EL DRAMA HUMANO EN EL DRAMA DIVINO: EL “CIELO” EN HANS URS VON BALTHASAR

INTRODUCCIÓN

Se me ha pedido que hable sobre el cielo en Hans Urs von Balthasar. ¿A quién puede interesar esto? Ni el cielo es un tema de rabiosa actualidad, ni el teólogo suizo es tal vez el autor más indicado para responder a los desafíos teológicos de hoy (nació hace ya 102 años, una eternidad en estos tiempos que corren tanto). Por una parte, el cielo evoca una espiritualidad alienada del pasado. Por otra parte, Von Balthasar fue un teólogo rehén de la corriente conservadora de la Iglesia después del Concilio Vaticano II. La empresa se presenta, pues, algo complicada.

Me gustaría que estas reflexiones sobre el cielo no sonaran a música celestial o tal vez sí, ¿por qué no?. Me gustaría que estas palabras hicieran vibrar como una música las cuerdas más sensibles del cuerpo y del alma que somos. Me gustaría que Hans Urs von Balthasar que era, por cierto, un apasionado conocedor de la música, además de un consumado pianista, nos sumergiera en la sinfonía y el drama del mundo, nos moviera a vivir la vida y la muerte como un preludio de la vida sin muerte. No estoy nada seguro de salir medianamente airoso en el empeño, y de que estas glosas sobre el cielo no se vayan a convertir en un limbo de sopor o, peor aún, en un purgatorio de fastidio.

Diré todavía una palabra introductoria sobre el autor y el tema. Hans Urs von Balthasar fue, sin lugar a dudas, uno de los teólogos más significativos del s. XX, y seguramente el más prolífico. No era solamente un teólogo. Se doctoró en germanística con una tesis sobre el problema de la esperanza última en la filosofía alemana moderna. Tenía un extraordinario conocimiento de la literatura y de la filosofía universal. Y era poeta y músico.

Y puso todas sus extraordinarias facultades al servicio de la comprensión de la fe o, más exactamente, de la esperanza. Su obra entera no quiere otra cosa que dar razón de la esperanza cristiana. Puede decirse que la escatología en el sentido de palabra razonable sobre la esperanza última es el quicio de toda su teología[1]. Y su palabra de esperanza, al igual que su teología en general, se inspira y se despliega en figuras incesantemente nuevas y bellas, como en un caleidoscopio, a partir de un centro: Cristo. Cristo es el Jesús de Nazaret histórico y el Hijo eterno de Dios. Cristo es el corazón de Dios en el corazón del mundo. Cristo es revelación divina y percepción humana, donación divina y acogida humana, palabra divina y respuesta humana. Cristo es misterio de Dios que se revela como belleza, se da como bondad, se dice como verdad. Cristo es misterio del mundo que percibe admirando, agradece entregándose y se expresa respondiendo a Dios. Cristo es la estética, la dramática, la lógica de Dios para el mundo y del mundo para Dios. Cristo es el cielo de la tierra. Cristo es la tierra en el cielo de Dios. Cristo es la compañía de Dios en el infierno de todas las criaturas. Cristo es la esperanza de liberación de todos los infiernos para todos los seres. Cristo es la libertad del misterio absoluto de amor que es Dios y nos hace libres. Cristo es la libertad humana que surge al saberse acogida en la libertad del amor divino. Cristo es el nuevo tiempo y el nuevo mundo más allá de nuestros parámetros cósmicos de espacio y de tiempo. Cristo es el comienzo absoluto inscrito en todo fin y la plenitud absoluta presente en todo comienzo. Cristo es la encarnación de la esperanza de Dios y de la esperanza del mundo.

Voy a desarrollar algunos de estos puntos fundamentales.

1. Dios mismo es el cielo de la tierra

El cielo ¿hace falta decirlo? no es un lugar, no es un tiempo, no es un estado descriptible. Llamamos “cielo” a la plena realización de todos los seres en el sumo misterio que llamamos Dios, o a la plena realización del misterio de Dios en todas las criaturas. En última instancia, el cielo es Dios, más allá de todo lo que somos capaces de imaginar o decir e incluso de desear.

“Dios es la postrimería de la criatura. Lo es como cielo ganado, como infierno perdido, como juez que juzga, como purgatorio purificador. Dios es aquel en el que lo mortal muere y por el cual y para el cual resucita”[2]. Con esta frase, escrita en 1957, Von Balthasar formuló la clave decisiva para renovar la escatología católica de su tiempo. Ésta había derivado, a fines del siglo XIX, en una auténtica geografía y cronología del más allá: gracias a sus sesudas indagaciones, los teólogos habían por fin alcanzado un conocimiento minucioso sobre el dónde, el cuándo, el cómo del más allá de la muerte; habían llegado a describir con asombroso detalle el juicio individual y el juicio universal, el purgatorio de los penitentes, el infierno de los condenados y el cielo de los bienaventurados.

Pero, paradójicamente, tanto saber se desacreditaba a sí mismo, y acabó por no interesar a nadie y condenó al cierre los despachos teológicos de la escatología. No a un cierre definitivo, sino a un cierre provisional por reforma, como escribe Von Balthasar con fina ironía.

Del más allá en general y del cielo en particular no sabemos sino lo que sabemos de Dios, y de Dios no sabemos nada en el orden de un conocimiento objetivo, verificable, sistemáticamente descriptible. “Las postrimerías son… el lugar en que muy tardíamente se pone de manifiesta todo el carácter aporético de la teología. No existe un ‘sistema’ de las postrimerías”[3]. No hay sistema sobre el cielo, como no hay sistema sobre Dios. La teología sobre el cielo no avanza acumulando ciencia, sino más bien ignorancia, pero una ignorancia avisada y consciente. Una ignorancia docta.

No quiere ello decir que carezca de sentido hablar del cielo, o que no quepa hablar del cielo con sentido, ni que dé igual hablar que no hablar. El sentido de la teología, como el sentido del poema, está más allá de la palabra: es lo indecible designado como tal. La teología designa lo indecible a través de la imagen, la metáfora y la parábola. El cielo no es “otro mundo” distinto de este o ulterior a éste. El cielo no es otro espacio, ni otro tiempo, ni otra vida. “Lo ‘otro’ del nuevo eón es lo ‘distinto’ y lo ‘nuevo’ del viejo eón”[4]. En definitiva, el cielo es Dios.

Pero aquí no acaban los equívocos, sino que se vuelven más graves, pues el término “Dios” se presta a todos los malentendidos y a todas las deformaciones. Todo creyente que habla de Dios o habla a Dios lo ha de saber, y no tanto para poner a salvo a Dios, sino más bien para ponerse a salvo a sí mismo. Dios es la indemnidad, la curación, la salvación, el cielo del mundo, pero puede convertirse en máxima amenaza de infierno. Sólo se puede creer en un Dios que sea realmente el cielo de la tierra. Y sólo puede ser cielo de la tierra un Dios que sea misterio de amor. Un misterio inefable más allá de toda palabra y de toda imagen. Pero también un misterio de cercanía, relación y ternura. Para el cristiano, es el Dios de Jesús, el Dios manifestado en la carne humana y herida, en la carne samaritana y crucificada de Jesús. O, dicho de otra forma, es el Dios trinitario, el amor que abriga al mundo con toda su luz y toda sus sombras.

En resumen, para el cristiano Balthasar, el cielo que es Dios tiene forma cristológica y, por consiguiente, trinitaria: “Los eschata han de entenderse de un modo totalmente cristológico, y esto quiere decir, si se piensa a fondo, de un modo trinitario”[5].

2. “Antes de que fueran el cielo y la tierra”

Si supiéramos contar, casi bastaría para curar la raíz de nuestros males y elevarnos al cielo. Si supiéramos contar, casi bastaría al menos para sostener la esperanza. Y podrían sobrar casi toda la teología y casi toda la filosofía. Tal vez podríamos incluso pasar de catecismos. La teología sería entonces muy bonita y convincente, y habría que empezar por cambiarle de nombre a ella y a todos sus tratados (a la escatología o “tratado de las postrimerías” se le podría llamar, por ejemplo, “Para soñar mejor”).

Una bella historia se justifica y se explica por sí sola, ilumina y transforma la vida, es medicina, trae consuelo. Si supiéramos contar una bella historia de Dios y del mundo, nos haría más ligeros y buenos, aliviaríamos los dolores, lloraríamos con todos los que lloran, gozaríamos con todos los que gozan. Y, mientras nos contábamos nuevas historias, Dios habitaría gustosamente en la tierra y, por pura ley de gravedad, todas las criaturas de la tierra subiríamos al cielo.

Pero ¿a qué viene esto? Pues viene a que, tras haber leído hasta el hastío muchos cientos de páginas de Hans Urs Von Balthasar, llego a la conclusión siguiente: los 119 libros y los innumerables artículos de este autor se podrían resumir en una sencilla historia, que a su vez podría inspirar otras historias, cuanto más sencillas y bellas tanto más verdaderas. Sólo haría falta que alguien lo supiera contar mejor.

Hace mucho, muchísimo tiempo, mucho antes de que el tiempo existiera, existía Dios, a quien llamamos así a falta de otro nombre mejor. No había nada más que Dios, pero Dios no estaba solo. No había varios dioses eso era imposible, pero Dios no estaba solo, porque Dios era como una amistad colmada, como una compañía feliz, como una familia muy libre, como una conversación animada, como un intercambio intenso de tú y yo y nosotros todos, más que todo lo imaginable. Dios era como un gran corazón que palpita. Luego los teólogos le llamaron Trinidad, Padre e Hijo y Espíritu, pero no faltaron quienes le llamaron también Madre, Amante, Amigo/a y Compañero/a.

Así pues, Dios era desde siempre, y lo era todo y nada le faltaba. Pero serlo todo era recibirlo todo, y recibirlo todo era darlo. De modo que Dios era la riqueza más opulenta y la pobreza más indigente. Era plenitud que se vacía, y puro vacío que acoge. Era como una pura fuente que mana, y una pura tierra que recibe. Era amor. Y Dios quería tal vez sería más propio conjugar en adelante todos los verbos en plural, Dios quería difundirse y derramarse en una realidad absolutamente otra de sí, más allá de sí, si bien es verdad que nada puede existir propiamente más allá o fuera de Dios. ¿Cómo podía ser algo que no fuese él, Dios, en su eterna plenitud compartida? Tampoco él acertaba del todo a entenderlo ni a imaginarlo. Dios quería hacer ser algo nuevo, y quería que fuese como un despliegue de vida y de color. Dios se sentía como una fuente desbordada, como unos amantes apasionados, como un músico inspirado, como un poeta en trance de crear.

Pero ¿cómo saber qué rumbos desconocidos y peligrosos podía emprender la nueva realidad, una vez salida de sus entrañas divinas? Le asaltaron terribles dudas. Algo desde el fondo le decía que era demasiado arriesgado. Sintió vértigo. Y el vértigo se fue convirtiendo en espanto cuando desde el fondo de una realidad que todavía no era, y mezclado con suspiros de placer y de risas empezaron a llegarle ecos lejanos de gritos y gemidos. “¿Qué es eso?”, se preguntó, cada vez más inquieto. Y de pronto, con un gran sobresalto, lo adivinó todo: eran gritos de angustia y de rebeldía, interminables gemidos de dolor. Era el infierno… Un estremecimiento recorrió las entrañas de Dios.

Pero ya estaba pensado, y no podía echarse atrás, como nadie puede hacer desaparecer una palabra ya pronunciada. Ya estaba pronunciada la primera palabra de la creación, y Dios supo ya que todo podía derivar hacia un drama insoportable, un extravío sin fin, un infierno eterno. Y en ese mismo instante, Dios tomó una determinación irrevocable: “Si esta creación se pierde, yo me perderé con ella, yo la acompañaré hasta el fondo del infierno. No descansaré hasta encontrarla, hasta que volvamos a encontrarnos, hasta que yo sea todo en todas las cosas, hasta que sea cielo para todos”. Y así lo juró Dios Amante. Así lo ratificó Dios Amad@, Dios Amig@. Así lo selló Dios Amor.

Se había oído mientras tanto como un estallido suave y poderoso. Y existió el cosmos fuera de Dios y en Dios, en el tiempo y en la eternidad. Ya estaba en marcha la aventura peligrosa de la creación. Y todo empezó a moverse, y empezó a existir el tiempo con un antes y un después. Y Dios lo envolvió todo en su arco iris universal de esperanza compasiva y de ternura irresistible. Y todo era como carne suya sensible, como cuerpo suyo caliente. Y hubo gozo en las criaturas y hubo dolor, hubo cielo y hubo infierno, y Dios lo sentía todo en su propia carne.

Y cuando habían pasado miles de millones de años y se habían formado y seguían formándose cientos de miles de millones de galaxias con cientos de miles de millones de estrellas cada una y no sabemos cuántas formas inimaginables de vida, Dios quiso también probar en plena carne propia los inmensos placeres y los indecibles dolores de una especie viviente muy contradictoria de un increíble planeta azul y verde calentado por la estrella sol en la periferia de la Vía Láctea. Y Dios se hizo ser humano con todas las consecuencias, hasta que el ser humano sea Dios plenamente. Pero ésta es otra historia, o tal vez otra forma de la misma historia.

3. Dios descendió al infierno

Si la historia que acabo de narrar toscamente contiene alguna verdad, no podemos imaginar a Dios, impasible y feliz, allá arriba en el cielo. Sólo podemos creer en un Dios que padece el drama humano como propio. Muchas culturas y religiones han imaginado a Dios en el cielo, y el cielo como el lugar de la perfección inmutable, de la dicha inalterable. Pero ese Dios no existe. Un Dios soberano y separado, omnipotente y perfecto y satisfecho en su cielo redondo… simplemente no existe.

No es, en todo caso, el Dios de la historia bíblica o el Dios del relato cristiano. Pues Dios, siendo cielo, se puso eternamente camino del infierno, como aquel padre materno de la parábola de Jesús: cuando el hijo pequeño se fue de casa (¿porque quiso o porque no era aun capaz de querer?) y acabó cuidando cerdos colmo de la degradación para un judío de aquella época, entonces el padre lo siguió; lo siguió con la vista y el corazón, y se perdió con él hasta que lo recuperó.

Hay en el credo cristiano una expresión sorprendente: “Descendió al infierno”. ¿Qué significa esta expresión? En su sentido primero y original, significa: descendió al “lugar de los muertos” (el sheol judío o el hades griego o el infierno latino). Es decir, simplemente: “murió”.

Pero hay más en esa expresión, incluso mucho más. En efecto, “infierno” (o sheol o hades) no significaba únicamente el “lugar de los muertos” frío y neutro, sino también al menos en determinadas tradiciones mucho más: el “lugar de los condenados” o de los separados de Dios y, por consiguiente, un lugar de no-vida, de anti-vida e incluso de tormento. La primera carta de Pedro habla de “los espíritus encarcelados, es decir, de aquellos que no quisieron creer…” (1 P 3,19-20). En esa línea entendieron y comentaron muchos Santos Padres la citada expresión del credo: Jesús habría “bajado” al infierno a buscar a los condenados, para anunciarles la liberación, tomarlos de la mano, conducirlos al Reino… Jesús bajó al infierno a vaciarlo para siempre…

Hans Urs von Balthasar se sitúa plenamente en esa tradición, pero la amplía y la profundiza teológicamente en su teología del sábado santo, auténtico quicio y leit-motiv de todo su pensamiento[6]. La teología del sábado santo, inspirada en Adrienne von Speyr y en las intuiciones y experiencias de numerosos místicos y místicas cristianas, es la teología de la solidaridad divina con el drama humano. En el Viernes Santo muere Jesús, confesado por los cristianos como Hijo de Dios. En el Sábado Santo, el Hijo está muerto, totalmente muerto. Es el silencio de Dios, el abandono de Dios. Es el infierno. El Hijo sufre el infierno hasta el fin, hasta donde nadie lo había sufrido, hasta donde nadie lo tendrá que sufrir. El Hijo sufre el abandono, el silencio, la ausencia absoluta de Dios. Él sólo lo padece, para que nadie más lo tenga que padecer. Para eso tomó precisamente nuestra carne. “La palabra se hizo carne para conocer la lejanía divina de los hombres, para experimentarla, para cargarla sobre sí y para descargar de su culpa a sus hermanos”[7]. El infierno es aquello de lo que nos ha liberado el crucificado poniéndose en el lugar de los condenados.

En eso consiste el Sábado Santo para Balthasar. Es la realización en la historia de lo que es la voluntad y la esencia eterna de Dios: solidaridad incondicional con el ser humano culpable. Dios no condena al pecador, sino que carga sobre sí la condena. Y es Jesús el que carga con la condena merecida por los pecadores. El Hijo no solamente comparte la desgracia de la condena, sino que la carga exclusivamente sobre sí. No sólo se pone en el lugar de los condenados, sino que los reemplaza a todos, dejándolos libres. En efecto, el infierno propiamente dicho se manifiesta por primera vez cuando el Hijo de Dios padece el abandono de Dios. “El Crucificado padece no simplemente el infierno merecido por los pecados, padece algo más allá y por debajo del infierno: un abandono de Dios en la pura obediencia de amor, abandono del que sólo el Hijo es capaz y que sobrepasa cualitativamente a cualquier infierno”[8]. Y ese infierno que padece el crucificado en el sábado santo es justamente el único infierno verdadero.

Creo necesario introducir aquí un comentario crítico para liberar la teología balthasariana del sábado santo de algunos de sus elementos más discutibles como son: una perspectiva excesivamente culpabilista, la pervivencia de la categoría expiatoria ligada a la muerte, y una excesiva espiritualización del infierno… La antropología de Balthasar es sin duda demasiado culpabilista. Nos presenta a un ser humano que libre y culpablemente rechaza a Dios. Es más, cuanto más se le manifiesta el amor de Dios, más se manifiesta la negativa culpable del ser humano a Dios. Y cuando el amor absoluto de Dios se hace absoluto en Jesucristo, el no humano adquiere también dimensiones de absoluto y aparece por primera vez la seriedad del infierno, de la condena merecida…[9]. Su concepto de culpa está, por lo demás, inseparablemente ligado a un concepto de libertad muy abstracto y formal, que hace caso omiso de las estructuras cósmicas, biológicas y políticas por las que está condicionada dicha libertad o de las que, por mejor decir, emerge.

Esta sombría antropología culpabilista la desarrolla Balthasar a la luz de la dramática divina del amor. La culpa humana y su infierno han sido eternamente asumidos dentro del drama de amor intradivino y trinitario revelado en la historia en Cristo. La perdición humana universal queda asumida en la solidaridad divina universal. Cristo ha cargado sobre sí la culpa como víctima expiatoria. Él ha sufrido el infierno en lugar de los pecadores. Así, la antropología de la culpa estalla dentro de la dramática divina del amor. El marco conceptual de fondo es el sufrimiento vicario. Sigue operando la categoría expiatoria, aunque este término es muy poco utilizado por Balthasar. Su término favorito es “sustitución”, “respresentación” (Stellvertretung). Cristo es el que sufre el castigo divino debido al pecado. Esta teología sacrificial-expiatoria de la cruz resulta incomprensible a muchos creyentes y teólogos de hoy especialmente a las teólogas[10], pues sitúa a Dios dentro de una cosmovisión sacrificial y jurídico-penal que se han vuelto inaceptables. Ahí se entiende igualmente que la mirada se centre casi exclusivamente en la muerte, y no en la vida.

Es preciso liberar la teología de Balthasar de este marco culpabilista y expiatorio-sacrificial, y resituarla en la perspectiva de la solidaridad divina con el destino humano. Ésta es, por lo demás, la perspectiva dominante del autor. Más allá de toda la escenografía de los antiguos mitos de descensos al infierno, y más allá de esquemas expiatorios obsoletos, la muerte de Jesús es para Balthasar la realización plena solidaridad de Dios con el infierno de la criatura. Antes incluso de la creación, Dios ha dicho un sí eterno al ser humano con todos sus riesgos. Dios es voluntad eterna de acompañar a su criatura en su aventura cósmica e histórica, en todos sus extravíos posibles, con todas las consecuencias. Dios no se ha quedado en el cielo, como ordenador y sancionador supremo. Dios es el corazón compasivo de la creación, es el amigo/a y el compañero/a de todas las criaturas.

Así pues, confesar que Jesús “descendió al infierno” es una forma de expresar la radical solidaridad de Dios con todos nuestros infiernos, y esa solidaridad divina encarnada en la vida y muerte de Jesús es para nosotros el gran sacramento de nuestra esperanza en que seremos libres del infierno total.

Dios es compañero y solidario de todos nuestros infiernos, he dicho. Y aquí debo introducir otro comentario crítico sobre Hans Urs von Balthasar. En efecto, como he apuntado más arriba, el infierno del que habla el teólogo suizo y del que Dios nos ha librado tiene un carácter excesivamente espiritual y transhistórico: se presenta como infierno eterno del más allá. Pero ¿qué pasa con todos los indecibles infiernos que padecen las criaturas en este mundo? El descenso de Cristo a los infiernos sigue teniendo actualidad a condición de que lo entendamos en relación con los infiernos que hoy padecemos y tememos: el infierno del hambre y de la humillación de grandes masas de humanidad, el infierno del miedo y la desesperación, el infierno de las especies animales maltratadas por el ser humano, el infierno de la naturaleza sometida y sobreeexplotada. La vida y la muerte de Jesús y la vida en primer lugar[11] debe ser leídas hoy como sacramento de la solidaridad de Dios con todos estos infiernos histórico-cósmicos y como signo de la esperanza de liberación del infierno total, en el más acá y el más allá de manera inseparable.

Es lícito prolongar la voz de Balthasar en este punto como en todos. Y en él podemos hallar pie para este tipo de prolongaciones. Véase, por ejemplo esta “nota previa” que encabeza su bello y pionero libro El problema de Dios en el hombre actual[12]: “Si no me lo hubiera impedido la vergüenza, habría querido dedicar estas páginas a los mártires de la unidad, al glorioso ejército de los humillados de nuestra temible época; a los atormentados, a los muertos en cámaras de gas, a los viviseccionados, a los congelados en invierno en vagones de ganado cerrados, a los pisoteados en la cara por las botas del Partido: a los olvidados a sabiendas, que en vano lo dieron todo. ¡Oh cabeza llena de sangre y heridas!” De ese infierno de la vida no de un infierno de tormentos después de la muerte era solidario Dios de los años 40 y 50 en 1956. De esos infiernos y de todos los demás que hoy padecemos los seres humano y todas las criaturas sigue siendo Dios solidario cada día, y su solidaridad samaritana es nuestra esperanza de que seremos liberados de todos los infiernos.

Si Dios está en nuestros infiernos, si Dios incluso se ha reservado para sí eso es el Sábado Santo la experiencia del infierno absoluto, podemos esperar que todos nuestros infiernos tendrán un término y serán un paso. Dios nos acompaña. Es más, Dios nos precede para evitarnos la caída absoluta, la ruina final. Cuando alguien se aleja de Dios, Dios va con él, e incluso le precede. Nadie podrá alejarse de Dios de manera definitiva, pues Dios le acompañará siempre precisamente en su camino de alejamiento. Cuando nos alejamos, él nos acompaña. Y cuando creemos estar abandonados, él está con nosotros más que nunca, y padece con nosotros el abandono de Dios. “El Hijo recorrió hasta el final, en obediencia, el camino que le coloca precisamente en la dirección en la que se encuentra quien se aleja de Dios y pretende dirigirse ‘con fuerza plenamente autónoma al lugar en el que él estaría fuera del alcance de Dios. Pero el Hijo se colocó delante del hombre de modo que éste, también cuando ha dado la espalda a Dios, lo ve delante de sí y debe ir a su encuentro. Así, el pecador, aunque no lo sepa ni lo quiera, puede ir hacia Dios’ (Adrienne von Speyr)”[13]. “La lejanía misma de Dio se convierte en un camino de acercamiento” (Adrienne von Speyr)[14].

En El corazón del mundo, una de las primeras y más originales obras de Balthasar, publicada en 1947, escribe: “Todo lo que muere, revierte a mí; todo lo que otoñea, viene a parar a la playa de mi primavera; todo lo que se corrompe, sirve de abono para mis flores. Todo lo que niega, está ya convencido; todo lo que codicia, está ya enajenado; todo lo que se vuelve rígido, está ya quebrado”[15]. “Sólo la herida está ahí: su boca abierta, la gran puerta abierta, el caos, la nada, de la que procede el manantial. Ya nunca más se cerrará esta puerta. Como tampoco la primera creación procederá de otra parte sino de la nada constantemente, como tampoco este mundo segundo, todavía no nacido, comprendido en su primera aparición, procederá de otra parte sino de la herida que no se cerrará ya jamás. Toda figura deberá en adelante proceder de este vacío abierto, toda salud sacará su fuerza de la llaga creadora”[16].

Ahí se sostiene nuestra esperanza, y no cesa de decir, humilde y temerosa: Dios lo hará. No lo hará Dios desde fuera, sino desde dentro. En el drama humano interviene eternamente el pathos de Dios, “para ayudarlo desde dentro a caminar hacia la justicia y la libertad”[17]. Dios lo hará. Lo está haciendo con nosotros y con todas las criaturas. Como corazón de todos los seres, Dios está convirtiendo el infierno en camino de paraíso.

4. Debemos esperar el cielo para todos

Éste es el tema central de la teología balthasariana acerca del cielo. Si Dios está eternamente descendiendo a todos nuestros infiernos, nuestros infiernos han dejado de ser un lugar sin esperanza, para convertirse en camino al cielo. Si Dios ha descendido al infierno, no podemos esperar que haya un infierno eterno para nadie. Si Dios acompaña nuestra condenación, la condenación ha recibido un “golpe mortal”.

Éste es también seguramente el asunto teológico que más sinsabores le provocó a Balthasar en sus últimos años, y ello precisamente de la parte de los teólogos conservadores, supuestamente más afines a él. En 1986, escribió Was dürfen wir hoffen? (¿Qué podemos esperar?) sobre el sagrado deber cristiano de esperar el cielo para todos. Al año siguiente, pocos meses antes de su muerte, escribe otro librito en respuesta a sus detractores: Kleiner Diskurz über die Hölle (Breve discurso sobre el infierno)[18]. Empieza diciendo que, a raíz de su libro Was dürfen wir hoffen?, ha recibido un gran fajo de cartas de injuria, y otras que le conminan a volver a la verdadera fe.

Pero no se siente solo en su esperanza de salvación universal. Asegura, por el contrario, estar bien acompañado y apoyado en esa esperanza por grandes teólogos contemporáneos (E. Przywara, H. De Lubac, M. Blondel, R. Guardini, J. Ratzinger, K. Rahner, W. Kasper, G. Greshake)[19], por una lista interminable de santos y de místicos (Juliana de Norwich, Catalina de Siena, Teresa de Lisieux, A. von Speyr…), y por algunos de los más grandes Santos Padres (Ireneo de Lyón, Clemente de Alejandría, Orígenes, Gregorio de Nisa, Gregorio Nacianceno, Evagrio Póntico, Máximo el Confesor, Teodoro de Mopsuestia, Isaac de Nínive)[20].

Es verdad, reconoce Balthasar, que en la Escritura hallamos afirmaciones contradictorias: hay muchas palabras de amenaza de perdición eterna junto a numerosas palabras de esperanza para todos. ¿Qué hacer? “Si hacemos de las primeras [las amenazas] hechos objetivos, las segundas [afirmaciones de esperanza] pierden todo sentido y toda fuerza”[21]. Es, pues, imposible construir un sistema con las afirmaciones bíblicas, pero tampoco cabe dejar la cuestión en suspenso. El camino de salida no lo marca tanto la teología especulativa, sino la mística: una esperanza humilde para todos a pesar de todo. “A la vista de las encontradas afirmaciones de la Escritura, ¿podrá una especulación teológica llegar algún día a un resultado? ¿No recorrió Teresa de Lisieux el único camino transitable?… Ella ‘espera ciegamente en su misericordia… Jamás es demasiada la confianza en el buen Dios, que es tan poderoso y tan misericordioso. Se recibe de él cuanto se espera’”[22].

Es imposible esperar demasiado en Dios. Nunca esperaremos a la altura de su amor. Ésa es la certeza de quien conoce a Dios. Esperar el cielo para todos no es esperar demasiado. La esperanza de salvación universal puede, ciertamente, ser una especulación ligera e irresponsable. Esperar el cielo para todos puede ser una “esperanza barata”, un cálculo por arriba, una construcción optimista. Sin embargo, y a pesar de todo, “no hay que quedarse detrás de la osadía de esta esperanza”[23]. Y es una “esperanza cara”[24], hecha de pura confianza en el amor, hecha de pura humildad ante la gracia.

El argumento último de esta esperanza de salvación universal no es en Balthasar de tipo antropológico (el deseo o la necesidad humana, la finitud radical de la libertad y de la responsabilidad humana…), sino que es decididamente teológico: es imposible que Dios abandone a ninguna criatura en su desgracia. La cuestión de la condenación eterna no la “resuelve”, pues, el teólogo preguntándose: “¿qué pierde el hombre si pierde a Dios?”, sino preguntándose: “¿Qué pierde Dios si pierde al hombre?“[25]. Dios no necesita de la creación y de ninguna criatura para ser, insiste Balthasar, pero Dios no ha querido ser sin su creación y sin todas sus criaturas. De modo que no sólo es legitimo, sino también obligado, decir que la gloria de Dios no será plena sino cuando sea compartida por todas las criaturas, cuando Dios sea todo en todas las cosas (1 Cor 15,28). “¿Es posible que la última de las ovejas perdidas de su rebaño falte a Dios? Esta oveja ¿no es una criatura por la que Cristo ha derramado su sangre y ha sufrido el abandono por el Padre?”[26].

La razón última es, pues, Dios mismo. La razón última es el exceso de la gracia sobre el pecado (Rm 5,17), la fe en la misericordia para todos (Rm 11,32), la esperanza de la recapitulación de todo en Cristo (Ef 1,10).

Esta esperanza no es un saber. La esperanza no se puede sistematizar. La esperanza no puede convertirse en una expectativa o en un cálculo de probabilidad, ni siquiera en una certeza racional. La esperanza no es un optimismo despreocupado de quien piensa que “todo acabará bien”. La esperanza no proviene de que conozcamos de antemano el resultado del juicio. La esperanza es esperanza desnuda. Y sin embargo, es esperanza absoluta. Es decir, confianza absoluta. La esperanza cristiana “reclama todo el lugar”[27]. “Nuestro amor alcanza la plenitud cuando esperamos confiados el día del Juicio” (1 Jn 4,17-18).

La confianza debe prevalecer sobre el miedo. Y no sólo para sí, sino para todos. En realidad, habría que decir a la inversa: “no sólo para todos, sino también para sí”. Pues nadie debe esperar para sí sin esperar para todos. Nadie debe esperar para sí antes que para todos los demás. Hay que esperar primero para todos, y luego para sí[28]. Está en juego no solamente la esperanza, sino el mismo amor: “Cualquiera que cuente con la posibilidad de un sólo reprobado fuera de sí mismo, ése será difícilmente capaz de amar sin reservas…”[29].

Recojo algunos de los numerosos testimonios que aduce Hans Urs von Balthasar en apoyo de su tesis. Máximo el Confesor (s. VII) escribe: “Dios ama al pecador, pues eso corresponde a su ser; en su compasión, tiene misericordia de él, como se tiene misericordia de una persona que está afectada de locura y camina en las tinieblas”[30]. Matilde de Magdeburgo (s. XIII) cuenta que Dios le dijo: “Mi alma no puede soportar arrojar de mi presencia al pecador”[31]. Catalina de Siena (s. XIV) dice a Dios: “¿Cómo soportaría, Señor, que uno solo de estos que tú has hecho como yo, a tu imagen y semejanza, vaya a perderse y escape de tus manos?” Y Dios le responde: “El amor no podría permanecer en el infierno, él destruiría el infierno de arriba abajo”[32].

Cita también a diversos autores contemporáneos. Basten dos ejemplos[33]. K.Rahner escribe: “ ‘El amor lo espera todo’ (1 Cor 13,7). No puede menos de esperar la reconciliación de todos los hombres en Cristo. Esta esperanza sin límites no les es solamente permitida a los cristianos: se les impone”. Y G. Greshake escribe: “Contra todo y a pesar de todo, la esperanza es universal”.

Esta esperanza no carece hoy de actualidad. Y no porque el infierno eterno asuste hoy a muchos, ni porque interese a muchos la esperanza de un cielo eterno para todos. Esta esperanza tiene plena actualidad, porque hay cada vez más gente empeñada en establecer en nuestro planeta fronteras bien claras y definitivas entre los buenos y los malos, entre los justos y los desalmados, entre los demócratas y los terroristas. “No queremos paz, sino victoria”, escribía alguien hace un mes. Ése es el lema de los grandes poderes y sus aliados. Las llamadas a la paz y a la reconciliación y no digamos si hablamos de ETA son sospechosas de claudicación y de afrenta a las víctimas. Se está difundiendo a nivel global y local una ideología neomaniqueísta que levanta muros infranqueables entre los buenos y los malos. Se exaltan la pena y el castigo. Y la victoria total sobre los malos y la expiación de sus malos por parte de éstos vuelven a ser los grandes pilares de la ética neomaniquea[34].

5. Seremos libres cuando escojamos el cielo

 

Cuando se afirma que un cristiano debe esperar la salvación universal, cuando se asegeura que Dios no podrá dejar a nadie en el infierno, la objeción más frecuente suele girar en torno a la libertad: Dios ha de respetar la libertad humana; por lo tanto, si la persona humana elige rechazar a Dios, Dios no la puede salvar; el que rechaza a Dios libremente se condena libremente a sí mismo, y Dios no le podrá salvar contra su propia voluntad. ¿Qué decir de esto?

Esta objeción, aparentemente impecable, tiene lagunas fundamentales. Es más que discutible, como ya lo señalara Rahner en su tiempo, que la libertad humana incapaz de acoger a Dios sin la gracia, de acuerdo a la fe cristiana tradicional tenga la capacidad de rechazar a Dios de manera absoluta. Pero, como he señalado más arriba, Balthasar no sigue esta línea de argumentación antropológica.

Naturalmente, Dios no debe avasallar la libertad del ser humano, y Von Balthasar no le niega a ésta una “misteriosa absolutez” y, por lo tanto, la capacidad de decir no a Dios. Pero no se queda ahí. No puede quedarse ahí, y reconoce asombrarse ante quienes cuentan fríamente con la posibilidad de una condenación eterna para alguien apelando al respeto de la libertad creada.

La libertad. Pero ¿qué es la libertad? Ésa es la cuestión. Para Balthasar, la libertad no consiste en primer lugar en “libre albedrío”, en una facultad abstracta de elección. Sólo puede llamarse realmente libre la opción por Dios, la opción por el bien, la opción por el amor. “Una libertad creada incluye necesariamente una decisión a favor de Dios y de sí mismo”[35]. Para Balthasar, como para San Agustín, la libertad consiste en “no poder dejar el bien”[36]. Es fundamental sentar bien este principio: la libertad humana sólo llegará a serlo realmente cuando llegue a optar libremente por Dios. No se trata tanto de que Dios “tenga que respetar la libertad humana”, sino de que el ser humano llegue realmente a ser libre acogiendo a Dios. No tenemos dos libertades absolutas enfrentadas: la libertad humana ante al libertad divina. La libertad humana es constitutivamente fundada en la de Dios y referida a Dios.

La cuestión es, pues: ¿cómo llegará la libertad humana a serlo plenamente? Aquí está el meollo de toda la teodramática de Hans Urs von Balthasar: el drama de la libertad humana se resuelve únicamente porque está envuelta en el drama de la libertad divina. La libertad divina respeta la libertad humana, pero fundándola, acogiéndola, suscitándola, no dejándola desamparada, ni situándose como espectador. El amor de Dios se ha hecho eternamente garante de la libertad humana, aun cuando ésta opte contra Dios. “Si es cierto que la libertad infinita respetará de forma incondicional las decisiones de la finita, sin embargo, no se dejará coaccionar ni delimitar por ella”[37]. El respeto divino de la libertad humana consiste en abrigarla, abrirla y hacerla crecer. Ése es, para Balthasar, el papel de Cristo en el drama histórico y en el drama divino: la misma autoexclusión de la libertad humana queda incluida dentro del amor divino trinitario. “El intento de un hombre de excluirse de la vida trinitaria que en Cristo envuelve al mundo y de ser infierno en sí, permanece capturado por la curva de Cristo, y, en ese sentido, está determinado por la esencia y sentido de ésta, que es el de comunicar al mundo la libertad del bien absoluto”[38].

Balthasar mira y comprende al mundo en Dios, mira y comprende la libertad humana en Dios, mira y comprende la historia del mundo dentro de la historia de Dios. Dios no es una soledad inmóvil y compacta. Dios es relación, pasión, movimiento. Dios es Trinidad. Y en el Dios trinitario hay también una historia. Y en la historia dramática (la teodramática) de Dios tiene lugar la historia dramática del mundo. Y su centro es el acontecimiento de Cristo, que es a la vez el corazón y el centro del acontecer histórico y mundano. La creación y la “redención” tienen lugar dentro del corazón de Dios y allí tendrá lugar igualmente el desenlace del drama histórico-teológico. Todo esto tiene evidentes resonancias gnósticas, pero no por ello hemos de despreciarlo de manera prematura. Su valor no está tanto en lo que nos “informan” sobre Dios, sino en lo que hacen pensar, desear, esperar. No hemos de tomarlo como sistema explicativo, sino como horizonte simbólico.

Jesucristo es en la historia del mundo el que representa el papel de Dios; el que en su lugar “ha de librar hasta el fin el combate contra la hostilidad de la libertad humana y por el triunfo del reino que ha de venir”[39]. En Cristo tiene lugar, pues, el “giro decisivo del teodrama” y en él se contiene el “desenlace final, la escatología[40]. El nudo del drama divino y del drama histórico encuentra su “solución” en la historia de Jesús.

Jesús, el Hijo de Dios y de la humanidad, el fruto del cielo y de la tierra, encarna para el cristiano el drama eterno de Dios en el drama histórico del mundo. Jesús ha vivido en su carne humana y divina el drama de la relación entre Dios y el mundo en general, y más en particular el drama de la relación entre el Dios que ama y el ser humano que se cierra al amor. Jesús ha padecido el drama de Dios rechazado por el no humano, y el drama del ser humano condenado al rechazar el origen y la meta de su ser. Jesús ha asumido el fracaso de la libertad humana en el rechazo a Dios, y el fracaso de Dios en la negativa de la libertad humana. El ser humano dice no a Dios porque no logra ser libre. Pero Dios lo acompaña en el fondo de su no, de modo que el ser humano ha de puede sentirse incondicionalmente querido en su falta de libertad, y así puede empezar a ser libre. Jesús es para el cristiano la libertad de Dios que dice incondicionalmente sí a su creación y a cada una de sus criaturas, aun cuando la libertad de la criatura pueda decirle no. Para el cristiano, Jesús encarna justamente el sí absolutamente libre de Dios que envuelve el no limitadamente libre del ser humano. Él padece el “infierno” al que se condena la criatura con su libertad malograda. El ser humano no queda, pues, solo en su libertad malograda. Dios sigue acompañando al mundo en medio de todos los infiernos. Y así, la criatura puede realmente ser libre y escoger el cielo, escoger el cielo y así ser realmente libre.

Dios, libertad absoluta, no se sitúa ni por encima, ni junto a, ni en contra de la libertad humana finita, sino a favor de ella, pero “desde la misma libertad creada asumida por Dios”[41]. “Ni Dios puede actuar como simple espectador bajo el pretexto de que es inmutable y no influenciable, al estilo del eterno ‘Sol de Bien’ de Platón planeando sobre una ‘gigantomaquia’, en donde ‘entre dos campos se libra desde siempre una batalle interminable’[42]; ni el hombre, culpable frente a Dios, puede permanecer simplemente pasivo, como el paciente dormido sobre una mesa de operación, mientras que se le extirpa la úlcera cancerosa de la culpa”[43].

El sí eterno de Dios en el Hijo humano y divino es la última realización de la libertad humana, y eso en el seno mismo del fracaso de la libertad. El rechazo de Dios es una posibilidad de la criatura, pero nunca es su última posibilidad. Jesús es la realización plena de esta posibilidad y ésta queda abierta a todo ser humano a través de su mismo fracaso. Ningún no humano es definitivo, pues está de antemano asumido en el sí eterno de Dios dado y humanamente realizado en Jesús. La libertad puede negar a Dios y condenarse, pero Dios no puede negar a la criatura sin negarse a sí mismo, y el sí absoluto de Dios encarnado en Jesús se mantiene siempre abierto y, de esta manera, se mantiene abierta también para la criatura la posibilidad de decir sí a Dios dentro, a través y más allá de todo no.

Y no desde fuera, insisto, sino desde dentro mismo del ser humano y de su libertad peregrina. “Dios no comunica su respuesta desde fuera o desde arriba (como el juez espectador desde su trono por encima del teatro del mundo calderoniano), sino como actor que actúa casi de incógnito en la representación y que quiere experimentar la finitud no sólo en sus aspectos de felicidad y de dolor, sino también el acabamiento, el fracaso y la muerte”[44]. El no de la libertad no puede ser sino siempre imperfecto y provisional. Sólo el sí de Dios es absoluto y eterno. Y el sí eterno de Dios es nuestra esperanza más allá de todos los nos de nuestra libertad en camino. Es más, en el seno mismo del no y del fracaso.

En El corazón del mundo, en un estilo poético lleno de paradojas, llega el autor a mirar el fracaso de la cruz como el gran sacramento de la salvación. Habla Jesús fracasado en la cruz y se dirige a la humanidad: “Participad de mi fracaso, gustad de la inutilidad de la redención. De esta materia hace mi Padre su gracia. Existe un juicio, en las manos del Padre hay una balanza. En uno de los platillo está presionando hacia abajo esa carga de inutilidad. En el otro está la ligera y ascendente esperanza. Y como se inclina el primer platillo, está decidido el juicio: la esperanza asciende, mi Reino vence ascendiendo”[45].

6. La irrupción del fin en el tiempo

Este horizonte teodramático conlleva un replanteamiento radical de la cuestión del fin del mundo. El “fin del mundo” ha sido uno de los grandes temas y una de las grandes “certezas” de la escatología tradicional. Hoy ha dejado de serlo. ¿Hay realmente un “fin del mundo” y un “fin del tiempo” en sentido físico? Ya no sabríamos decirlo con rotundidad[46]. En todo caso, no le toca al creyente ni al teólogo el resolverlo. La fe no habla del cielo en relación con el tiempo y el espacio. La fe nos mantiene abiertos al misterio inabarcable, insondable, indecible de Dios. Y hemos de volver al principio simple y desnudo: “El cielo es Dios”. Dios es nuestra “postrimería”. El cielo no es “cosa”, ni “estado” ni “tiempo”. El cielo es Dios. Dios es el cielo.

Y del mismo modo se puede decir: Dios con su drama trinitario es el fin del mundo. Dios no es la destrucción del mundo, sino la redención plena del mundo. Y puesto que Dios no está allá arriba y fuera de nuestro mundo con su tiempo, sino que es el corazón del mundo y acoge en su seno el drama del mundo, cabe decir sin aventurarnos en cuestiones cosmológicas imposibles de resolver que, desde la creación, Dios está siempre irrumpiendo en el mundo y en el tiempo como su fin, es decir, como su plenitud. La gran irrupción, la absoluta irrupción de Dios en el tiempo ha tenido lugar en el acontecimiento de Jesús, un acontecimiento que es a la vez histórico y eterno, divino, trinitario. Cristo es la irrupción de la plenitud divina en el tiempo del mundo. Y es por ello el auténtico fin del tiempo en el tiempo. O, tal vez mejor, Cristo es el centro absoluto del tiempo. “La obra de Cristo ha sido realizada, en el centro del tiempo y a la vez para todo tiempo pasado y futuro”[47]. Cristo es el “último acto” del teodrama, en el que encuentran su desenlace final el drama de Dios y el drama del mundo. Cristo es el “acto central”: la relación entre el Cordero que porta el pecado del mundo y los culpables”. Un acto central que tiene la Trinidad como telón de fondo[48].

Balthasar asume enteramente la escatología vertical de Juan (y de Pablo). Es una escatología irruptiva y vertical. El futuro ya está presente. En Cristo ha tenido lugar la “irrupción vertical de la consumación en el tiempo horizontal; una irrupción que no deja inalterado este tiempo con su presente, pasado y futuro, sino que lo absorbe en sí y lo recalifica”[49]. “No hay en el Nuevo Testamento una teodramática horizontal específica, sino sólo una vertical en la que todo instante del tiempo, en la medida en que es cristológicamente importante, es elevado y referido al Señor glorificado, que ha asumido y elevado al sobretiempo el contenido de toda la historia: vida, muerte y resurrección”[50].

7. El cielo ¿no brota también de la tierra?

¿Significa esto que la historia del mundo con todo su esfuerzo no posee ya ninguna relevancia teológica? Si el cielo ya ha irrumpido en la tierra, la tierra no tiene que gesta el cielo, sino únicamente albergarlo en su seno, en el mejor de los casos. La plenitud-eternidad de Dios penetran en el curso del tiempo como desde fuera y desde lo alto. A lo sumo cabría decir tal vez sea más acorde con Balthasar que el tiempo ha gestado la plenitud de Dios en la historia de Cristo, pero después de éste la historia ya no tiene nada nuevo que crear. El fin, la plenitud, ha llegado y ya está presente. La historia sigue, pero ya no tiene aparentemente nada que aportar.

Así pues, ¿todas las labores y todos los dolores de la tierra son simplemente vanos en orden al cielo? La posición de Balthasar es efectivamente negativa y aparentemente hostil frente a la historia. Pero quizás haya que matizar también en este punto crucial y difícil.

Por un lado, Balthasar es extremadamente severo con todas las teologías y filosofías del progreso: “Tengamos la osadía de hacer la siguiente afirmación: la autodestrucción de la humanidad es el único fin del mundo imaginable, el único que el hombre es capaz de provocar con sus propias fuerzas y que merece, desde el momento en que prefiere atesorar sus propios bienes (el poder y Mamón) antes que reunir con Cristo. Así la humanidad ha decidido sobre sí misma”[51]. “El conjunto de lo que la humanidad habrá acumulado difícilmente podrá ser considerado como una ofrenda agradable a Dios, sino a lo sumo, como lo decía Teilhard de Chardin en consonancia con Maurice Blondel, como la preparación de un holocausto sobre el que el fuego divino puede descender para transformarlo”[52].

Sin embargo, a diferencia de Teilhard, de Blondel o de Rahner, Balthasar no sólo establece una ruptura entre el futuro “histórico” y la plenitud “transhistórica”, sino una absoluta discontinuidad y una auténtica contradicción. La historia ya no parece ser mediación y material para la realización del Reino. El Reino no es sino manifestación de lo que ya está presente en el tiempo, y la manifestación parece no tener relación con el desarrollo de la historia. “La ‘resurrección de los muertos’ no es una prolongación ultramundana de la existencia terrestre, que necesariamente relativizaría a ésta, sino la manifestación del contenido de eternidad y de la dignidad eterna de la existencia irrepetible que es vivida corporalmente y que también corporalmente es experimentada en la muerte. Y eso no al final del tiempo cronológico, sino en medio de él y a lo largo de su duración”[53]. La “resurrección” universal del fin no parece brotar y crecer en el seno de la historia, en la entraña del cosmos.

En esta perspectiva, el futuro del mundo y del tiempo pierden su centralidad escatológica. El centro pasa del futuro del mundo al presente de Dios en el tiempo. Lo esencial es el tiempo vertical de Dios que ha irrumpido en el acontecimiento Jesús. “Aquí, en esta verticalidad y presencialidad están las cosas últimas, está el último acto, y no en un tiempo final situado en un futuro horizontal”[54]. “El futuro terreno está insertado en un ahora siempre-nuevo donado por gracia”[55].

Esta irrupción del presente eterno de Dios en la temporalidad mundana es, insiste Balthasar, lo específico de la esperanza cristiana respecto de la esperanza pagana y la esperanza judía. La esperanza pagana es puramente vertical sin relación con la historia; la esperanza judía es puramente horizontal, referida a un futuro (en su forma mesiánica o en su forma apocalíptica, religiosa o secular); la esperanza cristiana, a su vez, es vertical, pero está anclada en el tiempo y en la historia de Jesús; y es horizontal, pero espera la realización de algo que ya ha tenido lugar[56].

¿Qué decir de esta esperanza tan vertical y ahistórica de Balthasar? No deja de suscitar serios interrogantes: ¿Se toma aquí suficientemente en serio el devenir, la finitud, el inacabamiento del tiempo y del mundo? En particular, ¿no se desdeña el océano inmenso de dolor existente en el mundo? ¿Se toma suficientemente en serio la afirmación paulina de que la humanidad y el cosmos sufren dolores de parto y sus dolores gestan la gloriosa libertad de los hijos de Dios?[57] ¿No es demasiado cínico decirles a las multitudes que sufren que Dios ya lo ha cumplido todo y que no hay lugar para esperar nada, y nada nuevo por lo que luchar? Creo que este tipo de preguntas son pertinentes en relación con la escatología de Balthasar.

Sin embargo, en este autor encontramos también otras perspectivas. No solamente la tierra acoge a un cielo que irrumpe de fuera, sino que también el cielo brota de la tierra y de su devenir temporal; al igual que el cielo fecunda la tierra, la tierra da a luz al cielo; la existencia terrena transfigurada no irrumpe simplemente desde fuera, sino desde el seno mismo de la tierra que acoge al cielo, que acoge a Dios. Véase este texto de El corazón del mundo: “Yo soy la transformación. Como el pan y el vino se transforman, así se transforma el mundo en mí. El grano de mostaza es insignificante, sin embargo su fuerza interior no descansa hasta que salta en pedazos el sepulcro de la última alma, y mis fuerzas alcanzan hasta la última rama de la creación. Vosotros veis la muerte, sentís el descenso hacia el fin; pero la muerte misma es vida, quizá la vida más viva, es la profundidad obscurecedora de mi vida, y el mismo fin es el comienzo y el descenso mismo es el impulso ascensional”[58].

8. La tierra acogida en el cielo

Cambiemos ahora de enfoque. Miremos a la tierra en cuanto acogida en el cielo. El cielo es fruto de la tierra, y la tierra tiene su patria en el cielo. El cielo brota de la tierra, y la tierra se eterniza en el cielo. El cielo surge de la tierra, y la tierra madura en el cielo. La tierra y la historia con todo su drama son acogidas en el corazón y el drama trinitario de Dios.

Inspirándose tal vez en las ideas de Escoto Eriúgena sobre el “despliegue” y el “repliegue” de Dios, escribe Balthasar: “Para la temporalidad llegará un día en que el movimiento intratemporal es recogido en el eterno supermovimiento de Dios”[59]. Todo va de Dios a Dios, del Dios que se derrama en todas las cosas al Dios “todo en todas las cosas”. El mundo con su tiempo (con su dolor y su disfrute, con su trabajo y su reposo) ya no es aquí un mero receptáculo de la eternidad, sino que él mismo es amorosamente acogido en Dios, en la plenitud eterna que había sido acogida en el seno del tiempo. El destino del cosmos y de la historia humana no es la destrucción, sino la acogida en el corazón de Dios.

Dios es el “cielo” y el “hogar” del cosmos, de la tierra, de todo cuanto es. En realidad, lo ha sido eternamente, pues la creación no puede ser “fuera” de Dios. Y lo será eternamente: la plenitud de la creación será cuando se realice la plena “inhabitación” de la creación en Dios. “No puede tratarse de un movimiento del mundo desde un ‘fuera de Dios’ a un ‘dentro de Dios’, sino de una mutación del estado del mundo dentro de su inmutable proximidad a Dios e inmanencia en él”[60]. La tierra, la vida terrena, el espacio, el tiempo, son “acogidos” en Dios, y ahí no se da ni una “absorción panteísta ni una simple yuxtaposición”[61].

Así pues, el mundo en su devenir histórico y temporal, nuestra existencia terrena con su dolor y su gozo, no es un mero material destinado a la aniquilación. Balthasar no reconoce suficientemente al mundo su vocación de concebir, gestar y dar a luz la plenitud divina, pero sí le asigna como destino ser abrigado enteramente en Dios: “La historia del mundo en su carácter de devenir debe conseguir espacio en la vida eterna. Si es ocioso especular acerca de con qué edad resucitarán los hombres la respuesta sólo puede una: con todas, también carecería de sentido suponer que la historia tiene derecho a la eternización sólo en su estadio último, tal vez más desconsolado. Cuanto hay de positivo en el devenir del mundo en todos los estadios de su evolución será digno de participar en el evento eternamente nuevo de Dios”[62].

Que “cuanto hay de positivo” en nuestra existencia vaya a ser acogido en Dios significa que nada de lo bueno y dichoso de nuestra existencia terrena desaparece en Dios, en el “cielo”, sino que es transfigurado en su verdadera realidad. “La existencia con todas sus dificultades puede encontrar cobijo en la esfera de Dios. No sólo son elevados los momentos luminosos, mientras que los oscuros son echados y arrojados fuera, sino que es la totalidad la que es iluminada y ‘transfigurada’ en su sentido: ‘Dios enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo eso es ya pasado’ (Ap 21,4)”[63]. “Mirad, hago todas las cosas nuevas” (Ap 21,5). “Esto nuevo ya estaba presente en lo antiguo, en nuestro drama, aun de modo oculto… Nuestra vida está ahora escondida en Dios, y sólo es patente para Dios y ante Dios (…); por tanto, lo que se manifestará en gloria es la profundidad y la verdad de nuestra vida actual. Esta profundidad y esta verdad no se encuentran en la oposición de nuestra voluntad frente a Dios, sino más bien en aquello que en nosotros se encuentra en consonancia con él”[64].

Así pues, la existencia actual de todas las criaturas y nuestra existencia terrena actual seguirán estando “presentes” en Dios. No será una mera realidad pasada y consumida, ni un recuerdo vacío, sino una presencia viva, aunque inimaginable. El cielo no será una existencia meramente espiritual, sin cuerpo ni cosmos. Será transfiguración del cuerpo, de la tierra, del cosmos. En el “cielo” viviremos “el contenido completo y eterno de lo que en la tierra nos había sido dado sólo en la forma de una nostalgia transcendente e insaciable. Con ello, nuestra existencia (terrenal) tenemos sólo una existencia tendrá allí una presencia muy verdadera, aunque inimaginable”[65].

El “cielo” o la existencia plena en Dios significará, pues, la plenitud de todo lo positivo, bueno y dichoso que constituye nuestra vida en la tierra.

9. Imágenes del cielo

El cielo no es un tiempo. El cielo no es un lugar. El cielo no es otro mundo después de éste. El cielo no es un disfrute físico de bienes terrenales. El cielo tampoco es una mera existencia espiritual contrapuesta a esta vida corporal. El cielo no es un puro existir eternamente. El cielo no es un aburrido ver a Dios sin cesar. Es fácil continuar diciendo lo que no es el cielo. Pero ¿qué es el cielo? Es lo que “ni el ojo vio, ni el oído oyó” (1 Cor 2,9). Es lo que está más allá de nuestros parámetros actuales. ¿No tendremos, pues, más remedio que callarnos? No sería malo el callarse, pero también puede ser bueno seguir hablando del cielo, para consolar y sostener la vida, sabiendo que la verdad última de las palabras no está en lo que dicen, sino en aquello que sugieren.

Queda, pues, el lenguaje del corazón y del sueño, el lenguaje de la imagen y de la metáfora. A él recurrimos siempre para decir lo indecible. A él recurrimos siempre para hablar del “cielo”. El mismo término “cielo” es una imagen. Al final de esta presentación del cielo en el pensamiento de Hans Urs von Balthasar, recogeré algunas de las imágenes con las que Balthasar siguiendo, por lo demás, la tradición bíblica, teólogica y espiritual cristiana expresa la existencia en cielo.

El cielo es la morada en la que por fin podemos habitar y descansar. Balthasar lo dice con palabras de Escoto Eriúgena: “Cristo es esa casa; él que, mediante su fuerza, lo abarca todo…, lo ornamenta con la gracia, lo llena con sabiduría, lo consuma mediante la divinización”[66].

El cielo es la ciudad nueva, la nueva Jerusalén, donde nadie es extranjero. Es el templo de Dios y de todas las criaturas (Ap 3,12). Es la nueva tierra sin muerte ni llanto[67].

El cielo es el alimento que sacia, el “maná escondido” (Ap 2,17), el “árbol de la vida que está en el paraíso de Dios” (Ap 2,7), lleno de frutas sabrosas. El cielo es la cena que recrea y enamora: “Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20). “¿Quién ha adivinado del cuerpo terreno el alto sentido? ¿Quién puede decir que entiende la sangre?” Sólo en “la insondable profundidad del cielo” se hará claro el misterio, allí donde “el dulce banquete jamás termina, jamás se sacie el amor. Jamás íntimamente, nunca lo bastante puede el amor tener al amado” (Novalis, Himno)[68].

El cielo es un vestido nuevo que nos cubre de fiesta, y un nuevo nombre propio inviolable y sin tacha, como una piedrecilla blanca (Ap 2,17; 3,5).

El cielo es la vida plena de hijos e hijas Dios (1 Jn 3,1-2), en confianza sin límites, en libertad sin límites. El cielo es fraternidad y sororidad, en igualdad y ternura. El cielo es cuando “se rompe el encierro del yo en sí mismo”[69], y la “corporeidad animada” adquiere “a la vez la definida figura del Resucitado y la ubicuidad eucarística”[70]. El cielo es cuando “cada uno es él mismo haciéndose al mismo tiempo habitable para los otros”[71]. El cielo es la “permeabilidad eucarística de todos los sujetos unos para otros”[72], en la que sin embargo cada persona no pierde su misterio insondable, sino que se ofrece como absoluta sorpresa y absoluto[73]. El cielo es no sólo una “eterna claridad diurna”, sino también “una forma definitiva de la noche en cuya insondabilidad uno puede reposar, como un amante en la libertad del amado, pero que seduce a nuevos descubrimientos, porque también a la libertad creada dará la gracia participación en la profundidad e inagotabilidad de la libertad divina”[74]. El cielo es el “gozo atónito respecto de un siempre nuevo e insospechable ser regalado desde la libertad ajena que puede ser ampliado mediante nuestro gozo de inventar formas de corresponder a los regalos”[75]. El cielo es el gozo de la libertad, “la libertad divina, trinitaria, …capaz de hacer salir de sí algo-siempre-nuevo, agraciante-sorprendente”[76].

. El cielo es ser como Dios (1 Jn 3,2), que es el modo pleno de ser, y no se refiere “a la esencia de Dios, sino a su intercambio personal de amor”[77]. El cielo es hacerse plenamente “partícipes de la naturaleza divina” (2 P 1,4), que consiste en ser plenamente libre y plenamente en comunión[78]. El cielo es la realización suma “de lo íntimo-humano en una intimidad del todo distinta con Dios”[79]. El cielo es ser plenamente criatura y plenamente Dios[80].

El cielo es posesión plena, sí, pero es sobre todo dinamismo pleno, aspiración, deseo, búsqueda, expectación y esperanza. El cielo “no es paralización, sino vitalidad permanente, y esto incluye un ser siempre nuevo. ‘No debemos imaginar la inmutabilidad de Dios como algo rígido: ella es el movimiento de todos los movimientos, un fluir de la eternidad en la infinitud’ (Adrienne von Speyr)”[81]. El cielo es dinamismo y movimiento, tanto o más que reposo y quietud: “Dado que el anhelo dice Dios a Moisés te lanza hacia lo que te supera, y dado que ningún fastidio detiene tu correr…, sábete que en mí hay tanto espacio que quien lo recorre jamás podrá detener su vuelo. Sin embargo, la carrera es, desde otro punto de vista, un estado de quietud (…). Sin duda, esto es una paradoja suma: cómo estado de quietud y movimiento pueden ser lo mismo” (Gregorio de Nisa)[82].

El cielo es visión de Dios, pero una visión que nunca agota la belleza y la novedad de Dios, pues “quien ve a Dios, con ello no conoce las posibilidades infinitas de Dios”[83], ya que Dios sigue siendo “el siempre-más-misterioso cuyo auto-acontecer trinitario sigue siendo el sin por qué más allá de la libertad y de la necesidad”[84]. Quien se goza viendo a Dios en el cielo nunca podrá aburrirse, pues lo que mira es siempre absolutamente nuevo: “Admira su manar sin fin que sale siempre de dentro, pero jamás podrá decir que ha visto todo el agua (…). Incluso si permaneciera quieto durante largo tiempo al lado de este bullir, siempre estaría al comienzo de su visión del agua” (Gregorio de Nisa)[85]. El cielo es una visio que “no desplaza a la auditio[86] y que conlleva todo el dinamismo de la acción[87].

El cielo es, pues, dinamismo sin límite, búsqueda sin inquietud, puro deseo sin codicia. Cuanto más se colma, más se ensancha el deseo, y crece infinitamente su capacidad de disfrute. Así lo enseñó Gregorio de Nisa: siendo el Bien primero infinito en su naturaleza, “no puede esperarse la saciedad ni encontrar el disgusto, sino que en Él la aspiración no se detiene en la comunión y el deseo conserva todo su ardor en el goce”[88]. La aspiración a Dios, al bien, a la belleza, al disfrute de la vida no desaparecerá, sino más bien al contrario: “La visión de Dios consiste verdaderamente en esto: en no encontrar jamás la saciedad en el deseo”[89], y la perfección de la naturaleza humana (de todo ser, en realidad) consiste justamente en “querer más plenamente lo bello”[90].

El cielo es el fin que será un comienzo eterno. El cielo es el día séptimo del descanso en Dios. El cielo es el sábado eterno, o el eterno domingo. Entones, como dice San Agustín, “le veremos sin fin, le amaremos sin fastidio y le alabaremos sin cansancio”. Ese “será nuestro sábado, cuyo fin y término no será la noche, sino el día del domingo del Señor… Allí descansaremos y veremos, veremos y amaremos, amaremos y alabaremos”. Entonces “nosotros mismos vendremos a ser el día séptimo, cuando estuviéremos llenos de su bendición y santificación” [91].

10. El cielo para todas las criaturas

Pero ¿hablamos aquí solamente de los seres humanos? El cielo, esa plenitud que anhelamos sin poder expresar con palabras, ¿estará destinada únicamente para la especie humana? Es hermoso esperar el cielo, la plenitud del ser y del disfrute en Dios, para todos los seres, para toda la Tierra que somos. Más aun, para todo el inmenso cosmos que nos rodea, en el que nos movemos y que en última instancia somos.

Evidentemente, Von Balthasar no ha desarrollado esta dimensión ecológica y cósmica de la esperanza. Su esperanza en el cielo sigue siendo muy antropológica y antropocéntrica. Pero no faltan alusiones sobre todo, y curiosamente, en sus primeros escritos, a esta dimensión cósmica de la esperanza. Dice, por ejemplo, en su escrito programático “Escatología” de 1957: “En el milagro de la resurrección de la carne ha de integrarse todo lo que en el cosmos camina hacia la plenitud”[92]. Y en su último gran escrito, el último volumen de su trilogía, hace suya una afirmación de Escoto Eriúgena, en la que éste sostiene que lo que se realizó en Cristo en la resurrección él lo “lo hará en general en todos los consumados. No digo sólo en todos los hombres, sino en toda criatura sensibles, pues cuando la Palabra de Dios tomó la naturaleza humana no hubo criatura creada alguna que él no hubiera co-asumido en aquella naturaleza”[93]. Vienen a la mente las palabras de Pablo: La creación misma espera anhelante que se manifieste lo que serán los hijos de Dios (Rm 8,19).

“El corazón de Dios” no es solamente un corazón humano. Es también el corazón del mundo. Un inmenso corazón cósmico. Desde toda la eternidad, Dios “se abrió al mundo. Acogió en sí al mundo. Se convirtió en corazón del mundo”[94]. Por eso, “un latido invisible lo impulsa todo hacia delante (…). Todo lo que es pesado y arduo se sumerge en el baño purificador de la misericordia; la fatiga y la desesperación se arrastran al corazón, que las acoge”[95]. La esperanza que los seres humanos apenas logramos concebir con torpes palabras es también el sueño oculto de todos los seres: “…Lo que tú inventas e imaginas libremente es el sueño más íntimo de todas las cosas, que no osaron soñarlo en absoluto, ni siquiera lo podían; pero si tú lo tomas en tu boca y de acuerdo con el propio deseo lo expresas, entonces has pronunciado, has manifestado su ser y son un regalo para sí mismos”[96].

De modo que en el cielo no ha de faltar nadie, ni ha de faltar nada.

Tal es nuestra esperanza, y la “esperanza del corazón de Dios”[97]. ¿Y la muerte? La muerte es un gran enigma, una roca en la que choca esta nuestra esperanza. Pero ¿no nos enseña justamente el cosmos que la muerte es una pascua y una transformación? E. Trías ha escrito bellamente: “Como sabía Franz Liszt, la tumba es quizás la cuna de una vida futura. Es suya la siguiente frase hermosa: ‘Nuestras vidas son preludios; preludios de una desconocida canción cuya primera nota es la muerte’”[98]. Desde el fondo del cosmos y de la historia humana, el crucificado resucitado nos dice: “Con la muerte caen las barreras, con la muerte se abre violentamente el castillo siempre cerrado, la esclusa se revienta, las aguas corren libremente. Todos los terrores que le rodean son nieblas matinales de las almas… No temáis ante la muerte. La muerte es la llama liberadora del sacrificio, y el sacrificio es transformación. Y transformación es comunión con mi vida eterna. Yo soy la vida”[99].

(Lumen 55/6 [2006], p. 405-447)

  1. Con ocasión del centenario del nacimiento de Balthasar celebrado en el año 2005, se publicó un volumen que recoge las principales contribuciones del autor a la escatología y una selección de estudios sobre la misma: H. Urs von Balthasar, Eschatologie in unserer Zeit. Die letzten Dinge des Menschen und das Christentum, Johannes, Freiburg 2005.

  2. “Escatología”, en Ensayos teológicos. Verbum Caro, Guadarrama, Madrid 1964, p. 332.

  3. “Escatología”, l.c., p. 326.

  4. “Escatología”, l.c., 334.

  5. “Escatología”, l.c., 344.

  6. Cf. especialmente H. U. von Balthasar, “Triduo Pascual” en Mysterium Salutis III/2***

  7. Du krönst das Jahr mit deiner Hulde”. Radiopredigten, Johannes, Einsiedeln 1982, p. 173. “Las tinieblas en las que ha de sumergirse la humanidad, pecadora, se ponen al descubierto en el momento en que, en el ‘descenso’ de Cristo al ‘estado de perdición’, esas tinieblas se abren para ser iluminadas por la luz de la redención” (“Escatología”, l.c., pp. 336-337).

  8. Teodramática 5. El último acto, Encuentro, Madrid 1997, p. 274. Citaré la Teodramática con la sigla TD.

  9. En términos apocalípticos, Balthasar insiste en que el tiempo final que resta es el del combate más duro (TD 2, pp. 388-399; TD 3, pp. 358-366; TD 4, p. 24, 55ss, 63ss). “El ‘sí’ perfecto de Cristo a Dios y al mundo es la señal que hace salir de su latencia al ‘no’ perfecto, demoníaco, anticristiano” (TD 4, p. 399). “El abismo del amor divino en el envío del Hijo por el Padre para el rescate del mundo (Jn 3,16) saca a escena lo seriamente antidivino: lo diabólico” (TD 5, p. 200).

  10. Cf. por ejemplo Elisabeht Moltmann-Wendel, “La amistad, una categoría olvidada dentro de la fe y la comunidad cristianas”, en J.Moltmann – E. Moltmann-Wendel, Pasión por Dios, Sal Terrae, Santander 2007, pp. 35-54.

  11. En efecto, siguiendo la multisecular tradición teológica de Occidente, también Balthasar pone todo el peso salvífico en la muerte expiatoria de Jesús. Es evidente que también esta perspectiva ha de ser hoy corregida. La muerte de Jesús fue consecuencia de su vida. Su vida de amistad y de comensalía con los excluidos religiosos y sociales es la encarnación de la liberación, salvación, sanación de Dios para nuestros males.

  12. Guadarrama, Madrid 1960, original en 1956.

  13. TD 5, p. 307. Así, en el infierno quedaría “el pecado separado del pecador mediante la obra de la cruz” (TD 5, p. 309).

  14. Cit. en TD 5, p. 309.

  15. El corazón del mundo, Península, Barcelona 1968, p. 50. Esta obrita es un canto al corazón humano y cósmico de Dios. Un canto inspirado por igual en Nietzsche y en el Evangelio de Juan. Es Cristo el que habla, a veces a Dios, casi siempre a los hombres, como corazón de Dios y de los hombres. Por ese corazón transitan “las caravanas de la gracia” y “las largas filas de los que lloran y de los mendigos” (p. 34). El libro culmina en unas páginas llenas de unción donde el creyente se dirige desde el fondo de su corazón al corazón de Cristo es su propio fondo.

  16. Ib., p. 106. Dios es un corazón eternamente llagado, pero su llaga es de puro amor. Y, precisamente llagado, su amor es feliz, pues la eterna bienaventuranza de Dios consiste en que “Él sintió el gusto de prodigarse en un vano amor hacia nosotros” (ib., p. 125.

  17. TD 4, p. 184.

  18. Utilizo la traducción francesa : L’enfer, une question, Cerf, Paris 1988.

  19. L’enfer, une question, o.c., p. 13.

  20. En Oriente floreció la apokatástasis de Orígenes (esperanza de la renovación universal de todos los condenados, incluso del demonio, al fin de los tiempos), hasta que fue condenada 100 años después de la muerte de Orígenes. Se discute, sin embargo, si fue propiamente la apocatástasis la que fue condenada en el concilio o más bien la creencia origeniana, asociada a ella, en la preexistencia de las almas.

    La apocatástasis fue defendida por Teodoro de Mopsuestia. Gregorio de Nisa y Máximo el Confesor no fueron molestados por ello. Y Máximo el Confesor la defendió incluso después de haber sido condenada, aunque la defendió, eso sí, como una doctrina secreta que no convenía predicar a la multitud (Liturgia cósmica…). Cf. TD 5, 313, nota 14. No puede ser casual que Balthasar haya dedicado tres des us primeras obras a estudiar la obra de Orígenes (Parole eta Mystère chez OrigèneOri, Cerf, Paris 1957, original en francés), Gregorio de Nisa (Présence et pensée. Essai sur la philosophie religieuse de Grégopire de Nysse, Beauchesne, Paris 1942, original en francés) y Máximo el Confesor (Liturgie cosmique. Maxime le Confesseur, Aubier, Paris 1947).

    La cuestión de la apokatástasis quedó, pues, abierta en Oriente. En Occidente fue distinto. Se impuso el rigorismo agustiniano-medieval, salvo en el caso de Escoto Eriúgena. Contra este rigorismo, desde el Renacimiento hasta el Idealismo, pasando por el Pietismo y la Ilustración, se elevó en Occidente una gran oleada de autores, “pero casi nunca encontramos una cristología suficientemente profunda que sustente esa reacción en contra” (TD 5, p. 314. Una excepción es K. Barth, que funda su esperanza de salvación universal en una cristología del intercambio por el que el Elegido se convierte en Condenado para salvar a todos los condenados. Como en otros temas fundamentales, también aquí Balthasar sigue a Barth.

  21. L’enfer, une question, o.c., p. 11.

  22. TD 5, pp. 314-315.

  23. TD 5, p. 490. “La cuestión de la suerte de los demonios queda excluida como insoluble para la theologia viatorum” (ib.).

  24. TD 5, p. 316.

  25. TD 5, p. 489.

  26. L’enfer, une question, o.c., p. 85. Si se condena alguien, “se puede o se debe hablar de un fracaso parcial del plan universal de Dios, de una parcial carencia de sentido de su creación” (TD 5, p. 209.

  27. “Escatología”, l.c., p. 342.

  28. “Decir a otros: ‘Estáis condenados por toda la eternidad’, eso me es imposible. Para mí, una cosa es segura: todos los demás serán bienaventurados, y me basta con eso. Sólo para mí la cosa queda insegura” (S. Kierkegaard, cit. en L’enfer, une question, o.c., pp. 84-85.

  29. L’enfer, une question, o.c., p. 60.

  30. Cit. ib., p. 86.

  31. Cit. ib., p. 85.

  32. Cit. ib., p. 62.

  33. Cit. ib., p. 61.

  34. Cf. Rafael Sánchez Ferlosio, “Neníkamen!”, en El País (23-2-2007).

  35. TD 5, p. 205.

  36. De correptione et gratia XII,33, cit. en TD 5, p. 392.

  37. TD 5, p. 291.

  38. TD 5, p. 299.

  39. TD 4, p. 399.

  40. TD 4, pp. 294-295; cf. TD 3, pp. 106ss, 129ss, 157ss.

  41. TD 4, p. 294.

  42. Platón, El Sofista 246ª,c: cit. en Gloria 4, Encuentro, Madrid 1987, p. 173.

  43. TD 4, p. 294.

  44. TD 4, p. 123.

  45. El corazón del mundo, o.c., p. 131.

  46. Tampoco sabemos decir exactamente si el mundo fue creado “desde siempre”, pues no sabemos muy bien qué significan palabras como “siempre” y “tiempo”.

  47. TD 4, p. 22.

  48. TD 4, p. 294.

  49. TD 5, p. 27.

  50. TD 5, pp. 48-49. El “tiempo de Dios” tiene absoluta primacía frente al tiempo del mundo, y éste queda reducido prácticamente a la insignificancia. En palabras de Adrienne von Speyr: “El tiempo es ahora aquello en lo que lo eterno quiere encontrar sitio; y medida es aquello en lo que lo inconmensurable tiene que ser cobijado” (TD 5, p. 99). El tiempo del mundo es calificado, medido y orientado por “el modo divino de la duración” (TD 5, p. 56) que es no solamente lo que está por venir, sino también “lo ya acontecido” y “lo que aviene” sobre el mundo sin cesar (TD 5, p. 56). “La ‘duración’ de Dios no es no-tiempo, sino un sobre-tiempo propio de él, se hace visible sobre todo en que entre el ‘tiempo’ de Dios y el tiempo del mundo media el tiempo de Cristo: sintetizando en sí mismo el tiempo del mundo, pero también revelando el sobre-tiempo de Dios” (TD 5, pp. 31-32).

  51. TD 4, p. 414. Cf. “El fantasma del progreso”: TD 4, pp. 82-89.

  52. TD 4, p. 453.

  53. TD 4, p. 125.

  54. TD 5, p. 184.

  55. TD 5, p. 184.

  56. Cf. “Las tres formas de la esperanza”, en La verdad es sinfónica, Encuentro, Madrid, 1979 (1972), pp. 139-154. “La esperanza cristiana es ante todo vertical en cuanto que se basa en el evento de Cristo que se encuentra ahora arriba se desprende de lo dicho. Pero esta verticalidad se diferencia de la pagana en que ella se asienta sobre un acontecimiento histórico que, como tal, no puede ser puro pretérito, sino que viene de continuo a nosotros” (TD 5, p. 141). “Una esperanza teológica horizontal hacia delante… fue la aportación genuina del Antiguo Testamento y del judaísmo tardío a la escatología. La esperanza cristiana transforma este movimiento unilateral hacia el futuro en un esperar en lo definitivo-presente que sólo como tal es un todavía por-venir en cuanto a su realización” (TD 5, p. 146).

    ¿Es justo contraponer tan tajantemente la esperanza cristiana a la esperanza “pagana” y a la esperanza “judía”, como si éstas estuviesen abocadas al fracaso y solamente aquella aportase la solución? ¿No participa también la esperanza cristiana del carácter oscuro y enigmático de toda esperanza humana? Y la esperanza “pagana” y la esperanza “judía” ¿no están también ellas habitadas por la presencia de Dios y, por consiguiente, no ofrecen, también ellas, en el fondo, la misma luz que la esperanza cristiana? La oposición tan nítida que establece Balthasar paganismo y judaísmo por un lado como pura búsqueda humana condenada a la aporía, y el cristianismo por otro lado como revelación divina y solución de todas las aporías tiene más de construcción hegeliana que de mensaje evangélico.

  57. El inmenso dolor del mundo ¿tendría como única finalidad “preparar psicológicamente” para la alegría eterna? Hallamos en Balthasar esta inquietante y extraña afirmación: “No se puede negar que en la vida eterna son enjugadas las lágrimas y que su mar tiene que terminar (Ap 21,1). Pero tampoco se puede negar que las profundidades del dolor han cooperado a preparar, según la sabiduría de Dios, el espacio psíquico para la recepción de la alegría eterna” (TD 5,p. 485). Una página más adelante, sin embargo, atribuye al dolor el cometido de “hacer manar” la salvación, sin querer de ningún modo explicar de este modo el por qué del dolor: “El mal en su incomprensible libertad tiene sólo poder bastante para abrir las profundidades de la mucho más incomprensible misericordia de Dios, que hace manar la fuente de la salvación precisamente de las heridas causadas por el mal” (TD 5, p. 486).

  58. El corazón del mundo, o.c., p. 50.

  59. TD 5, p. 501.

  60. TD 5, p. 385.

  61. TD 5, p. 376.

  62. TD 5, p. 407.

  63. TD 4, p. 126.

  64. TD 4, pp. 183-184.

  65. TD 5, p. 403. “Nuestra vida de la tierra no es en el cielo un puro recuerdo, sino verdadera presencia” (TD 5, p. 484). “Es seguro que para nosotros los hombres el nuevo mundo sigue siendo nuestro mundo; en términos más claros: que nuestra vida vivida en la tierra no es sólo un recuerdo en el cielo, sino que permanece como una presencia duradera. Cómo es posible esto, se explica, una vez más, por la reciprocidad de cielo y tierra: todo lo vivido de forma fragmentaria e incompleta en la tierra ha tenido siempre su profundidad última en el cielo” (TD 5, p. 403).

  66. Cit. en TD 5, p. 370.

  67. “La bienaventuranza eterna no es un modelo de una corte oriental, y si el escenario de Ap 4 parece haber sido diseñado teniendo presente ese modelo, hay que observar con qué asombrosa abruptez cambian en este libro las imágenes del cielo, hasta llegar a las batallas combatidas en el cielo, a cantos de júbilo, bodas, a ciudades animadas día y noche con ríos y árboles frutales” (TD 5, p. 400.

  68. Cit. en TD 5, p. 466.

  69. TD 5, p. 375.

  70. TD 5, p. 373.

  71. TD 5, p. 374.

  72. TD 5, p. 374.

  73. “En la comunión comunicada a través de la eterna Communio del Hijo todos están abiertos y disponibles en una reciprocidad absoluta, pero abiertos no como asuntos transparentes hasta el fondo, sino como libertades que están a disposición, que se ofrecen a sí mismas y por sí mismas, pero desde su propia insondabilidad, de modo que lo ofrecido es un regalo insospechado, sorprendente” (TD 5, p. 470.

  74. TD 5, p. 487.

  75. TD 5, p. 394.

  76. TD 5, p. 374. “En el acorde de todas las libertades, la de cada individuo conserva su propio tono. La libertad divina de tal modo lo abarca todo lo que dentro de su propia verdad concede espacio para innumerables aspectos. Por eso ella no desautoriza ni vulnera el espacio de misterio de cada espontaneidad creatural” (TD 5, p. 470). “La voluntad de Dios, que abarca la totalidad del cielo infinitamente diversificada, es tan liberal que incluye en sí toda la plenitud de las libertades redimidas comenzando por la del Hijo encarnado” (Ib.).

  77. TD 5, p. 415.

  78. San Juan de la Cruz: “La sustancia de esta alma aunque no es sustancia de Dios, porque no puede sustancialmente convertirse en Él, pero, estando unida como está aquí con Él y asimismo absorta en Él, es Dios por participación de Dios” (cit. en TD 5, p. 419). “El alma… aspira en Dios a Dios la misma aspiración divina que Dios” (cit. en TD 5, p. 420).

  79. TD 5, p. 457.

  80. Ruysbroeck: “Aunque vivimos a la vez del todo en Dios y del todo en nosotros mismos, sin embargo se trata de una única vida, pero doble en contraste…, no podemos llegar a ser del todo Dios”. “La unión esencial de nuestro espíritu con Dios descansa no en el espíritu, sino que permanece en Dios, fluye de Dios, sopla hacia Dios y retorna a Dios como a su causa eterna” (cit. en TD 5, p. 390). Somos una chispa divina, y “esta chispa no descansa hasta que no vuelve al fondo (divino) del que salió y en el que estuvo en el estado de increada” (Taulero) (TD 5, p. 437).

  81. TD 5, p. 493.

  82. Cit. en TD 5, p. 387. La existencia en Dios, “que sigue siendo en la eternidad el ‘misterio santo, manifiesto’ (Goethe), no tiene menos tensiones, no es menos dinámico que la existencia terrena con sus oscuridades y su libertad de elección” (TD 5, p. 399). “El Espíritu de Dios nos sopla hacia fuera para que ejercitemos el amor y las obras virtuosas, pero él nos absorbe en sí para que nos entremos al descanso y al disfrute, y esto es la vida eterna” (Ruysbroeck) ( cit. en TD 5, 449).

  83. TD 5, p. 396.

  84. TD 5, p. 397.

  85. Cit. en TD 5, p. 387.

  86. TD 5, p. 396.

  87. “La bienaventuranza eterna en modo alguno puede consistir en una simple visio, sino que debe incluir un actuar verdaderamente creativo” (TD 5, p. 470).

  88. Homilía sobre el Eclesiástico. “El deseo del que participa no puede tener ningún reposo, porque se lanza a lo inacabado y a lo infinito” (Vida de Moisés).

  89. Vida de Moisés 1.

  90. Vida de Moisés. En su homilía sobre el Cantar de los cantares lo dice por medio de imágenes inagotables: toda visión no es, comparada con la siguiente, sino una audición; cada vez que el alma abandona su velo por una purificación, se encuentra velada en relación con la siguiente purificación; cada vez que Dios la llama, ella se pone a correr, aunque ya está corriendo desde hace tiempo; cada vez que Dios le besa, es como si fuese la primera vez que le besa; es constantemente refundida por el orfebre divino; el perfume que le embriaga no es más el resto ínfimo de nardo de un frasco volcado; cada vez que Dios entra en ella, se encuentra todavía fuera; Dios se encuentra siempre a la misma distancia (cf. las referencias en Présence et pensée, o.c., p. 70).

    El cielo ha sido presentado a menudo como posesión y perfección aburrida. Véase este texto de Simone de Beauvoir: “La belleza de la tierra prometida estaba en que prometía nuevas promesas. Los paraísos inmóviles no nos prometen otra cosa que un aburrimiento eterno… Pascal expresó esto exactamente: lo que le interesa al cazador no es la liebre, es la caza. Es un error acusar al hombre de luchar por un paraíso en el que no querría vivir: la meta no es meta mientras el camino no acabe; una vez alcanzada, vuelve a convertirse en punto de partida. El socialista desea la implantación del Estado socialista; pero si ese Estado se le diera desde el primer momento, desearía otra cosa: desde ese mismo Estado inventaría nuevas metas. Una meta es siempre sentido y resultado de un esfuerzo; separada de ese esfuerzo, ninguna realidad es meta, sino sólo un dato hecho para ser superado” (Simone de Beauvoir, Pour une morale de l’ambigüité, Gallimard, París 1947, pp. 257-259).

    Recientes estudios del cerebro hablan de la existencia de un “circuito de búsqueda” que hace que la felicidad esté ligada no tanto a la posesión sino a la expectación (cf. E. Punset, El viaje a la felicidad, Destino, Barcelona 2005, pp. 32-36).

  91. La Ciudad de Dios XXII,30.

  92. L.c., p. 351. En el mismo lugar escribía también: “El pensamiento católico debería acometer la tarea de trasponer también al marco total de una escatología sana, llena de contenido, abierta y atenida al mundo, y que fuese una escatología del hombre, de la historia y del cosmos, los temas de la filosofía y la teología existenciales de hoy” (p. 353).

  93. TD 5, p. 370.

  94. El corazón del mundo, o.c., p. 34.

  95. Ib., p. 35.

  96. Ib., p. 150.

  97. Ib., p. 44.

  98. E. Trías, “Preludio de Navidad”, El Mundo, 19-12-2006.

  99. El corazón del mundo, l.c., p. 51.