EL ENCUENTRO COMO ACOGIDA

¿No nos deja la Pascua con una melancolía semejante a la de los caminantes de Emaús? “Nosotros esperábamos…” (Lc 24,21). Acaso esperábamos un encuentro en la Pascua (¿o hemos dejado ya de esperar encuentros?), pero todo sigue como antes o quizás con un ápice más en nuestra “tristeza de ser hombres”. Tristeza de estar hechos para el encuentro y vivir en soledad, de barruntar la luz y vivir en la noche, de anhelar la presencia y padecer la ausencia. ¿Será cada Pascua un renacer a la ilusión para recaer en el desencanto, o nos llamará a hacer precisamente del desencanto un camino de encuentro más puro y vivo con el Viviente?

Sí, un encuentro con el Viviente a través de nuestros desengaños, oscuridades y ausencias: ésa es la gracia de la Pascua, la gracia que transformó el desengaño de los primeros discípulos y discípulas, como muestran los relatos de apariciones pascuales, mejor llamados relatos de encuentro. El texto evangélico, historia de un encuentro pasado, sugiere, suscita, abre acceso a un encuentro presente.

1. “Jesús se presentó en medio de ellos” (Lc 24,36)

Todas las escenas evangélicas de “aparición” subrayan con énfasis que el encuentro es don del que “sale al encuentro” (Mt 28,9); él toma la iniciativa, él se les da como resucitado, se “hace ver” por ellos, contacta con su pena (“Por qué lloras”: Jn 20,15), pronuncia su nombre (“¡María!”: Jn 20,16). La fe es acogida, pues Dios es don en Jesús, el Crucificado resucitado, el Crucificado en quien Dios asume nuestra cruz, el Resucitado en quien Dios se nos derrama como Espíritu.

Descentramiento absoluto de Dios, la Pascua nos llama a bajar nuestras defensas y acoger su presencia, su presente, su don. Nos empeñamos demasiado en encontrar al Resucitado, cuando lo esencial es “hacernos encontradizos”. Como los caminantes de Emaús, como María de Magdala, nos enredamos demasiado en nosotros mismos, en nuestras penas y dudas, cuando la Pascua es algo tan sencillo como acogerle a él con simplicidad y gratitud. El ser humano no es solamente una creatura “abierta”, sino también “agraciada”, “transida por la ‘necesidad de ser visitado’ y al propio tiempo agraciada por la visita” (J.I. González Faus). La Pascua constituye la gracia y la visita de Dios por excelencia en el Crucificado-Resucitado.

Esta relación pascual manifiesta la estructura fundamental del ser humano: ser por la gracia y la iniciativa del otro, encontrarse al ser encontrados, ser Yo en el Tú. El hombre no es solamente, ni es en primer lugar “homo sapiens” u “homo faber”, sino que es ante todo y fundamentalmente hospedaje y acogida: “Quédate con nosotros” (Lc 24,29). Ahora bien, “la relación con el ser humano es la auténtica alegoría de la relación con Dios” (M. Buber). De ahí que todo hospedaje y acogida dispensada al otro, a cualquier otro, se convierte en figura y anticipio, en huella y germen del encuentro pascual. Pues “el vinculado es el único presto para Dios” (M. Buber).

2. “Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron” (Lc 24,31)

Los discípulos reconocen al Señor resucitado: éste es el segundo rasgo de los relatos de “apariciones”. La realidad del que sale al encuentro se impone al discípulo. No tiene por qué tratarse de un encuentro o de una visión “física” (¿un video habría grabado imágenes del Resucitado?), pero sí de un encuentro “real”, el más real, allí donde todas las facultades psíquicas y corporales del discípulo están implicadas en su raíz: no se trata de sugestión, de mera convicción, ni de mera voluntad de dar continuidad a la “causa de Jesús”. Se trata de que él mismo, Jesús, el Crucificado, ocupa el centro en el discípulo dubitante y le rinde y le arranca una confesión que no necesita muchas palabras y explicaciones: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20,28). Tan real como la mesa compartida con un amigo.

Los ojos necesitan abrirse, pues los ojos físicos sólo ven bien al otro cuando el corazón está abierto a acogerle en su alteridad y en su realidad. Más, los ojos necesitan ser abiertos desde fuera en lo más íntimo de mí; la mirada del otro alumbra la mía; su mirada alumbra mi ser profundo. De manera que veo porque soy visto, reconozco porque soy reconocido, acogido, llamado. Esta es la estructura del reconocimiento pascual del Resucitado con los ojos de la fe. “Crees porque me has visto? Dichosos los que creen sin haber visto” (Jn 20,29). En el reconocimiento pascual se trata del creer más que del ver, pero de un creer que abre los ojos en la acogida del que nos mira; no se trata de la fe del que ve, sino de la visión del que cree; no se trata del creer por haber visto, sino del ver por haber creído, es decir, por haber acogido una presencia que nos acoge y regenera.

Para ello, es preciso pasar “de una razón que capta y explica a una razón que escucha y acoge; de una voluntad que domina a una voluntad que acepta y reconoce; de una libertad que elige y dispone a una libertad que se entrega” (J.M. Velasco). Este paso exige un renacimiento de la persona entera y se pone en juego en el tejido entero de nuestra existencia, en cada gesto, en cada relación. ¿Cómo extrañarnos, pues, de que los discípulos duden? ¿Será él, el Señor a quien han seguido y querido, pero también negado? ¿O será una ilusión?

La duda y la perplejidad pertenecen también íntimamente a nuestro encuentro con el Resucitado. El reconocimiento nos saca de nosotros mismos, y nos resistimos. No es la mera “razón” la que duda, sino el ser entero el que no se decide a salir de sí, a confiarse al Resucitado en cuanto misterio de Dios que se nos ofrece, nos mira y acoge. La duda revela, en el fondo, nuestra dificultad para confiar, para aceptar ser agraciados por Dios. Es el sentimiento de amenaza y la falsa necesidad de defendernos lo que nos impide reconocerle. “De qué os asustáis? ¿Por qué surgen dudas en vuestro interior?” (Lc 24,38).

¿Cómo superar las dudas? Asumiéndolas en paz como parte integrante de nuestra fragilidad amenazada y dejándonos acoger en esta fragilidad amenazada por aquél cuya señal de identidad son las huellas de la Cruz en manos y pies: “Ved mis manos y mis pies; soy yo en persona” (Lc 24,39). Las dudas se desvanecen cuando aceptamos ser amados en nuestra raíz, en nuestra misma cerrazón, en nuestra duda, en nuestra incapacidad misma para aceptar ser amados.

En último término, las dudas se disipan cuando acogemos el perdón. Los discípulos, ellos que habían abandonado al Crucificado, reconocieron al Resucitado como aquél que les ofrecía la paz del perdón: “La paz con vosotros” (Lc 24,36; Jn 20,19.21.26). Su duda revelaba en el fondo una mala conciencia. Y, por ello, lo reconocieron en la medida en que acogieron el perdón, en la medida en que se dejaron reconciliar hondamente. De manera que la experiencia del perdón es “la matriz donde nace la fe en Jesús en cuanto resucitado” (E. Schillebeeckx). En una cultura marcada simultáneamente por la “ilusión de la inocencia” propia y la escalada de la acusación del otro, la experiencia del perdón dado y recibido es una de las maneras privilegiadas para abrirnos a la presencia del Resucitado, que es la paz plena de Dios.

3. “Les abrió la inteligencia” (Lc 24,45)

La “comprensión de la Escritura” designa otra de las dimensiones constitutivas de todo encuentro y del encuentro pascual: la transformación personal. La “comprensión de la Escritura” no es una cuestión de ciencia exegética o de saber ideológico. Equivale al nuevo sentido de la historia propia y universal, adquirido desde la presencia del Crucificado resucitado: la historia propia y universal mirada, en medio y a pesar de toda desgracia, como historia de gracia; la historia iluminada, refundada, transformada en el encuentro con el Sufriente exaltado, Alfa y Omega.

Tenemos experiencia del Resucitado o, dicho de otra forma, nos encontramos con él, cuando él se convierte en compañía, ánimo, sentido, estímulo, esperanza; cuando no concebimos la vida sin él, cuando en él hallamos los criterios de nuestro juicio y de nuestra conducta, cuando intentamos hacer nuestras sus opciones en su misma confianza en el Reino, cuando en él conocemos a Dios y lo acogemos como gracia incondicional para nosotros y para todos sin excepción, cuando la confianza se va haciendo nuestra última verdad, cuando va arraigando en nosotros la íntima certeza de que el Dios de Jesús es Dios de vida y acompaña el dolor de la historia hacia el Reino sin penas ni lágrimas…. Entonces es que nos encontramos con el Resucitado.

Por supuesto, este encuentro no es nunca total y definitivo, como tampoco lo es nuestra transformación. Pero cada día nos ponemos en camino, “olvidando lo que he dejado atrás” (Flp 3,14), dispuestos a recibir en nuestra compañía al que camina solo. En él volverá a acercársenos la presencia que todo lo transforma.

4. “Como el Padre me envió, así os envío yo” (Jn 20,21)

Ningún encuentro verdadero se resuelve en pura intimidad. El encuentro abre. Así, cada uno de los relatos de encuentros pascuales acaba en envío, en tarea. María de Magdala debe renunciar a la posesión del Resucitado y convertirse en testigo: “anda, vete y diles a mis hermanos que voy a mi Padre” (Jn 20,17). La Pascua desenmascara nuestra permanente tentación de convertir la fe en interioridad narcisista. La Pascua nos saca de nuestros cenáculos. Nos remite a “Galilea” (cf. Mt 28,7.10.16).

El Resucitado sólo puede ser encontrado ahí, en Galilea, encrucijada de naciones, intemperie pública, tarea del día a día. Sólo ahí Dios nos sale al encuentro en el Resucitado. “El encuentro con Dios no le adviene al ser humano ocupándose con Dios, sino acreditando el sentido en el mundo. Toda revelación es llamada y misión… Dios continúa siendo para ti presencia cuando se te encomienda una misión; el que va y viene de misión tiene siempre a Dios ante sí: cuanto más fiel el cumplimiento, tanto más fuerte y constante la cercanía” (M. Buber). De manera que, así como el encuentro nos lanza a la misión encomendada, el esfuerzo diario de fidelidad a la pequeña misión que nos ha sido confiada se va convirtiendo en auténtico -el único- lugar de encuentro con el Resucitado que acompaña, aun sin saberlo nosotros, los caminos de nuestra vida y del mundo en que vivimos.

(Frontera – Hegian 9 [1995)], p. 93-99)