa que Dios se ha encarnado en un ser humano, no en una piedra ni en una planta ni en un animal; que Dios se ha encarnado en un hombre, un varón (de lo cual muchos teólogos deducen que si Dios no se ha encarnado en una mujer, por algo será; y ese absurdo razonamiento les sirve, de paso, para justificar todavía hoy la injustificable discriminación de la mujer). En su predicación y en su praxis, Jesús desmanteló el sistema patriarcal, pero la institución cristiana no le siguió en eso, tampoco en eso.

¡Cuán estrechos resultan hoy estos esquemas piramidales, que necesitan poner un vértice y un centro en todo! La tierra como centro y cima del cosmos, el ser humano– o mejor, el varón– como centro y cima de la tierra, el cristianismo como centro y cima de todas las religiones, la Iglesia de Roma como centro y cima de todas las iglesias, Europa como centro y cima de todas las culturas. Tanta ingenuidad sería divertida, si no hubiera hecho tanto daño.

La física y la biología nos han descentrado definitivamente y nos han hermanado con todo lo que es, con todo lo que vive. Nos cuentan que hay cerca de dos billones de galaxias –diez veces más de lo que se pensaba hasta hace muy poco– en ese cielo luminoso y negro sin fondo, y entre 200 y 400 mil millones de estrellas en nuestra galaxia, y planetas girando alrededor de cada estrella. Perdemos la cuenta, la medida y la vista, pero todo resulta así más maravilloso, misterioso, místico. Y son cada vez más numerosos los científicos que cuentan con que haya planetas donde la vida haya podido evolucionar tanto o más que en la Tierra, tal vez de manera muy distinta.

En cualquier caso, ni la tierra es el centro del sistema solar, ni el sol es el centro de la Vía Láctea, ni la Vía láctea es el centro del universo. Cada galaxia, cada estrella, cada planeta, cada organismo, cada ser es un centro, pero ningún ser es el centro absoluto. Tampoco el ser humano es el centro y el culmen de la evolución de la vida en nuestro planeta. Los virus no existen para la salud de los seres humanos. Ni las serpientes venenosas o la amanita venenosa existen para nuestro disfrute y deleite, ni los lobos para que los podamos domesticar. La nieve y las montañas no existen para que nosotros podamos esquiar, ni el coltán para que podamos fabricar teléfonos móviles. Tampoco el jacinto silvestre, o la campanula de roca, o el nomeolvides de agua florecen para que nosotros los admiremos, aunque son admirables. Florecen en el universo y su armonía. En ellos florece el Universo y su Misterio, infinitamente más grandes que nosotros, especie Homo Sapiens, del género Homo, de la familia de los homínidos, del orden de los primates, de la clase de los mamíferos, del reino animal. Sólo nuestra ignorancia nos ha hecho pensar que solo los seres humanos poseemos lenguaje, inteligencia, conciencia e incluso “experiencias místicas” (se han descrito “danzas místicas” de los chimpancés en determinadas circunstancias…). Y solo nuestra ignorancia nos puede hacer pensar que, en lo que respecta a lenguaje, inteligencia y conciencia, estamos por encima de todos los demás animales. Somos diferentes, sin duda. ¿Por qué pretendemos además ser superiores?

Descendemos de una fusión de bacterias, compartimos ancestros con los chimpancés y tenemos en común con ellos el 99% de nuestro ADN. Nos hemos llamado a nosotros mismos Homo Sapiens, pero no somos ni siquiera el centro y el culmen de la vida humana; no somos la primera especie humana, ni seguramente seremos la última.

Somos relación. Somos “interser” (Tich Nhat Hanh). Debemos “interser” en una comunidad fraternal-sororal de seres. Ésa es la Encarnación universal de Dios, la forma visible y cósmica del Infinito en cuanto Comunión dinámica. O el Cuerpo Místico de Cristo en el lenguaje más tradicional.

4. Dios más allá de dualismo y monismo, de teísmo y ateísmo

Lo llamamos “Dios”, pero no es un nombre que cierra, ni es el único nombre. Los musulmanes lo llaman Allah, el Compasivo, el Misericordioso. Los judíos lo designan con el Tetragrama (JHWH: “Yo soy/estoy”, “Yo seré/estaré”), que nadie nunca debe pronunciar. En la India lo conocen como Brahman, más allá de lo conocido y también de lo desconocido, de lo que es y también de lo que no es. Los budistas lo denominan Shunyata, Vacuidad, porque no es ninguna forma condicionada a otra, aunque no es fuera de las formas; todos los seres son formas cambiantes, pero su ser verdadero es la vacuidad de todas las formas. Los chinos, hace milenios, lo llamaron Dao, pero advirtieron que “el Dao que puede ser expresado no es el Dao eterno, y el Nombre que puede ser pronunciado no es el Nombre eterno”.

“Dios” no es la explicación última, sino el nombre del Misterio último[9]. Tampoco el creyente necesita un Dios que explique nada, sino un Misterio que admirar y adorar, en el que ser y sentirse infinitos e indemnes, “a salvo”. Dios no explica nada, sino que es el Misterio del mundo, Misterio inexplicable de belleza y amor en el que somos y que es nuestra esencia última y nuestra vocación suprema.

Cuando decimos “Dios”, no explicamos qué es el mundo ni por qué existe, sino que reconocemos que todo es un milagro inexplicable, y cuanto más avanzan las ciencias, más grande parece el enigma de que todo sea como es o de que todo simplemente sea. La mirada se ilumina y el corazón se conmueve. La Realidad, en su fuente y en su fondo, se revela para quien así la mira como bella y buena, como belleza que arrebata y ternura que acoge, como luz y consuelo en medio de todos los dolores, como bálsamo que cura y como llamada a curar, cuidar.

Sobre esa Realidad Última o Primera, el Misterio del mundo, las ciencias no afirman ni niegan nada, pero sí imponen a nuestro lenguaje un cierto marco de coherencia y razonabilidad, si queremos decir sobre él algo que no rebaje el Misterio.

En la tradición occidental, con excepción de las diversas corrientes místicas, hemos imaginado a Dios separado del mundo y por encima de él, como Sujeto personal separado de todos los sujetos personales, “Señor de lo Alto”, Ente Supremo, Soberano del universo, Sabio Diseñador y Arquitecto del mundo, Ordenador providente de todas las cosas, Juez justo y misericordioso. Según esta visión “teísta”, Dios y mundo serían dos; Dios y el ser humano serían también dos. Pero pensar así equivale a un dualismo grosero, inaceptable para cualquier filosofía o teología mística. “En él vivimos, nos movemos y existimos”, dijo Pablo en el Areópago de Atenas (según Hch 17,28), inspirándose en el poeta griego Epiménides, del s. VI a.C. “Dios” es en todos los seres y todos los seres son en “Dios”.

Claro que la solución al dualismo teísta no puede ser su antítesis correlativa, el monismo “panteísta”, que afirmaría que “Dios” y mundo son uno, como si todo fuera “Dios” o “Dios” fuera la suma de todas las cosas. Dios o la Realidad última y el mundo no son dos, y tampoco son uno. Dios o el Fondo de lo Real no es ni dentro ni fuera del mundo. Dios no es contable ni localizable. No cabe aplicarle nuestro esquema mental de espacio o tiempo, ni de número o género.

No podemos imaginar ni creer en un “Dios” a imagen y semejanza del ser humano “personal”, con psicología humana: alguien que escucha y responde, que se ofende y se reconcilia, que elige y prefiere, que se revela a unos y se oculta a otros, que perdona o castiga, que cura a unos y deja morir a otros… No podemos creer en el “Dios” de los milagros entendidos de manera tradicional como sucesos que rompen las leyes de la naturaleza por intervención divina particular (y arbitraria).

Ese “Dios” Ente Supremo, Causa explicativa de la realidad, fundamento del orden y de la moral, soberano garante de los valores, del bien y del mal, es una creación humana. Nietzsche anunció su muerte en el pensamiento; no lo mató él, pues no ha existido nunca; constató su muerte, levantó acta de su defunción en la filosofía metafísica occidental, que ha funcionado, como señaló Kant, a modo de onto-teología, es decir, como explicación de cuanto es a partir de un Ente Supremo necesario[10]. En la primera mitad del s. XX, los teólogos de la muerte de Dios y, por lo tanto, de la religión teísta (W. Hamilton, Th. Altizer, P. van Buren, G. Vahanian, H. Kox, J. A.T. Robinson, P. Tillich, D. Bonhöffer…), tomaron nota de este transcendental acontecimiento cultural, pero su línea de pensamiento no tuvo continuadores. Hoy vuelve a sentirse la necesidad de una teología transteísta, más allá del teísmo tradicional y del ateísmo moderno.

¿Qué es, entonces, Dios más allá de su imagen teísta-personal y más allá de su mera negación atea asociada con el positivismo dogmático? No lo sabemos decir. Solamente nos quedan imágenes insuficientes: Dios es al mundo como el Todo a la suma de las partes, como el Fondo o la Fuente de todas las formas, el Ser de los seres, la Creatividad del universo (Alfred N. Whitehead, Stuart A. Kauffman), la Belleza de todo lo bello, la Bondad de todo lo bueno, la Comunión de todos los seres, el Yo de todo tú y el Tú de todo yo o el Nosotros misterioso del tú y del yo, la Vida de todos los vivientes, la Memoria cósmica en la que viven todas las “formas” o “almas” de todos los muertos, o la Información universal, o el Alma del mundo, o la Conciencia del Universo, o la ternura de los amantes.

5. ¿Dios “creó” el mundo de la nada?

Si concibiéramos a Dios como un Ente distinto del mundo que lo ha creado “de la nada” y “desde fuera”, alguien podría preguntar con razón, como antes preguntaban los niños: “Y a Dios, ¿quién lo creó?”. Y si alguien respondiera: “Dios es eterno, nadie lo hizo”, con la misma razón le podría replicar que el Universo es eterno y que nadie lo hizo. Un Dios que explica es un producto de la razón explicativa. Un Dios externo que explicara el mundo necesitaría él mismo ser explicado. El científico no necesita de ningún Dios para su tarea de explicar la estructura del universo que abarca todo lo que es, y si se le dijera que hay algo fuera del universo, entraría igualmente dentro de su campo de estudio.

El científico estudia las “causas segundas” –si es correcto utilizar este término tan equívoco–, pero no le resultará fácil evitar preguntas acerca del por qué y acerca de lo “primero” o de lo “último”. El mundo existe, y nada existe sin una causa o una razón. Ahora bien, no podemos hablar de Dios como si fuera la primera causa de la serie de todas las demás causas y efectos, como si fuera el primer motor que puso en marcha la maquinaria del universo, o el Diseñador que todo lo ordenó previamente. No es racionalmente legítimo postular un Ser fuera del Universo que sería la Causa primera y externa que lo explicaría todo, porque aplicaría el esquema de la causalidad intramundana a una realidad que por definición pertenece a otro plano. Tampoco el sabio espiritual necesita un “Dios” que explique nada ni que haya que explicar.

Además, quien quiera seguir sosteniendo que este mundo es fruto de un “Dios” Mente o Diseñador universal “anterior” o “exterior” al mundo, debe aceptar que fue un pésimo diseñador: ¿Cómo pudo diseñar tan mal la mandíbula con unas muelas del juicio que no sirven para nada y traen tantos problemas? “Un ingeniero que hubiera diseñado la mandíbula humana habría sido despedido al día siguiente”, ha dicho Francisco Ayala, biólogo de prestigio mundial muy comprensivo con el fenómeno religioso[11]. Y habría objeciones mucho más graves para la inteligencia y la bondad de un “Dios Diseñador: ¿Cómo pudo diseñar en el Homo Sapiens un cerebro tan rudimentario o una libertad tan precaria, incapaz de querer solo el bien sin dejar por ello de ser libre, como debiera querer “Dios”, si existiera? ¿O cómo pudo diseñar un mundo donde un viviente, para vivir, necesita matar a otros vivientes, provocando tanto dolor?

No obstante, en un reciente artículo, el mencionado Francisco Ayala escribía: “Es posible creer que Dios creó el mundo, al tiempo que se acepta que planetas, montañas, plantas y animales, incluyendo los seres humanos, se produjeron, después de la creación inicial, por procesos naturales”[12].

La cuestión es la imagen de Dios que se insinúa al decir “Dios creó el mundo”. Formulada así, en pasado, la frase sugiere espontáneamente la idea o la imagen de que hubo Alguien, un Ser puramente “espiritual”, que creó algo; de que, por lo tanto, “primero” fue “Dios” sin mundo. Creo que a un científico o a una mentalidad científica, dicha imagen –un “Dios” anterior a la creación o un “Dios” sin mundo– le resulta extraña (ya para Santo Tomás de Aquino era discutible que el mundo haya tenido un comienzo temporal). Cabe otra teología, otra forma de hablar de Dios y de la creación.

Al decir “Dios creó el mundo”, parece pensarse además en que lo creó de la nada. ¿Es coherente con la ciencia la idea de que, de pronto, surge algo de la nada? La ciencia como tal solo puede hablar de una “causa” que sea algo –lo llame como lo llame: materia, partícula, onda, energía, campo energético, vacío cuántico, lleno de ondas electromagnéticas– que sea observable, cuantificable y matemáticamente formulable. Si un “Dios” (que no es ninguna realidad ni causa observable ni matemáticamente formulable) crea algo, significa que en algún momento aparece alguna realidad causal observable, cuantificable y matemáticamente formulable. El paso (¿de alguna forma temporal y espacial?) de la nada a esa realidad “primera” escapa al científico. ¿Cuándo se da el paso de una causa física a una causa metafísica? A mí, en cuanto creyente, dicho “paso” me resulta extraño, difícil de concebir o de “creer”. En el fondo, me resulta extraña la idea-imagen de un Ser “absoluto” existente en sí sin mundo o separado del mundo: si fuese así, sería un Ente, aunque “puramente espiritual” (con los problemas de este concepto, pues nos volvería a encerrar en la cuestionable dualidad “espíritu-materia”); pero si fuera ente ya no podría ser “absoluto”, pues sería relativo al mundo de los entes y, en cuanto tal, de alguna forma debería ser “observable” y “cuantificable” por la ciencia…

Por todo ello, me parece más coherente y “creíble” una perspectiva transteísta, en la línea de muchos místicos/as de todas las religiones. No puedo representarme la realidad de un “Dios” en esta perspectiva transteísta, pero me siento movido a superar toda imagen “teísta” de un “Dios ente” (alguien o algo). Ya Santo Tomás de Aquino denominaba a Dios Ipsum Esse (el Ser Mismo), por contraposición a ens (ente). “Dios” en cuanto “Ser mismo” (o Fondo, o Conciencia, o Todo) no es idéntico a ningún ente particular ni a la suma de los entes; ni puede ser un Ente (Ser Supremo, Dios omnipotente), ni puede ser “antes” que los entes, ni separado de los entes. El ser es en los entes, los entes son. El Sutra del Loto dice: “Vacío es forma, forma es vacío”.

Parece comprobado que este universo que vemos –todo el espacio y el tiempo que podemos observar directamente o calcular matemáticamente– proviene de una gigantesca explosión de una masa infinitamente pequeña y densa, y desde entonces todo sigue expandiéndose. La materia es energía en movimiento. Todo danza. A medida que la “materia” se organiza o se relaciona de manera más compleja, de lo que llamamos “inferior” surge lo “superior”: de la tierra y del agua “inertes” brotó la vida –¡qué milagro es la vida!, ¡qué milagro es todo!– en este planeta –y tal vez en infinidad de otros planetas–. Y siguen brotando sin cesar nuevos organismos, formas más complejas y “superiores”: de seres “inertes” surgen seres vivientes, sensibles; de seres vivientes sensibles surgen seres “conscientes” y “libres”. Así sin cesar. Todo está en relación con todo –de las partículas atómicas a las galaxias más lejanas, de las bacterias a las ballenas azules–, y gracias a la relación se desarrolla todo. La vida seguirá desarrollándose hacia nuevas formas que desconocemos, también hacia nuevas formas –esperemos que más plenas– de relación, de conciencia y de libertad fraterna, liberadora.

En el mito bíblico de la creación, en el segundo versículo de la Biblia judeo-cristiana, se dice que el “Espíritu aleteaba [o ‘vibraba’] sobre las aguas” del caos originario (Gn 1,2). ¿No podríamos entenderlo como inasible metáfora del vacío cuántico o del campo electromagnético? Deberíamos escuchar sobre ello a los físicos nucleares. En el mismo relato, “Dios” o la Creatividad Sagrada repite una y otra vez: “Hágase”. Egétheto. No significa: “Aparezca de golpe la creación terminada de una vez”. Significa: “Vaya haciéndose”. “Vaya haciéndose el mundo desde dentro de sí, desde el corazón de todos los seres, desde nosotros mismos, inventando su propio futuro, liberando opresiones, creando nuevas formas de vida más libre y hermana, formas de conciencia más universal, solidaria, pacífica”. La creación no es un acontecimiento que “tuvo” lugar en un pasado, sino un proceso presente (¿intemporal?) que tiene lugar en el fondo y desde el fondo o matriz de la realidad…

En resumen, todo está relacionado con todo y todo está en permanente transformación. El mundo sigue creándose. Y no sabemos qué es comienzo ni qué es fin, ni si hubo “comienzo del mundo” ni si tendrá fin. El “Espíritu que aletea o vibra sobre las aguas” es el impulso interior que anima el bosón, el quark, el átomo, la molécula, la célula, el agua, el aire, la planta, los bosques, los animales, la Tierra, las estrellas, las galaxias, el universo abierto y sin medida.

6. La vida eterna en el tiempo y en la muerte

Durante milenios, las diversas religiones han dado buena muestra de la obsesión y del miedo de la muerte. Se ha afirmado incluso que todas las religiones nacieron para garantizar la esperanza ilusoria de una vida después de la muerte, como si hiciera falta garantía, como si en el Fondo de la vida y del Ser, más allá de una forma tan efímera como una hoja, hubiera un antes y un después.

Creo que es demasiado reductor decir que las religiones nacieron de la obsesión de la muerte; también –tal vez sobre todo– nacieron de la admiración del milagro de la vida. No se formaron, al menos solamente, para aliviar el vértigo de la nada después de la muerte, sino también, sobre todo, para expresar la admiración de ser y de vivir, y para convertir la admiración en veneración y bondad. Es verdad, sin embargo, que las religiones dieron forma a los miedos de la conciencia, y fabricaron sofisticadas creencias del más allá: inmortalidad del alma, resurrección de los cuerpos al fin de los tiempos, el juicio para el cielo o el infierno, reencarnación de la conciencia individual en múltiples vidas y cuerpos hasta la plena liberación…. Son imágenes y creencias, y solo valen si ayudan y no obstaculizan el gozo y la libertad de vivir el presente.

Algunos científicos pretenden demostrar la supervivencia de la conciencia individual después de la muerte: estudiando supuestos relatos de gente clínicamente muerta que “ha vuelto del más allá”, y con apoyo de la física cuántica, dicen comprobar que existe una Conciencia cósmica inmaterial e inmortal, de la que nuestra conciencia inmaterial sería un reflejo[13]. No dejan de ser construcciones y conjeturas, muy poco rigurosas a menudo. Ponen de manifiesto, eso sí, y no es poco, que no es científica la negación de algún tipo de supervivencia después de la muerte (entendida como desagregación de un paquete de materia que ha dado lugar a una “forma” o un haz de “información”). Si no sabemos muy bien qué es la vida, tampoco podemos imaginar en qué pudiera consistir la “supervivencia” (llámesele inmortalidad, resurrección o memoria), pero no tiene por qué estar en contradicción con la ciencia. Si nada viene de la nada, nada se pierde en la nada. Desaparecen las formas, ¿pero no subsisten de alguna forma en la Información o en la Memoria de Todo?

En cualquier caso, las religiones no debieran apresurarse demasiado para invocar a las ciencias como prueba de su fe. Hay que evitar con cuidado la amalgama entre ciencia y lenguaje religioso. Son diversos planos: empírico-matemático uno, simbólico el otro. El lenguaje religioso no puede desmentir ningún dato científico, pero tampoco lo puede aducir como prueba de sus creencias. Sucede además que la afirmación religiosa que la ciencia parece confirmar hoy la puede desmentir mañana.

La espiritualidad o el saber vivir requiere no aferrarse a esas creencias ni a otras, ni a formas ni pruebas, ni al pasado ni al instante. Aprender de la hoja efímera y eterna, cuando crece en el tallo, cuando amarillea lentamente, cuando el viento la desprende y cae suavemente. Ser como la hoja, pero plenamente consciente de lo que plenamente somos, en la Presencia, el Presente, la Memoria o el Corazón que funda la realidad, más allá del límite entre lo que llamamos vida y muerte, que no son sino formas y fronteras construidas por nuestra mente. La vida eterna es vivir hoy como merecería la pena vivir eternamente. En la vida mortal está la vida eterna, y “en la muerte misma está la inmortalidad”, como dijo R. Panikkar, recogiendo un pensamiento de los Vedas hindúes[14].

7. ¿Somos libres?

Las neurociencias y la genética constituyen un formidable desafío para el lenguaje religioso tradicional sobre libertad, culpa, pecado, castigo y perdón. Se imponen nuevos marcos de reflexión y de coherencia, de “credibilidad”, en todos estos temas. Una nueva mirada espiritual acorde con las ciencias e inspirada por la compasión, animada por la confianza, debe sustituir los viejos esquemas moralistas basados en una antropología metafísica demasiado estática, dualista y abstracta que se ha vuelto insostenible.

Ciertamente, la culpabilidad no la han inventado las religiones. Los siglos XIX y XX han “secularizado” la culpa. La filosofía (Kant, Heidegger), la psicología (Freud) y la sociología han ido explicando cómo el sentimiento de culpa es algo constitutivo de nuestra psicología personal y colectiva. La culpabilidad es la insatisfacción o la angustia que sentimos cuando somos conscientes de que nuestro comportamiento no está de acuerdo con la escala de valores que tenemos internalizada, con nuestra autoimagen ideal o con las expectativas puestas en nosotros por otros. Y la biología y la neurología demuestran que el sentimiento de culpabilidad, como todas las emociones, son producto directo de sustancias químicas segregadas por determinadas conexiones neuronales, ligadas a su vez a complejos sistemas de premios y sanciones relacionados con la educación.

No son las religiones las que han provocado la culpabilidad, pero es indudable que las religiones han sido sus grandes gestoras: a través de determinados rituales penitenciales, han garantizado a individuos y comunidades el perdón de la culpa y la paz de la conciencia. El problema es que tales ritos penitenciales han tenido siempre un efecto ambivalente: a la vez que aseguran el perdón refuerzan la culpabilidad. Y el problema de fondo es que las religiones, y tal vez en máxima medida el cristianismo occidental, han estado radicalmente unidas al registro jurídico de la culpa, y la culpa a su vez a un concepto abstracto de libertad que hoy resulta insostenible.

Si basta –como de hecho basta– tocar unas neuronas o alterar unos genes o inyectar unas hormonas para que cambien nuestros gozos y angustias, nuestros gustos y opciones, la fidelidad en pareja o la misma fe religiosa[15], ¿qué es eso que llamamos libertad? Está claro que la llamada “libertad” es –todavía– una facultad muy precaria, limitada e inacabada, y quiero pensar que abierta a otras formas que nos permitan ser más felices y mejores en esta especie o en alguna otra. En consecuencia, se impone revisar de arriba abajo todo el discurso teológico tradicional y aún vigente acerca del pecado. Y abandonar definitivamente la creencia en el más terrible y oscuro de los engendros de la imaginación humana: un infierno eterno. Ya nos basta con el que tenemos en este mundo, y la ciencia y la religión están precisamente para aliviarlo.

Si la noción tradicional del pecado está en crisis, más lo está el pecado original. Esta noción sugiere un delito cometido por los primeros padres de la especie humana, un delito cuya culpa y cuyo castigo sigue heredando desde entonces cada ser humano. Esta concepción resulta absurda en cada uno de esos elementos constitutivos: la existencia de una pareja única en el origen de la humanidad, la creencia en que heredamos la culpa, y la idea de que la “naturaleza humana” quedó deteriorada por la muerte y la concupiscencia, castigos de la culpa. Son todas ellas ideas insostenibles.

¿Seremos, pues, inocentes? No se trata de eso. La “ilusión de la inocencia”, empeñada en decir “yo no he sido” nos mantiene presos en el mismo esquema de la culpa. Y hay que pasar de la culpa al daño: nos hacemos daño, queriendo o sin querer, más sin querer que queriendo de verdad, pero el daño es el mismo, y es preciso curarlo. Hay que pasar del perdón y del castigo a la curación. No se trata de perdonar culpas o de expiarlas, sino de sanar heridas. Hay que pasar del registro de la culpa al registro de la responsabilidad: ¿qué importa y quién puede medir si tengo o no la culpa de algo? Lo que cuenta es que yo me haga responsable del daño para curarlo y del bien para hacerlo[16].

Para eso debiera servir la religión: para eliminar la angustia y suscitar la responsabilidad. Para asegurarme de una secreta voz consoladora que me dice: “Tú no eres culpable. Tú eres bueno. Tú eres querido”, y para hacérmelo creer y hacerme mejor creyéndolo.

8. Una ética del cuidado sin normas absolutas

La ciencia pura, si es que existe, corre el peligro de ignorar al herido, de convertirlo en función del saber o, peor aún y más frecuentemente, del lucro de unos pocos. La indiferencia y el lucro prostituyen la ciencia. El sistema religioso corre el peligro de sacrificar al herido en el altar de las creencias y de las leyes. El absolutismo del dogma y de la ley moral prostituyen la religión, nacida originariamente de la mirada atenta (relegere), del sentimiento de comunión universal (religare) o del deseo más hondo (reeligere).

La mirada mística está hecha de reverencia, de gratitud, de compasión. Es mirada de prójimo, como la de aquel samaritano alejado del orden religioso vigente. No eludió al herido, no pasó de largo. “Al verlo, se compadeció”. Y “acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino”. “Y cuidó de él” (Lc 10,33-34).

Los ojos que miro me miran reclamando mi compasión. La mirada compasiva se traduce en actitud de cuidado, en ética del cuidado, en política del cuidado. Cuidar la vida y el ser de todo cuanto es se erige en objetivo y criterio de todas nuestras acciones, opciones e instituciones. En criterio de todas las normas morales religiosas. No es la vida para el sábado, sino el sábado para la vida: para cuidar, sanar, salvar la vida (Mc 2,27; 3,4)[17].

El famoso biólogo genetista de Harvard George Church ha anunciado poseer la técnica para poder resucitar al hombre del Neanderthal clonando su ADN. La pregunta fundamental no es: “¿Está o no permitido?”, sino: “¿Será para el bien de la vida?”. Recuperar a los mamuts, resucitar al Neanderthal o crear un conejo volador ¿será bueno para la vida del Neanderthal, del mamut o del conejo volador, y para la vida de todos los seres vivientes? Ésta es la pregunta decisiva para todas las nuevas posibilidades que abre la ciencia. Claro que con este criterio no se resolverán todas las cuestiones. El interrogante y la incertidumbre acompañarán buena parte de las opciones, pero no podremos tomar ninguna decisión sobre el origen o el final de la vida sino en diálogo permanente con las ciencias. No todo lo que la técnica es capaz de hacer es bueno sin más. Pero no todo lo novedoso, por extraño que parezca, es malo de por sí. El cuidado de la vida requiere discernir con atención y esmero las nuevas posibilidades que la ciencia y la tecnología descubren sin cesar, sin canonizarlo todo de antemano y sin condenarlo todo a priori. Pero el criterio decisivo, expresado por la conciencia y por el máximo consenso social democrático, no será ninguna ley escrita en losas de piedra, sino la ley más sagrada del máximo bien posible del máximo posible de los vivientes.

Todos los vivientes. La vida de los seres humanos y su supervivencia son inseparables de la vida de todos los seres vivientes de la Tierra y de su supervivencia. Las heridas de la humanidad ponen al descubierto las heridas de la Tierra, provocadas por la misma codicia. El grito de los pobres es a la vez el grito de la Tierra[18]. Los derechos humanos son inseparables de los “derechos” de todos los otros vivientes. El bien común de la humanidad se incluye en el bien común de la Tierra[19]. La liberación de los pobres conlleva la liberación de todos los vivientes oprimidos.

La mística del cuidado ha de subvertir, sin violencia y con sabia firmeza, el desorden establecido y legitimado en nombre de la ciencia, de la religión o de la política, cuando la ciencia, la religión o la política se hallan sometidas al poder y al mercado.

9. Novísimos retos: hiperhumanismo y transhumanismo

La cultura del Homo Sapiens a lo largo de milenios y, dentro de ella, todas las religiones se hallan confrontadas a un reto a cuyo lado resultan irrisorias todas las cuestiones abordadas hasta aquí en estas páginas: más pronto que tarde, las ciencias y sus aplicaciones tecnológicas, las neurociencias, la ingeniería genética, la informática, la robótica… provocarán el mayor salto de la evolución de la vida en la Tierra desde su origen hace cuatro mil millones de años[20].

Una especie, el Homo Sapiens, dueño de un poder jamás imaginado, accionará la llave de la vida, alterará las leyes que han regido la evolución hasta hoy (sobre todo la selección natural) y creará un ser –organismo, ciborg o robot– con un cerebro más complejo, inteligente y poderoso que el suyo. Se acabó para los humanos la evolución darwiniana. Será una mutación directamente producida por el ser humano en su propia evolución. Será un nuevo génesis. Solo que nosotros mismos seremos el dedo de “Dios” que remodalará la arcilla…

El futuro concreto es imprevisible –nadie previó la caída del muro de Berlín, ni la primavera árabe ni Internet–, pero cabe pensar que la diferencia existente entre nosotros y esos seres hiperhumanos (seres humanos potenciados) o transhumanos (seres no humanos, pero autónomos y más poderosos que los humanos) será mucho mayor que la existente entre nosotros y la australopiteca Lucy, nuestra inmediata antepasada, la abuela de todo el género homo.

No se trata de ciencia ficción, sino de grandes equipos y proyectos de investigación con colosales inversiones de las empresas multinacionales más poderosas (Google, Microsoft, Apple, Facebook, Amazon, IBM, Nasa…) en la Sillicon Valley o en China… Y todo a un ritmo vertiginoso.

Los desafíos que todo ello plantea a la teología son extraordinarios. Hay que repensar al ser humano y su lugar en el cosmos. Hay que repensar, en particular, el lugar de Jesús, su unicidad absoluta, su universalidad “salvífica” exclusiva en cuanto única encarnación plena de Dios en el cosmos… ¿Qué dirán de nuestros dogmas cristianos los humanos, si existen, dentro de varios millones de años? ¿Qué dirán de nosotros y de nuestras religiones los seres posthumanos que probablemente vendrán?

Hoy por hoy, no sabemos lo que nacerá, lo que haremos nacer. ¿Será doblemente sabio o doblemente insensato, ángel protector o monstruo destructor, amigo de nuestra vida y de la vida de todos los vivientes o terrible exterminador? ¿Qué seremos entonces? ¿Seremos aún?

Los desafíos éticos son igualmente formidables, mucho más importantes que los dogmáticos. ¿Hasta dónde es lícito llegar? No se pueden establecer límites abstractos y absolutos. ¿Quién se atrevería a condenar la bioingeniería genética si, con suficientes garantías de evitar males peores, sirviera para curar la depresión, el Alzheimer, el Párkinson, el autismo, o el odio y la angustia…, o si nos hace más felices y solidarios? El límite es el Bien Común de la tierra y de todos los vivientes, pero tampoco este criterio ofrece solución para todos los casos. El criterio es la “vida buena” de todos los humanos y de todos los vivientes.

10. Hacia una espiritualidad transreligiosa

Estamos habituados a identificar la religión con un sistema de creencias (Credo), ritos (Culto) y normas (Código). Pero las creencias, al igual que las normas morales y los ritos, están ligadas a un lenguaje, son reflejo de una cosmovisión. Todas las creencias han de ser “creíbles” para quienes las profesan, coherentes con su cultura y su cosmovisión global.

¿Qué pasa cuando unas creencias concretas o todo un credo o toda una religión como sistema orgánico chocan con la cosmovisión en general y con las ciencias en particular? Se produce una situación de crisis, que puede llegar a ser de emergencia. Es lo que está sucediendo.

Los diversos elementos de nuestros sistemas religiosos fueron tomando forma desde hace 10.000 años, a medida que el Homo Sapiens iba pasando de la caza y de la recolección a la ganadería y a la agricultura, de una vida nómada en grupos pequeños a una vida sedentaria en aldeas o ciudades: mitos entendidos como relatos verídicos; seres espirituales (dioses, ángeles, demonios) activos en el mundo; “Dios” personal único, anterior y exterior al mundo visible, que se revela y habla cuando quiere, que elige, dicta, juzga, o perdona; escrituras sagradas reveladas e intocables; normas morales inmutables; credo de verdades absolutas; ritos que aseguran la expiación de los “pecados” o la comunión con la “divinidad”; organización jerárquica, presidida por un clero (masculino) dotado de poderes sagrados; cosmos con la Tierra como centro, coronado por el ser humano; “más allá” concebido a imagen y en paralelo del “más acá”…

Todas las religiones tradicionales están básicamente sustentadas sobre este marco conceptual e imaginario hoy insostenible. En nuestra sociedad del conocimiento y de la información globalizada, las estructuras religiosas tradicionales han perdido su plausibilidad o la están perdiendo a marchas forzadas. No es el fin de la espiritualidad o de la sabiduría o de la cualidad humana profunda, sino de los sistemas religiosos tradicionales.

Y no nos engañemos: el fin de las religiones en su forma actual se dará más pronto que tarde en todos los continentes y países, allí donde se difundan la universidad y las ciencias. La astrofísica y la física nuclear han modificado radicalmente la imagen del cosmos y de la realidad en su conjunto. La biología y las neurociencias, a su vez, están revolucionando la antropología y, en consecuencia, la comprensión de las diversas “experiencias de trascendencia”, la “experiencia espiritual” entre ellas. Múltiples experimentos demuestran, por ejemplo, que basta activar –por estímulos eléctricos, ingesta de sustancias, ejercicios físicos…– determinadas zonas del cerebro para inducir fenómenos tradicionalmente considerados “místicos” o asociados con la religión[21]. Los maestros espirituales siempre fueron reticentes ante tales experiencias para-normales o para-místicas. Simplemente, son fenómenos psico-neuronales que nada tienen que ver de por sí con la espiritualidad. “Por sus frutos los conoceréis”, dijo Jesús. El desapego de sí, la libertad interior, el cuidado por el otro, la praxis liberadora… –la “vida buena”, en definitiva– son el fruto que permiten discernir lo que es auténtica espiritualidad, con experiencias paranormales o sin ellas. La auténtica espiritualidad –podemos añadir hoy– con creencias o sin ellas, con religión o sin religión.

¿Significa todo ello que las religiones ya no tienen nada que ofrecer? No. Todas las tradiciones de sabiduría, religiosas o no, guardan en ellas –especialmente en sus textos “sagrados”– enormes tesoros de sabiduría vital, pero solo las podrán hacer valer hoy despojándolos de ropajes y lenguajes ya inservibles. El Espíritu creador y liberador que “aleteaba sobre las aguas” iniciales, que inspiró y movió a todos los sabios y sabias –entre ellos a Jesús, símbolo y encarnación de la “vida buena”, humana, “divina”, para los cristianos– ha de ser liberado de las formas viejas que lo aprisionan, como brota la vida del grano que desaparece en el seno de la tierra.

Hubo una época, en torno al s. V antes de la era común, en la que desde China (Confucio, Laozi) hasta Grecia (Parménides, Tales de Mileto, Pitágoras, Heráclito, Sócrates), pasando por la India (Buda, Mahavira), Irán (Zoroastro) e Israel (Amós, Isaías, Jeremías, Ezequiel) una poderosa oleada de transformación espiritual, mística, práctica y transreligiosa de las viejas religiones tribales con sus dioses y espíritus, templos e instituciones clericales, si bien acabaron imponiéndose nuevos constructos religiosos (también la inspiración originaria del movimiento de Jesús quedó en buena parte ahogada en un cristianismo eclesiastizado). El Renacimiento y la Modernidad reclamaron una profunda transformación y “laicización” del cristianismo institucional dogmático, pero las diversas Iglesias se cerraron en banda. La teología liberal (protestante) y la teología “modernista” (católica) fueron condenadas por sus respectivas iglesias. La historia, sin embargo, es imparable, como el espíritu, el aire, el agua. Como la vida.

Hoy vuelve a ser un tiempo de gracia, un kairós. Es la hora de recuperar la espiritualidad o la sabiduría de la vida, más allá de las religiones con sus credos, códigos y rituales[22]. Una espiritualidad que cultive el asombro ante la realidad y el respeto y el cuidado de la vida y de todos los seres. Una espiritualidad ecológica y liberadora –eco-espiritualidad liberadora– que funda el propio aliento con el aliento creador y liberador que mueve el mundo desde lo más pequeño a lo más grande[23].

Publicado en italiano: Il credo dinanzi alle scienze. Appunti per una teologia credibile

En: José Arregi, Leonardo Boff, Ivone Gebara, Manuel Gonzalo, Diarmuid O’Murchu, José María Vigil. Il Cosmo come rivelazione. Una nuova storia sacra per l’umanità. Il Segno dei Gabrielli editori, San Pietro in Cariano (Verona) 2018, p. 53-82

  1. Seguiré básicamente mi “Mirada mística, mirada científica”, publicado en D. Bermejo (ed.), Pensar después de Darwin. Ciencia, filosofía y teología en diálogo, Comillas-Sal Terrae, Madrid-Santander 2014, pp. 399-428.

  2. De la inmensa bibliografía sobre ciencia-religión, destaco: S. J. Gould, Ciencia versus religión. Un falso conflicto, Crítica, Barcelona 2000; I. Barbour, Religión y ciencia, Trotta, Madrid 2004; K. Schmitz-Moorman, Teología de la creación de un mundo en evolución, Verbo Divino, Estella 2005. Ofrece una buena síntesis Iglesia Viva 242 (2010) con los artículos de A. Novo Cid-Fuentes (“Religión y ciencia: el trasfondo de una compleja relación”, pp. 9-24), Manuel García Doncel (“¡Creación!, pero creación evolutiva”, pp. 25-42) y A. Torres Queiruga (“El diálogo Ciencia-Fe en la actualidad”, pp. 43-66). Resulta paradigmático el intento de H. Jonas, biólogo, filósofo y teólogo judío: El principio de vida: hacia una biología filosófica, Trotta, Madrid 2000.

  3. M. Vicent, “Vértigo”, El País (13-11-2011).

  4. Á. de Rújula, “El vacío y la nada”, El País (24-09-2008).

  5. Son cada vez más numerosos los científicos dotados de una mirada a la vez científica y mística y embargados por el sentimiento de la sacralidad de lo real. Cf. Michel Talbot, Misticismo y física moderna, Kairós, Barcelona 2006. Un ejemplo eminente de mirada científico-mística de la naturaleza es el biólogo, especialista en la ciencia de la complejidad, S. A. Kauffman: Reinventing the sacred: a new view of science, reason and religion (Basic Books, Filadelfia 2008) (cf. J. B. Rusca, “Reinventando lo sagrado”, en Jesús Romero Moñivas [ed.], De las ciencias a la teología. Ensayos interdisciplinares. Homenaje a Manuel García Doncel, Verbo Divino, Estella 2011, pp. 243-262). Merece una mención especial el físico y poeta catalán David Jou: Déu, Cosmos, Caos (Viena Edicions, Barcelona 2008); La poesia de l’infinit (Viena Edicions, Barcelona 2012). En el intento de comprensión multidisciplinar de la experiencia mística en coherencia con las diferentes ciencias, destaca Ken Wilber, Espiritualidad integral: el nuevo papel de la religión en el mundo actual (Kairós, Barcelona 2007). Una aproximación seria al hecho religioso desde las diversas ciencias: R. M. Nogués, Dios, creencias y neuronas. Una aproximación científica a la religión, Fragmenta, Barcelona 2011; Cerebro y trascendencia, Fragmenta, Barceloan 2013.

  6. Cf. D. Jou, Reescribiendo el Génesis. De la gloria de Dios al sabotaje del universo (Destino, Barcelona 2008). El autor traza paralelismos entre los interrogantes planteados hoy por la cosmología y los horizontes dibujados por algunas grandes corrientes místicas de la historia (el relato de creación en el Génesis bíblico, el Timeo de Platón, la gnosis, la cábala…).

  7. Cf. E. Laszlo, El cosmos creativo. Hacia una ciencia unificada de la materia, la vida y la mente, Kairós, Barcelona 1997.

  8. El filósofo M. Marder, basándose en datos biológicos, habla abiertamente de la inteligencia de las plantas y propone un nuevo marco filosófico y ético de relación entre los vegetales y los humanos: Plant Thinking. A Philosophy of Vegetal Life, Columbia University Press, 2013.

  9. Cf. un buen panorama de las diversas posturas y perspectivas científicas acerca de “Dios” en A. Fernández Rañada, Los científicos y Dios, Trotta, Madrid 2008. Un intento original y profundo por repensar a Dios desde el desafío de Auschwitz, los datos científicos y la mística judía (cábala): Hans Jonas, Pensar sobre Dios y otros ensayos, Herder, Barcelona 1998. Reflexiones teológicas de algunos científicos de tradición teísta cristiana: A. Peacocke, God and Science: A Quest for Christianity Credibility, SCM Press, London 1996; Los caminos de la ciencia hacia Dios, Sal Terrae, Santander 2008; P. Davies, Dios y la nueva física, Ed. Salvat, Barcelona 1994; Denis Edwards, Aliento de Vida: Una teología del Espíritu creador, Verbo Divino, Estella 2008; El Dios de la evolución. Una teología trinitaria, Sal Terrae, Santander 2006; Id., “Evolution, Emergence and the Creator Spirit. A Conversation with Kauffman”, en Jesús Romero Moñivas [ed.], De las ciencias a la teología. Ensayos interdisciplinares. Homenaje a Manuel García Doncel, o.c., pp. 329-352 (compartiendo muchos puntos de vista de Kauffman, Edwards discute su imagen “naturalista” de Dios y aboga por la imagen del Espíritu Creador). Nuevas perspectivas teológicas en coherencia con las ciencias: J. Moltmann, Dios en la creación, Sígueme, Salamanca 1987; S. Mc-Fague, Modelos de Dios: teología para una era ecológica y nuclear, Sal Terrae, Santander1994; A. Gesché, en la citada obra Dios para pensar II: Dios. El cosmos. Es fundamental el estudio sistemático de H. Küng, El principio de todas las cosas. Ciencia y religión, Trotta, Madrid 2007.

  10. Es fundamental al respecto la magna obra de E. Jüngel, Dios como misterio del mundo, Sígueme, Salamanca 1984.

  11. Entrevista en elcorreo.com (12 febrero 2009). Cf. F. Ayala, Darwin y el diseño inteligente. Creacionismo, cristianismo y evolucionismo, Alianza, Madrid 2007; Darwin y el diseño inteligente, Mensajero, Bilbao 2009; L. Sequeiros, El Diseño Chapucero: Darwin, la biología y Dios, Ed. Khaf, Madrid 2010. Posturas teológicas en contra y a favor (más bien a favor) del diseño inteligente en N. A. Manson (ed.), Gott and Design. The theological argument and modern science, Routledge, Londres – Nueva York 2003.

  12. El País, 20-06-2017.

  13. B. Rosemblum – F. Kuttner, El enigma cuántico. Encuentros entre la física y la conciencia, Tusquets 2010; P. Vam Lomme, Consciencia más allá de la vida, Atlanta 2012; Alexander Eban, Proof of Heaven: A Neurosurgeon’s Journey into the Afterlife. En vez de “Conciencia inmaterial e inmortal”, podría decirse también “información inmaterial e inmortal”. “El alma es la forma del cuerpo”, enseñó Tomás de Aquino; podemos sustituir “forma” por “información”: lo que llamamos “alma” es un paquete de información con un soporte material, pero no identificado sin más con éste. F.J. Tipler ha tratado de probar (o más bien de mostrar), de una manera discutible y discutida, la verosimilitud de la idea (zoroastriana, judía, cristiana, musulmana) de la “resurrección”: consistiría en una especie de activación (no material) de la información que constituye cada persona humana (o todo ser, viviente o no)…: La física de la inmortalidad, Alianza Universidad, Madrid 1996.

  14. Entrevista en La Vanguardia (17-06-2008).

  15. Cf. J. J. Kupier, Ni Dieu ni gène, Seuil 2000. Una síntesis periodística de algunas investigaciones recientes al respecto en J. Sampedro, “El amor es química… y algo de amistad”, en El País (18-01-2009). Algunas elaboraciones teológicas en consonancia con las ciencias: H. Kessler (dir.): Gott, der Kosmos und die Freiheit. Biologie, Philosophie und Theologie im Gespräch, Echter, Würzburg 1996; L. Castro – C. López Fanjul – M. A. Toro, A la sombra de Darwin. Las aproximaciones evolucionistas al comportamiento humano, Siglo Veintiuno, Madrid 2003; M. Jeeves – W. S. Brown, Neurociencia, psicología y religión. Ilusiones, espejismos y realidades de la naturaleza humana, Verbo Divino, Estella 2010. Fue muy meritorio el trabajo de W. Pannenberg: Antropología en perspectiva teológica, Sígueme, Salamanca 1993.

  16. Desde la psicología: L. Zabalegui, ¿Por qué me culpabilizo tanto?, Desclée de Brouwer, Bilbao 1997. Desde la filosofía como hermenéutica de la cultura (ciencias, símbolos, textos…) y desde la fe como mística de la bondad: la inmensa obra de P. Ricoeur (bien condensada en una breve recopilación de conferencias/artículos: Amor y justicia, Trotta, Madrid 2011).

  17. Cf. J. Masiá, Cuidar la vida, Herder – Religión digital, Barcelona – Madrid 2012. El cuidado es una idea-clave de la propuesta de Leonardo Boff para la salvación de la vida en la Tierra, empezando por los más pobres: El cuidado esencial: ética de lo humano, compasión por la Tierra, Trotta, Madrid 2002; El cuidado necesario, Trotta, Madrid 2012.

  18. L. Boff, Ecología: grito de la Tierra, grito de los pobres, Trotta, Madrid 1996. Cf. R. Panikkar, Ecosofía, San Pablo, Madrid 1994.

  19. Cf. “La Carta de la Tierra”, así como la ulterior “Declaracion Universal del bien común de la Tierra y de la Humanidad”, propuesta por Miguel d’Escoto y Leonardo Boff a la Asamblea General de la ONU en el año 2010.

  20. Cf. Sigo mi artículo “Più in là del Sapiens e dell’homo. La sfida transhumanista” [Más allá del Sapiens y del Homo. El reto transhumanista], en Adista 6 (2017), pp. 9-11.

  21. Cf. F. J. Rubia, El cerebro espiritual, Fragmenta, Barcelona 2017.

  22. Cf. Comisión Teológica Internacional de la EATWOT, “Hacia un paradigma pos-religional. Propuesta teológica”, en RELAT 424. Hay sólidas propuestas de espiritualidad más allá del teísmo y del marco religioso tradicional. Desde el nuevo paradigma cultural: M. Corbí, Hacia una espiritualidad laica. Sin creencias, sin religiones, sin dioses, Herder, Barcelona 2007. Desde perspectivas místicas transreligiosas: R. Panikkar, La intuición cosmoteándrica: la triple dimensión de la realidad, Trotta, Madrid 1999; El mundanal silencio, Círculo de Lectores, Barcelona 1999; De la mística: experiencia plena de la vida, Herder, Barcelona 2005. Desde la filosofía agnóstica: A. Comte-Sponville, El alma [mejor “el espíritu”, de acuerdo al título original francés] del ateísmo, Paidós, Madrid 2006. Desde la convergencia de fondo de las tradiciones religiosas más allá de sus formas: J. Melloni, Hacia un tiempo de síntesis, Fragmenta, Barcelona 2011.

  23. Cf. J. Arregi, “El Espíritu que gime en todos los seres. Apuntes para una eco-espiritualidad liberadora”, Voices n. 2-3 (2014).