El Espíritu y el ocaso de las religiones
Dentro de una semana es Pentecostés, que en griego significa cincuenta. En la liturgia cristiana, es la fiesta del Espíritu o del aliento universal, alma de cuanto es, energía originaria que crea y une, mueve y transmuta sin cesar todas las formas. Todo, sin cesar. También las religiones, y a esto me referiré en particular.
Cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles, escrito por el año 80, que cincuenta días después de la Pascua, estando las discípulas y discípulos de Jesús encerrados en su cenáculo, de pronto irrumpió el Espíritu, ardió como llama de fuego en sus corazones, disipó sus miedos, los lanzó afuera, “hasta el fin del mundo”. Hablaron nuevas lenguas, rompieron los límites de su religión judía, inventaron nuevas formas sin sujetarse a ellas, trascendieron fronteras, se hicieron hermanas y hermanos de todos, con un mensaje simple y hondo: el Evangelio de Jesús, liberador de opresiones, sanador de heridas. Sin embargo, no mucho tiempo después, los seguidores de Jesús se hicieron “cristianos”, construyeron templos, erigieron sacerdocios y jerarquías, definieron dogmas. El nuevo movimiento se volvió religión. Y así dos mil años hasta hoy.
Pero hoy vivimos, de nuevo, un tiempo singular y crítico. Un tiempo espiritual postsecular y postreligioso a la vez. Un nuevo tiempo en el que el Espíritu irrumpe y se postula más allá de las religiones, y éstas vuelven a revelarse como meras formas contingentes y pasajeras del Espíritu. Lo viejo se desvanece y lo nuevo no ha hallado aún su forma dinámica, mutante y transformadora, su forma fecunda. Todo indica que, para una mayoría creciente, ya no será una forma religiosa en el sentido tradicional: un sistema de creencias, ritos y normas inmutables, fundadas en seres “sobrenaturales” y sometidas a una autoridad sagrada, jerárquica, infundida de lo alto. Como nunca hasta hoy desde el origen de las grandes culturas religiosas, se dibuja en el horizonte el ocaso de este marco religioso tradicional que tomó cuerpo hace unos 8.000 años en el valle del Nilo, en los oasis de Palestina y Siria, en las fértiles llanuras del Tigris y del Éufrates en Irak, en los valles del Indo y del Ganges en la India, y a orillas del Chang Jiang (“el río largo”) y del Hohangho (“el río amarillo”) en China…
Es propio de las religiones, como de todas las formas, aparecer, evolucionar y pasar, dar paso –pascua– a otra forma que sostenga la vida, una forma que puede ser o no ser religiosa. Las religiones desaparecen cuando, por múltiples razones, fallan sus creencias, es decir, cuando sus credos y códigos pierden credibilidad cultural. A lo largo de los últimos milenios, incontables religiones, grandes y pequeñas, han desaparecido, a veces por evolución interna, a veces por asimilación, y no pocas veces por represión violenta. Miremos, por ejemplo, la extinción masiva de las religiones indígenas del continente americano en los últimos 500 años. Y miremos el imparable proceso de desaparición que hoy mismo, desde hace 100 o solo 50 años, ante nuestra mirada apenada y resignada, están padeciendo tantas religiones tradicionales de América, África y Oceanía: ¿qué será muy pronto de la religión de los aborígenes australianos, de los maoríes de Nueva Zelanda, de los mapuches de la Araucanía chileno-argentina o de los rapanuis de la Isla de Pascua con sus imponentes Moáis que miran al mar, al Infinito en su horizonte? Y, más pronto que tarde, ¿qué será de la religión de los Akán de Ghana, Costa del Marfil y Togo, los zulús de Sudáfrica, Mozambique, Zambia y Zimbabue, o los masáis de Kenia y Tanzania?
Pero miremos más cerca, a nuestro propio continente europeo. El cristianismo, por su pujanza espiritual, por su creatividad cultural y por sus alianzas con el poder político, absorbió y reemplazó las viejas religiones griegas, romanas, eslavas, bálticas, escandinavas, germánicas, celtas y otras. Solo quedó el cristianismo. Pero hoy, a su vez, ¿no está quedándose el propio cristianismo solo y aislado, disociado del marco de lo “creíble” y practicable, perdida su credibilidad cultural? Stephen Bullivant, profesor de teología y sociología de la religión de la Universidad de Saint Mary (Londres), ha publicado recientemente un libro que describe la situación de la juventud europea en relación con la religión: “Adultos jóvenes de Europa y Religión”. Los datos concretos se han difundido y están a disposición de cualquiera en internet. Por ejemplo: solo el 2% de los jóvenes adultos van semanalmente a misa en Bélgica, el 3% en Hungría y Austria, el 6% en Alemania, si bien es verdad que en Polonia lo hace todavía el 47%, (pero no nos engañemos: hace solo unas décadas eran mucho más). Lo vemos cada domingo con nuestros propios ojos. Y no es solamente que no asista ningún joven adulto, sino tampoco casi nadie por debajo de los 60-65 años. Una religión que no se practica está moribunda. El declive se extiende rápidamente.
Pero, dicen muchos sociólogos, eso sucede solo en Europa. Europa no es la regla, añaden, sino la excepción de la secularización y del ocaso de las religiones. Y aducen como prueba la situación de los Estados Unidos de América, una sociedad puntera en el conocimiento y muy religiosa a la vez. Pero mírese bien: no solo cada uno sigue allí libremente su propia religión, sino que cada uno la entiende y la vive a su propia manera (hasta la grotesca caricatura de Donald Trump, sedicente cristiano presbiteriano de no sé qué iglesia). Claro que la “herejía”, es decir, la elección individual, es inevitable, y en buena medida deseable, pero una vez que se llega a ese punto, cuando se pone en tela de juicio el principio de la autoridad religiosa constituida, empieza justamente la disolución de una religión sustentada en creencias y normas de conducta controladas por una autoridad exterior. La libre decisión personal y la individualización llevan derecho a la fragmentación y/o la disolución de la religión como sistema.
Así sucedió en Europa, y así sucederá, tarde o temprano, en América del Norte y del Sur y en todos los continentes. La razón crítica, la difusión de las ciencias y el principio de la libre decisión personal acarrean inevitablemente la superación de todas las religiones tradicionales, incluido el cristianismo. En esta situación nos hallamos. Ése es el horizonte que se abre ante nosotros. Pero no es un desierto sin vida. Nuevos horizontes nos abren al Infinito.
En esta situación planetaria, con tales horizontes abiertos, si no queremos resignarnos a la alternativa destructiva de Donald Trump ni a ningún tipo de fundamentalismo religioso igualmente destructivo, si aún queremos ser una humanidad hermanada y feliz en la comunión de todos los seres, tendremos que beber de la fuente interior universal, del Espíritu que nos une y nos hace respirar, libres de todas las formas, dogmas y autoridades, pero hermanos de todos los seres. El Espíritu es el ocaso de las religiones, pero nada habremos ganado si no respiramos a fondo Espíritu y Vida.
(13 de mayo de 2018)