“EL ESPÍRITU Y LA ESPOSA”

Te invito a orar la vida confesando el Credo hasta el fin: Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos, la resurrección de los muertos y la vida eterna. Amén.

Te invito a decir: Creo en el Espíritu de Dios que habita a todos los seres. Creo en Dios que es misterio de comunión de todos los seres, corazón de cuanto existe. Creo que somos Iglesia en cuanto somos sacramento de la comunión universal. Creo el perdón en cuanto compañía que unge y cura todas las heridas. Creo la resurrección y la restauración de todos los seres. Creo y espero la eternidad como plenitud de ser, la plenitud de Dios que nos habita y nos atrae.

Te invito a abrir la vida al horizonte último que el Credo nos traza. Te invito a decir Amén a Dios como principio y fin, como novedad y principio en todo fin.

1. Creo en el Espíritu Santo

Sí, cree en el Espíritu Santo de Dios que movió a Jesús. Cree en el Espíritu Santo de Dios que mora en nosotros, suscitando y cuidando la confianza en las horas oscuras. Él mora en lo más adentro de ti, y tú moras en él. El es tu huésped y tú el suyo. Aunque tú no aciertes a acogerle, él siempre te acoge, te comprende y te cobija dulcemente, como una madre. Él es también Ella y todos los géneros: es femenino en hebreo (ruah), neutro en griego (pneuma) y masculino en latín (y en las lenguas romances y germánicas). Es espíritu, alma, vida. Es dinamismo, relación, comunión divina. Es aliento, viento, agua. Es ungüento, es consuelo, es compañía. Es el tú y es el yo y es el nosotros de nuestro yo.

Desde el comienzo del tiempo y desde antes, está acostumbrado a abrigar su creación y habitarla, a fecundar, remover y renovar cuanto es. Por él, por ella, Dios se acostumbra a nosotros, a todas las criaturas, y nosotros junto con todas las criaturas nos habituamos a Dios, habitando en Él. El Espíritu de Dios nos alienta para que nunca desesperemos de nosotros mismos y del futuro de la creación, a pesar de tanto horror y de tanto llanto.

Es el “Espíritu de la verdad” (Jn 16,13), que nos lleva a trascender todas nuestras nociones y lugares de verdad; nos lleva a conocer una verdad que no es ante todo del orden del pensar y del saber, sino del orden del ser y del hacer; nos ayuda a reconocer, a agradecer la verdad y el bien que hay en el mundo, pero también a reconocer y denunciar las redes de mentira, las redes de injusticia; nos ayuda a discernir nuestra realidad más concreta, a conocer el bien que llevamos en nosotros como tesoro escondido y a fundamentarnos en él; también nos ayuda a conocer y aceptar la fragilidad, el error, el daño y el engaño que hay en nosotros, preciosa vasija que somos de barro; nos ayuda a no aislarnos y a no consentirnos en exceso, encerrándonos; nos ayuda, sobre todo, a no maltratarnos, sintiéndonos solos o condenados.

Es el Espíritu del consuelo o de la solidaridad: “Yo rogaré al Padre para que os envíe otro Paráclito, para que esté siempre con vosotros” (Jn 14,16). El Espíritu no desenmascara nuestra verdad como fiscal, sino como Paráclito: como consolador, defensor, abogado, defensor, compañero, solidario. “Sin esta fuerza protectora, estabilizadora y alentadora desesperaríamos de la fecundidad de la verdad” (G. Müller-Fahrenholz). El Espíritu nos habilita para ejercitar la paráklesis mutua: la exhortación y la consolación; no una exhortación moralizante o culpabilizante, ni un consuelo piadoso y tranquilizante, sino la exhortación que suscita en el otro lo mejor de sí; un consuelo que proporciona al otro, frágil como yo, un suelo donde apoyarse sólidamente; un consuelo en forma de solidaridad protectora y paciente.

Es el Espíritu de la fidelidad y de la perseverancia. Es el amor fiel e irrevocable de Dios. Es la presencia (shekiná) de Dios que mora y permanece siempre con nosotros. Es la fidelidad tierna e inconmovible de Dios, que nos da fuerza para resistir en la prueba, para la “paciencia histórica” hoy más indispensable que nunca. Es la constancia de Dios. Es la amplitud de Dios que nos da respiro. Es la misericordia de Dios, fundamento de nuestra esperanza.

Cree en el Espíritu de Dios que es el alma de Jesús, el alma de cada comunidad cristiana, el alma del mundo, el alma de nuestra alma, el alma de cada criatura. Cree en el Espíritu de Dios que sigue creando el mundo hasta hacerlo templo de Dios. Cree en el Espíritu Santo, pues “sin el Espíritu Santo, Dios está lejos, Cristo permanece en el pasado, el evangelio es letra muerta, la Iglesia es una pura organización, la autoridad es tiranía, la misión es propaganda, la liturgia es simple recuerdo, y la vida cristiana es una moral de esclavos. Pero en el Espíritu, y en una sinergia indisociable, el cosmos es liberado y gime en el alumbramiento del Reino, el hombre lucha contra la egoísmo, Cristo resucitado está aquí, el evangelio es una fuerza vivificadora, la Iglesia significa la comunión trinitaria, la autoridad es un Pentecostés, la liturgia es memorial y anticipación, y la acción humana es divinizante” (Patriarca Ignacio de Antioquía en Upsala en 1968).

¡Que te sientas acompañado/a por el Espíritu consolador de Dios, para no desistir!

2. La santa Iglesia católica

Gracias a la Iglesia y con ella confesamos el Credo, del Creo al Amén. Pero en el Credo confesamos también la Iglesia. Es objeto de nuestra fe en la medida en que es sujeto de nuestra fe. No podríamos creer sin Iglesia, sin otros creyentes que con su palabra, su presencia, su vida, nos engendran como creyentes.

¿Pero la Iglesia es creíble? En todos los sondeos de credibilidad, ocupa el último puesto. ¿Qué ha pasado para que la Iglesia que cree haya de dejado de ser creíble? ¿Cómo puede ayudar a creer y tener confianza una Iglesia sin credibilidad?

La crisis de la Iglesia es comprensible en una cultura “postradicional” como la nuestra, en la que se están disolviendo los vínculos con todas las grandes instituciones tradicionales. Pero, además, la profunda ruina actual de la credibilidad de la Iglesia es debida a las enormes dificultades que está teniendo la institución eclesial para abrirse a las transformaciones radicales que los tiempos actuales le están exigiendo: democratización y desclericalización de todos los ministerios, descentralización de la autoridad, renuncia al monopolio de la verdad, aceptación del pluralismo a todos los efectos… Creo que es el Espíritu de Dios el que le está urgiendo a estas transformaciones, para que seamos sacramento de una nueva humanidad.

Es bueno seguir confesando la Iglesia, comunidad de creyentes, comunidad de comunidades, comunidad de iguales. La Iglesia que nos ha enseñado a rezar el credo no como dogma rígido, sino como buena noticia dinámica y liberadora. La Iglesia que nos precede y acompaña, que constituimos y nos engendra, que somos y nos hace ser. La Iglesia en la que estamos enraizados y cuyas viejas raíces queremos prolongar y transformar, pues son raíces vivas que nos hacen vivir y mantenemos vivas. La Iglesia que se funda en Jesús, pero que el carismático e itinerante Jesús no dejó fundada y establecida. La Iglesia de Jesús que somos todos los creyentes con pleno derecho evangélico y con plena responsabilidad. La Iglesia en la que circulan el Espíritu, el pan y la palabra, sin que nadie pueda erigirse en su dueño ni retenerlos para sí.

Creo en la Iglesia santa. Es santa porque Dios la habita y la ama, y es humilde tienda de Dios en la historia. Es santa como toda comunidad humana y como toda criatura, habitada y amada por Dios. Es santa a pesar de todas las cruzadas, todas las inquisiciones y todos los horrores cometidos en ella, por ella. Es santa a pesar de toda la violencia, toda la mentira y toda la opresión que hay tanto en sus miembros como en sus estructuras. Es santa por el amor y la entrega oculta de innumerables hombres y mujeres de todos los tiempos. Es santa porque también con ella está el Santo que mora en todos los seres, el Espíritu que santifica haciendo vivir.

Creo en la Iglesia católica, universal, amplia y sin fronteras. Una Iglesia que reconozca la presencia y la obra de Dios en el otro, el diferente: en cada iglesia con sus particularidades, en cada religión con su irreductibilidad, en cada persona con su misterio inviolable que Dios protege. Una Iglesia en la que se superen las fronteras entre “judío y gentil, esclavo y libre, varón y mujer” (Gal 3,28), donde nadie se haga llamar padre, maestro o señor, donde todos sean hermanos (Mt 23,8-10). Una Iglesia que no quiera imponerse. Una Iglesia que renuncie a erigirse como institución monolítica. Una Iglesia que sea alternativa de humanidad desde el diálogo, no se sienta amenazada en un mundo hostil y evite encerrarse o convertirse en secta y ghetto. Una Iglesia abierta y sin miedo, fiel al Espíritu libre de Dios. ¿Quieres ser Iglesia de esta manera y contribuir a que lo sea?

3. La comunión de los santos

“La comunión de los santos” puede ser aposición o explicitación del artículo precedente del Credo: Creo en la Iglesia, que es comunión de los santos. O puede constituir un nuevo “artículo de fe”: Creo en la Iglesia y en la comunión de los santos. El sentido de fondo no varía sustancialmente. La comunión define y constituye a la Iglesia, pero la comunión es un misterio más originario y englobante, el misterio mismo de Dios.

El término koinonía posee ya desde los orígenes cristianos cuatro sentidos íntimamente ligados: la comunión que es Dios y en el que comulgamos (sobre todo en la eucaristía), la comunión fraterna, la comunión de las Iglesias, la comunión de los vivos con los difuntos. La comunión de los santos es la mejor definición de la Iglesia, pero es también un bello nombre de Dios y de nuestra relación con Él, y es la vocación de todos los vivos más allá de la muerte. La comunión es la mejor definición del ser y de la vocación profundo de todo cuanto es.

Creemos en un Dios es que fuente y océano de toda comunión. Un Dios que es misterio de comunicación, cálida relación de distintos y de iguales, pura reciprocidad de alteridad y de respeto en el corazón de todo cuanto es. Un Dios con el que comulgamos cuando respiramos, bebemos, comemos y nos amamos. Un Dios que comulgamos en el pan y el cáliz, cuando hacemos presente la memoria de Jesús, nos abrimos a su esperanza y celebramos la vida.

La Iglesia que somos es fundamentalmente eso: comunión de hermanos y comunión de comunidades. Compartimos la fe y las dudas, compartimos la esperanza y los desánimos, compartimos la palabra, compartimos el pan. Somos Iglesia y comulgamos con la Vida de Jesús en la exacta medida en que contribuimos a que se realice en el planeta una comunidad real de todos los vivientes. “Cuanto hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,38).

Y creemos que la comunión no se interrumpe con la muerte. Nacemos de una relación, vivimos gracias a la relación y, cuando morimos, nacemos en una forma misteriosa que no podemos imaginar a la verdadera Relación de todos los seres en Dios, en la memoria y el corazón de Dios. En la memoria y el corazón de Dios, seguimos acompañando, amando y orando a los difuntos. En la memoria y el corazón silencioso de Dios, los muertos nos siguen acompañando, hablando y animando. Vivimos en la gran “intercesión” de vivos y muertos.

4. El perdón de los pecados

Pecado y perdón. He aquí dos términos correlativos ligados a un sinfín de equívocos fatales. Desde los orígenes de nuestra historia, los cristianos venimos confesando el perdón de los pecados, pero creo que el lenguaje y la disciplina misma “penitencial” han sido obstáculos radicales para una fe real en el perdón. Pues hemos entendido el pecado y el perdón en el registro jurídico-moralista de la culpa, y en ese registro no es posible creer en el perdón. Hemos entendido el pecado en términos de infracción de leyes divinas y de ofensa de Dios. Y, en la misma perspectiva, hemos entendido el perdón (e incluso la salvación, redención…) en clave jurídica como “absolución de una culpa”, ligada por lo demás a todo un ritual penitencial y expiatorio. De esta manera se deforma de raíz todo el Evangelio de Jesús.

Miremos a Jesús. Nunca exige “confesión” de pecados, nunca pronuncia absoluciones de culpa, nunca exige rituales de expiación. No trata a los “pecadores” como culpables, sino como enfermos. Y los acoge. Y así los regenera. Ahí está la clave. ¿Qué es, pues, el “pecado”? Es el daño que hacemos y nos hacemos, reconocido ante Dios. Y Dios no es un juez severo, tampoco es un juez clemente. A nadie mira con el prisma de la culpa. A nadie pide cuentas. A nadie castiga. A nadie condena. Es pura compasión con el herido, incondicional compañía del extraviado. Es pura acogida. Su abrazo y su alegría transforman al herido que somos, lo hacen capaz de curación para sí y para los demás. Ése es el Dios de Jesús. Y su “per-dón” no es más que el don de sí redoblado.

Lo expresó de manera espléndida Juliana de Norwich, mística inglesa del s. XIV escribe: “Él mira el pecado como tristeza y sufrimiento de sus amantes, a los que por amor no atribuye ninguna culpa”. Y también: “Su paz y su amor están siempre con nosotros, viviendo y trabajando, pero nosotros no siempre estamos en paz y amor”. Y también: “Nuestro Señor no puede perdonar, porque no puede estar airado eso le es imposible”. Ahí sí se supera radicalmente el registro de la culpa y del “perdón de la culpa”. ¡Ojalá lo experimentemos!

Y ¿cómo podemos creer verdaderamente en el “perdón” la compañía, la acogida, el dulce consuelo que es Dios si no perdonamos o, al menos, no deseamos sinceramente perdonar a todo aquél que nos ha hecho daño? Necesito profundamente ser perdonado, y el otro necesita también ser perdonado tanto como yo. Perdonar es mirar al pasado sin amargura ni vergüenza, es mirar al futuro sin miedo ni rencor. Perdonar es sobreponerse al mecanismo que nos lleva a regodearnos en nuestra propia herida o en nuestra culpabilidad. Perdonar es reconciliarnos con la debilidad o la angustia que nos ha llevado a hacer daño. Perdonar es reconciliarnos también con la herida que hemos sufrido, aun cuando a veces pueda llegar a ser irreparable. Perdonar es regenerar y regenerarnos, curar las heridas de la vida. Si perdonamos así, encarnamos a Dios.

5. La resurrección de los muertos y la vida eterna

El que cree en el Dios de la vida no se resigna a que con la muerte física se acabe el milagro de ser y de vivir. El que cree en el Padre/Madre de cuanto es no puede creer que esta creación maravillosa se encamine a la pura extinción. Cree más al ángel de la Pascua: “¡No está aquí!”.

No esperamos la muerte, sino la vida nueva y plena. No esperamos el fin del mundo, sino la recreación de todas las cosas. Esperamos el “arribo de la muerte a la vida, de lo visible a lo invisible, de la oscuridad moral a la luz eterna de Dios” (H. Küng). Esperamos las “bodas”, el “banquete”, el “paraíso”, la “nueva Jerusalén”, el “cara a cara con Dios”, el “disfrute” de Dios.

Y lo esperamos para todos. Sólo podemos esperar para todos. Porque creemos más en el poder de la ternura divina que en el poder de nuestros miedos y mecanismos mortales. La última palabra será: “El Padre de las misericordias y el Dios de todo consuelo” (2 Cor 1,3). Al final será el principio. Al final será Dios. “Será nuestro sábado, cuyo fin y término no será la noche, sino el día del domingo del Señor (…). Allí descansaremos y veremos, veremos y amaremos, amaremos y alabaremos” (San Agustín). Celebraremos la Vida.

En esa esperanza seguimos padeciendo y disfrutando la vida. “El Espíritu y la Esposa dicen: ‘¡Ven!’ ” (Ap 22,17). ¡Que se revele el futuro en nuestra vida! ¡Que nuestra vida anticipe el futuro! El presente no basta, pues hay en él demasiadas lágrimas y gritos. Y suspiramos por la dicha y el descanso de toda la creación: “¡Ven, Señor!”.

El Espíritu y la Esposa al unísono y en diálogo. Es el latido, el pulso, el ritmo del ser, de la historia universal con su incierto drama. También de tu pobre ser, con tus heridas y tus anhelos.

El Espíritu. La compañía, la comunión, la paráklesis, la solidaridad, el consuelo de Dios. Dios mismo presente y orante, Dios que goza y gime en el corazón de todo ser humano, de todo ser viviente, de toda criatura grande y pequeña, de las galaxias inmensas y de las partículas ínfimas. Y la esposa. La esposa de Dios esposo o el esposo de Dios esposa. La comunidad de los creyentes en su diversidad insoslayable, la fraternidad y sororidad universal de hombres y mujeres, la gran comunidad de todos los seres, cada criatura amada por Dios en su secreto singular. El mundo inmerso en el deseo, el amor y la pasión de Dios por la nueva creación.

La Iglesia confiesa y vive, espera y lucha suplicando: “¡Ven, Señor!” Pero la Iglesia ora haciéndose solidaria, portadora, del gemido y de la súplica de todos los seres humanos y de todas las criaturas. Y el Espíritu de Dios gime y ora en el corazón de la Iglesia y de todos los seres, como compañero y compañera de camino, de exilio, de esperanza. El Espíritu de Dios, alma de la Iglesia y de la creación entera, se une a ellas en la misma súplica: “¡Ven! ¡Que se cumpla la esperanza mesiánica! ¡Que se realice la liberación universal! ¡Que Dios sea todo en todas las cosas y todos lo seres sean totalmente en Dios!”.

6. Amén

Entonces Jesús será verdaderamente Cristo. Dios será todo en todas las cosas. Será esposo y esposa, amigo/a y amante para toda la Creación. Y todas las criaturas seremos plenamente en Dios. Sólo entonces podremos decir el Amén del Credo. La vida misma, la Creación entera, será un gran “canto de sí y de amén”.

Pero también entretanto decimos Amén cada vez que rezamos el Credo o cada vez que oramos. Y a veces, cuando no acertamos a decir otra cosa y no podemos más, también decimos Amén.

Sí, podemos decir Amén, pues Dios nos ha dicho Amén desde siempre. Podemos decir Amén al Credo, a la vida, a Dios, porque Dios nos está diciendo sin cesar Amén.

“Sí, estoy a punto de llegar”. “¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22,20).

(Frontera Hegian 54 [2006], pp.77-88)