EL DIOS DE JESÚS MÁS ALLÁ DE SU IMAGEN

1. A propósito del título, a modo de introducción

“El Dios de Jesús” es el título que se me propuso y así figura en el programa oficial de este Congreso. Pero ese título me suscita dos tipos de cuestiones que antes de nada quiero señalar y distinguir, para definir debidamente el enfoque de mi exposición.

El primer tipo de cuestiones tiene que ver con el problema del Jesús histórico: ¿A qué se refiere la expresión “el Dios de Jesús”? ¿Se refiere a la imagen de Dios que tuvo el Jesús histórico? ¿O se refiere más bien a la imagen de Dios reflejada por las palabras y la praxis que los evangelios atribuyen a Jesús, “el Recordado” (J.D.G Dunn)? ¿Acaso el Dios en quien Jesús el galileo creyó y anunció es el mismo que los evangelios le atribuyen? ¿Y cómo podría serlo, pues ni siquiera el Dios de los diversos evangelios es exactamente el mismo? ¿Y qué diremos si leemos los evangelios de Tomás, de Felipe y de Judas?

Son cuestiones complejas que mi exposición tendrá en cuenta pero no abordará, entre otras cosas por no ser experto en esas cuestiones. En realidad, tampoco los expertos están de acuerdo entre sí, pues el Dios del Jesús histórico que nos presentan Vermes, Sanders, Crossan, Theissen, Dunn, Hurtado o Pagola están lejos de ser el mismo… Y no me parece que eso sea malo, sino más bien al contrario. Las diferencias entre los teólogos, que acentúan considerablemente las que existen entre los evangelios en lo que respecta a la imagen de Dios que atribuyen a Jesús, desdramatizan la cuestión y nos hacen sentirnos más libres: si los expertos se contradicen y se equivocan, ¿será tan grave que nos equivoquemos los no expertos? Además, hablemos como hablemos sobre el Dios de Jesús, el Dios de Jesús será siempre el Misterio más allá de la palabra, y una de las mejores cosas que podemos hacer –por respeto a Dios y por respeto a Jesús– es hablar de su Misterio con palabras diversas y tolerarnos los unos a los otros en nuestras diferencias.

El segundo tipo de cuestiones que me suscita el título propuesto, “El Dios de Jesús”, tiene que ver precisamente con esto último, con la confesión de que el Misterio que llamamos “Dios” no se encierra en ninguna imagen, ninguna teología, ningún dogma, ni siquiera en ningún evangelio, por canónico que sea. “Si comprendes, no es Dios”, dijo Agustín y han dicho los filósofos y teólogos místicos de todas las religiones acerca del Absoluto, del Innombrable. Lo que comprendes, no es Dios. Lo que dices no es Dios. Lo que imaginas no es Dios.

¿Y lo que Jesús dijo e imaginó? Aun en el caso bien improbable de que conociéramos con exactitud la imagen de Dios que tenía Jesús, ¿deberíamos pensar que Dios es como Jesús lo imagina y expone en sus palabras y describe en sus parábolas? Confesamos a Jesús –es el núcleo de nuestra fe cristiana– sacramento, revelación, encarnación de Dios, pero ¿significa ello que el Misterio de Dios se expresa adecuadamente, no digamos se agota, en lo que Jesús imaginó, dijo, incluso hizo? Perdonadme esta pregunta, pero es ineludible. Y es la que más me interesa y la que guiará las reflexiones que siguen.

La formularé de una manera que puede resultar aun más provocadora: Hoy, bien entrados en la segunda década del siglo XXI, en este proceso de transformación cultural y de profunda metamorfosis religiosa que estamos viviendo, en la nueva imagen de la realidad y del ser humano dentro de ella que las diversas ciencias –en particular la astrofísica, la física cuántica, la biogenética y las neurociencias – nos trazan, en el nuevo paradigma teológico que todo ello demanda, ¿podemos seguir creyendo todavía en el Dios de Jesús?

No diré que sí. Tampoco diré que no. Todo depende de lo que entendamos por “Dios de Jesús”. Si por “Dios de Jesús” entendemos la imagen concreta que Jesús tenía y expresaba acerca de Dios, diré que ya no podemos creer enteramente en el Dios de Jesús. Si, en cambio, por “Dios de Jesús” entendemos el Misterio de ternura y liberación en el que Jesús confiaba y al que nos remite más allá de sus imágenes y palabras, entonces sí, podemos seguir creyendo en el Dios de Jesús, y será una inmensa gracia para el que cree, confía, espera y ama.

Por todo ello, y antes de seguir adelante, propongo cambiar ligeramente el título que se me propuso y reformularlo así: “El Dios de Jesús, más allá de su imagen de Dios”. Jesús fue un hombre, judío y galileo, de hace 2.000 años, y no pudo menos de imaginar a Dios, básicamente, en el marco de credibilidad de su cultura y religión. Jesús tenía una imagen teísta de Dios: pensaba en Dios como Ente Supremo superior distinto del mundo, como Padre, como Rey, como Juez. Como Alguien o como Persona muy semejante al ser humano, sólo que omnipotente y eterno; un Alguien con psicología humana, aunque sin neuronas ni genes. (Casi podría decirse que la semejanza humana de Dios es mayor que la semejanza divina del ser humano…). Esas ideas de Dios ya no sirven hoy a muchas y muchos cristianos sinceros que quieren dejarse inspirar por Jesús y compartir su esperanza y practicarla.

Pero Jesús, como todo creyente y además como profeta, en su fe y en su vida transcendió sus representaciones de Dios. A veces incluso las rompió, para escándalo de sacerdotes, escribas y fariseos. Pues bien, ese movimiento de transcendencia del creyente y del profeta Jesús indica el camino a seguir para el creyente y el teólogo cristiano de hoy. Allí donde, con rupturas o sin rupturas, trasciende la representación de Dios que le habita, Jesús nos sigue enseñando el camino, sigue ayudándonos a creer en Dios de manera razonable y liberadora en estos tiempos de profunda transformación cultural y, por lo tanto, religiosa. Jesús sigue inspirando nuestra fe, alentando nuestra esperanza, animando nuestra acción, pero con una condición: que no nos limitemos a repetir sus ideas e imágenes, sus creencias y sus normas, sino dejándonos guiar más allá por el Espíritu de la Vida que le habitó y nos habita. Entonces, el Dios de Jesús puede ser también nuestro Dios.

Nadie tiene el monopolio de Dios. Si alguien pretendiera tenerlo, bastaría para no tomarle en serio. Con toda su conciencia profética, o precisamente por ella, Jesús nunca se sintió poseedor de la verdad acerca de Dios. Ni siquiera fue un teólogo. En realidad, nunca se fió mucho de lo que pensaban y enseñaban acerca de Dios aquellos que poseían las llaves del saber y de la virtud. Lo que más le importó no fueron la doctrina, el culto y los códigos morales, siempre en manos de escribas de la Ley y sacerdotes del templo. Como buen profeta, fue un provocador, un innovador, un infractor. Le importaba la vida, la gracia de la vida. Le importaban las personas heridas en el cuerpo y en el alma, y se hizo prójimo para curarla. Se entregó en cuerpo y alma a sanar la vida, con riesgo de su vida. Ahí reveló a Dios como misterio de projimidad y de ternura. Así nos inspira Jesús hoy, y se vuelve nuestro contemporáneo a pesar de que nosotros ya no podemos ser contemporáneos suyos y a pesar de que muchas de sus imágenes de Dios ya no nos pueden valer en nuestro tiempo para ser y hacer lo que él hizo en el suyo.

En lo que sigue apuntaré algunos de los aspectos fundamentales del mensaje de Jesús sobre Dios, el Misterio más allá de su imagen de Dios, nuevos nombres de Dios que nos sugiere su vida más allá de sus representaciones de Dios.

2. Dios de la vida liberada, más allá de la religión

Muchos han reivindicado una religión sin “Dios”, entendiendo religión como “religiosidad” o espiritualidad, y entendiendo por “Dios” un Ente o Señor Supremo que creó el mundo y lo rige desde fuera. Otros muchos, por el contrario, reivindican un Dios sin religión”, entendiendo por “Dios” el Misterio o lo Real Absoluto más allá de todo sistema, y entendiendo “religión” como sistema más o menos cerrado y rígido de creencias, normas morales y ritos cultuales, un sistema controlado por una institución. La contradicción entre las dos posturas es solo aparente, pues en ambos casos se aspira a una mística liberada del sistema o al Misterio liberado de todas sus representaciones objetivas. Religiosidad sin Dios y Dios sin sistema religioso vienen a ser lo mismo.

Pero Jesús no vivió una religión sin Dios ni creyó en un Dios sin religión. En contra de una milenaria tradición cristiana hostil a la religión judía, presente ya en los mismos evangelios, y en contra de una investigación histórica que, a lo largo de cien años, pretendió entender a Jesús en contraposición al judaísmo, las últimas décadas han hecho justicia al carácter profundamente judío de Jesús en su manera de creer y de vivir. Fue su religión la que le enseñó a vivir: sus creencias judías sostuvieron su profunda confianza vital, las leyes de Moisés le enseñaron a mirarlo todo con ojos de misericordia, la sinagoga y el templo le hicieron sentirse en aquel mundo tan desgarrado como en un hogar sagrado y seguro a pesar de todo.

El Dios de Jesús es judío: el Dios de los padres, de Abraham, Isaac y Jacob. El Dios que hizo alianza eterna con Abrahán. El Dios único, el Creador de cielos y tierra, que eligió a Israel entre todos los pueblos como único pueblo elegido. El Dios que liberó a Moisés del poder del Faraón, se le reveló en la Zarza Ardiente y le envió a ser profeta y liberador. El Dios que liberó a su pueblo de la esclavitud de Egipto a través del Mar Rojo. El Dios que entregó las Tablas de la Ley que enseñaban el arte supremo de vivir y las condiciones de la Alianza. El Dios que condujo al pueblo a través del desierto hasta la Tierra prometida, atravesando las aguas del Jordán. El Dios fiel que jamás rompió su alianza, aunque Israel la rompió una y mil veces. El Dios que, una y mil veces, castigó a su pueblo haciéndole perder la tranquila posesión de la Tierra, aunque siempre acabó perdonando. El Dios que envió a los profetas a anunciar un tiempo sin fin de justicia y de paz para su pueblo, e incluso para todos los pueblos que quisieran sumarse a su pueblo y confesar a su Dios. El Dios que moraba y recibía culto en el templo de Jerusalén, centro del mundo. El Dios cuya palabras literales escritas en la Torah y en los Profetas se escuchaban cada sábado en las sinagogas, y eran explicadas por los escribas.

En ese Dios judío creyó Jesús profundamente. Pero “creer” es muy poco decir (¿de qué sirve creer lo que fuere?). Para Jesús, Dios era luz, impulso, aliento vital. Y no solo eso. Jesús fue sintiendo, no sabemos desde cuándo y cómo, pero profundamente que el tiempo nuevo, que él llamaba “reino de Dios”, ya estaba a punto de brotar, como la primavera cuando las yemas de la higuera se ensanchan. Y no solo eso. Jesús fue sintiendo, en lo más profundo de sus entrañas, que él mismo era el profeta enviado por Dios a anunciar la inmediata irrupción del nuevo tiempo, la curación de los enfermos, la liberación de la tierra de manos de los opresores romanos, la liberación de los pobres campesinos y pescadores galileos, el consuelo de todos los afligidos. Y no solo eso: sintió que el nuevo tiempo ya estaba llegando. “Si yo curo a los enfermos –se dijo–, es que ya está actuando el Espíritu de Dios, ya empieza a hacerse presente el Reino de Dios. Ya se están cumpliendo las viejas esperanzas mesiánicas, y muy pronto se cumplirán del todo. Para eso he sido enviado y a eso dedicaré mi vida, y pase lo que pase Dios no me abandonará”.

El Reino de Dios era para él la vida liberada de todos los oprimidos, pobres y enfermos. Y ésa fue la causa de Jesús, y el centro nuclear de su autoconciencia. Eso fue lo decisivo en su religión, y también en su imagen de Dios. La vida vuelve a ser el centro y el criterio de la religión y de la imagen de Dios. La vida libre y fraterna, la vida justa y feliz, la vida curada. La vida plenamente liberada es lo Absoluto, pues eso es Dios.

Claro que Jesús siguió siendo un judío fiel, siguió visitando con devoción el Templo de Jerusalén, soñando la reunificación de las Doce tribus del antiguo Israel, frecuentando la sinagoga y guardando la sagrada ley del sábado, practicando las normas rituales, incluidas las normas de ayuno y pureza. Pero el centro volvía a estar donde los profetas siempre quisieron que estuviera: en la vida. “El sábado ha sido hecho para el ser humano, no el ser humano para el sábado” (Mc 2,27). Las leyes divinas son para la vida, no la vida para las leyes divinas. Las leyes, por mucho que se diga que vienen de Dios, solo son divinas y justas si salvan la vida. La vida no es justa y divina en la medida en que se ajuste a la Ley, sino solo en la medida en que es libre y fraterna y feliz.

La vida es el criterio, no la creencia, no la moral, no el culto. “No el que dice ‘Señor, Señor’ es uno con Dios, sino el que cumple su voluntad” (Mt 7,21). No la confesión del Credo, no la convicción de la mente, no las palabras de los labios, sino el cuidado de la vida desde el corazón es el verdadero culto de Dios. Y todas las normas cultuales de pureza no son más que tradiciones humanas, dijo Jesús, y no sirven de nada, si no sirven para cuidar y curar la vida (cf. Mc 7,1-16). “Misericordia quiero, no sacrificios” (Mt 12,7), dice el Dios de Jesús, como el del profeta Oseas. El templo es para la vida, no la vida para el templo.

La religión separa a Dios del mundo. El Dios de la religión separa el tiempo (historia del cosmos vs. historia de la salvación), separa el espacio (lugares y objetos sagrados vs. lugares y objetos profanos), separa a los miembros de una comunidad (clérigos y religiosos vs. laicos y seglares), separa a los pueblos (pueblo elegido vs. pueblos no elegidos). La vida nos une en el mismo misterio, el misterio de Dios. Donde el Dios de la religión nos separa, el Dios de la vida nos une. Sí, Jesús siempre creyó en un Dios religioso y siguió siendo básicamente fiel a todas las prácticas religiosas judías, pero, en todas las creencias y normas, la vida era para él lo único absoluto, y consta que a menudo rompió con normas relativas por ser fiel a lo único absoluto.

No podemos creer en el Dios religioso que Jesús imaginaba, de la misma manera que no celebramos la fiesta de los Tabernáculos que él sí celebraba, ni participamos en los sacrificios del templo en los que él sí participó, ni reconocemos la primacía de Israel en el Reino de Dios qué él sí reconocía. Pero podemos prolongar la fe de Jesús y creer en el Dios de la Vida, es decir, vivir confiando y venerando y cuidando el Misterio de Dios o de la Vida en todos los vivientes y en todos los seres. Y ésa me parece la manera de ser fiel a la fe de Jesús, y merece la pena. Y poco importa que eso se viva en una forma religiosa o en una espiritualidad laica sin credo ni código ni culto religioso.

3. Dios como Salvación o Sanación, más allá del castigo y del perdón

Escuchamos o leemos con frecuencia que el Dios de Jesús es puro Amor. Así lo creemos, y ése debiera ser el único dogma del Credo cristiano. Pero cualquiera que lea los evangelios, o un evangelio cualquiera, se encontrará con muchas frases de Jesús que están en franca contradicción con la imagen de un Dios de gracia incondicional.

Veamos unos ejemplos. Los hijos del pueblo elegido que rechacen el Reino de Dios “serán arrojados a la oscuridad de fuera. Allí llorarán y les rechinarán los dientes” (Mt 8,12). Al mendigo del camino que había sido convidado a la boda y que no llevaba un vestido adecuado, el rey lo expulsa violentamente y dice a sus criados: “Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a la oscuridad. Allí llorará y le rechinarán los dientes” (Mt 22,13). A propósito de los pueblos y aldeas que rechacen a los misioneros que anuncian la Buena Noticia del Reino de Dios, dice Jesús que “en el día del juicio el castigo de ese pueblo será más duro que el de los habitantes de la región de Sodoma y Gomorra” (Mt 10,15). El rico que no tuvo misericordia del pobre Lázaro será quemado en el Hades por llamas de las que no será liberado (Lc 16,19-31). A los que no socorrieron a los necesitados, en el día del Juicio el Juez les dirá: “Apartaos de mí, malditos: id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25,41). Al que no perdone la deudas de su hermano, tampoco Dios le perdonará la suya, sino que lo “castigará hasta que pague toda la deuda” (Mt 18,34-35). Al que se niegue a negociar con el único talento recibido para hacerlo rentable, el señor no solamente se lo quita, sino dice a sus criados: “A este criado inútil arrojadlo fuera, a la oscuridad. Allí llorará y le rechinarán los dientes” (Mt 25,30). La cizaña será quemada (Mt 13,30). “Todos los que hacen pecar a otros y los que practican el mal serán arrojados al horno encendido, donde llorarán y les rechinarán los dientes” (Mt 13,41-42). Todo eso enseña Jesús sobre Dios en los evangelios. Y en los evangelios dice Jesús que “la blasfemia contra el Espíritu Santo [la mala voluntad, si se quiere] no será perdonada ni en este mundo ni en el venidero” (Mt 12,32). Y en los evangelios Jesús pronuncia duros ayes contra los maestros de la ley y los fariseos a los que llama “hipócritas”, “serpientes y raza de víboras” a los que Dios pedirá cuenta de la sangre derramada de todos los profetas (Mt 23,13-36). Y pronuncia terribles maldiciones contra los ricos que pasarán a “padecer hambre, a lamentarse y a llorar” (Lc 6,24-26).

Pregunto: ¿Nos incomoda encontrar este tipo de afirmaciones en los evangelios? ¿Preferiríamos que no estuvieran ahí? Sí, preferiríamos unos evangelios más puros, con una teología un poco menos tosca, con un Jesús un poco más cristiano. Quisiéramos unos evangelios perfectos y un Jesús perfecto. En el fondo, nos cuesta sumir enteramente la humanidad de Jesús y de los evangelios. Es decir, nos cuesta aceptar profundamente la encarnación de Dios, que es, sin embargo, la entraña viva del Credo cristiano. Humanidad significa historicidad. Humanidad significa limitación cultural. Humanidad significa realidad inacabada, haciéndose en transformación incesante. Humanidad significa creación, revelación y encarnación en permanente dinamismo evolutivo. Una humanidad perfecta y acabada no sería nuestra humanidad, y, por lo tanto, una encarnación en otra humanidad no sería la encarnación de Dios en Jesús que confesamos.

Imaginar a un Jesús perfecto sería negar datos imposibles de negar con la historia y las ciencias en la mano: que fue un judío galileo de hace dos mil años, y por tanto un individuo de la especie Homo Sapiens, una especie aparecida en este planeta hace 200.000 años, que posee un cerebro de 1.400 cm3, que dan para mucho –basta mirar a Jesús–, pero no para todo –basta mirar también a Jesús–; una especie que consideramos la más desarrollada en nuestro planeta, pero que tal vez no lo sea en nuestra galaxia o en otras galaxias; una especie que un día desaparecerá, y que muy probablemente será superada por otra especie con un cerebro mucho más grande o mucho más eficiente para las funciones que llamamos superiores o si se quiere espirituales. Pues la evolución del mundo y de la vida sigue. Y el Misterio de Dios sigue y seguirá encarnándose en toda carne del mundo. ¿Por qué nos extrañamos, pues, de que Jesús hable de Dios con categorías e imágenes de su tiempo, y todavía del nuestro, como la culpa, el castigo o el perdón? ¿La fe en la encarnación de Dios no nos invita a ir más allá de esas imágenes y categorías, aunque las utilizara Jesús?

También Jesús nos invita a ello. En realidad, él mismo apuntó y llegó mucho más allá, aunque no llegó hasta el fin. Jesús rompió claramente y a menudo la lógica que subyace a esas categorías e imágenes: ahí tenemos la escena de la mujer pecadora que baña en lágrimas los pies de Jesús en casa de Simón el fariseo, la parábola del fariseo y el publicano en el templo, la parábola de la viña en la que el patrón paga lo mismo al obrero que trabaja durante toda la jornada y al que trabaja solo una hora (Mt 20,1-16), las tres parábolas de Lc 15 (el pastor, la mujer, el padre), y tantas otras escenas y parábolas de los evangelios echan por tierra la imagen judicial, moralista, penalista de Dios que subyace a las categorías tradicionales del pecado, de la culpa y del castigo, pero también del perdón. El Dios que perdona no es más que el reverso de la medalla del Dios que castiga; el Dios que castiga y el Dios que perdona pertenecen al mismo registro. Y Jesús fue más allá no solamente del castigo de Dios, sino también del perdón de Dios. Nosotros debemos ir más allá todavía, siguiendo su dirección, su inspiración, su Espíritu.

A Jesús no le importó ante todo el pecado, sino el sufrimiento (J. Moltmann); no miró a los enfermos como pecadores, sino a los llamados pecadores como enfermos; no le interesó tanto anunciar la absolución de las culpas, sino la curación de las heridas. “No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos” (Mt 9,12), dijo. Podría haber dicho: “Aquellos que se miran o son mirados como pecadores no necesitan el perdón de una culpa, sino la curación de una herida”. O el perdón en la medida en que es curación. Recordemos la escena de Cafarnaún: “Hijo mío, tus pecados están perdonados”, le dice Jesús al paralítico ante los atónitos maestros de la ley que miran al enfermo como pecador. Jesús invierte la lógica y la mirada, y le dice al paralítico: “Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (Mc 2,1-13). Eso es lo que importa.

No se trata de invitación a creernos inocentes: seguiríamos en el mismo esquema infantil. No se trata de que, cuando perdemos libre y culpablemente la inocencia, la debamos recuperar por la penitencia y la absolución. Jesús apunta mucho más allá: a la Gracia que cura la vida y así la hace libre, es decir, capaz de querer y hacer el bien. O de vivir más plenamente o de ser feliz haciendo el bien. De eso se ocupó Jesús ante todo, más allá de todas las viejas imágenes que sigue utilizando.

Eso es el Dios de Jesús, más allá de las categorías de la culpa y la inocencia, del castigo y del perdón, del sacrificio y la expiación: Dios es la indemnidad plena y feliz de la vida, Dios es la plena curación de la vida para el bien, para la bondad feliz. Dios es Gracia. Pero Gracia no significa clemencia que perdona al culpable, sino acogida amorosa de la criatura allí donde está, tal como es, ternura acogedora que devuelve la confianza y la salud a la persona perdida y herida: “Levántate y anda, vete a tu casa”. Creer en el Dios de Jesús significa que, allí donde estés y tal como te encuentres, tú puedes sentirte siempre acogido/a y en casa, y confiar en que, pase lo que pase, hay salvación o sanación para todos y que, por mucho que nos empeñemos en crear infiernos, no habrá infierno para nadie.

4. Dios como creatividad del Bien o de la Bondad en el corazón de las criaturas

El punto anterior quería poner de manifiesto que Jesús, a pesar de algunas de sus ideas culturales y por lo tanto limitadas, nos invita a creer que Dios es solo Bondad: Gracia sin condena, Amor sin condición, Salvación sin exclusión. Pero no basta con eso. Jesús, además, creía profundamente en el poder supremo de Dios, que es como creer en el poder supremo de la Bondad. Es lo que desarrollaré en este punto.

El término “poder” es demasiado equívoco. Digamos más bien creatividad, dinamismo creador en el fondo de la Realidad. El Génesis empieza diciendo que, en el “principio” –que no es un pasado remoto, sino el fundamento, la entraña, la esencia de la realidad– “el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas”. Aleteaba o “vibraba”. El Espíritu es la energía o la inspiración o el aliento vital divino que vibra en el seno del caos, y el caos se vuelve materia, matriz creadora. La creación no tuvo lugar en el pasado: todo está en permanente creación. Dios no es un artesano, ni siquiera un poeta inspirado creando un poema, sino la inspiración misma en acto de crear. El Espíritu de Dios sigue latiendo y vibrando como un corazón de fuego invisible en el corazón de cada partícula, de cada átomo, de cada célula, de cada organismo, en el corazón de fuego de la Tierra, de la galaxia, de las galaxias sin número, del cosmos sin medida. “Hágase”, es decir: vaya siendo, que llegue a ser, que vaya haciéndose cada ser desde dentro, desde más adentro que sí mismo. Y “todo era bueno”, es decir: el Amor lo mueve todo, la Bondad es el mayor potencial, la fuerza creadora mayor. Todo puede llegar a ser bueno, todo llegará a estar bien.

Claro que Jesús no hablaba en estos términos, pero podemos decir que esta fe le inspiraba. Creía en el poder o en la creatividad de Dios o de la Bondad. Creía en el poder de los ángeles buenos mucho más que en el poder de los demonios, que eran para él ángeles caídos y para nosotros una simple manera de decir el oscuro poder del mal, del error o simplemente de la creación inacabada. Creía que la semilla buena es más poderosa que la cizaña, la verdad más que la mentira, la humildad más que la soberbia. Creía profundamente que Dios, a pesar de todas las apariencias, es mucho más poderoso que el emperador romano con todas sus legiones.

“Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, respondió Jesús una vez que le preguntaron con mala intención si era justo pagar tributo al imperio romano. No era Jesús de los que eludían cuestiones, por peliagudas que fueran. Tampoco era de los que se dejaban atrapar fácilmente en cualquier lazo. La respuesta de Jesús es tan diáfana como inteligente. No da pie a que le denuncien, pero contrapone el poder del César al poder de Dios, y viene a decir: “Esta tierra –toda tierra, diría hoy– es tierra sagrada, es tierra de Dios, tierra de todos, y el emperador no tiene derecho a ocuparla, y tampoco posee poder para seguir ocupándola, como pronto se verá. Muy pronto, Dios liberará la tierra, y podremos vivir en paz en nuestra tierra, no la paz en la desolación del emperador, sino la paz en la justicia de Dios”.

“No temáis –decía Jesús a sus discípulas y discípulos, a todos los miserables campesinos de Galilea ahogados por las deudas, a todos los pobres pescadores del lago y artesanos de las aldeas–. No temáis. Dios os cuida. Hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados. No temáis. Dios es más poderoso que todos lo que os pueda hacer daño o incluso quitaros la vida corporal. La Vida nadie os la podrá quitar”.

Esta confianza incondicional en el poder liberador de Dios le liberaba a Jesús de toda actitud y conducta violenta. Y quiso infundir esa misma confianza profunda en sus discípulos para que no incurrieran en la tentación de empuñar las armas contra Roma. “No temáis al poder del emperador. No creáis en el poder de la espada contra el emperador. Dios puede más. Dios lo hará”.

Una de las manifestaciones más evidentes de esta confianza, que nos puede parecer ingenua, es la oración de Jesús. Más concretamente, su oración de petición. Otro tema vidrioso. “Pedid y se os dará. Llamad y se os abrirá”. ¿Necesita Dios que le pidamos? ¿Cambia Dios porque le insistamos, como el amigo importuno o la viuda importuna que Jesús puso como modelos? Parece claro que Jesús imaginaba a Dios de esa manera. Claro que tienen razón quienes señalan que, cuando Jesús enseña a pedir insistentemente, lo principal no es la petición ni la insistencia, sino la confianza. Así es. Pero sigue siendo un hecho que Jesús imaginaba a Dios como Alguien que concede cosas a quien se las pide y porque se las pide. Y en un Dios así nosotros no podemos creer.

¿Significa eso que la oración de petición no tiene sentido? Seguramente, pero no lo sé. Dependerá sobre todo de cómo ora quien ora pidiendo. Pero también el sentido de la oración de alabanza o de acción de gracias depende de cómo ora quien ora alabando o dando gracias. Pedir a Dios que no haya hambre ni guerras o para que haga buen tiempo no tiene sentido, pero ¿tiene sentido dar gracias a Dios porque existen personas generosas y pacíficas, como si existieran porque Dios así lo ha dispuesto, o darle gracias porque hace buen tiempo, como si lo hiciera porque Dios así lo ha decidido? En ambos casos, es como si Dios fuese Alguien exterior e interviniera desde fuera. En un Dios así ya no podemos creer.

¿Quiere eso decir eso que ya no podemos creer en el Dios de Jesús? No podemos creer en su imagen concreta de Dios, pero sí en la Realidad a la que nos remiten su fe y su vida más allá de la imagen. Podemos creer o confiar –¡ojalá confiemos!– en la Creatividad poderosa del Bien o de la Bondad que habita en el corazón del mundo, en el corazón de la materia, en el corazón de cada ser. La Bondad creativa que nosotros hemos de despertar y activar en nuestro corazón, en la vida, en las estructuras. La Bondad creativa que hemos de despertar y activar también a través de nuestra oración, pues la oración verdadera, como dice Juliana de Norwich, “nos hace semejantes a Dios”, “es una prueba de que el alma quiere como Dios”. Es decir, es preciso ir más allá del esquema dualista de la oración en todas sus formas. La verdadera alabanza o acción de gracias es alabanza y acción de gracias del Espíritu que goza en la creación. La verdadera petición es deseo y súplica del Espíritu que gime en la creación. También la oración silenciosa, ella sobre todo, es el silencio o la vibración silenciosa y creadora de Dios en el corazón de la Realidad. La oración es respirar el aliento divino que goza y gime en la creación, la Ruah creadora que todo lo mueve hacia la plenitud sin forma de todas las formas, hacia el sábado o el descanso y la fiesta de la creación, hacia la Bondad plena, hacia Dios todo en todas las cosas.

Creo que, en el fondo, eso es lo que creía Jesús, ésa es la confianza profunda que le movía. Confía también tú en Dios como Gracia siempre primera y absoluta, presencia activa, creativa, poderosa, en el corazón de la realidad, en el corazón de cada ser, en tu corazón, por insignificante y pobre que lo veas.

5. Dios como Cuidado universal, más allá del antropocentrismo de Jesús

Otra divergencia importante entre nuestra imagen de Dios y la de Jesús. Nos separan solamente 2.000 años, y son bien poca cosa comparados con los 200.000 años que lleva en la Tierra nuestra especie, el Homo Sapiens, y son casi nada comparados con los 2 millones de años que hace que aparecieron los primeros homínidos, y no son nada comparados con los 13.700 millones de años transcurridos desde el Big Bang. Podría decirse que Jesús y nosotros somos contemporáneos, pero no, no lo somos. Su teología o su imagen de Dios no es la nuestra. Nuestra imagen de Dios no puede ser la suya, porque nuestra imagen del mundo es muy distinta de la suya. Jesús nos sigue inspirando, y en él seguimos viendo la encarnación de Dios. Pero vivimos y decimos la fe en dos paradigmas muy distintos.

¿Qué hay de extraño en ello? En los 2.000 años que nos separan han tenido lugar dos grandes transformaciones culturales, ambas muy recientemente: hace doscientos años tuvo lugar la revolución industrial que, junto con las ciencias, trajo la Modernidad; y desde hace pocas décadas asistimos a la revolución postindustrial, una nueva revolución científica y tecnológica (física cuántica y nanotecnología, genética y biotecnología, neurociencias…) y un aumento asombroso de la información, que nos han traído a la Ultramodernidad.

Vivimos en un mundo muy distinto al de Jesús. Las emociones humanas (alegrías y tristezas, amores y desamores, miedos y envidias…) han cambiado muy poco, es verdad, pero la imagen del mundo y del ser humano han cambiado radicalmente. Aunque la visión de la realidad tal como las ciencias nos descubren todavía no ha pasado a la conciencia general de la gente, el proceso está en marcha y será imparable: el cosmos es ilimitado en lo grande y en lo pequeño, todo se mueve y transforma, el ser humano en general y esta especie nuestra en particular no son el término de la evolución ni el centro del cosmos. Y esta visión de la realidad tiene consecuencias importantes en la imagen de Dios, consecuencias que Jesús jamás pudo sospechar.

Para Jesús, Dios es ante todo un Dios del ser humano: un Dios que lo creó todo para el ser humano y creó al ser humano como corona y término de todo. Un Dios que ama, llama, habla, ordena, juzga, castiga y perdona al ser humano, solo a él. Y que solo a él lo destina a la vida eterna, pero la vida eterna dichosa puede convertirse para él en terrible fuego eterno. ¿Podemos creer en ese Dios de Jesús? Sí, pero no en esa su imagen de Dios que es no solamente antropomórfica (Dios semejante al ser humano), sino también antropocéntrica (el ser humano centro de la creación y del corazón de Dios).

Podemos y debemos transcender la imagen concreta que Jesús se hacía de Dios, pero él mismo nos ofrece pistas para hacerlo. Señalaré dos que me parecen decisivas:

Ahí tenemos, en primer lugar, las reveladoras afirmaciones de Jesús sobre el cuidado divino de las aves del cielo y de los lirios del campo. “Fijaos en las aves del cielo: ni siembran ni siegan ni recogen en graneros, y sin embargo vuestro Padre celestial las alimenta” (Mt 6,26). “Fijaos cómo crecen los lirios del campo; no se afanan ni hilan; y sin embargo, os digo que ni Salomón en todo su esplendor se vistió como uno de ellos” (Mt 6,28-29). Dios las alimenta, Dios las viste, Dios las cuida. Es verdad que Jesús aduce el ejemplo de los pájaros y de las flores para poner de relieve el especial cuidado de sus oyentes (judíos) por parte de Dios: “¡Cuánto más a vosotros!”. Pero eso no quita que Jesús mira a todas las criaturas como cuidadas por Dios. Y en la perspectiva del cuidado, las diferencias o las preferencias pierden relieve. Todas las criaturas son objeto del cuidado divino: ¿la pretensión del privilegio no es negación de la gratuidad del cuidado universal? ¿“Cuidado universal” no será una imagen valiosa, un nombre revelador de Dios, más allá de nuestras categorías limitadas y discriminatorias?

Y ahí tenemos, en segundo lugar, esas parábolas tomadas de la naturaleza, tan naturales y tan hondas: “Dios hace salir el sol sobre buenos y malos, manda la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5,45). Sed como el sol, sed como la lluvia, sed como Dios. Sed como la buena tierra en que cae la semilla: mirad su fertilidad, a pesar de todo. Sed como la semilla que cae en buena tierra (Mt 13,1-9), como el grano de mostaza (Mt 13,31-32): mirad su fecundidad, a pesar de todo. Sed como la levadura (Mt 13,33): mirad cómo, siendo invisible, hace que toda la masa fermente y el pan sea sabroso. Sed como la sal que conserva y da sabor a los alimentos, sed como la luz que viste todas las cosas de volumen y de color (Mt 5,13-15). Todo es sacramento de Dios. Dios es como el sol y como la lluvia. Dios es como la Tierra materna, como una semilla infinitamente pequeña y creativa, como la levadura de todo cuanto es. Dios es sal y luz. Creed en el misterio divino que se revela en todo cuanto es. Sobre todo, sed como Dios.

Las afirmaciones de que Dios cuida de las aves y de los lirios, y de que el sol y la lluvia, la semilla y la tierra revelan a Dios son una bellísima muestra de la mirada de Jesús a la naturaleza y al Misterio de Dios. Esa mirada de Jesús sigue inspirando nuestra mirada a la realidad, nuestra fe en Dios.

6. Dios como presencia de la vida, más allá del más allá

La fe en la resurrección sigue siendo uno de los pilares fundamentales de las religiones monoteístas de raíz bíblica (judaísmo, cristianismo, islam). La resurrección ha sido entendida tradicionalmente como un acontecimiento futuro que tendrá lugar al final del mundo, de acuerdo al imaginario de la apocalíptica judía, inspirada directamente en el zoroastrismo iranio. Y Dios es el garante de la resurrección futura. Sin Dios, no habría resurrección. Sin resurrección, Dios está de sobra.

También Jesús, como los judíos fariseos de su tiempo, esperaba su propia resurrección y la de todos los muertos, y es muy probable que, de acuerdo a las ideas apocalípticas, pensara que dicha resurrección tendría lugar al final de este mundo, aunque es difícil precisar exactamente cómo imaginaba ese fin del mundo y para cuándo lo esperaba y la relación de ese “fin del mundo” con el Reino de Dios que anunciaba. Lo que es innegable es que Jesús esperaba el Reino de Dios como desaparición de toda injusticia, enfermedad y miseria, y que esa transformación era inminente, es más, ya estaba dándose y que era imparable, como la semilla, y que él era el último profeta, lugarteniente de Dios en la llegada de su reino. Luego, las cosas se torcieron.

La muerte en cruz fue un golpe muy duro para las discípulas y discípulos que habían compartido la esperanza de Jesús. Pero la cruz no pudo con la esperanza. Las discípulas y los discípulos confesaron que Dios había resucitado o glorificado al mártir Jesús, constituyéndole como Hijo del hombre o Hijo de Dios o Señor o Mesías, e inaugurando en él la resurrección universal. Y muy pronto sería enviado de nuevo desde el cielo para realizar enteramente las esperanzas interrumpidas. La cruz se convirtió en pascua. Y la resurrección o glorificación de Jesús se convirtió en primicia y garantía de la resurrección universal próxima. Pablo lo formuló en un silogismo que, en su forma y en su fondo, ha marcado profundamente la fe cristiana tradicional: “Si Cristo no ha resucitado, no resucitaremos, y si no resucitamos, la fe y la vida carecen de sentido” (cf. 1 Cor 15,12-20).

Pues bien, este silogismo ha perdido ya buena parte de su fuerza de convicción, aun cuando se corresponde bien con la manera de pensar de Jesús. Resulta difícil, si no imposible, de conciliar con la visión que muchos, incluso cristianos, tienen acerca del mundo y del tiempo, de la vida y de la muerte, del más acá y del más allá. “Resurrección”, “fin del mundo”, vida eterna que comienza después de la muerte, “más allá” de este mundo son categorías espaciales y temporales que alguna vez fueron creíbles, pero que hoy ya no lo son para muchos. Y no han dejado de tener sentido porque no viven una espiritualidad profunda, sino precisamente porque la viven, o al menos porque la viven en otro paradigma. Un paradigma en el que el más acá es el más allá y viceversa, la eternidad acontece en el presente, la muerte no es fin sino transformación, la vida es inmortal.

La imagen que Jesús se hacía de Dios está ligada a una visión del tiempo, del mundo y del más allá que ya no es nuestra visión. Por lo tanto la teología de Jesús obedece a un paradigma que no es el nuestro. ¿De qué extrañarnos? En dos mil años han cambiado muchas cosas y en los miles o millones y miles de millones de años que sigan cambiarán muchas más. Y los creyentes de cada época serán responsables de vivir y decir su fe en la Vida o en Dios de una manera creíble. Jesús nos invita a ello. No somos contemporáneos suyos, pero él se hace contemporáneo nuestro y nos invita a ir más allá de sus propias imágenes. Sigamos algunas de sus pistas.

En cierta ocasión, unos saduceos –que no creían en la resurrección de los muertos– quisieron hacerle ver que dicha creencia era absurda: por ejemplo, si hubiera resurrección, ¿de quién sería esposa una mujer que hubiera enviudado hasta siete veces y cada vez, de acuerdo a la ley judía del levirato, se hubiera casado con un hermano de su marido difunto, y así siete veces? Como tantas veces, Jesús responde desplazando la cuestión: “Cuando resuciten los muertos, ni ellos ni ellas se casarán. Pero vivirán, pues Dios es un Dios de vivos, no de muertos” (Mc 12,18-27). Les vino a decir: “No imaginéis el más allá según los parámetros del más acá. Pero confiad en que Dios es Vida y en que nunca moriremos, pues la Vida vive en nosotros y nosotros en Ella. Eso es en el fondo la fe en la resurrección, más allá de todas las imágenes cambiantes”.

En otra ocasión, unos fariseos preguntaron a Jesús sobre cuándo y cómo iba a llegar el Reino de Dios. Jesús les responde: “El Reino de Dios no vendrá de forma espectacular. El Reino de Dios ya está entre vosotros” (Lc 17,20-21). No importa si Jesús pronunció o no estas palabras en su tenor literal. Parece claro que relativizó la representación y el imaginario apocalíptico. Para él, el nuevo tiempo o el tiempo final significaba la transformación del mundo, y estaba convencido de que ya estaba inaugurándose con él. Ya pueden alegrarse los pobres, los enfermos, todos los que lloran.

Dos mil años después, seguimos llorando. ¿Qué ha cambiado en el mundo? Centenares de inmigrantes siguen ahogándose frente a las costas de Lampedusa o en los desiertos de África. A ellos nadie los salvó. Nadie salva a los que mueren de hambre. Nadie salva a los animales torturados. El Reino aún no ha llegado. ¿Qué nos diría Jesús? Nos diría: “Haced como yo hice: creed profundamente que el Reino ya está presente y hacedlo presente en vuestra vida. Proclamad bienaventurados a los pobres, a todos los que lloran, y hacedlos dichosos haciendo que dejen de ser pobres y de llorar. Creed que Dios lo hará, pero hacedlo vosotros, pues es así y no de otra forma como Dios hace”.

En la teología, en la espiritualidad y en la praxis de la Iglesia a lo largo, se han opuesto demasiadas veces la perspectiva gnóstico-mística y la perspectiva práctico-política. La mirada gnóstico-mística ha sabido mirar el Fondo de la Realidad habitado por Dios, sano y salvo, el Reino ya presente; pero a menudo era una mirada irreal, pasiva; quien mira la realidad como habitada por Dios y como ya transfigurada y salvada, pero sin transformarla o sanarla, es que no sabe mirarla; y quien se empeñe en transformar la realidad, pero sin verla ya plenamente habitada y transfigurada por la presencia divina, no acertará a transformarla realmente.

Todo vive en Dios, la Vida, la Memoria o el Corazón viviente de cuanto es, más allá de nuestros estrechos parámetros espacio-temporales. El cielo o el Reino de Dios o el mundo indemne es aquí y ahora. Jesús era plenamente divino en su humanidad particular y limitada. En el evangelio apócrifo de Bartolomé (¿del s. IV?) Jesús dice al apóstol: “En verdad te digo, querido, que cuando entre vosotros enseñaba la palabra, yo estaba al mismo tiempo sentado junto a Dios” (Ev. Bart. I,31). También hoy nos podría decir Jesús: “El Reino o Dios o la Indemnidad o la Plenitud salvada ya habita el corazón de la Realidad. Abrid más los ojos para verlo. Pero abrid también más el corazón para que la Indemnidad universal tome forma y se manifieste en todas las formas, cuerpos, instituciones. Así hice yo. Haced como yo”.

7. Dios como Amor universal, más allá de todo dualismo y monismo

Nuestra forma de orar es la que mejor revela qué imagen tenemos de Dios. No quiero decir que sea en la oración, sea como fuere, donde mejor se refleja la fe en misterio Dios –es la vida la que mejor la revela–, sino que la oración es donde mejor se trasluce la manera como el orante imagina a Dios. Puede haber formas de orar que traten de eludir toda imagen de Dios –sería el caso de la meditación–, y esa negación de las imágenes es tal vez la que mejor revela la “verdadera imagen” de Dios, más allá de toda imagen.

No podemos barruntar cómo oraba Jesús en el silencio, en “su habitación con la puerta cerrada” o en la montaña, como también solía, a solas y de noche bajo el cielo. Pero sabemos que, al orar, a menudo se dirigía a Dios como “abbá”. Algunos sostienen incluso que es así como invocaba a Dios habitualmente. Cuando sus discípulos le pidieron que les transmitiera una forma distintiva de oración, les enseñó a orar diciendo: “Abbá nuestro del cielo…”.

Abbá. Era así, en tiempo de Jesús, como los niños llamaban a su padre (sería el equivalente a nuestro papá, papai, daddy, vati, aitatxo…), pero no solamente los niños: también era una fórmula de cortesía de adultos para con personas mayores. J. Jeremias, en los años 60 del siglo pasado, insistió en el hecho de que Jesús se dirigiera a Dios llamándole así, con la confianza e inmediatez de un pequeño a su padre[1]. Sostuvo que no se conocía ningún texto en que un judío invocara de esta forma a Dios, y que incluso sería inconcebible que lo hiciera así. Pensaba, además, que ésa era la forma en que Jesús oraba siempre y que, si bien enseñó a sus discípulos a orar de esa manera, él nunca se incluyó en esa invocación común: “Abbá nuestro del cielo”. De todo ello extrajo J. Jeremias unas conclusiones transcendentales sobre la autoconciencia de Jesús: al dirigirse a Dios como un niño pequeño se dirige a su padre, Jesús habría llevado a cabo una auténtica revolución en el judaísmo, y revelaría poseer una autoconciencia insólita y exclusiva de “hijo único” de Dios, separándose no solamente de los judíos en general sino también de sus propios discípulos.

Pero investigadores posteriores[2] han invalidado dos de las bases fundamentales de la argumentación de J. Jeremias: 1) han encontrado, sobre todo en Qumrán, textos que demuestran que la invocación de Dios como abbá no era imposible en tiempo de Jesús, aunque no fuera habitual; 2) y parece seguro que el Jesús histórico no distinguió entre su filiación divina y la de sus discípulas/os.

Si menciono aquí estas conclusiones de la investigación histórica, no es para defender que debemos volver a la imagen de Dios que tenía el Jesús histórico. No. Al igual que en los puntos precedentes, también en éste quiero más bien sostener que podemos y –en la medida en que lo creamos necesario– debemos ir más allá de su imagen de Dios, también más allá de su imagen de Dios como abbá, aunque fuera, como seguramente fue, la de un abbá inclusivo.

Por inclusiva que sea, la imagen de Dios como abbá no deja de ser la imagen de un Dios limitado y en ese sentido excluyente. Abbá es una imagen masculina. Deberíamos llamar a Dios también immá (madre, mamá), aunque Jesús ciertamente no lo hizo. Pero con invocarle a Dios como abbá o incluso immá no desaparecerían los problemas. No dejaría de ser una imagen humana, y Dios no es a imagen humana, ni siquiera a imagen del mejor abbá y de la mejor immá que sean en el mundo.

Continuemos, y compliquemos el asunto un poco más todavía. Abbá e immá son imágenes personales, y ésa es su fuerza, pero ésa es también su limitación, pues Dios no es personal como los seres humanos somos personales. Al decir “persona”, lo queramos o no estamos imaginando a un Dios que es alteridad separada, y Dios no es una alteridad separada como lo es toda persona humana respecto de otra, un “tú” respecto de un “yo”. De ningún modo quiero decir que el misterio de Dios sea “impersonal”, en el sentido que este término significa y sugiere. Dios no es ni personal ni impersonal, ni es más personal que impersonal ni más impersonal que personal. Es infinitamente más que personal e impersonal. Es transpersonal. Es el tú de todo yo, y el yo de todo tú, y el nosotros y el vosotros, el él y el ellos en el fondo de todos los seres. Es la presencia y la comunión que habita en el misterio de la Vida.

En conclusión, Dios no es ni lo que teísmo afirma ni lo que el ateísmo niega. Dios y mundo no son dos –dualismo– ni uno –monismo–. Dios no es algo, un ente, además del conjunto de todos los entes que forman el mundo, ni es una parte del todo, ni tampoco es la suma de todas las partes. No lo puedes imaginar, pero no porque sea una figura contradictoria ni una esfinge impenetrable, sino porque es el Ser y el Todo, la presencia y la comunión en el corazón de cada ente. Y “tú también eres Dios”, estoy tentado de decir, como se dice en el viejo Upanishad hindú: “Tú también eres Eso”.

Sin embargo, no somos Dios del todo, tampoco somos una parte de Dios como somos una parte del todo. ¿Pero qué somos en el fondo último y más verdadero de nosotros, sino “Dios”, puesto que “en Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17,28)? El Evangelio de Juan pone en boca de Jesús: “El Padre y yo somos uno” (Jn 10,30). Cualquiera de nosotros puede hacer suya esa frase, pues en la medida en que somos verdaderamente, somos Dios. Así lo han asegurado todos los místicos de todas las religiones, también en el cristianismo (Juliana de Norwich, Margarita La Porette, Maestro Eckhart, Juan de la Cruz…). Pablo esperaba el día en que “Dios lo será todo en todas las cosas” (1 Cor 16,28). El Evangelio de Tomás llega más lejos, y hace decir a Jesús: “Yo soy el universo: el universo ha surgido de mí y ha llegado hasta mí. Partid un leño y allí estoy yo; levantad una piedra y allí me encontraréis” (Ev. Tom. 77). Dios es El Que Es, Lo Que Es en todo. Es todo lo bueno.

Jesús no habló así. Su imagen de Dios era muy personal y teísta, pero lo decisivo no es la imagen, sino la vida. Llamándole a Dios abbá, expresaba la experiencia más profunda de la vida: el reconocimiento del Misterio totalmente Otro y la tierna confianza de un niño o de una niña en brazos de su padre, en brazos de su madre. Si veneramos el Misterio Indecible en cada ser y si vivimos la confianza en el Amor y la encarnamos en la vida, entonces nuestra fe en Dios es como la de Jesús, más allá de su imagen.

Publicado en portugués: Deus de Jesus, mais além, para lá da sua imagen de Deus

En: Anselmo Borges (coord..). Deus aina dem futuro? Gradiva, Braga 2014, p. 205-230.

  1. J. Jeremias, Abbá. El mensaje central del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 19934, pp. 18-89.
  2. Cf., por ejemplo: J. Schlosser, Sígueme, Salamanca 1995, pp. 127-218; Theissen, G. – Merz, A., El Jsús histórico, Sígueme, Salamanca 1999, p. 557; Perrot, Ch., Jésus, Christ et Seigneur des premiers chrétiens, Desclée de Brouwer, París 1997, pp. 229-230.