EL ESPÍRITU QUE GIME EN TODOS LOS SERES

Apuntes para una eco-espiritualidad liberadora

O apuntes para una espiritualidad eco-liberadora. Tanto da. Una auténtica espiritualidad es esencialmente ecológica, independientemente de que sea religiosa o no lo sea. Una espiritualidad ecológica es necesariamente liberadora, y una espiritualidad liberadora es necesariamente ecológica. Y solo una vida ecológica y liberadora es realmente “espiritual”, independientemente de que esté o no esté revestida de creencias, normas y ritos que llamamos religiosos.

Espiritualidad eco-liberadora, eco-espiritualidad liberadora, eco-liberación espiritual, Buen Vivir, Sumak Kawsay. Tanto da.

1. El Espíritu que intercede y gime

“El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, pues nosotros no sabemos orar como es debido, y es el mismo Espíritu el que intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8,26).

Este versículo de Pablo me sugiere los elementos fundamentales de una eco-espiritualidad liberadora.

El espíritu, el Espíritu. Con mayúscula o minúscula, poco importa, pues esas distinciones –como tantas distinciones– dependen solo de nuestros esquemas mentales. Al Espíritu lo reconocemos en todo, y las diversas culturas lo llaman con nombres diversos: ruah hebrea, dynamis griega, prana védico, Qi chino, musubi japonés, mana maorí, Pu-am mapuche, nyama africano… ¡Reverencia y gratitud a la energía misteriosa, al aliento profundo, al impulso imparable que habita en todos los seres!

Intercede por nosotros. ¿Acaso intercede ante “Dios”? Pablo seguramente lo imaginaba así, pero ¿es creíble un “Dios” soberano separado del mundo, al que accederíamos a través de intercesores? Hablar es siempre limitar lo infinito, y la espiritualidad significa devolver al Infinito su infinitud, dando anchura y respiro a todas las criaturas, y también a las palabras.

El Espíritu no “intercede por nosotros” ante un Ser Supremo, sino que es, más bien, la “intercesión”, projimidad y compasión que nos constituye a todos los seres en nuestro ser más profundo, “divino”. Pero ¿cómo intercederá el Espíritu por nosotros si no es en nosotros y a través de nosotros? ¿Cómo consolará a las criaturas en su desolación si no es a través de nuestro consuelo? ¿Cómo las liberará o nos liberará si no las liberamos, si no nos liberamos? ¿Cómo será intercesión universal si no inter-somos, inter-actuamos e inter-venimos los unos por los otros? ¿Cómo será “Dios” en nuestro mundo si no construimos la humanidad y el planeta como una gran intercesión entrelazada a imagen del Espíritu universal? Solo entonces sabremos “orar como conviene”, a imagen del Espíritu que respira, siente y ora en todos los seres.

Con gemidos inefables. Ora y gime, más allá y más acá de las palabras, que siempre delimitan y muchas veces ahogan. El Espíritu ora gimiendo con la vida misma. A veces, como la vida misma, gemimos de placer y a veces gemimos de dolor.

Las palabras a menudo no llegan, a menudo sobran. Sucede en especial con las palabras que llamamos “religiosas”. La espiritualidad ecoliberadora no es cuestión de palabras –creencias, ritos, normas–, sino más bien de sintonizar en lo profundo –corazón y sentimiento, pensamiento y acción– con el gemido de la creación, del átomo a las galaxias, de la bacteria a los bosques, del gusano a los simios (que somos). Es el mismo gemido, hecho de dolor y de gozo, que recorre toda la creación. Todo el cosmos, y en especial este pequeño planeta azul y verde, este nuestro maravilloso planeta viviente, está atravesado como por un estremecimiento de regocijo profundo –esa agua risueña que corre en el riachuelo, esas hojas de abedul mecidas por el aire, esas golondrinas que vuelan sin cesar–, y también… –¡oh!, también– por un estremecimiento de dolor indecible: los animales matan para vivir, y el ser humano mata más que ninguna especie; 24.000 seres humanos mueren cada día de hambre (casi 9 millones cada año), y no es porque en el planeta no haya (todavía) para todos, sino porque 1000 familias humanas poseen el 60% de los bienes del planeta, y todo va en esa proporción. ¡Cómo el Espíritu no ha de gemir de gozo! ¡Cómo no ha de gemir de dolor! ¿Y en qué podría consistir la espiritualidad sino en hacer propio –con religión o sin ella– el gemido inefable del Espíritu?

2. Más allá de una Biblia antropocéntrica y patriarcal

¿Las grandes tradiciones religiosas de la humanidad inspiran y suscitan todavía una espiritualidad ecológica, liberadora, feminista, pluralista…? He ahí el reto. He ahí el criterio de todo lo que llaman revelación “divina” o verdad recibida “de lo alto”. Solo es verdad lo que desata cadenas, permite respirar, abre a la reverencia y la comunión de todos los seres.

Es verdad que todas las religiones nacieron, por un lado, del reconocimiento humano profundo de la sacralidad y de la comunión de todos los seres, y, por otro, de la conciencia de la opresión y de la esperanza de liberación universal. Pero salta a la vista que todas las religiones, en diferentes grados y formas, han sido también antiecológicas y antiliberadoras: antiespirituales. Salta a la vista que todas ellas necesitan hacer una profunda autocrítica, una revisión de sus creencias y normas tradicionales de conducta, y muy en particular una relectura de sus textos fundacionales.

Me referiré más directamente a la Biblia, texto fundante de la tradición judeo-cristiana, que ha marcado también al Islam. Muchos consideran que la tradición bíblica es la responsable principal del desastre ecológico provocado por la humanidad, por haber situado tan radicalmente al ser humano, creado en el sexto y último día (Gn 1,26), como centro y corona del cosmos, único viviente creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,27), imagen única del Dios único, dueño y señor de todos los seres (“llenad la tierra y sometedla”: Gn 1,28), lugarteniente único de la omnipotencia divina. El Salmo 8 representa la máxima exaltación del ser humano por el Salmo 8: “Lo hiciste poco menos que un dios, lo coronaste de gloria y dignidad. Le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies” (Sal 8,6-7).

Así ora un creyente, teólogo y poeta de hace 2.400 años. Al contemplar de noche el cielo estrellado, admira la grandeza del universo, pero más todavía la grandeza del ser humano. No es todavía el estremecimiento pascaliano. El ser humano es mirado como señor de la tierra, rodeada de aguas –las aguas de abajo–, y la tierra es mirada como centro del universo, rodeado también de aguas –las aguas de arriba–. Y más arriba está Dios, rodeado de divinidades menores o de ángeles; es el Dios del ser humano, a imagen humana. La grandeza del mundo y de Dios realzan la grandeza del ser humano.

Hacía milenios que, en el Oriente Medio, los seres humanos habían aprendido a labrar y cultivar la tierra, para hacerle producir más y poder “multiplicarse más” (“creced y multiplicaos”: Gn 1,28). Se habían convertido en dueños y señores de la tierra. Pero todo tiene su precio. Cuando los seres humanos se hicieron señores de la Tierra se convirtieron en esclavos los unos de los otros. El hombre sometió al hombre, y sobre todo a la mujer. El “relato yahvista” de la creación” (Gn 2,4-25) –que hoy se sitúa en la misma época que el primer relato, sacerdotal– es un testimonio claro de la primacía del varón sobre la mujer, creada después del varón con la “costilla” de éste (muchos piensan que la palabra traducida como “costilla” significa, en realidad, el hueso del pene, que muchos mamíferos machos poseen y que al hombre le falta; es como si el varón quisiera excusar la inconsistencia de su falo, símbolo de su voluntad de poder… y de su propia inseguridad no reconocida). El antropocentrismo se traduce espontáneamente en androcentrismo.

El cristianismo llevó el antropocentrismo –y el androcentrismo que le es inherente– a un grado máximo con su dogma fundamental: que “Dios se hizo hombre” en Jesús (cf. Jn 1,14). Pero, puesto que Jesús era varón, el dogma de la encarnación se entiende de hecho como que “Dios se hizo varón”. Y de ahí se sigue que solo el varón puede representar a Cristo, razón que la teología católica oficial sigue aduciendo para excluir a la mujer de los “ministerios superiores” o de la “jerarquía”. Increíble, pero cierto.

¿Deberemos entonces dejar de lado la Biblia como texto antiecológico y opresor, incompatible con la espiritualidad? No hay por qué. La Biblia –y esto vale todos los “textos sagrados” de las tradiciones religiosas o espirituales en general– puede inspirarnos todavía, pero solo a condición de leerla de otra forma. A condición de tomarla como el texto humano e histórico que es, un texto contingente de otros tiempos y de otra(s) cultura(s). A condición de releerla desde los signos y retos actuales del Espíritu. A condición de dejarnos inspirar por el Espíritu que alienta en la letra, más allá de la letra. Y a condición de rescatar los motivos eco-espirituales –numerosos– presentes de la Biblia, más allá de formulaciones e interpretaciones que hoy resultan sofocantes y opresoras. Entonces la Biblia –como todos los poemas, religiosos o no– podrá inspirarnos todavía.

3. Un mundo interrelacionado en constante autocreación

Los grandes monoteísmos de origen bíblico (judaísmo, cristianismo, Islam) heredaron la cosmovisión del antiguo Medio Oriente (Mesopotamia, Egipto, Canaán), y las creencias, ritos e instituciones fundamentales de estas religiones siguen ligadas a aquella antigua imagen de mundo: un mundo (la tierra) creado y acabado por Dios de una vez, con el ser humano en el centro; un mundo malogrado por la desobediencia de “los primeros padres”; un mundo regido por Dios a través de profetas, mediadores o portavoces de la verdad y del bien absolutos; un mundo en el que Dios interviene cuando quiere para castigar o curar; un mundo que un día, cuando Dios lo decida, desaparecerá para dar paso a otro mundo eterno y doble: el cielo de los justos y el infierno de los malvados.

No despreciemos ninguno de esos mitos y creencias del pasado. No somos superiores a los antiguos en nada esencial. Ellos buscaron las formas que pudieron para decir el Misterio, aliviar las penas, proteger la vida, mantener el aliento. No es seguro que seamos más espirituales que aquellos antiguos, o más respetuosos de la naturaleza, o más libres de nuestra ignorancia y de los poderes que nos oprimen. No es seguro que respiremos mejor. Pero su mundo ya no es nuestro mundo, y por lo tanto su religión no puede ser la nuestra. Como ellos, necesitamos espiritualidad en justicia y paz con nosotros mismos, con los otros, con todos los seres, pero necesitamos vivirla en coherencia con nuestra cultura y nuestra visión del mundo.

En apenas doscientos años, las diversas ciencias han desbaratado la cosmovisión que durante milenios ha sustentado a las grandes religiones y a la espiritualidad de sus seguidores: el varón no es superior a la mujer, ni el ser humano es el centro de la tierra, ni la tierra es el centro del universo, y el universo que vemos no es quizás el único universo: tal vez existieron otros universos antes que éste o tal vez coexisten hoy con él en dimensiones que no percibimos. Este universo que vemos –todo el espacio y el tiempo que podemos observar directamente o calcular matemáticamente– proviene de una gigantesca explosión de una masa infinitamente pequeña y densa, y desde entonces todo sigue expandiéndose. La materia es energía en movimiento. Todo danza. A medida que la “materia” se organiza o se relaciona de manera más compleja, de lo que llamamos “inferior” surge lo “superior”. Así, de la tierra y del agua “inertes” brotó la vida –¡qué milagro es la vida!, ¡qué milagro es todo!– en este planeta –y tal vez en infinidad de otros planetas–. Y siguen brotando sin cesar nuevos organismos, formas más complejas y “superiores”: de seres “inertes” surgen seres vivientes, sensibles; de seres vivientes sensibles surgen seres “conscientes” y “libres”. Así sin cesar. Todo está en relación con todo –de las partículas atómicas a las galaxias más lejanas, de las bacterias a las ballenas azules– y gracias a la relación todo se desarrolla. La vida seguirá desarrollándose hacia nuevas formas que desconocemos, también hacia nuevas formas –esperemos que más plenas– de relación, de conciencia y de libertad fraterna, liberadora.

En resumen, todo está relacionado con todo y todo está en permanente transformación. El mundo sigue creándose. Y no sabemos qué es comienzo ni qué es fin, ni si hubo “comienzo del mundo” ni si tendrá fin. En apenas 200 años se han tambaleado, pues, los fundamentos del universo que las religiones creían inamovibles. Y para la gran mayoría de nuestra sociedad, el “cambio de paradigma” ha tenido lugar en un lapso de tiempo mucho más breve. Muchos de los que nacimos en torno a los años 50 del siglo pasado crecimos en un paradigma agrario; hacia los 20 años, tuvimos que asimilar el paradigma moderno, racional, científico, de la era industrial; 20 años más tarde, tuvimos que renacer a la espiritualidad y aprender a “hablar” dentro del paradigma posmoderno transracional, holístico y pluralista, de la información globalizada. Tres eras culturales en 60 años. Tres formas de espiritualidad.

La Modernidad no nos ha liberado. Las ciencias y la tecnología eran necesarias, pero no bastaron ni bastarán para saber vivir, para vivir en justicia y paz, para ser libres, hermanos, iguales. En esto que llamamos “Occidente”, en la época moderna hemos accedido a un “estado de bienestar” jamás imaginado, pero fue a un precio terrible: la devastación del planeta, la sumisión y la humillación de los países del Sur, el expolio de sus bienes. Y nosotros mismos estamos pagando ya el precio que hicimos pagar; la dura crisis de nuestro Estado del bienestar es el signo de una crisis humanitaria y planetaria mucho más espantosa, provocada por el capitalismo neoliberal en unas cuantas décadas: el hambre asoladora, el agotamiento de las energías fósiles almacenadas por la tierra durante miles de millones de años, el cambio climático debido al calentamiento global, la extinción en masa de especies de vivientes, la escasez de agua…

¿No se trata, en el fondo, de una terrible crisis de espiritualidad que padecen nuestros países llamados “cristianos”? Es un fracaso estrepitoso de la Modernidad “poscristiana”. Sí, pero también es un fracaso estrepitoso del cristianismo tradicional, pues no ha sido capaz de evitar que los “países cristianos”, cuando todavía lo eran mayoritariamente, hayan cometido tantos crímenes y desastres en la Tierra. Necesitamos, pues, volver a las fuentes de la espiritualidad. O a las fuentes del Evangelio. O a las fuentes de la Vida.

O a las fuentes de la Biblia (y de otros textos sagrados), si se quiere. Pero no podemos volver a las creencias y tabúes, normas y formas propias de un mundo que ya no es el nuestro; no podemos creer en “intervenciones milagrosas” de un “dios” arbitrario, ni en mediadores divinos, ni en dogmas inmutables, ni en instituciones “jerárquicas” inamovibles. Vivimos en un mundo interrelacionado y dinámico, en constante transformación.

¿Podemos hallar en las tradiciones antiguas inspiración para la eco-espiritualidad liberadora que necesitamos urgentemente? Podemos, sin duda, si aprendemos a leer, si sabemos releer. Volvamos, por ejemplo, al relato de la creación del Génesis: “En el principio creó Dios el cielo y la tierra” (Gn 1,1). “Al principio” no es una referencia cronológica, no se refiere a un tiempo pasado. “El principio” es la fuente permanente del ser y de la vida. La creación tiene lugar hoy, aquí, ahora, sin cesar. Cada instante es el instante primero de la creación. No estamos acabados. El universo está abierto. La creación sigue en marcha. La esperanza –activa, confiada, desapegada, libre de sus logros– sigue en pie.

Hágase”, dice Dios una y otra vez. Egétheto. No significa: “Aparezca de golpe la creación terminada de una vez”. Significa: “Vaya haciéndose”. “Vaya haciéndose el mundo desde dentro de sí, desde el corazón de todos los seres, desde nosotros mismos, inventando su propio futuro, liberando opresiones, creando nuevas formas de vida más libre y hermana, formas de conciencia más universal, solidaria, pacífica”.

El Espíritu que gime en todos los seres, el “Espíritu que aletea sobre las aguas” es el impulso interior que anima el bosón, el quark, el átomo, la molécula, la célula, el agua, el aire, la planta, los bosques, los animales, la Tierra, las galaxias, el universo abierto y sin medida. La eco-espiritualidad liberadora consiste en unir, más allá de todos los credos y formas, el propio aliento con ese aliento creador y liberador que mueve el mundo desde lo más pequeño a lo más grande.

4. “En Él/Ella/Ello vivimos, nos movemos y somos”

Todo cambia, incluso “Dios”, sobre todo “Dios”. Cuando cambia nuestra imagen del mundo, cambia la imagen de Dios. Ha de cambiar para que el credo no ahogue la espiritualidad. ¿No es “Dios” ese dinamismo transformador permanente que hace que todo sea, vaya siendo, se vaya haciendo?

Todo crece, también “Dios”, sobre todo “Dios”. ¿En qué otra cosa consiste la espiritualidad sino en que crezca Dios en nosotros, en los otros, en todo cuanto es, hasta que Dios sea todo en todas las cosas y todas las cosas sean del todo? ¿En qué otra consiste la espiritualidad sino en liberar a Dios, como se dice en la literatura mística judía –tan presente en la “laica” Etty Hillesum–, de cadenas y destierros, hasta que “Dios” alcance su plena liberación en la liberación de todas las criaturas?

Cambio de Dios, crecimiento de Dios, liberación de Dios. ¿Tiene sentido hablar así? Todo depende de lo que se entienda con el término “Dios”, el más polisémico y equívoco de todos los términos. Algo crucial le ha pasado a la palabra, o a su imagen asociada, para que la sociedad occidental por debajo de los 65 años, en masa, haya dejado de “creer en Dios”. No pueden creer en el Dios que imaginan, y tienen razón, pues el Dios que imaginan –cuando les explican la Biblia o el Corán o escuchan el Credo– no existe. El Dios “personal” que niegan no existe. Pero muchos que niegan a Dios –la mayoría, me atrevería a decir– no por ello han dejado de anhelar una profunda espiritualidad ecológica y liberadora.

Llevamos milenios –desde el paleolítico quizás, desde el Antiguo Oriente Medio ciertamente– imaginando a Dios como un soberano supremo, rey del cielo y de la tierra. Un dios separado, dualista, dotado de personalidad ambivalente. Un Dios teísta. Esa imagen sigue presente en los tres grandes monoteísmos (judaísmo, cristianismo, islam). El Espíritu, desde el corazón de todos los seres y de la cultura actual, nos llama a ir más allá del teísmo. Más allá de toda imagen dualista de Dios. Más allá también –hay que decirlo sin tapujos– de una imagen “personal” de Dios, en la medida en que el término “personal” nos siga sugiriendo una alteridad dual. Claro que “no-dulismo” no quiere decir “monismo”. Dios y mundo no son ni dos ni uno, como ya enseñaron las Upanihsads indias hace más de 2.000 años.

“Dios” es Aquel/Aquello/Aquella que el ojo no ve pero ve en el ojo que ve. Y así con todos los sentidos. Y con el pensamiento y la conciencia. No es un Ente, sino el Ser de todos los entes. Es el “Espíritu que aletea” o que vibra en el principio actual, eterno, de todos los seres. Es la Hermosura, la Ternura, la Escucha, la Acogida. Es la Vida. Es el Todo en todo. Es la creatividad sagrada, el “más” y la “posibilidad” siempre abierta del bien en todo lo que es. “En Él/Ello/Ella vivimos, nos movemos y somos” (Hch 17,28), dice Pablo citando a un poeta estoico.

Se revela enteramente en todo: la gota de agua, la hoja del árbol, el canto del pájaro. Se revela particularmente en todos los seres que gimen, en el grito de la Tierra y en el grito de los pobres. Se revela de manera definitiva en toda palabra de consuelo y en toda compasión que libera. Y en eso consiste la espiritualidad, religiosa o laica: en mirarlo todo como epifanía de “Dios” más allá de todo nombre, en hacerlo ser en todo, en liberarlo en todos los seres sufrientes, empezando tal vez por sí mismo. “Creer en Dios” es confiar en la Bondad como fuerza última transformadora, y practicarla.

5. Cristo Jesús y el Cristo total

¿Pero acaso no dice la fe cristiana que Dios se reveló y se encarnó plenamente, de una vez por todas, en Jesús de Nazaret, y que en él salvó o liberó el mundo enteramente? ¿No es eso lo que significa la confesión de Jesús como Cristo, Señor, Hijo de Dios? La cuestión es cómo entenderlo hoy.

La fe cristiana en general y la cristología en particular se formularon en el marco de una cosmovisión geocéntrica, estática, antropocéntrica y androcéntrica, patriarcal. Esa cosmovisión ha quedado invalidada, de modo que es necesario reformular la cristología en un paradigma eco-espiritual o en un paradigma global eco-liberador. El ser humano no es el final de la evolución o de la liberación de la vida, y tanto menos lo es el Homo Sapiens actual que somos nosotros y que fue Jesús.

Jesús anunció el Reino de Dios o la plena liberación personal y estructural, y nunca se consideró a sí mismo como el Reino, sino como el Profeta final del Reino, y estaba convencido de que con él –y con sus seguidoras/seguidores– ya estaba realizándose el comienzo de la liberación final. Luego, la perspectiva judeo-mesiánica fue suplantada por la perspectiva griega ontológica, y llegaron los dogmas de Nicea (325) y Calcedonia (451), que dijeron: Jesús es “consustancial” a Dios, una persona divina con naturaleza humano-divina. Según eso, en todo el universo o todos los universos, Dios se habría encarnado plenamente por primera y única vez hace 2000 años en un individuo del Homo Sapiens, varón y judío, en un estadio concreto de la evolución de la vida, de la conciencia, de la libertad…

Es necesario liberar el dogma cristológico de su esquema geocéntrico, antropocéntrico, androcéntrico. La evolución de la vida sigue abierta en éste o en otros planetas. Lo que queda por aparecer es mucho más que lo ya aparecido en la vida, también en Jesús.

Esta liberación de la cristología es mucho más sencilla si volvemos al Jesús histórico y a su conciencia. No para adoptar su imagen (antropocéntrica) del mundo o su imagen (antropomórfica) de Dios, sino para dejarnos guiar por su inspiración más allá de las imágenes. No se creyó “Dios”, sino profeta del Reinado liberador de Dios. Y no “encarnó” a Dios en su constitución “metafísica”, sino en todo su ser; no encarnó a Dios por su “doble naturaleza” (humana y divina), sino por su forma de vivir. Cada uno de sus átomos y células, el aire que respiró, el agua y el vino que bebió, el pan y los peces que comió… encarnaban a Dios. Su vida encarnaba a Dios: la compasión que tocaba y curaba, la libertad que arriesgaba e innovaba, la projimidad samaritana que levantaba al herido, la comensalía que abría y acogía, su confianza en Dios en cuanto bondad poderosa, su fe en la bondad de todo ser humano. Esa es la forma humana de lo “divino” de Jesús. Y de todos los seres humanos.

Dios no es un ser extracósmico, que se encarna cuando –por un hecho singular– su “naturaleza divina” se une en Jesús a la “naturaleza humana” o mundana. Dios es el Ser de todos los entes y de todas las formas: el bosón, el quark, el átomo, la piedra, el geranio, la golondrina, el delfín, el canguro, el ser humano… son carne visible de Dios. Pero Dios o lo “divino” no se agota en ninguna forma particular. Tampoco en la forma particular –inacabada– de Jesús.

Dios se encarna en toda carne que sufre y goza, en todo ser viviente, en toda materia que vibra y danza, en todo lo bueno y bello, en toda compasión y ternura, en toda relación que crea y recrea. Dios se encarnará del todo cuando – más allá de cómputos y de parámetros temporales– todas las criaturas alcancen su plena liberación “interna” y “externa”, en una forma que no podemos imaginar, solo anhelar. Entonces –más allá del esquema del “futuro cronológico”– toda la realidad será mesiánica o “cristológica”, liberada. Pero esa esperanza no se cumplirá por la intervención de ningún “dios” exterior, sino desde el corazón de la humanidad y de cuanto es. ¿Y Jesús? Jesús es, para los cristianos, sacramento de esa esperanza anticipada, imagen de nuestro ser y de nuestra vocación, de la tarea de cada ser humano y de todos los seres.

6. Una nueva alianza con todos los vivientes

Es difícil saber si el colapso de las especies vivientes más desarrolladas en el planeta –incluida la especie humana– es ya irreversible o aún cabe solución. Lo que es indiscutible es que todas las alarmas están encendidas, que la acción humana es la responsable principal y que solo un giro drástico de la civilización humana puede evitar el desastre general. ¿La especie humana, maravillosa forma de la Vida, habrá resultado un cáncer para todo el planeta, maravilloso planeta? La hora es grave. La vida común está en juego.

Es hora de sellar un pacto solemne por la comunidad de la vida en el planeta. “Ésta es la señal de la alianza que establezco para siempre con vosotros y con todo los seres vivos que os han acompañado: pondré mi arco en las nubes; esa será la señal de mi alianza con la tierra” (Gn 9,12-13). Así habla Dios, o la Vida, tras el Diluvio del Génesis. Estamos en pleno Diluvio universal, provocado por la codicia insaciable de unos pocos seres humanos y por la inacción de muchos. Es hora de recordar y restablecer la alianza de la vida. Todos los seres vivientes anhelan su plena liberación (Rm 8,22). Que el gemido de dolor se conviertan en gemidos de gozo.

Es hora de adoptar a todos los efectos la “Declaración Universal del Bien Común de la Tierra y de la Humanidad”, más allá de discusiones abstractas sobre “derechos”, que no deja de ser un lenguaje demasiado antropocéntrico. Todos los seres buscan bienestar. Solo es bueno para unos lo que es bueno para todos, o el máximo bien común posible. No es justo hacer sufrir a ningún animal sino en caso de necesidad mayor. ¿Y para comer? Tendremos que seguir matando para seguir viviendo –turbadora condición de la vida–, pero lo habremos de hacer con la máxima reverencia y gratitud, causando el mínimo dolor posible, y conscientes de formar parte de la Comunión Mística de la Vida.

Es hora de recordar que la Tierra no nos pertenece. Pertenecemos a la Tierra, que pertenece a todos los vivientes. “El Señor Dios tomó al ser humano y lo puso en el huerto de Edén para que lo cultivara y lo guardara” (Gn 2,15). Para que lo cuidáramos. Estamos aquí para cuidarla, para cuidarnos. Es hora de detener la maquinaria –letal para todos, sobre todo para los seres más vulnerables– del crecimiento sin medida, de la máxima producción posible y de la especulación sin escrúpulo: la economía al servicio del enriquecimiento. Es necesario que todos aprendamos a vivir mejor con menos. Y es urgente que algunos países decrezcan para que otros puedan vivir. El planeta no podrá sobrevivir ni nosotros en él sin un auténtico ecosocialismo planetario.

Es hora de secundar la ley más sagrada de la Biblia, la ley del descanso. “El séptimo día descansó” (Gn 2,2). Que se implante a nivel planetario al menos un día de descanso cada siete días (Ex 20, 8-11), y un año sabático cada siete años (Lv 25,1-7), y un año jubilar cada 50 años, para que la tierra y todos los seres humanos descansen y los pobres recuperen los bienes vitales de los que han sido enajenados (Lv 25,8-17). Para que todos los seres sean felices, pues unos pocos no podrán serlo sin que lo sean todos.

La Vida nos urge a una ecología profunda, o lo que es lo mismo, a una espiritualidad eco-liberadora, más allá de toda frontera cultural, política y religiosa.

(Ecumenical Association of Third World Theologians VOICES 2014 / 2-3, p. 65-74)