EL EXCESO Y LA PALABRA

Reflexiones sobre la verdad de las afirmaciones teológicas

La idea de verdad sufre en la cultura actual una crisis radical. Y, como toda crisis, también la de la verdad constituye para el creyente y para el teólogo tentación y kairós. Tentación del “todo vale, porque nada vale”. Kairós para dejarnos despojar de muchas (nunca de todas) las adherencias con las que, inevitablemente, revestimos y desnaturalizamos la verdad. Mostrar y despojar, exponer y expurgar, son dos aspectos inseparables, e interminables, de la tarea teológica. Porque Dios se revela en nuestra palabra, pero nuestra palabra lo oculta; se manifiesta en nuestra historia, pero la injusticia lo niega.

Las reflexiones que siguen no tratan sobre la verdad en sí, sino sobre “la verdad de las afirmaciones teológicas” o, si se quiere más exactamente, sobre la verdad en sí, pero en cuanto teológicamente enunciada. En realidad, también aquél que pretendiera tratar directamente de la verdad en sí estaría, sin quererlo o sin saberlo, hablando de la verdad de unas determinadas afirmaciones; y de todos modos, estaría haciendo unas afirmaciones sobre la verdad. Dicho de otra forma, tampoco él tendría acceso a la verdad desnuda de lenguaje, sino sólo a través del lenguaje propio y ajeno; tampoco él nos presentaría la verdad desnuda de lenguaje, directamente y en sí misma, sino a través de unas afirmaciones, de un lenguaje. Y el lenguaje no se da en abstracto, sino en concreto, en una lengua concreta. Y una lengua no es solamente un vocabulario y una gramática determinada que tienen un equivalente más o menos exacto en el vocabulario y la gramática de otra lengua, sino que es una experiencia de la existencia, un modo de ser y de padecer y de esperar y de luchar en el mundo, una estética y una lógica y una dramática en la historia.

También la reflexión teológica sobre la verdad se presenta siempre, lo diga o no, como una serie de afirmaciones acerca de la verdad de otras afirmaciones. Y se trata siempre de afirmaciones humanas.

Pero si ello es así, ¿el discurso creyente sobre la verdad estará condenado a dar vueltas sobre sí como una peonza? ¿El lenguaje del teólogo estará condenado a girar eternamente sobre sus propias afirmaciones humanas? ¿El lenguaje será para el creyente en general y para el creyente que piensa su fe en particular una cárcel cerrada en su finitud? ¿O será que el lenguaje humano es un ámbito de anuncio y revelación, un espacio de profecía y promesa, un lugar donde no cesa de advenir y de acontecer una Palabra que excede la palabra? Efectivamente, el creyente confía en la gracia y el exceso inscritos en la palabra humana: en palabras humanas habla de Dios; es más, en palabras humanas habla a Dios; y es más, en palabras humanas escucha a Dios. Y Dios es la verdad.

1. VERDAD Y LENGUAJE. UNAS REFLEXIONES PRELIMINARES

Estas reflexiones preliminares no son indispensables, pero quizá no sean superfluas, sobre todo si nos situamos, como es el caso aquí, en una perspectiva de teología fundamental. En efecto, “la cuestión del lenguaje está evidentemente en el centro de la teología fundamental, pues la misma palabra ‘teología’ incluye el logos[1]. Una reflexión sobre “la verdad de las afirmaciones teológicas” no puede dejar de pensar, en un momento u otro, la relación existente precisamente entre verdad y afirmación o, dicho de otra forma, entre verdad y lenguaje.

Esta primera sección quiere poner de manifiesto – aun incurriendo en burdas simplificaciones – cómo la ciencia y la filosofía del lenguaje no sólo marcan a la teología con la marca de su propia finitud e historicidad, sino también le abren un horizonte de trascendencia: la trascendencia inscrita en el corazón mismo de la palabra humana[2].

1.1. Teología, verdad, lenguaje: coimplicaciones

“¿Qué es la verdad?” (Jn 18,38), preguntó Pilato a Jesús, si bien no quiso quedarse a escuchar la respuesta. Y después fue demasiado tarde, porque el que dijo “Yo soy la Verdad” calló (cf. Jn 19,9). Y no dio más respuesta que el gran silencio de la Cruz en que todo está dicho. Verdad, palabra, silencio son una misma cosa en Dios.

No así en nosotros. Y por eso seguimos preguntando y balbuciendo respuestas. “¿Qué es la verdad?”, seguimos preguntando desde mil perplejidades, a menudo a destiempo y poco dispuestos a oír, como Pilato. Y siempre con palabras. La Verdad se ha dicho a sí misma callándose, es decir, entregándose, pero nosotros no podemos menos de hablar para preguntar y para contestar, para buscar y para acoger, para decir y hasta para callar la verdad. A la pregunta sobre qué es la verdad, querríamos obtener una respuesta directa, desde el silencio mismo de Dios. Pero nos resulta imposible, pues siempre estamos ligados a nuestras palabras. O querríamos que nuestras palabras fuesen pura transparencia de la verdad y del silencio divinos, pero tampoco es así: las palabras a la vez descubren y encubren la verdad; al mismo tiempo que mediación necesria, son rémora y retraso. Quizá es bueno, pues, no empezar por contestar directamente a la pregunta sobre la verdad, sino por tomar conciencia de que, no solamente cuando formulamos dicha pregunta, sino también cuando creemos darle respuesta, estamos hablando.

La filosofía moderna y sobre todo contemporánea nos han hecho conscientes de que la experiencia humana, con todos sus asombros y enigmas, está indisolublemente ligada al lenguaje, en cuanto mediación y forma de toda experiencia. Nuestra experiencia de la realidad y nuestro conocimiento de la realidad no es directo, por así decirlo, sino mediatizado por el lenguaje. Por ello, la filosofía ha adoptado en buena parte la forma de filosofía del lenguaje: “El objetivo primario de la filosofía es el significado por medio del lenguaje; no se trata de objetos ni de actos, ni siquiera del lenguaje como objeto (a la manera de la lingüística), sino del significado de los simbolismos elaborados en las diferentes esferas culturales, incluida la religión”[3]. Y, a través de la exploración y del rodeo del lenguaje, la filosofía va asomándose a los horizontes de ese sentido último que llama “verdad”.

También la experiencia de fe está ligada a la palabra con la que la decimos. El creyente tiene experiencia de que Dios es ternura entrañable. Pero no es lo mismo decir: “Dios es ternura para con las criaturas humanas limitadas y heridas” que decir: “Dios es indulgente y perdona los pecados de los hombres”. Quizás ambas expresiones apuntan a la misma verdad e incluso a la misma experiencia de fondo, pero la experiencia concreta será más o menos diversa según que esté expresada y mediatizada por el registro (lingüístico) de la “ternura” o por el de la “indulgencia que perdona”, según las resonancias mentales y afectivas que tengan para uno las palabras “ternura”, “perdón”, “pecado”… ¿Cuál de los dos registros es el verdadero? ¿O ambos son verdaderos parcial y complementariamente? ¿O la auténtica verdad de la relación de Dios con nosotros, sus criaturas, trasciende lo que sugieren tanto un registro como el otro?

La verdad de Dios, a la que se refieren las afirmaciones teológicas, es una verdad inscrita en las palabras, es decir, ligada al lenguaje con que el ser humano interpreta sus experiencias, al mismo tiempo que éstas se hallan en alguna medida condicionadas por el lenguaje que las expresa. También la experiencia de fe es siempre una experiencia interpretada y expresada, es decir, una experiencia de la que el lenguaje es constitutivamente mediación y forma. La verdad de las afirmaciones teológicas (por ej., el perdón de los pecados) es inseparable de la condición lingüística (que es a la vez condición psicológica, social y hasta política) en la que esa verdad es afirmada en concreto. La afirmación de la verdad y la verdad de la afirmación están indisolublemente ligadas. Las palabras teológicas que afirman la verdad no son palabras asépticas, y nunca afirman la verdad en sí de Dios de manera neutra y pura.

Por eso, la teología, que quiere ser lenguaje sobre la verdad que es Dios, es siempre a la vez una teología del lenguaje creyente, como la inteligencia de la fe es siempre a la vez interpretación (hermenéutica) del lenguaje de la fe, o lo que es lo mismo, de las condiciones personales y comunitarias, nunca neutras, a las que está ligado tal lenguaje. Una reflexión en lenguaje humano acerca de la experiencia de fe, y una reflexión sobre la experiencia de fe que se presenta siempre ligada a un lenguaje. Decir que la teología es inteligencia de la fe en sus palabras no es distinto de decir que la teología es inteligencia de la palabra de Dios, pues ésta se comunica en palabras humanas.

Puede decirse, pues, que el lenguaje en el que la fe se dice a sí misma es, no solamente el instrumento, sino también el objeto primario de la teología. ¿Quiere esto decir que la teología se ocupa de “meras palabras”, y no de una realidad en sí que llamamos la verdad teológica? No, quiere decir que esas palabras de las que se ocupa la teología no son “meras” palabras (ninguna palabra lo es), sino son más bien testigos insuficientes e indispensables de la verdad de Dios, que es palabra y silencio, Cruz y Pascua. Y quiere decir que la palabra humana, con su inagotable riqueza y su dolorosa indigencia, es el eco histórico de la palabra de Dios, elocuente, silenciosa y activa.

Creo que estas observaciones justifican suficientemente la afirmación que me interesaba resaltar aquí, a saber: que la cuestión de la verdad de las afirmaciones teológicas no puede tratarse sino teniendo en cuenta su condición de “afirmaciones”, de lenguaje humano. O dicho de manera más general: que la pregunta por la verdad de la experiencia de fe presupone siempre el análisis del lenguaje en que esa experiencia se expresa y se interpreta.

1.2. Horizontes del lenguaje para la teología

Si la palabra es medio y objeto de la reflexión teológica, y si la verdad de la teología está esencialmente ligada a su condición de lenguaje, se concluye que la teología deberá estar muy atenta a lo que las diversas ciencias del lenguaje nos enseñan sobre el lenguaje, la lengua hablada y el acto de hablar. No puede resultar indiferente al teólogo ninguna ciencia que le hable sobre los límites y las posibilidades de la palabra, sobre la relación de dependencia y desbordamiento de la verdad con respecto a la palabra, sobre las condiciones en las que la palabra se convierte en huella de un exceso, el exceso de la verdad: exceso de sentido sobre el significado enunciado y exceso de realidad sobre el sentido evocado.

Una teología que quiere afirmar la verdad de sus enunciados – y toda teología conlleva cierta pretensión de validez y de verdad -, no debe ignorar lo que las ciencias y la filosofía de hoy nos enseñan acerca de la relación entre el lenguaje humano y la verdad. Al igual que, para Sto. Tomás de Aquino, la teología debía satisfacer las exigencias de credibilidad y coherencia que representaban en aquel momento los cánones aristotélicos para así ser verdadera ciencia entre las otras ciencias del tiempo, así también hoy la teología debe intentar satisfacer al máximo las exigencias de credibilidad vigentes en el pensamiento actual y, en concreto, en los diversos estudios del lenguaje, tanto estructuralistas como fenomenológicos. Es una exigencia de la verdad misma que la teología pretende expresar y suscitar, y una exigencia de la credibilidad a la que aspiran las afirmaciones teológicas en ese abigarrado mundo de la palabra en el que el creyente vive, anuncia y piensa su fe. El creyente – y la comunidad creyente – requiere siempre una credibilidad ante sí y ante los demás. Pues bien, las ciencias y la filosofía del lenguaje delimitan en buena parte el campo de dicha credibilidad. Y no se trata con ello de que la teología haya de poder afirmarse como una ciencia más junto a las otras, sino de que ha de poder ser testimonio creíble de la verdad que corona y desborda la condición lingüística de la existencia humana con su palabra y su silencio, su gracia y su pasión.

¿Y cuáles son las exigencias o, más bien, los horizontes que, para el tema de la verdad de las afirmaciones teológicas, se derivan del hecho de su condición lingüística? Señalo tres aspectos que las ciencias del lenguaje resaltan especialmente y me parecen especialmente importantes para la cuestión de la verdad en teología:

En primer lugar, el lenguaje es situacional, en cuanto que implica al que lo habla, tanto el sujeto concreto como su grupo social. El que habla vierte en su lenguaje toda su existencia personal, intersubjetiva y política. El que dice: “La obediencia a la autoridad paterna es un valor social fundamental” no está haciendo una afirmación en abstracto, sino que está afirmando un modelo de familia y de sociedad ligado a las experiencias positivas o negativas que él ha tenido en ese terreno. Quien habla no sólo expresa algo, sino se expresa a sí mismo y a la comunidad a la que pertenece: su manera de ser y de vivir, de entender el mundo y de implicarse en él. El lenguaje es siempre “implicativo”: implica al sujeto que habla e implica a la “comunidad lingüística” cuyo lenguaje (experiencia, cultura, cosmovisión…) habla[4].

Así también en teología, todas las afirmaciones llevan el sello personal del teólogo y el sello social de la comunidad creyente a la que pertenece, con su “lengua” concreta: sus urgencias, sus preguntas, sus conceptos. Quien dice: “La Iglesia es una comunidad jerárquica fundada por Cristo” y quien dice: “La Iglesia es una comunidad liberadora que sigue a Jesús” no sólo están pensando en distintos modelos de Iglesia y expresando distintas experiencias concretas de Iglesia (positivas o negativas), así como distintos compromisos y expectativas eclesiales, sino que están también reflejando distintas situaciones eclesiales; y ambas afirmaciones pueden ser “verdaderas”, pero su verdad estará al mismo tiempo condicionada por la situación personal-eclesial y socio-cultural de quien hace dicha afirmación. Toda afirmación teológica es una afirmación eclesial, y más, es un acto de una iglesia concreta de un lugar concreto (y sólo así un acto de la Iglesia universal de todos los tiempos y lugares). No hay en teología una verdad asocial y a-eclesial. Pero, por eso mismo, tampoco hay una verdad aséptica, a-histórica, separada de la condición histórica concreta en la que están implicados el teólogo y la “comunidad lingüística” de fe a la que pertenece.

En segundo lugar, el lenguaje tiene carácter inseparablemente teórico-práctico, pues no sólo transmite mensajes cognitivos, sino que los ejecuta. El lenguaje no se limita a expresar significados; también crea estados de ánimo, entusiasma, entristece, consuela; muy a menudo se propone transformar al que escucha (así una arenga, un poema de amor o una riña). El lenguaje es “performativo” (del inglés to perform, ejecutar): no sólo enuncia significados o describe hechos o “estados de cosas”, sino que realiza aquello que enuncia, crea o transforma situaciones y realidades[5]. De la palabra en general vale en alguna medida lo que la Biblia dice de toda palabra de Dios: que “realiza” lo que dice. Hay actos de lenguaje que transforman al mismo que habla e incluso al que escucha: una confesión de fe, un reconocimiento de culpa, una promesa, un juramento… El lenguaje no es solamente un frío sistema de señales, una mera estructura lingüística o gramática, sino un acto vivo, un acontecimiento humano, una fuerza transformadora. No es solamente una estructura lógica de signos (semiótica) con un significado meramente lingüístico (semántica), ni es una mera sintáctica, sino también una pragmática; surge de una praxis y conduce a una praxis; está cargado de mundo y, es más, crea un mundo (poiesis).

Lo mismo vale, y en un sentido aun más radical, de las afirmaciones teológicas: éstas no tienen como objetivo únicamente el decir algo, sino el hacer ese algo expresado en la palabra. La palabra de la fe y la palabra de la teología, al igual que la Palabra de Dios, no se refieren a contenidos meramente cognoscitivos, sino a acontecimientos, y su función no es la mera comunicación de mensajes, sino su realización. La verdad de las afirmaciones teológicas no será pues, de orden meramente cognitivo, sino de orden cognitivo-práctico, no consistirá únicamente en decir “algo verdadero”, sino en suscitar una realidad verdadera. La teología no es sólo una lógica y una estética, sino una dramática (H. U. von Balthasar): surge de una praxis existencial en todas sus dimensiones (personal e interpersonal, sicológica y sociológica, mística y política…) y lleva a una pragmática y la suscita. Un cristiano no es ortodoxo por el mero hecho de confesar que Jesucristo es “verdadero Dios y verdadero hombre”, sino por el hecho de empeñarse en ser hijo de Dios como él y ser persona humana como él. Y las afirmaciones teológicas no serán verdaderas por el solo hecho de expresar “verdades”, sino por el hecho de hacerlas realidad. La teología sólo será lenguaje verdadero acerca de la verdad en la medida en que “realice la verdad”, es decir, transforme la realidad, convierta la Cruz en Pascua.

En tercer lugar, el lenguaje no se agota en la estructura lingüística, sino que está abierta a lo que la desborda. Estaríamos tentados de afirmar que la verdad a la que el lenguaje se refiere es supra- y extra-lingüística, pero esto tendría el peligo de sugerir que la verdad se sitúa por encima o fuera del lenguaje, lo cual estaría en contradicción con lo que en el punto 1.1 (“Teología, verdad, lenguaje: coimplicaciones”) ha quedado dicho y subrayado. Lo que quiero decir es más bien que la verdad está presente en el lenguaje como profundidad y como sublimidad del mismo lenguaje, que éste no es una estructura de significados y de referencias cerrada en sí misma, como un diccionario, sino esencial apertura, hendedura, quebradura. El lenguaje es manifestación de realidad, testimonio de alteridad, revelación de verdad.

Por todo lo cual, quedan igualmente descartadas dos concepciones de la verdad que, siendo opuestas, dependen de la misma noción demasiado estrecha y reductora del lenguaje como estructura cerrada: la concepción meramente formal de la verdad (entendida como recto uso de las reglas internas de funcionamiento del lenguaje) y la concepción simplemente especular de la verdad (como realidad externa reflejada por el lenguaje como por un espejo). La primera es una concepción meramente lógica y estructuralista de la verdad, y la segunda una concepción meramente metafísica y objetivista. La primera encierra y agota la verdad en el lenguaje; la segunda la expulsa del lenguaje, convertido en mero espejo; ambas separan lenguaje y verdad. Es preciso superar esta concepción del lenguaje y de la verdad y de su mutua relación[6]. A esta superación parece apuntar la filosofía actual del lenguaje: las ciencias del lenguaje piden prolongarse en filosofía, el estructuralismo en fenomenología, el estudio del mero funcionamiento en pregunta por el sentido profundo, la intención última, la verdad “ontológica”[7]. No se trata de esa forma de afirmar una verdad exterior al lenguaje, sino una verdad que se manifiesta como exceso, trascendencia y desbordamiento del lenguaje mismo, en él y desde él.

De esta tercera característica del lenguaje se siguen, para la cuestión de la verdad de las afirmaciones teológicas, dos exigencias fundamentales: por un lado, no se ha de reducir la verdad teológica a mera verdad formal, mero enunciado sin contenido “real”; pero, por otro lado, tampoco se la ha de concebir como una realidad “exterior” que el lenguaje refleja y expresa “objetivamente”. Cuando afirmamos que “Cristo ha resucitado”, estamos expresando una realidad, y no estamos solamente haciendo un enunciado cuyo sentido comenzaría y acabaría en el propio enunciado; pero tampoco estamos haciendo una simple afirmación neutra y objetiva de un hecho externo al hecho mismo de enunciar y confesar, como cuando afirmamos que “el agua hierve a los 100º”. Afirmamos una realidad, un hecho, un acontecimiento real, y no hacemos un mero enunciado más o menos lógico; pero la realidad del acontecimiento afirmado es inseparable de la misma afirmación-confesión: no podemos verificar la realidad del hecho fuera de su afirmación, como no afirma realmente al Resucitado sino el que cree en él. Además, lo que significa “resucitar” sólo lo puede sugerir la palabra “resucitar” y no, por ej., la palabra “glorificar”. ¿El hecho real al que nos referimos con el término “resurrección” (revivir un muerto) y el hecho real al que nos referimos con el término “glorificación” (exaltar al condenado) no son entonces el mismo? Sí, pero ese hecho en su realidad divina se nos escapa siempre, y cada vez no podemos sino sugerirlo, evocarlo e invocarlo con un lenguaje particular, fragmentario y siempre inacabado. Y cada vez, la verdad afirmada está ligada a la imagen y al lenguaje utilizados, pero en cuanto que desde dentro los trasciende. La verdad de las afirmaciones teológicas la constituye la revelación de Dios que es exceso de la palabra, pero tal exceso se halla inseparablemente ligado al lenguaje humano, siempre histórico y a la vez autotrascendente. La teología no habla del lenguaje, sino de la revelación de Dios; pero no tenemos acceso a dicha revelación “en sí” si no es a través de la palabra humana, radicalmente limitada y radicalmente autodesbordante a la vez.

1.3. Más allá de la verdad verificacionista

La pregunta por la verdad de las afirmaciones teológicas nos pone de frente con el criterio verificacionista de la verdad. Ha habido un tiempo en que la ciencia del lenguaje parecía dominada por dicho criterio; según él, un enunciado tiene sentido solamente si expresa un “hecho”, un estado de cosas, comprobable por un método empírico y positivo. “Verdadero” se identifica con “verificable”[8].

Evidentemente, tal verificacionismo está en contradicción frontal con el presupuesto primero y el método propio de la teología. En efecto, la teología habla de “Dios” y de todo cuanto existe en cuanto creado, salvado y llamado por Dios; ahora bien, Dios no entra en el campo de la verificación empírica; por lo tanto, según ese criterio, los enunciados teológicos, por ser inverificables, estarían desprovistos de sentido.

¿Pero puede justificarse racionalmente, más en concreto, empíricamente, que sólo es verdadera una afirmación si puede ser verificada de manera empírica? Para empezar, ¿es empíricamente verificable que sólo lo empíricamente verificable sea verdad? Es claro que no. El principio verificacionista, en su pretensión absoluta, puede ser aplicado a todas las afirmaciones menos al propio principio. Con lo cual, éste queda, por su propia definición, radicalmente marcado de incertidumbre y perplejidad. El principio mismo verificacionista escapa a toda posible verificación, con lo cual se convierte en a priori injustificable.

Este argumento ad hominem no es sino la formulación superficial de una realidad mucho más profunda: el hecho de que el lenguaje no alcanza a fundarse a sí mismo, ni puede cerrarse en sí mismo. Al lenguaje le pasa lo que pasa a la existencia en general: se encuentra siempre dado, e incapaz de explicarse en su origen. Es la limitación radical del lenguaje, pero es también su gracia: ser testimonio de un límite que no cierra, sino confina y abre a lo otro[9].

Desde aquí cabe reinterpretar a Kant: un creyente que puso de manifiesto como nadie los límites del conocimiento racional, que está inhabilitado, no solamente para afirmar a Dios, sino también, y por lo mismo, para negarlo. Y lo mismo habría que decir, y con más razón aun, sobre L. Wittgenstein que, más allá de su supuesto positivismo lógico, fue un místico, como se ve por la coherencia global de su vida y su obra. No acertó cuando, en su Tractatus, limitó la lógica del lenguaje a la mera lógica positivista, ni cuando, al final de la obra, sitúa la mística fuera del campo del lenguaje. Pero no quiso con ello negar la realidad de la mística, sino afirmarla mejor[10]. Es preciso ahondar y ampliar la concepción del lenguaje: es limitación radical, ciertamente, pero limitación que confinan con el exceso y la trascendencia. El mismo discurso del Tractatus, en su aparente positivismo lógico, en realidad “pone de relieve lo que se anuncia en los confines del mundo, allí donde cesa el imperio de lo verificable y donde madura el silencio revelador del enigma”[11].

Apenas habrá hoy quien se atreva a sostener la afirmación de J. Monod de que el conocimiento científico es la “única fuente de una auténtica verdad”. Ni, consecuentemente, a asegurar que el lenguaje de lo verificable es el único[12]. Como subraya el Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas, el lenguaje no es sólo un instrumento útil para comunicar hechos empíricos, sino más bien se asemeja a un organismo vivo y es comparable con una ciudad antigua: “… un dédalo de pequeñas calles y plazas, con casas viejas o más recientes, que incluyen ampliaciones añadidas de épocas diversas. Y todo ello rodeado de barrios nuevos con sus calles derechas y sus casas uniformes”[13]. En el lenguaje hay “muchas moradas” y en él tienen cabida modos de hablar tan distintos como el informe de un perito, la hipótesis de un científico, las conjeturas de un investigador, el relato de un novelista, el poema de un poeta, la súplica de un reo, la maldición de un desesperado, la oración de un creyente… Todos estos tipos de lenguaje, en su diversidad, pueden reivindicar legitimidad y validez, sin que ninguno de ellos pueda alzarse con el monopolio de la verdad lingüística; aunque no todos satisfacen los criterios del positivismo lógico, todos ellos, sin embargo, pueden pretender ser diversos modos de comunicar y de “hacer” la verdad. No quiere decirse con ello que los criterios de la lógica, las reglas lógicas, no tengan vigencia universal; quiere decirse solamente que tales criterios y reglas no se aplican necesariamente del mismo modo o, incluso, que cada tipo de lenguaje tiene, al menos en parte, sus propias reglas de verdad, por las que habrá de regirse.

En el amplio y variado mundo del lenguaje también hay una morada para el lenguaje religioso y para su elaboración conceptual, a saber, el lenguaje teológico. Y por consiguiente, para tener sentido, para ser “verdadero”, dicho lenguaje teológico habrá de someterse, no al criterio empírico-positivista ni al criterio meramente formal del lenguaje lógico-matemático, sino al criterio propio del lenguaje teológico-religioso[14]. “El discurso teológico no ve reconocido su sentido a partir de una criteriología extrínseca, sino dentro de una forma de vida – la vida de fe precisamente – en la que se revela su significado”[15]. El criterio no lo ofrecerá ya la simple lógica formal ni el verificacionismo empírico sino sencillamente la experiencia religiosa, es decir, la percepción y la vivencia intuitivo-simbólica, individual-social, cognoscitivo-práctica de la realidad última con la que confina la realidad mundana y el lenguaje.

El lenguaje es siempre el lugar de un exceso: un exceso de sentido sobre las palabras, un exceso de realidad sobre el mero significado, un exceso óntico sobre lo semántico, un exceso pragmático sobre lo lógico. Y la teología es un testigo excepcional de todos esos excesos que constituyen la identidad y la vocación de todo lenguaje. Las afirmaciones teológicas sobre Dios, sobre el enigma del mundo y del hombre, sobre el mal y la esperanza, sobre la muerte y el más allá, no son afirmaciones que quepan dentro de las condiciones impuestas por Kant al conocimiento, ni tienen sentido según el criterio de verdad del análisis verificacional y, sin embargo, pueden legítima y justificadamente ostentar la pretensión (discreta y firme, sin presunción ni complejo) de expresar realidades verdaderas y de contribuir a hacer la realidad más verdadera. Y la ciencia y la filosofía del lenguaje avalan hoy más que ayer esta posible validez lingüística y racional, o al menos razonable, de las afirmaciones teológicas.

2. LA VERDAD OBJETIVA E INOBJETIVABLE

El lenguaje humano tiene sentido en la medida en que dice “algo” sobre “algo”. El lenguaje no solamente enuncia significados, ni los refiere a simples palabras, sino a cosas, a realidades que son en sí mismas. El lenguaje vivo no es un mero diccionario; un diccionario es un sistema cerrado de significados, donde unos términos remiten a otros y donde unas palabras se definen por otras; un diccionario no me presenta ninguno de los objetos que define; no pone ante mí objetos, sino definiciones, y éstas se bastan a sí mismas. Cuando hablamos, al contrario, pretendemos decir algo sobre algo. Pretendemos referirnos a realidades “objetivas”, no meramente a entes lingüísticos.

Y cuando hablamos de Dios, no creemos que simplemente hablamos de Dios, o que Dios es un mero significado lingüístico, sino creemos que realmente hablamos de Dios en cuanto realidad que excede al lenguaje. Y podemos y debemos sostener que la teología hace afirmaciones “objetivas” sobre Dios. ¿Pero qué significa “objetivo”?

2.1. La verdad “objetiva” de Dios y la subjetividad humana

El término “objetividad”, como tantos, es peligrosamente equívoco. Por eso, cuando decimos de algo que es “objetivo”, deberemos estar atentos al significado que queremos dar al término. Y deberemos estar doblemente atentos cuando utilizamos el concepto de “objetividad” en relación con afirmaciones teológicas y con realidades teológicas. Pues aquí la cuestión de la objetividad es infinitamente más compleja y los equívocos más peligrosos.

“Objetividad” puede significar en primer lugar que una realidad determinada tiene una entidad propia, no reductible al lenguaje que la designa; en segundo lugar, puede significar la coincidencia entre la realidad en sí y el conocimiento que de ella tenemos (así en la corriente clásica del realismo epistemológico); pero además, y en tercer lugar, “objetividad” puede significar (así en Kant, y en buena parte de la epistemología científica) la coherencia y funcionalidad del conocimiento que tenemos de la realidad, más bien que la coincidencia del conocimiento con la realidad misma; por ej., un enunciado científico es “objetivo” si es coherente dentro del sistema más amplio en el que se sitúa y si funciona realmente, es decir, si es aplicable y operativo. Voy a dejar de lado este tercer sentido para centrar el análisis en los dos primeros.

Las afirmaciones teológicas son “objetivas” en el sentido de que Dios es real y es “otro”, no mera proyección de nuestras carencias, ni mero producto de nuestros deseos, ni mero reflejo de nuestras preferencias (y no hace falta haber leído a muchos maestros de la sospecha, para reconocer que lo que llamamos Dios se reduce a menudo, en buena parte, a producto de nuestra subjetividad indigente). Dios es objetivo en este primer sentido. Adviértase que al decir “Dios”, se dice igualmente toda la dimensión teológica de las realidades mundanas de las que habla la teología, pues la teología no habla solamente de “Dios”, sino de Dios en cuanto presente en todo lo que es, y habla de todo lo que es en cuanto destinatario de Dios y destinado a Dios. La afirmación de que “Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo” es “objetiva”, en cuanto que se trata de la realidad misma de Dios, y no de mero enunciado que no tiene otra realidad que el referente meramente lingüístico.

Pero los problemas más delicados surgen para la teología cuando se aplica al término “objetividad” el segundo sentido señalado: la coincidencia o la adecuación entre la realidad en sí por un lado y el conocimiento humano por otro. ¿Existe un conocimiento objetivo de Dios y de las realidades teológicas en general? Es claro que todo lenguaje y todo conocimiento se refiere a algo con entidad propia, sea ésta del tipo que sea (una ley matemática, un objeto físico, un sentimiento, una persona, Dios…). Es claro también, y en esto tiene razón la clásica teoría realista del conocimiento, que debe existir algún tipo de adecuación entre esa realidad y el conocimiento que de ella tenemos para que podamos hablar de verdad[16]. Y, sin embargo, también es verdad, y en esto debemos dar la razón a Kant, que nunca tenemos un acceso directo a la realidad misma, sino que siempre estamos mediatizados precisamente por nuestro conocimiento, a saber: nuestro método de estudio, nuestra perspectiva, nuestro contexto social, nuestra sensibilidad, nuestros intereses… El lenguaje y el conocimiento nos abren a la realidad “objetiva”, sí, pero ningún lenguaje y ningún conocimiento de la realidad son puros y neutros, simplemente “objetivos”. Ya desde un punto de vista filosófico, “la realidad no es (…) ni un mundo de objetos previamente dado, ni descansa en una posición del sujeto. Realidad es más bien un nexo operativo donde sujeto y objeto están entrelazados en forma de un condicionamiento mutuo: el sujeto está determinado por el objeto y a la vez determina el objeto”[17]. Cuanto llamamos realidad no existe fuera de este nexo, que se expresa fundamentalmente en el lenguaje.

Si a nivel intramundano se da esta relación de indisoluble nexo y de irreductible exterioridad entre el objeto real y el sujeto cognoscente, el nexo y la irreductibilidad se radicalizan entre Dios que habla y se revela, por un lado, y el sujeto humano que habla de Dios y lo conoce, por otro. Dios es más real y tiene más entidad propia, más “objetividad” en ese sentido, que todas las realidades mundanas. Ahora bien, la realidad de Dios no es “exterior” al sujeto humano de la misma manera que un objeto mundano cualquiera es exterior al sujeto que lo conoce. Dios no es objeto entre objetos, ni sujeto entre sujetos. Dios es absolutamente exterior y, a la vez, absolutamente interior al mundo y al hombre. Dios es el Absolutamente Otro y, a la vez, el No-Otro. Dios no es un objeto que se pueda contar entre los objetos del mundo. Y Dios no es tampoco un sujeto frente al sujeto que somos los seres humanos. Somos en Dios, porque Dios es en nosotros. Somos vocación de divinidad, porque Dios es vocación de humanidad. Es una interioridad más estrecha que ninguna interioridad y una exterioridad más extrínseca que toda exterioridad. Una pertenencia mutua más honda que cualquier mutua pertenencia entre realidades intramundanas, y una libertad mutua más radical que ninguna libertad en el mundo. Al afirmar a Dios como relación trinitaria de Padre, Hijo y Espíritu Santo, el creyente afirma una realidad en Dios, que es Comunión total, pero por eso mismo se trata de una realidad en la que el propio creyente está involucrado y que a la vez le sobrepasa, y se trata de una realidad que afirma con las categorías existenciales humanas (paternidad, filiación, amor…) que expresan algo de Dios, pero en cuanto “algo que concierne” al hombre.

Es decir, las afirmaciones sobre Dios no tienen sentido sino en cuanto afectan e implican al que las hace. Y no sólo porque hablamos de Dios con imágenes humanas (padre, hijo…), sino más profundamente porque un creyente no puede separar a Dios y al hombre, sino concebirlos juntos. Hablar de Dios es una forma de hablar del hombre y, para un creyente, hablar del hombre es ya hablar de Dios, aunque sea implícitamente. “La cuestión de Dios es idéntica a la cuestión que es el hombre”[18]. Y esto no lleva a la reducción antropológica de la teología, denunciada vehementemente por H.U. von Balthasar[19], sino a una noción de Dios que concierne enteramente al hombre y a una noción de hombre enteramente fundado sobre Dios en cuanto alteridad que le habita y le sobrepasa, le hace ser haciéndole libre.

Esto explica que, cuando Dios quiere revelarse al hombre, no lo hace sino en el lenguaje mismo del hombre, más aun, en la existencia misma del hombre, que, en realidad, es lenguaje[20]. Pero esto explica también que, cuando el hombre accede a la revelación de Dios, lo hace solamente a través de todos los condicionamientos propios de su existencia histórica, y que, igualmente, cuando el teólogo trata de hacer comprensible la revelación objetiva de Dios, nunca dispone de un observatorio superior, ni de un lenguaje neutro. El hombre que habla de Dios lo hace siempre desde la experiencia de su existencia radicalmente condicionada en la historia. Y eso explica por fin que, cuando Dios se revela en la historia a través del lenguaje humano, nunca se identifica del todo con su revelación histórica y humana, sino que se revela en cuanto aquél que desborda y excede toda palabra, en cuanto oculto y desconocido, en cuanto misterio que sobrepasa todo conocimiento. Si la teología habla de Dios es porque Dios ha hablado, se ha revelado[21], pero en cuanto misterio que trasciende nuestra palabra desde su interior[22].

En este sentido, la misma contraposición entre teología teológico-objetiva y teología antropológico-existencial no es una contraposición de contenido y de fondo, sino de acentos y lenguajes. Tiene razón K. Barth en afirmar la realidad soberana de Dios, que no es proyección o creación de las necesidades humanas; pero tiene razón R. Bultmann en que Dios es esencialmente interpelación para el hombre y en que, en todo caso, no tenemos acceso a Dios sino en aquello que de alguna manera nos concierne existencialmente y en la medida en que nos concierne[23]. Tiene razón H. U. von Balthasar en insistir en la libertad del amor divino que se revela y nos salva, sobrepasando absolutamente toda expectativa humana; pero tiene razón K. Rahner en que el ser humano posee un “existencial sobrenatural” como dimensión constitutiva de su ser, pues es esencialmente “oyente de la Palabra”, y la antropología es ya siempre una cristología incipiente y la cristología una antropología acabada.

2.2. Verdad de Dios y lenguaje objetivo

De lo que precede se deriva la necesidad de concebir la relación entre la realidad de Dios y las afirmaciones teológicas acerca de Dios de tal modo que ni se desligue a Dios del lenguaje humano, ni se vacíe la realidad de Dios (y de todas las realidades teológicas) en el lenguaje humano. De tal modo que ni se destierre a Dios a las tinieblas del silencio fuera de la palabra, ni se le encierre en la palabra como uno más de los objetos conocidos y expresados por el lenguaje. Hay tanta proximidad y familiaridad entre Dios y la palabra humana, que Dios se dice en ella y se encarna en ella. Pero hay tanta distancia y disimilitud, que la palabra humana debe aprender a hacerse escucha y eco del silencio si quiere expresar a Dios. Las afirmaciones teológicas son “verdaderas” y “objetivas” en el sentido de que pretenden poseer validez y se refieren a “la cosa misma”[24], pero, a la vez, una afirmación teológica no es objetiva y verdadera sino en la medida en que expresa o sugiere el misterio de Dios como tal y la inadecuación entre el lenguaje humano y la realidad de Dios, el cual sobrepasa todo conocimiento y toda afirmación. Así, el que afirma que Dios “ha elegido a Israel”, está afirmando algo verdadero de Dios (que Dios es relación positiva de favor, predilección, preferencia…), pero a la vez corre el riesgo de encerrar a Dios en el esquema dual propio del lenguaje humano (elección-exclusión, predilección-discriminación), y esto ya no sería verdadero en Dios. Es sabido que la antigua doctrina de la analogía respondía a la necesidad de hablar de Dios de manera “objetiva”, pero salvaguardando al mismo tiempo el misterio de Dios que sobrepasa toda palabra.

La teología no lleva a cabo algo así como una descripción objetiva de Dios. Por eso, se ha visto siempre desgarrada entre la necesidad humana de comprender y la confesión creyente de que Dios es incomprensible. La síntesis, magistralmente formulada por S. Anselmo, consiste en comprender que Dios es incomprensible. La incomprensibilidad de Dios no es cualidad negativa, sino la suma cualidad positiva, más allá de todo positivismo reductor. Por eso, reconocer que Dios es incomprensible no es derrota de la razón, sino su posibilidad suprema. No es déficit de comprensión, sino su exceso, que consiste en comprender el misterio como Aquel y Aquello que nos comprende y nos cuestiona, nos juzga y nos salva.

De ahí que el positivismo y el objetivismo teológico, que pretende saber a Dios y formularlo adecuadamente es siempre la tentación fundamental de la teología y del magisterio: la pretensión de reducir el misterio de Dios a concepto, la voluntad de encerrarlo en el dogma, el empeño de encajarlo en la doctrina, el intento de atraparlo en el concepto. Es la tentación y el pecado del sistema rígido, del dogma intocable, de la doctrina inmutable, de la enseñanza indiscutible. Quien se comporta así, siempre se apela a la verdad objetiva de Dios, pero a lo que en realidad se aferra es a un lenguaje humano restringido y empobrecido. Este objetivismo positivista, muy propio de la tradición católica, tiene en la historia, pero también en el presente, dos versiones opuestas: el positivismo racionalista de quien reduce a Dios a la medida de una razón estrecha y el positivismo dogmático de quien se adhiere a conceptos y fórmulas o dogmas identificados con la verdad misma de Dios.

La tradición teológica occidental está recorrida por un objetivismo del logos que reduce a Dios a mero objeto del saber, lo cual, paradójicamente, ha traído en la teología el triunfo del subjetivismo humano sobre la realidad de Dios, porque el lenguaje objetivo es, a veces bajo pretexto de dogma y ortodoxia, el lenguaje del saber subjetivo que se apodera del objeto y quiere poseer sus riendas. Esa teología de la objetividad contribuyó, si no llevó directamente, a la muerte de Dios. Y lo hizo de consuno con una “metafísica de la objetividad” que, como ha denunciado Heidegger, olvidaba la diferencia entre el ser inobjetivable y el ente objetivo, una metafísica que reduce y vacía la “gloria del ser” en el logos instrumental y objetivista. La hegemonía metafísica del logos sobre el ser, que alcanzó su versión acabada en Hegel, comporta el vaciamiento del misterio en el saber absoluto. La metafísica murió víctima de su propio objetivismo y su muerte acarreó la muerte de Dios, a quien se había pensado justamente como fundamento necesario de la metafísica (onto-teológica, según el análisis y la crítica de Kant).

La declaración de la muerte de Dios en Nietzsche no es entonces quizá una divisa de combate contra Dios, sino una lamentación profunda de su desaparición del horizonte, y en todo caso una constatación de la situación de hecho a la que ha conducido precisamente el exceso de saber del objetivismo metafísico y teológico, ambos inseparables. Tal es, como se sabe, la lectura que hace Heidegger de Nietzsche. Y no faltan buenos teólogos que ofrecen una versión teológica de la lectura heideggeriana de la muerte de Dios y sacan de ella conclusiones decisivas para un recto hablar acerca de Dios[25].

Si bien no tenemos acceso a Dios sino a través del lenguaje humano, por el que Dios ha querido acceder a nosotros, sin embargo, nunca nuestro lenguaje puede ni debe “objetivar” a Dios, vaciar su alteridad en la universalidad de nuestras categorías, asimilándolo a los demás objetos mundanos y sometiéndolo, a la postre, a la voluntad de poder del sujeto humano. Cuando Dios accede a ser designado por nuestras palabras, no se deja sin embargo convertir en idea ni ideología ni ídolo humano. Dios sigue siendo invisible y soberano en el momento mismo en que se deja decir en nuestra palabra. Dios no se establece en nuestra palabra, sino que pasa y obra a través de ella, excediéndola y desbordándola. La palabra es lugar de exceso y de éxodo[26].

Hemos de aplicar estos criterios al mismo Credo, aunque esto pueda parecer demasiado atrevido. Cuando en el Credo damos nuestro asentimiento a los “artículos de fe”, no damos nuestro asentimiento propiamente al contenido mental o representativo de tales artículos de fe, sino a diversas dimensiones del misterio vivo de Dios revelado en su realidad y en su relación; esas dimensiones del misterio nunca se identifican con su formulaciones conceptuales y con sus representaciones imaginativas, es decir, con su objetivación histórico-lingüística. F. Jacques escribe: “La red de creencias enunciada dogmáticamente en el Credo no es directamente el objeto de la fe, sino que es relativa a la comunidad eclesial que las elabora históricamente como protocolo de acuerdo, generalmente tras un período de crisis”[27]. No son los enunciados dogmáticos los que constituyen propiamente el objeto de la fe, si bien es verdad que el objeto propio de la fe necesita siempre de la mediación de alguna objetivación lingüística. Lo dijo Santo Tomás: “Actus credentis terminatur non ad enuntiabile, sed ad rem”[28].

2.3. Verdad, palabra, silencio y símbolo

Necesitamos la palabra, claro está, y la palabra siempre conlleva algún grado de objetivación. Necesitamos la palabra humana, no sólo porque necesitamos hablar de Dios, aun para invitar al silencio, sino ante todo porque Dios sigue hablándonos con nuestras palabras desde su silencio. “Lo que no tiene ningún grado de objetividad sigue siendo del orden del vacío abierto, de la proclamación imaginaria y de la proyección sin cara a cara. Acogida sin visita. Apertura sin atestación. Sentido sin verbo. Relación sin vocación”[29].

La teología necesita también el silencio. De él procede y a él se encamina. “El lenguaje teológico (…) no temerá asumir como componente suyo constitutivo el silencio, consciente de que lo lleva como fuente y fin de todo auténtico lenguaje, cuando se pone ante la revelación del misterio trinitario de Dios: verbo crescente, verba deficiunt[30]. “Para quien quiere ‘decir a Dios’, saber ‘no decirlo’ es una necesidad vital”[31]. Pero hay silencios diversos. Silencios elocuentes y silencios opacos. Hay silencios que matan, o que atestiguan la muerte. Silencios de simple ausencia y mudez; silencio del increyente que calla, no porque es demasiado lo que oye y tiene por decir, sino porque ha dejado de oír y ya no tiene nada que decir. Hay un hablar que oculta y un callar que revela. Pero también hay un hablar que revela y un callar que oculta. Hay un hablar para afirmar (confesión) y un hablar para negar (ateísmo). Y hay un callar para ignorar (agnosticismo) y un callar para adorar (mística).

En consecuencia, palabra y silencio no se excluyen, sino más bien se necesitan. Pueden y deben ser “dos dimensiones de un mismo acto discursivo”[32]. Sin palabra, Dios pierde rostro y realidad, se pierde en la vaguedad cósmica o psíquica. Ahora bien, apresado en la palabra, Dios pierde misterio y alteridad. La palabra es el lugar de Dios, pero un lugar de paso a la confesón del misterio, no de retención objetivante e idolátrica. Y “la incesante tarea de eso que trata de llamarse teología es caminar entre las localizaciones de la ideología y los absentismos de la incredulidad (…). La teología según la Biblia es un iconoclasmo sin afasia, o también una libertad sin desaparición”[33].

¿Cómo decir, pues, a Dios, sin objetivarlo ni, de esa forma, negarlo en nuestro lenguaje? ¿Cuál será la palabra que atestigüe el paso de Dios sin detenerlo, que indique su presencia sin retenerla? Es el lenguaje simbólico[34]. En realidad, todo lenguaje es simbólico, como lo es la existencia entera del ser humano; y, en el fondo, como dice a Neruda el cartero en la película El cartero y Neruda, “el mundo entero es acaso un símbolo”… Pero el lenguaje religioso es de manera privilegiada un lenguaje simbólico, porque, según el verso de P. Celan, “todo es menos y todo es más de lo que es”[35]: toda designación es menos que la cosa, y toda cosa remite a otra realidad mayor. La misma teología no es sobre todo un lenguaje indicativo que describe a Dios como si fuera un objeto de nuestro mundo, sino un lenguaje icónico que lo muestra en cuanto misterio vital y velado. Claro que la teología no es mero lenguaje simbólico en sentido estricto, como puede serlo un lenguaje religioso prelógico; la teología es un discurso de segundo grado, un discurso conceptual y lógico con vocación de inteligibilidad universal, y en él es deseable el máximo posible de rigor y coherencia; no es simple efusión poética, sino elaboración conceptual. Sin embargo, la teología, también la teología dogmática, necesitará siempre una buena dosis de lenguaje simbólico, si no quiere convertirse en árido lenguaje objetivo que, so pretexto de decir la realidad teológica, la deseca y la diseca. La función del teólogo no es describir objetivamente a Dios, sino de darlo a pensar y a reconocer y a vivir. Justamente, la teología occidental se fue empobreciendo en la medida en que fue pasando “de la simbólica a la dialéctica” (H. de Lubac).

Entre nosotros el término “simbólico” sigue teniendo una acepción empobrecida. Decir que una afirmación de la Escritura es simbólica significa para muchos que no es verdadera. Decir que la Encarnación es un “símbolo” de la autocomunicación de Dios en Jesús o que la presencia del Resucitado en la Eucaristía es “simbólica” equivale para muchos a decir que la autocomunicación de Dios en Jesús o la presencia del Resucitado en la Eucaristía no son reales. En el fondo sucede que no hemos entendido que el símbolo es precisamente la forma de hacerse presente en este mundo de lo que no es de este mundo. Y es precisamente la forma lingüística de expresar la verdad en cuanto misterio que trasciende el lenguaje objetivo. El misterio no es aquello que no cabe decir, sino aquello que es preciso decir de manera tal, que siga siendo misterio. Por consiguiente, no hay razón ninguna para oponer lo “real y verdadero” a lo “simbólico”, como si lo simbólico fuera, como se suele decir a menudo, y de manera incorrecta, “meramente simbólico”. FLICK y ALSZEGHY hacen al respecto una observación muy pertinente: “En la discusión con los modernistas, el término ‘símbolo’ se interpretó como si designara un signo puramente arbitrario, que no tiene ninguna relación objetiva con la realidad que se desea expresar (…). Es característica la expresión de la Encíclica Pascendi, según la cual los modernistas pensaban que las fórmulas de la fe son ‘solamente’ representaciones simbólicas de la realidad creída”[36].

La verdad es “metafórica”, en cuanto que nos “transporta” siempre a un más allá de toda objetivación. Y también la teología debe ser “metafórica”[37]: por su forma de hablar, debe indicar el camino a lo que es más que todo lo hablado y objetivo, abriendo paso continuamente de lo dicho a lo por decir.

2.4. Verdad de Dios y hechos objetivos

Antes de terminar esta sección, conviene referirse a un aspecto particular de la objetividad no objetivable de la verdad teológica. La fe, se dice, se funda en hechos objetivos de la historia, no en una mera interpretación ni en unas meras vivencias del sujeto frente a la historia. Y, dicho así, resulta indiscutible y ningún teólogo lo puede negar. Pero sí que lo puede, e incluso debe, matizar, no para negar lo válido de esa afirmación, sino para afirmarlo mejor, librándolo de interpretaciones que serían insostenibles. Así procede la teología, atenta siempre a las sinuosidades y trampas de sentido que inevitablemente van ligadas a todas las palabras y a todas las proposiciones. Y la verdad de la teología, como la verdad de la fe, depende más de ese talante de búsqueda honesta que del acierto en las palabras.

Cierto, la fe se funda en hechos de la historia. Pero ¿qué queremos decir exactamente cuando hacemos esa afirmación? En efecto, cada una de las palabras de esa proposición (“se funda”, “hechos”, “historia”, “fe”) pueden significar cosas muy distintas: “fe” puede significar “reconocer como cierto determinadas verdades o acciones de Dios”, o puede significar vivir una existencia vinculada (a Dios y a los otros); “historia” puede significar la serie de acontecimientos que la historiografía puede establecer con criterios histórico-críticos, o puede también significar el despliegue mundano y temporal de la existencia humana en su dimensión personal-social; “hecho” puede significar los sucesos concretos que la historiografía crítica es capaz de detectar en la superficie de ese desarrollo mundano-temporal de la existencia humana, o puede también significar las vivencias y las transformaciones profundas que van constituyendo a la persona y a la sociedad en su desarrollo; por fin, “fundarse” puede significar que el creyente apoya su fe en certezas o razones o datos exteriores a la propia fe, o puede significar que la fe no es origen y gracia de sí misma, sino respuesta a un don que siempre la precede.

En una proposición que a primera vista era clara e indiscutible, tenemos ahora un cúmulo de equívocos. Y tales equívocos están en el origen de muchas confusiones fatales, de muchas discusiones estériles y también de muchas condenas lamentables.

Pongamos como ejemplo la afirmación fundamental del Credo judío, que es también una afirmación esencial de la fe cristiana: “Dios sacó a Israel de la servidumbre de Egipto”. ¿Qué creen propiamente tanto el judío como el cristiano, cuando hacen esa afirmación? ¿Cuál es la verdad propia de esa afirmación? ¿Cuál es el objeto propio de esa confesión de fe? Pues se trata de eso, de una confesión de fe de un creyente, no de una afirmación de un historiador del antiguo Egipto o de los orígenes hebreos. El que confiesa que Dios sacó a Israel de la esclavitud de Egipto no se pronuncia sobre cómo era concretamente el régimen egipcio de la época de Ramsés II, ni se pronuncia sobre el momento exacto ni sobre el modo concreto en que Israel salió de Egipto. Y le es bastante indiferente el que el mar se haya dividido por la acción del bastón de Moisés o por la acción del viento que sopló de noche o de otra forma cualquiera; que todos los hebreos hayan salido juntos y a la vez o que haya habido – como parece que sucedió – varios éxodos, distentidos en el tiempo; que hayan entrado en Canaán de la manera violenta en que se nos cuenta o de un modo más pacífico y paulatino…

El creyente confiesa siempre “hechos”, y “hechos históricos”, pero no unos hechos y no una historia entendida con los criterios de un historiógrafo. La confesión del creyente no se refiere a los modos, los tiempos, los lugares en su delimitación mundana e histórica, sino a la acción de Dios. Y la acción de Dios es, ciertamente, una acción en el mundo y en el tiempo, pero no una acción detectable como tal en la historia. A veces la acción de Dios puede dejar huellas observables en la historia, quizás incluso en la realidad física; pero evidentemente le tocará al historiador o al físico determinar si se han dado esas huellas y de qué tipo son. Y la confesión del creyente no depende de las conclusiones del historiador o del científico, no se “funda” en ellas. Es que la acción de Dios nunca se identifica directamente con sus posibles huellas, con las manifestaciones empíricamente – subrayo, empíricamente – detectables en el espacio y el tiempo; la acción de Dios no es identificable con el fenómeno mundano observable con los sentidos físicos o con los métodos científicos.

Habría que hacer una reflexión análoga respecto de todas las afirmaciones bíblicas o dogmáticas que parecen afirmar un “hecho” histórico (“Dios creó el mundo en seis días”, “Adán fue expulsado del paraíso”, “Jesús nació en Belén de Judá”, “Jesús resucitó al tercer día”…) o físico (“Moisés hizo dividirse las aguas del Mar Rojo”, “María concibió a Jesús sin haber tenido relaciones con José”, “Jesús convirtió el agua en vino”, “Jesús resucitó a Lázaro”, “El sepulcro de Jesús estaba vacío”). Soy consciente de que, desde una perspectiva cristiana, estos ejemplos son muy dispares y no se pueden tratar de la misma manera: el modo como los judíos pasaron el Mar Rojo no nos inquieta tanto como el modo en que María concibió a Jesús[38]; nadie cree ya que Dios creó el mundo en seis días, y pocos creen que existió un paraíso del que Adán y Eva fueron expulsados tras el pecado, pero a muchos parece incuestionable que Jesús resucitó después de dos días o que, cuando resucitó, tuvo que darse necesariamente una volatilización de su cuerpo físico.

Y, sin embargo, aun reconociendo que la importancia de los hechos afirmados es muy desigual, hay que afirmar decididamente que en todos los casos se aplica el mismo principio: el hecho teológico no se identifica con el aspecto cronológico, geográfico ni biológico, y la fe y la teología no se han de pronunciar sobre la realidad y el tipo de realidad de estos epifenómenos de la acción de Dios, caso de que se dieran. La fe y la teología se refieren a la acción de Dios en su dimensión profunda, y ésta no es detectable con métodos histórico-críticos o empírico-positivos, sino que es trans-empírica, trans-mundana, trans-histórica aun dándose en el mundo y en la historia. La fe no confiesa hechos historiográficos o científicos, sino la proximidad bienhechora y salvadora de Dios. Si en un determinado momento y lugar la acción de Dios ha comportado o no un “hecho” físico o biológico y de qué tipo de hecho físico-biológico se trata, eso no lo ha de decidir la fe, ni el dogma, ni el teólogo, ni el magisterio jerárquico; sino que eso lo ha de dilucidar la ciencia histórica o la física o la biología, cada uno con su método propio. Al igual que no tocará a la ciencia determinar si tal “hecho” detectable se ha debido a la acción de Dios y qué significa en ese caso. La ciencia tiene plena razón en postular que todo hecho intramundano ha de tener alguna causa de orden intramundano, si bien la ciencia no puede pronunciarse sobre el sentido último y la dimensión profunda de esos hechos y de las conexiones causales que los producen.

Pongamos un ejemplo embarazoso: el creyente confiesa que Jesús resucitó corporalmente, y esto es igualmente dogma de fe. Ahora bien, ¿significa “corporalmente” que el sustrato biológico-celular desapareció en el momento de la Resurrección, si puede hablarse de momento a este propósito? Nuevamente nos hallamos con el equívoco en los términos y con la confusión de planos de realidad. Lo que pasó con las células y los tejidos corporales de Jesús no es propiamente objeto de fe ni del dogma, sino en todo caso de investigaciones históricas (y, la mayor parte de las veces, de disquisiciones pseudo-científicas y pseudo-teológicas). ¿Quién podrá decidir lo que sucedió al cuerpo físico de Jesús? Seguramente, tampoco aquí, nadie. Los exégetas discuten sobre el valor histórico del hallazgo del sepulcro vacío, y no le toca a la fe ni a la teología dirimir esta cuestión[39]. Pero el creyente no dejará por ello de confesar que Dios resucitó a Jesús corporalmente, pues lo que en la Biblia, y en teología, se llama cuerpo no es tanto el sustrato biológico, sino la identidad de la persona en su vinculación social, identidad personal en cuanto llamada a vivir plenamente en Dios.

Como objeción contra este planteamiento se afirma a menudo que una fe sin contenido histórico real sería una fe abstracta y vacía, mera interpretación subjetiva. De nuevo nos topamos con la equivocidad de los términos. Ciertamente, la fe dejaría de serlo si cesara de acoger la presencia realmente actuante y salvadora de Dios en la historia de Israel y de Jesús, de la humanidad entera y de nuestro propio presente. Pero al igual que no podemos retener la presencia de Dios en la palabra objetiva, tampoco podemos retenerla en las manifestaciones histórico-empíricas de su presencia, ni identificarla con ellas[40]. La acción de Dios no es de orden empírico-objetivo, sino de orden salvífico-existencial, y ése es el objeto de la confesión de fe, de la afirmación teológica y de la verdad del dogma. Así pues, el creyente cree en la acción real de Dios en la historia, pero sin identificarla con nada de lo que puede medir y controlar de manera “objetiva”; la realidad de su acción no es idéntica con la realidad empíricamente observable, si bien se da en esta realidad empíricamente observable y no fuera de ella, al igual que su revelación se da en la palabra misma humana y no fuera de ella.

Cierto, la acción de Dios se manifiesta de una forma u otra en dicha realidad, puesto que Dios actúa no junto a ni al lado de, sino en la densidad misma de la realidad del mundo; pero la acción de Dios se manifiesta en el mundo de manera indirecta, creando “señales”, y sin que tales señales o manifestaciones empíricas puedan identificarse con la acción directa de Dios. Identificar los signos históricos objetivos con Dios mismo sería como “comer pan sin ver la señal” (cf. Jn 6,26). Medir la acción de Dios por los criterios y las expectativas humanas sería un positivismo subjetivista, e identificar la acción de Dios con los signos visibles en el mundo sería un positivismo objetivista, y ambos extremos distorsionan la auténtica perspectiva teológica.

Siguiendo con nuestros ejemplos, la acción histórica de Dios que la fe acoge y agradece, y que el dogma recoge y formula, no consiste en que el Mar Rojo se seque de golpe, ni que María conciba sin varón, ni que el cadáver de Jesús desaparezca. Lo cual no excluye que tales “hechos empíricos” hayan podido darse. Pero no compete a la teología ni a la fe decidir si de hecho se han dado, y aun en el caso de que se hayan dado, no se identifican con la acción misma de Dios, la acción salvífica que constituye el objeto de fe.

Una nueva alusión a Bultmann puede resultar clarificadora. La cuestión teológica decisiva no es si determinados hechos y palabras de Jesús son o no históricos en sentido historiográfico; eso lo ha de decidir la exégesis histórico-crítica (y, de hecho, ésta ha corregido sustancialmente el escepticismo de Bultmann al respecto, como ya se lo recordó su discípulo E. Käsemann). La cuestión importante para el creyente y el teólogo es más bien ésta: ¿qué es lo que en la historia de Jesús nos salva o, dicho de otra forma, qué es lo que constituye la acción salvadora de Dios y, por consiguiente, el objeto propio de la fe? Se equivoca Bultmann si pone el acento únicamente en la experiencia actual y existencial del creyente, desligándola de la intervención de Dios en la historia concreta de Jesús, o si afirma el kerygma suspendido en el aire y desligado de la historia de Jesús. No es éste lugar para entrar a analizar si tal es de hecho la posición de Bultmann. Pero Bultmann tiene razón en afirmar que lo teológico de Jesús, lo que nos salva y es objeto de fe, no es la objetividad de los hechos y las palabras reconstruidas por la ciencia histórica, sino la palabra y la intervención viva de Dios que se hace acontecimiento y kerygma tan actual ahora como entonces; y esa intervención de Dios es inseparablemente subjetiva y objetiva, real e inobjetivable, tanto ahora como entonces. No se debe separar la acción de Dios de la historia de Jesús, pero no se debe tampoco identificar a Dios con nada que podamos objetivar en la historia de Jesús. Jesús sigue siendo para nosotros Buena Noticia, porque sigue anunciándonos que “hoy se cumple esta profecía” (cf. Lc 4,21) y haciendo que se cumpla, y ello en la medida en que acogemos su anuncio y lo hacemos realidad.

3. LA VERDAD Y SUS FORMULACIONES EN LA HISTORIA

La verdad acontece en la palabra en forma de presencia y evasión. La verdad es, pues, el exceso de la palabra, pero la palabra es la frontera de la verdad. La verdad es la utopía de la palabra, pero la palabra es el topos de la verdad. La palabra es la condición histórica de una verdad transhistórica. La palabra es el acceso histórico a la verdad en cuanto inaccesible.

Y éstas mismas son las paradojas de la teología respecto a la verdad que es Dios.

3.1. Una verdad en la historia

“Si Dios tuviera encerrada en su mano derecha toda la verdad y en la izquierda el único impulso que mueve a ella, y me dijera: ‘Elige’, yo caería, aun en el supuesto de que me equivocase siempre y enteramente, en su mano izquierda, y le diría: ¡Dámelo, Padre! ¡La verdad pura es únicamente para ti!'”[41]. Hay un cierto tono de autoafirmación altiva de la finitud en la postura de Lessing, pero haya que entenderlo como medida de prevención y defensa contra los estragos producidos a lo largo de los siglos por la pretensión eclesiástica de poseer la verdad absoluta. Y, sea como fuere, la declaración de Lessing resulta una expresión fulgurante de la situación humana respecto de la verdad: ser impulso hacia la verdad que sólo Dios posee y es.

La Modernidad no se ha caracterizado solamente por la autoafirmación del hombre, sino también por la conciencia de su finitud e historicidad radicales, como se percibe precisamente en la llamada Postmodernidad, que es abocamiento y destino de la Modernidad más que su fin y negación. Y esto se cumple de manera especial en la cuestión de la verdad: el hombre moderno, y sobre todo el postmoderno, son más conscientes que nunca de que su acceso a la verdad es siempre necesariamente parcial, situacional, histórico. Y lo han probado las modernas ciencias del lenguaje y las modernas epistemologías filosóficas.

Algunas de estas epistemologías, como las de Nietzsche, Foucault y Derrida, no sólo han radicalizado la limitación de la situación humana con respecto a la verdad, sino que en ocasiones han llegado hasta negar propiamente a los actos parciales de conocimiento todo significado real más allá del acto parcial de la significación. Pero la epistemología moderna no se mueve necesariamente en términos tan reductores. Así, Heidegger, Gadamer y Ricoeur han querido superar esa reducción de la verdad a mera estructura lingüística, pero partiendo siempre de la historicidad incuestionable de la verdad respecto del hombre y de éste respecto de la verdad: lo que se presenta como verdad nunca es la verdad en sí, sino que lleva siempre la impronta de la experiencia histórico-cultural del hombre y de la sociedad concreta. La verdad está siempre ligada al lenguaje y mediada por él; la verdad “está estructurada lingüísticamente y así es percibida”[42]. Ahora bien, el lenguaje se da siempre en las lenguas, y éstas están indisolublemente ligadas a las condiciones personales y sociales de los individuos y de las sociedades que las hablan. Es un hecho universalmente constatado: nunca se da una equivalencia plena de significado entre dos vocablos de dos lenguas distintas utlizadas para designar una misma realidad. Es más: el que habla y el que escucha nunca entienden exactamente lo mismo con las mismas palabras. Nos entendemos, sí, pero a través de muchos equívocos.

Puede decirse, pues, que hay un “perspectivismo complementario”[43]. Lo que los humanos llamamos “verdad” son, en realidad, perspectivas de la verdad. De ahí que, muchas veces, lo contrario de una afirmación verdadera no es una afirmación falsa, sino otra afirmación verdadera… Dos afirmaciones rigurosamente opuestas y hechas en el mismo contexto son contradictorias la una de la otra, pero basta que cambie mínimamente el contexto o la perspectiva de alguna de ellas, para que las dos afirmaciones opuestas ya no sean contradictorias.

Esta parcialidad del acceso a la verdad y esta imposibilidad de poseer en la historia la verdad en su plenitud no sólo no desaparece, sino que se radicaliza en los creyentes. Y no porque los creyentes nieguen la verdad en sí como verdad plena e inmutable, sino precisamente en virtud de su confesión: precisamente porque la verdad de Dios pertenece al mundo de la plenitud simple y la historia es el ámbito del fragmento múltiple[44].

La teología ha de estar animada por esta conciencia de historicidad radical de su acceso a la verdad. E historicidad quiere decir parcialidad de perspectiva, provisionalidad de conclusiones, transitoriedad de síntesis. Historicidad quiere decir también, por todo ello, pluralidad. La verdad se revela en la historia en multitud de palabras, caminos, figuras. De ahí que, en realidad, no exista “la” teología, sino “las” teologías, ensayos siempre circunstanciales e interinos de hacer comprensible y operativa el amor, la fe y la esperanza, “la compañía, la memoria y la profecía” (B. Forte). “También la teología se presenta – como evidentemente todo esfuerzo por conseguir la verdad, que apunte al conjunto de la vida – en la forma de proyectos contradictorios y, además, en una división disciplinaria cargada de tensiones, que fomenta a la vez que impide la verdad y que no da reposo al pensamiento”[45].

3.2. ¿Formulaciones definitivas de la verdad?

La insistencia en la dimensión histórica de la verdad y la insistencia en el carácter parcial y plural de la verdad en cuanto posesión humana – insistencia ella misma parcial – puede suscitar la siguiente objeción: ¿no ha de creer el cristiano que Dios se nos revela en la Escritura, que no es solamente una palabra humana sobre Dios, sino la palabra misma de Dios? ¿Y no son los dogmas la cristalizaciones inmutables de diversos aspectos de la única verdad? ¿Y no compete al magisterio jerárquico el ofrecernos la comprensión correcta y definitiva de la Escritura y del dogma? La respuesta espontánea sería un sí. ¿Pero bastaría con ello? Es evidente que no, pues lo que unos y otros entenderíamos con esa respuesta afirmativa distaría mucho de ser idéntico. Es preciso, pues, matizar en qué sentido la Escritura es y no es la Revelación misma, en qué sentido el dogma es y no es su cristalización inmutable, en qué sentido el magisterio ofrece y no ofrece la interpretación definitiva de la Escritura y del dogma. No se pueden dar aquí más que unas claves fundamentales.

En primer lugar, ¿es la Escritura la revelación misma? Bastará con citar unas palabras de A. Dumas, teólogo de la Iglesia protestante, poco sospechoso por lo tanto de minusvalorar la Escritura: “La Escritura debe seguir siendo una cuestión no secundaria, sino segunda. No es sino el medio para hacer acceder a la palabra y de despertar la fe. Si ocupa el primer lugar, si se hace en sí misma la revelación, elevando su lenguaje al nivel de la palabra, o también fijando la palabra en su lenguaje, la Escritura corre el peligro de cortocircuitar la relación viva entre la palabra y la fe en aras de un objeto venerado: ella misma”[46]. La Escritura es texto, letra, cuerpo en que late la palabra. La revelación es acontecimiento por el que Dios habla en el acto de la lectura y la escucha. La Escritura no es la revelación, sino texto y letra histórica de la Revelación, inseparable de ellos e inasimilable con ellos.

Olvidarlo nos condenaría a una lectura fundamentalista de la Escritura. Y la reprobación más radical de la lectura fundamentalista la ofrece el Documento La interpretación de la Biblia en la Iglesia de la Pontificia Comisión Bíblia de 1993, Documento presentado por el Card. Ratzinger y aprobado por el Papa: “El acercamiento fundamentalista es peligroso, porque seduce a las personas que buscan respuestas bíblicas a sus problemas vitales. Puede engañarlas, ofreciéndoles interpretaciones piadosas pero ilusorias, en lugar de decirles que la Biblia no contiene necesariamente una respuesta inmediata a cada uno de sus problemas. El fundamentalismo invita tácitamente a una forma de suicidio del pensamiento. Ofrece una certeza falsa, porque confunde inconscientemente las limitaciones humanas del mensaje bíblico con su sustancia divina”[47].

De ahí que en la Escritura se contengan muchas inexactitudes y “errores” histórico-cronológicos (cronología de Israel, de Jesús…), astro-físicos (universo ptolomeico; imágenes apocalípticas…), antropo-biológico (el origen del hombre…) e incluso teológico (la categoría del castigo vindicativo de Dios…). Pero no se trata propiamente de “errores” de la revelación, sino se trata de que Dios se revela de manera humana, también a través de los errores humanos. Dice la Dei Verbum sobre el Antiguo Testamento: “Estos libros, aunque contienen algunos elementos imperfectos y pasajeros, nos enseñan, sin embargo, la verdadera pedagogía divina” (n. 15). Y cabe aplicar lo mismo a los libros del Nuevo Testamento. “La revelación divina no es un depósito de informaciones correctas, sino un proceso pedagógico verdadero… Es un ‘proceso’, un crecimiento en humanidad, y en él el hombre no aprende ‘cosas’. Aprende a aprender”[48].

En segundo lugar, ¿son los dogmas formulación inmutable de la verdad inmutable? Los dogmas son más bien formulaciones en las que la Iglesia universal de una determinada época expresa, de manera vinculante, pero también histórica, verdades fundamentales de la revelación para la fe. Ambos aspectos son inseparables: el carácter universal y a la vez histórico de la Iglesia que ha definido los dogmas, y el carácter vinculante-definitivo y a la vez histórico-parcial de las fórmulas dogmáticas. No se puede entender debidamente lo que es un dogma si se olvida la dimensión histórica de la Iglesia y del lenguaje de la fe. Desde una conciencia histórica, los dogmas ya no pueden ser considerados simplemente como expresiones definitivas e inmutables de verdades eternas. W. Kasper, aplicando a la comprensión del dogma la conciencia de la historicidad, afirmaba hace años: “El dogma ya no será sino una dimensión histórica y relativa que posee sólo un significado funcional. El dogma es relativo en cuanto que presta su servicio y está orientado a la palabra de Dios; y es relativo en cuanto que está en relación con la problemática de una época determinada y ayuda a la recta comprensión del Evangelio en situaciones bien concretas. En esta doble autosuperación hay que ver siempre al dogma y con él a la dogmática que intenta explicar por medio de una reflexión científica”[49]. Es decir, también en los dogmas, como en todas las formulaciones humanas de la verdad, se ha de distinguir una doble dimensión: la dimensión de la referencia a la verdad misma de Dios en cuanto verdad última del hombre, y la dimensión de la particularidad histórica en cuanto respuesta circunstancial a un problema circunstancial. Y en su dimensión histórica, las fórmulas dogmáticas son respuestas a problemas concretos desde una perspectiva determinada.

Los dogmas no son formulaciones intemporales e inmutables de la verdad teológica; están ligados a problemas históricos, responden a perspectivas históricas, se sirven de categorías históricas. Sólo en el supuesto de que nuestros problemas, perspectivas y categorías fuesen idénticas a las de quienes formularon los dogmas podríamos contentarnos con repetir sus fórmulas, y todavía de estas fórmulas seguiría siendo verdad, y con mucha más razón, lo que antes se ha dicho acerca de la Biblia: que el lenguaje está ligado a perspectivas humanas parciales y no se ha de identificar con la palabra de Dios.

El cambio de problemática y/o de perspectiva obliga a reactualizar la interpretación, y ello por fidelidad al propio dogma. Es preciso volver a expresar en cada situación histórica aquella percepción/intuición de la verdad eterna de Dios y de la verdad ultima del hombre que nuestros predecesores acertaron a formular en los dogmas. Es preciso que nosotros accedamos, desde lo que ellos nos dejaron formulado, hasta su hondura de sentido y apliquemos este sentido de fondo a nuestro presente histórico, con nuestro lenguaje y desde nuestra problemática. El error no estaría en que reinterpretemos, sino más bien en que una fórmula histórica que responde a un problema histórico la tomásemos como palabra intemporal y la identificásemos con la verdad eterna de Dios. La simple repetición del dogma sería el mayor error. Y, de todos modos, incluso quien quisiera contentarse con repetir las palabras del dogma, en realidad no estaría repitiendo la intención y el sentido real exactos que los cristianos de otros tiempos dieron a esas palabras. Para ser fieles al dogma, es preciso, pues, reactualizar su interpretación y, en el límite, su formulación[50]. a Iglesia ha pasado de la definición de que “fuera de la Iglesia no hay salvación” (Concilio de Florencia, 1442; DS 1351) a enseñar que “fuera de Iglesia hay salvación” (cf. Gaudium et Spes 22), y ello no constituye una renuncia relativista a la verdad, sino un bello signo de fidelidad histórica a la verdad[51]. Pues la verdad no está tanto en la formulación histórica sino en la eternidad de Dios hacia la que caminamos y hacia la que indica el dogma.

En tercer lugar, ¿la palabra del magisterio jerárquico, sobre todo del Papa, es la expresión definitiva de la verdad cada vez que se presenta con esa pretensión? Recojamos la respuesta dada hace unos años por J. Ratzinger: “La crítica de las manifestaciones papales será posible y necesaria en la medida que les falte la cobertura de la Escritura y del Credo o fe de la Iglesia universal. Donde no se da unanimidad de la Iglesia universal ni un claro testimonio de las fuentes, no es tampoco posible una decisión obligatoria; si se diera formalmente [la decisión obligatoria], faltarían sus condiciones y habría por tanto que plantear la cuestión de su legitimidad”[52].

Las condiciones que formula Ratzinger son muy restrictivas. Pero se derivan del carácter histórico y humano que también la palabra del Papa tiene y, por otra parte, no son sino reflejo fiel del papel y del lugar que la fe y la teología, y el mismo magisterio, han atribuido de hecho secularmente al magisterio jerárquico, al menos hasta el s. XVIII. Y reflejan, en definitiva, la historia real del magisterio. El destino que las enseñanzas concretas del magisterio han corrido en la historia es la mejor prueba de su historicidad y relatividad. Con toda su asertividad, Juan Pablo II ha expresado reiteradamente (una cuarentena de veces) la necesidad de que la Iglesia pida perdón: a la sociedad, a sabios científicos y a creyentes sencillos, a reformadores excomulgados, a teólogos tardíamente rehabilitados, a los condenados y luego canonizados; es una forma enérgica de reconocer que el magisterio y las decisiones jerárquicas han sido muchas veces equivocadas. Y este reconocimiento de falibilidad no degrada la autoridad del Papa, bien al contrario, la honra y acredita. Y la honraría y acreditaría aun más si tal reconocimiento lo extendiera no solamente a las decisiones del pasado, sino también del presente[53].

J.I. González Faus publicó recientemente un libro lleno no solamente de picardía, sino también de sabiduría cristiana: “La autoridad de la verdad. Momentos oscuros del magisterio eclesiástico[54]. En él, el autor recoge y analiza, a lo largo de la historia, 36 decisiones papales de relevancia que han sido objeto de corrección posterior. El mismo autor formula así en tres puntos las conclusiones de su libro: “a) El magisterio ordinario de la Iglesia se ha equivocado bastantes veces. b) Otras veces simplemente ha cambiado (mejorando, o empeorando, o simplemente por cambio de los tiempos o el cese de algún factor histórico…; pero en esos últimos casos el no cambiar se convertía en materia de un nuevo error). Ahora bien: c) Estos dos datos plantean una serie de problemas teológicos (sobre la autoridad en la Iglesia, la libertad de palabra, o el carácter ‘comunional’ de la Iglesia y la teología…), que no cabe desautorizar con la apelación a una asistencia del Espíritu Santo que garantizaría la verdad del magisterio, incluso aunque éste no pretendiese ser infalible”[55]. No sería humano Dios en la historia, no sería “Dios con nosotros”, ni serían humanas la fe cristiana y la Iglesia de Jesús, si no se diera el reconocimiento de la falibilidad y la petición de perdón, si no se dieran dogmas reinterpretados, decisiones papales revocadas y nuevas versiones corregidas del Catecismo de la Iglesia Católica[56].

3.3. A la verdad a través de la interpretación

La pretensión de posesión es una de las tentaciones fundamentales en relación a la verdad; el que pretende poseer la verdad eleva el tono para ahogar su duda, compensa con la intransigencia el “miedo a no tener razón”. La otra tentación es la indiferencia, y es muy corriente justificar la dejación con la crítica ilustrada, enmascarar el vacío interior con el relativismo del sabio. Pero al uno se le nota en su crispación y al otro en su tristeza. ¿Qué camino queda? Queda el camino de la búsqueda permanente, confiada y paciente.

“Hermenéutica”, interpretación, es el nombre técnico de la búsqueda de la verdad. Acabamos de ver que ni la Escritura ni el dogma nos presentan directamente la verdad en sí, y tampoco el magisterio jerárquico constituye garantía plena de acceso a la verdad en sus formulaciones y decisiones históricas. El que no quiera apoderarse de la verdad ni desista en su búsqueda ha de ser un permanente intérprete, hermeneuta, de la verdad de Dios que se revela velándose. La hermenéutica no es monopolio de unos pocos especialistas sesudos. Interpretamos todos igual que respiramos. Inquirimos el sentido de una palabra, de un gesto, de un rostro. Indagamos, exploramos y, sobre todo, acogemos la verdad que se nos abre en el lenguaje. Pero acogerla significa reconocer su exceso en la palabra y continuar su búsqueda. Hermenéutica es el camino largo en la búsqueda de la verdad que nos salva porque nos desborda.

La interpretación es indispensable muchas veces para captar una verdad teológica coherente en afirmaciones aparentemente contradictorias; por ej., cuando oímos decir a Jesús que “el que no está contra nosotros, está a favor nuestro” (Mc 9,40), y que “el que no está conmigo, está contra mí” (Lc 11,23). Pero más allá de estos casos puntuales, siempre accedemos a la verdad, y siempre provisional y parcialmente, a través del trabajo de la interpretación. Si no queremos desfigurar horriblemente la imagen de Dios, deberemos interpretar afirmaciones como: “Dios tiene misericordia de quien quiere y endurece a quien quiere” (Rm 9,18), o “Dios castiga y toma venganza de los pecadores” (cf. 2 Tes 1,8-9), o deberemos reinterpretar el modelo expiatorio-sacrificial que ha predominado en la teología… Que Dios “justifica al pecador por la fe” es una afirmación fundamental de Pablo, pero su verdadero sentido no parece ser tan directo y fácil de identificar, cuando ha dado lugar a tantos malentendidos, polémicas y divisiones (ya entre los seguidores de Pablo y de Santiago: cf. St 2,14-26). Deberemos, pues, buscar también nosotros pacientemente de dónde viene y qué significan para Pablo términos fundamentales como dikaiosyne, pistis, ergon…, y ello sin que, al cabo de nuestra búsqueda, tengamos garantizado el acuerdo… Si, ante términos escolásticos como “transustanciación”, dependiente de una física y una filosofía que tiene poco que ver con las nuestras, no queremos obligar a los cristianos de hoy o bien a repetir las fórmulas sin entenderlas o bien a suprimirlas sin actualizar el sentido, deberemos hacer un trabajo de reinterpretación y de reformulación.

La teología ha sido siempre hermenéutica, pero lo es sobre todo desde que la filosofía nos ha hecho tomar mayor conciencia de que la verdad está ligada al lenguaje, y desde que las diversas ciencias del hombre (psicoanálisis, psicología social, sociología…) nos han mostrado mejor que el lenguaje está ligado a las condiciones personales y sociales de vida[57]. Cada afirmación bíblica, cada palabra evangélica, cada dogma, cada enseñanza magisterial no nos hablan de Dios o de las diversas dimensiones de la verdad teológica directamente, sino a través de la experiencia humana, personal y social, de sus autores. Y la teología no puede llegar a la verdad de Dios sino a través de ese rodeo. Nunca llegamos a la verdad en sí, sino a la verdad manifiesta y oculta en su interpretación. Llegamos, sí, a la verdad, pero no a la verdad desnuda, sino revestida en la interpretación. Llegamos a “una interpretación que ya no se reconoce ni totalmente objetivable, ni plenamente subjetiva, sino que se da cuenta de su validez porque se ha hecho consciente de sus propios límites”[58].

Y, como toda interpretación es histórica y parcial, como no disponemos de un punto de vista imparcial y exterior a toda interpretación desde el que se pudiera juzgar toda otra interpretación, ni disponemos de un criterio neutro para medir toda interpretación, en una palabra, como “no hay una hermenéutica general”[59], estamos obligados a buscar siempre la verdad a través de interpretaciones múltiples, de búsquedas plurales.

En conclusión, la interpretación es la condición del hombre en relación con la verdad: búsqueda y participación, no posesión y monopolio. La verdad se revela y se vela siempre en su interpretación, trátese de la teología, del magisterio, del dogma o de la Escritura. La verdad de Dios en la historia, es decir, en la palabra y en la interpretación, no es es ni sólo objetiva, ni sólo subjetiva, sino lo uno en lo otro. Quien afirmara: “lo que digo no es una interpretación, sino la verdad objetiva” estaría siendo víctima del subjetivismo más engañoso. Y quien dijera: “no existe más que la interpretación subjetiva” estaría elevando a verdad objetiva absoluta lo que no es sino una dimensión de la experiencia de la verdad. “El que no interpreta, repite. Ahora bien, el que repite, ya no anuncia. Pero el que interpreta, corre el peligro de inventar y el que inventa, ya no transmite. He ahí los beneficios y los maleficios de la interpretación”[60].

4. LA UNIVERSALIDAD NECESARIA E IMPOSIBLE

Las reflexiones que preceden ponen de manifiesto que la verdad en nosotros está siempre ligada a una perspectiva, es parcial y, por eso, plural. ¿No es este planteamiento demasiado pesimista? ¿No niega un elemento básico de la verdad como es la universalidad? ¿Y no pertenece a la palabra la facultad de comunicación universal de la verdad? Así es, en efecto, toda palabra aspira a expresar algo verdadero, algo válido no sólo para quien la pronuncia, sino también para quien la escucha. Incluso quien dice que no podemos conocer ni decir la verdad, pretende – o al menos pretende también – decir la verdad y hacerse entender sobre la misma. Y, sin embargo, el que habla para decir algo verdadero y válido sabe también que lo dice tanto mejor cuanto más consciente es de su perspectiva particular, es decir, de que no dice todo lo verdadero ni lo único verdadero.

La cuestión que se plantea en esta última sección es, pues, la siguiente: ¿cómo, en la condición histórica de nuestra palabra acerca de Dios, ser fieles a su vocación de verdad universal? O dicho de otra forma: ¿cómo encarnar en la historia la universalidad de la verdad? El camino no puede ser la atribución de una supuesta facultad de verdad absoluta a ninguna instancia humana, con la consiguiente negación del carácter histórico y particular de la palabra humana y de la relación humana con la verdad. El camino no puede ser otro que el diálogo, es decir, la palabra compartida desde la conciencia de su limitación y desde la confianza en su aspiración. Los diversos “órganos de verdad” en la Iglesia no servirán a la verdad universal suplantando la palabra de nadie, sino promoviendo la circulación de la palabra (dia-logos) entre todos.

4.1. El pluralismo inevitable

La universalidad y unidad de la fe no puede identificarse nunca con una forma histórica particular. “Se trata siempre de una fe aculturada que, según las épocas, se formula de manera distinta. Sería una apologética fácil creer que disponemos de una confesión de fe materialmente inmutable, más allá de la cual comenzaría la pluralidad de las escuelas teológicas”[61]. No hay una fe pura, sino una fe expresada en una situación, una cultura, un lenguaje, es decir, una fe diversamente expresada. Por eso, tampoco puede identificarse la verdad teológica con una teología concreta, condicionada siempre por una cultura y un lenguaje. La verdad única de Dios trasciende las experiencias humanas de fe y sus expresiones, que son necesariamente diversas y plurales. ¿No será normal que el creyente o el continente que tiene hambre no diga su esperanza en Cristo y su pertenencia a la Iglesia de la misma forma que el creyente o el continente acomodado?

Jesús expresaba con el término “Reino” la obra esperada de Dios en favor de los pobres, pero el rápido desplazamiento del cristianismo de la cultura y religiosidad judías a la cultura y religiosidad griegas trajo consigo la pronta desaparición del vocabulario del “reino” y su sustitución por el vocabulario de la “salvación”. ¿Equivale lo que un judío entendía por “reino” a lo que un griego entendía por “salvación”? Sólo en parte. ¿Y es idéntico lo que unos esperan de Dios como “vida eterna” y otros como “liberación” y otros como “reconciliación”? También sólo en parte. ¿Y quién osará atribuirse la verdad plena y excluir la posible parte de verdad del otro? Bastaría que lo hiciera para excluirse de la verdad.

Toda teología, como toda categoría humana para expresar la fe, es, pues, parcial, está ligada a una perspectiva. La universalidad es, sí, el horizonte de la teología, pero la particularidad es su situación permanente. Toda teología, como toda palabra humana, es particular, contextual. O dicho de otra forma, plural[62]. Y la historia de la teología es la mejor prueba de ello. En efecto, nunca ha habido “una” teología, sino varias: hay diferentes cristologías y eclesiologías en el Nuevo Testamento, diferentes escuelas en la época de los Santos Padres, en la escolástica medieval y en la época moderna…

Pero, además, hoy se puede hablar con K. Rahner de un “pluralismo cualitativamente nuevo”[63]. En efecto, hasta nuestros días, todas las diversas teologías se movían sobre un terreno cultural fundamentalmente común: la cultura europea occidental (greco-romano-germano-anglosajona); la concepción del mundo y la autocomprensión humana no variaban básicamente entre unas teologías y otras. Por otra parte, hasta nuestros días la pluralidad no ponía en tela de juicio, por una parte, la pretensión epistemológica de que se puede conocer la verdad objetiva en sí y, por otra parte, la pretensión de que la Iglesia la conoce por revelación.

Todas estas circunstancias han variado radicalmente hoy[64]: 1) en primer lugar, la epistemología moderna ha puesto de manifiesto que todas las afirmaciones de verdad poseen valor parcial, no universal, que “su veracidad no es fija y terminante, sino relativa y siempre en proceso”[65]; 2) en segundo lugar, la teología se ha abierto a nuevas culturas y cosmovisiones radicalmente diferentes de la europea occidental (Asia y África, fundamentalmente); 3) y en tercer lugar, también se ha visto discutida la pretensión eclesial de poseer la verdad única y universal, conocida por revelación y fielmente transmitida por la tradición.

Si aun en épocas en que el mundo cultural conocido era mucho más unitario, la epistemología mucho más realista y la eclesiología mucho más ahistórica y vertical, se daba un pluralismo de teologías, este pluralismo se ha radicalizado en nuestro tiempo por las razones señaladas: epistemológica, cultural y eclesiológica. ¿No será justo que un cristiano de Asia o de África utilice categorías cristológicas o soteriológicas “creíbles” y “operativas” en su propia cultura, como lo hicieron los cristianos griegos, latinos, alemanes y anglosajones?

Pero hay que afirmar con determinación: el pluralismo no es para la teología un mero imperativo histórico a asumir, sino una situación de gracia de dimensión teológica; no es una situación de deterioro a lamentar, sino más bien una nota esencial de la teología; no es indicio de una época sin rumbo, sino signo de la libertad del Espíritu y de la riqueza de la verdad de Dios.

En efecto, la última razón de ser del pluralismo no es de orden epistemológico, cultural y eclesiológico, sino más bien teológico. El pluralismo “es consecuencia de la originalidad de la verdad revelada, que no es precisamente un corpus doctrinal, una verdad-objeto, sino una verdad dinámica, una verdad que se hace, una verdad práctica en el sentido que tiene en san Juan”[66]. La razón del pluralismo es Dios mismo en cuanto misterio siempre más grande y comunión plena en la diferencia. La teología es pluralista porque Dios no es todavía todo en todas las cosas, porque la historia es lugar de éxodo y de exilio, de esclavitudes y desigualdades. Mientras el Reino de la comunión universal no se realice en la Tierra, la verdad seguirá siendo promesa, y toda palabra sobre Dios seguirá siendo provisional y parcial. La “catolicidad” de la verdad, de la teología, de la Iglesia, no se dará hasta que la Buena Noticia se realice plenamente. Mientras tanto, la teología será “teologia viatorum”, al igual que la Iglesia es “Ecclesia viatorum“. También “la Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella las palabras de Dios” (Dei Verbum, n. 8).

4.2. A la universalidad desde la particularidad

Pue bien, sólo desde la conciencia de esta parcialidad y provisionalidad, desde la particularidad y pluralidad, podrá la teología ser un servicio al advenimiento de la comunión. Esta, la comunión plena, que incluye también la comunión de la palabra y del sentido, es el horizonte de la teología, como la universalidad es el horizonte de toda palabra humana. Pero el camino y el servicio de esa comunión no puede darse por eliminación de la particularidad histórica, o por la imposición de una particularidad sobre otra, sino por la escucha, el respeto y la acogida, en la esperanza de la comunión integral de todas las diferencias en la comunión misma de Dios. Pablo VI dijo: “Somos pluralistas precisamente porque somos católicos, es decir, universales”[67]. El valor universal de las verdades parciales, de una fe parcial y de una teología parcial radica, no en su estrechez absolutizada, sino en su capacidad de relación y de comunión en el respeto de la alteridad, en su capacidad “para revelar la amplitud del encuentro humano con Dios en la vida de la Iglesia”[68].

Así pues, “la pluralidad aceptada no ha de ser una diversidad definitiva e inmóvil, sino una pluralidad en movimiento, hacia la unidad[69]. El pluralismo no significa fragmentación, ni se sustenta en la indiferencia, ni lleva al eclecticismo. La eliminación de la particularidad y la imposición de la uniformidad son, más bien, las que, tarde o temprano, llevan a la ruptura y/o a la indiferencia. El ejercicio del respeto y de la escucha es la mejor forma de la universalidad en el tiempo, de la confianza en el otro y de la esperanza en la comunión de Dios.

La universalidad de la verdad, como la verdad misma, no es posesión, sino aspiración y camino. La universalidad se da en el movimiento común hacia la verdad y la comunión, no en el asentimiento inmóvil a un cuerpo de verdades conocidas por todos o solamente por unos cuantos especialmente habilitados para ello. Por eso, la unidad se dará siempre, necesariamente, en forma de pluralismo, pero de un pluralismo en camino común hacia la unidad. Lo que hay de común en las teologías, necesariamente plurales, es su movimiento hacia la comunión y su servicio a la comunión desde la particularidad.

4.3. A través de consensos

La universalidad de la verdad en la historia no es, pues, estática, sino dinámica, y requiere el trabajo constante por entenderse a través de palabras que necesariamente han de seguir siendo diferentes. La unidad se da en forma de búsqueda de consensos por parte de lo particular diferente. “Consensos”, en plural y en provisional, pues el consenso singular y definitivo se identificaría con la universalidad de la verdad plenamente realizada, y ésta sigue siendo en la historia horizonte y promesa.

En la historia, el mejor camino a la verdad y la mejor forma de la verdad es el diálogo que busca consensos. También el cristiano debe hacer suya en un sentido una “teoría de la verdad como consenso” (Habermas)[70]. ¿Significa esto que la verdad es fruto del consenso o de la estadística, o se identifica con el resultado de una consulta de opinión? ¿Significa que la verdad, en la sociedad o en la Iglesia, haya de someterse a votación? En absoluto. La verdad está por encima de todas las opiniones y, por eso mismo, no se identifica con el resultado de ninguna estadística ni votación. La verdad no es una supuesta suma de todas las verdades particulares. Pero la consulta y la escucha mutua, la constante búsqueda de consenso puede ser la mejor garantía para que no se identifique la verdad con la opinión particular de una persona o de un grupo, ni siquiera con el posible resultado de una consulta universal, pues tal resultado mismo seguiría siendo provisional. La máxima búsqueda de consenso no significa rebajar la verdad, sino más bien ennoblecerla por encima de todas las verdades parciales e impedir que se instrumentalice la verdad (o más bien, la pretensión de verdad) para imponer la propia opinión.

La historicidad de la verdad y la necesidad de una búsqueda común de la misma a través del diálogo no cambia sustancialmente al afirmar, como afirmamos los cristianos (junto con otros muchos) que Dios se ha revelado. En efecto, como se ha subrayado más arriba, la Palabra de Dios se hizo carne humana, Dios se ha revelado en un lenguaje humano. Y el lenguaje humano es interlocución, palabra siempre limitada y siempre en circulación intersubjetiva, dia-logos. También la verdad eterna adopta en el tiempo forma de diálogo, y de búsqueda común de consenso más que de consenso efectivo.

Y el hecho de que la revelación de Dios se acoge, se guarda y se comunica en el seno de una Iglesia no cambia, sino corrobora la necesidad de buscar conjuntamente la verdad a través de consensos. Que Dios se revela a través del lenguaje humano de los creyentes significa, pues, en concreto que se revela a través de los consensos, cordiales y lingüísticos que los creyentes de una época – de toda época – van alcanzando. La verdad en la historia emerge en la convergencia, o más exactamente en la búsqueda de la convergencia[71].

La Iglesia es mucho más que una mera comunidad de consenso, es comunidad donde está presente el Espíritu del Resucitado que comunica toda la verdad. Pero el Espíritu no hace de su verdad viva monopolio de nadie; sopla donde quiere y habla por la palabra de quien quiere; el Espíritu se revela como verdad y conduce a su Iglesia a la verdad completa promoviendo la comunión de lo diferente, suscitando la palabra en todos, fomentando la escucha mutua. El Espíritu es “co-inspiración”, inspiración en la comunidad a través de la comunión. El Espíritu inspira (co-inspira) a la comunidad eclesial entera, a cada uno de sus miembros (“vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán”: Jl 3,1; cf. Hch 2); y en el seno de la comunidad inspira a quienes tienen la misión de ayudar a decir y entender la fe (teólogos), y también en su seno inspira a quienes tienen la misión de discernir, recoger y guardar la inspiración del Espíritu a la comunidad (ministerio jerárquico) (cf. Lumen Gentium, n. 12).

Ni la función de los teólogos ni la de los pastores con relación a la verdad tienen sentido separadas de la comunidad, sino en su seno y a su servicio. Y esto se aplica también al carisma de la infalibilidad del Papa, que no se ha de separar de la infalibilidad de toda la comunidad eclesial, sino que ha integrarse en ella y a su servicio. Si hay una instancia fundamental, ésa es el sensus fidelium, el sentido de fe de la Iglesia en su conjunto, que ha de buscar hacerse continuamente consensus fidelium. Y tanto el magisterio de los pastores como el magisterio de los teólogos deben estar a la escucha del sensus fidelium y al servicio del consensus fidelium. Y así sirven a la manifestación de la verdad de Dios que es comunión. “El sensus de cada uno de los creyentes y el consensus de su totalidad constituyen la base vital de la fe; también para el magisterio como órgano principal del control y de la corrección que preservan, así como también para la teología como motor del progreso crítico. El control que preserva tiene la misión de fijar la doctrina transmitida y de defenderla en la medida en que sea necesario; a la teología le está encomendada la tarea de promover críticamente, incluso experimentando con audacia, el desarrollo de la comprensión de la fe. En consecuencia, no deben dominar calles de dirección única, sino intercambio vivo de la fuerza de propulsión entre las ‘cabezas’ de la predicación de la doctrina, los órganos de la investigación teológica y el corpus de la comunidad de fe”[72]. Al magisterio episcopal le toca justamente garantizar y fomentar la unidad a través del pluralismo y el pluralismo como camino de unidad; le toca, para ello, impedir que la aspiración de la unidad se diluya en el pluralismo, pero también que el pluralismo sea ahogado en nombre de la unidad. Y esto de manera especial en relación con la investigación teológica[73]. Por ello, debe haber colaboración y mutua confrontación entre pastores y teólogos. Y “en la colaboración de los pastores y de los teólogos ninguno de los dos ministerios puede pretender la posesión de la verdad”[74].

Como conclusión de este punto, quiero citar aquí tres de los diez principios fundamentales que J.I. González Faus, a modo de conclusiones de su libro La autoridad de la verdad, formula para un ejercicio verdaderamente eclesial del magisterio jerárquico:

1) “Respetar las leyes de la historia sobre el encuentro con la verdad, sin pretender eximirse de ellas contando con que la ayuda del Espíritu las vuelve innecesarias”.

2) “Discernir mucho, proponer mucho y mandar muy poco. Y, a ser posible, no definir nunca: ‘mostrando la validez de su doctrina más que condenando’ [Juan XXIII, Discurso de apertura del Vaticano II, 11 de oct. de 1962, n. 15]”.

3) “Buscar una comunión más semejante a la de la Santa Trinidad (‘coiguales, consustanciales y coeternos’) que a a de los sistemas totalitarios o la del culto a la persona, que pueden simbolizar un monoteísmo no trinitario”[75].

Así, por los caminos de la palabra compartida, va accediendo la verdad misma de Dios a nuestra historia como revelación y ocultamiento. La verdad de Dios se manifiesta y se esconde en la Escritura, testimonio de historias humanas de vida y muerte en que Dios se encarna y se hace letra. Se manifiesta y se esconde en el dogma, enunciado en el que los cristianos de ayer acertaron a consensuar su fe en búsqueda. Se manifiesta y se esconde en el magisterio jerárquico, servicio a la co-inspiración del Espíritu y a la concordia en las Iglesias de hoy. Se manifiesta y se esconde en la teología, empeño por dar razón de lo que creemos en oscuridad y claridad, esperamos en angustia y confianza, amamos en cruz y gozo. Y, a través de la palabra compartida, vamos nosotros accediendo a la verdad eterna que, en el tiempo, tiene muchos registros y moradas, es una y múltiple, oculta y patente, indecible y pronunciada; revelación, confesión e interpretación; texto, palabra y silencio; escucha, anuncio y obra; acontecimiento, anhelo y promesa.

(Lumen 46 [1997], p. 161-212)

  1. G. LAFONT, “Linguaggio filosofico”, en Dizionario di Teologia Fondamentale, Cittadella Editrice, Assisi 1990, p. 633.

  2. Para estas cuestiones, cf. L’analyse du langage théologique. Le nom de Dieu, Actas del Coloquio dirigido por E. CASTELLI en Roma en 1969 (Aubier, París 1969); P. RICOEUR, Les incidences théologiques des recherches actuelles concernant le langage (curso policopiado), Instituto Católico de París, 1981; F. JACQUES, “El estudio analítico de los enunciados teológicos, en Iniciación a la práctica de la teología, t. I, Cristiandad, Madrid 1984, pp. 508-532.

  3. F. JACQUES, “El estudio analítico de los enunciados teológicos”, l.c., p. 512.

  4. Sobre la dimensión implicativa del lenguaje ha insistido D. Evans, The Logic of Self-Involvement, Londres 1963.

  5. Este aspecto lo ha resaltado J.L. Austin, How to do things with words, The Clarendon Press, Oxford 1962.

  6. Reflexiones análogas cabría hacer acerca de la relación entre razón y fe. El racionalismo y el fideísmo comparten una concepción demasiado estrecha de la razón humana.

  7. De hecho, el positivismo lógico de R. Carnap y del Círculo de Viena ha ido dando paso a diversas filosofías del lenguaje más cercanas a Heidegger, como la preocupacion preponderante por el formalismo del “lenguaje elemental” en el primer Wittgenstein ha dado paso al interés por el “lenguaje ordinario” y por la riqueza de los “juegos de lenguaje” en el segundo Wittgenstein.

  8. Esta postura es heredera del empirismo de Hume (sólo es verdad lo empíricamente demostrable) y de la crítica de la razón de Kant (sólo es objeto propio de conocimiento aquello que podemos percibir empíricamente).

  9. La misma lógica formal es una construcción secundaria, y tiene un fundamento prelógico. Por eso, el análisis lógico nunca agota el misterio del lenguaje, ni es posible llevar a cabo un análisis lógico exhaustivo del lenguaje (por ejemplo científico), pues el mismo análisis se sirve de un lenguaje previamente dado. Y, en último término, todo lenguaje tiene unas raíces simbólicas, y por lo tanto horizontes inabarcables.

  10. Cf. J. POULAIN, Logique et Religion. L’atomisme logique de L. Wittgenstein et la possibilité des propositions religieuses, Mouton, La Haya-París 1973.

  11. J. LADRIÈRE, L’articulation du sens, t. II, Cerf, París 1984, p. 138.

  12. El error de B. Russel, injustificadamente basado en Wittgenstein, consiste en privar de sentido toda proposición que contiene un referente que escapa del análisis lógico y de la verificación empírica; por ejemplo, toda afirmación que contenga el nombre de Dios.

  13. L. WITTGENSTEIN, Investigaciones filosóficas, & 23, cit. por F. JACQUES, “El estudio analítico de los enunciados teológicos”, l.c., p. 520.

  14. Cf. J. LADRIÈRE, L’articulation du sens, t. II, o.c., pp. 135-149.

  15. F. JACQUES, “El estudio analítico de los enunciados teológicos”, l.c., p. 522.

  16. “Cabe mostrar que toda teoría de la verdad presupone e incluye un concepto de adecuación corregido, convenientemente interpretado”: L. BRUNO PUNTEL, “Verdad”, en Conceptos fundamentales de filosofía, t. III, Herder, Barcelona 1979, p. 618.

  17. W. SCHULZ, Philosophie in der veränderten Welt, cit. por L. BRUNO PUNTEL, “Verdad”, en Conceptos fundamentales de filosofía, t. III, o.c., p. 627.

  18. P.J. LABARRIÈRE, Dieu aujourd’hui. Cheminement rationnel, décision de liberté, Desclée de Brouwer, París 1977, p. 11.

  19. Cf. Sólo el amor es digno de fe, Sígueme, Salamanca 19882, pp. 27-43. El mismo Balthasar ha insistido en que la existencia humana es el lenguaje del que Dios se ha servido y no puede menos de servirse: cf. “Existence humaine comme parole divine”, en La foi du Christ, Aubier, París 1968, pp. 129-178. “Sin las imágenes, arquetipos y conceptos pertenecientes al lenguaje humano (intuitivo), la Palabra de Dios nunca puede hacerse comprensible al hombre” (Theodramatik IV. Das Endspiel, Johannes, Einsiedeln 1983, p. 45).

  20. Recordemos la bella expresión de S. Ireneo: “El Verbo se hace hijo del hombre para acostumbrar al hombre a recibir a Dios y para acostumbrar a Dios a vivir entre los hombres según el beneplácito del Padre” (Adv. Haer. 3,20,2).

  21. “La revelación es el primer hecho, el primer misterio y la primera categoría del cristianismo” (R. LATOURELLE, Teología de la revelación, Sígueme, Salamanca 19794 , p. 10).

  22. S. Basilio, S. Gregorio de Nisa, S. Cirilo de Jerusalén, S. Juan Crisóstomo… insisten mucho en el hecho de que Dios, aun una vez revelado, sigue siendo el Dios escondido, incomprensible.

  23. Recuérdese la insistencia de muchos Santos Padres (especialmente Clemente de Alejandría, Orígenes, Cirilo de Alejandría, Agustín) en la dimensión subjetiva y espiritual de la revelación: ésta no es auténtica sino cuando se realiza en el interior de la persona por la acción del Espíritu A esta dimensión interna la llaman revelación interior, iluminación, unción… “El Hijo hablaba, pero el Padre enseñaba“, dirá S.Agustín (In Joan. ev. tract. 26,8).

  24. Ya a nivel filosófico, “la estructura del concepto de verdad está caracterizada por una bipolaridad: por un lado verdad significa una pretensión de validez y, por otro, el comportamiento de la cosa misma (la revelación de la cosa misma)” (L. BRUNO PUNTEL, “Verdad”, en Conceptos fundamentales de filosofía, t. III, o.c., p. 621).

  25. Cf. Sobre todo E. JÜNGEL, Dios como misterio del hombre, Sígueme, Salamanca 1984. También: C. GEFFRÉ, “L’objectivité propre au Dieu révélé”, en L’analyse du langage théologique. Le nom de Dieu, o.c., pp. 403-421. En una obra muy reciente (Creer que se cree, Paidos, Barcelona 1996), G. Vattimo ha vuelto a exponer esta lectura heideggeriana de Nietzsche, subrayando que su tesis del debilitamiento del ser y, consiguientemente, del pensamiento, en contra de la hegemonía del logos, es la versión filosófica de la idea cristiana de un Dios que muere por amor, y sosteniendo que la fe cristiana es la postura más razonable y coherente hoy, al final de la metafísica de la objetividad:

  26. G. D. KAUFMAN, con un vocabulario poco afortunado y con una contraposición seguramente demasiado simplista, llama “Dios accesible” al presente en las ideas, representaciones mentales, modelos lingüísticos, incluido el lenguaje bíblico, y “Dios real” al Dios misterio que trasciende al lenguaje: La question de Dieu aujourd’hui, Ed. du Cerf, París 1975, pp. 111-148.

  27. F. JACQUES, “El estudio analítico de los enunciados teológicos”, l.c., p. 527. Para la distinción del plano objetivo lingüístico y el plano propiamente teológico-salvífico de los artículos del credo, cf. Ch. DUQUOC, “La vérité du Credo”, en Catéchèse 143 (1996), pp. 63-74.

  28. Sto. Tomás, STh IIª-IIae, q. 1, a.2, ad 2.

  29. A. DUMAS, Nommer Dieu, Ed. du Cerf, París 1980, p. 42.

  30. R. FISICHELLA, “Linguaggio teologico”, en Dizionario di Teologia fondamentale, o.c., p. 645.

  31. P. BEAUCHAMP, “Pour une théologie de la lettre”, en Dire ou taire Dieu. Le procès de Dieu entre paroles et silences, Recherches de Science Religieuse, París 1979 (reedición de RSR, tomo 67 [1979], p. 161). Cf. ib. el estudio de J. MOINGT, “L’écho du silence”, en Dire ou taire Dieu, o.c., pp. 9-36. Sobre la relación entre la cognoscibilidad e incognoscibilidad de Dios, cf. K. RAHNER, “L’obscurité de Dieu”, en Le service théologique dans l’Eglise. Mélanges offerts au Père Yves Congar, Cerf, París 1974, pp. 249-268. El famoso aforismo final del Tractatus de Wittgenstein habría que entenderlo, no como una máxima agnóstica, sino como una invitación a pasar a otro registro de lenguaje no meramente lógico: el lenguaje de la mística.

  32. J. GREISCH, “L’énonciation philosophique et l’énonciation theólogique de Dieu”, en Dire ou taire Dieu, o.c., p. 233.

  33. A. DUMAS, Nommer Dieu, o.c., pp. 16-17; cf. especialmente las pp. 31-48]. La teología está llamada a moverse en esa “difícil línea de arista, que pasa entre la Caribdis del ídolo (eidolon: idea, que aprisiona) y la Escila del silencio (sigé: el mutismo del Uno)” (ib., p. 102).

  34. Sobre el lenguaje simbólico en general, cf. P. RICOEUR, La metáfora viva, Cristiandad, Madrid 1980; también “Poética y simbólica”, en Iniciación a la práctica de la teología, t. I, o.c., pp. 43-69; sobre el lenguaje simbólico como lenguaje de lo sagrado: E. TRIAS, “Pensar la religión. El símbolo y lo sagrado”, en J. DERRIDA – G. VATTIMO – E. TRIAS, La religión, PPC, Madrid 1996, pp. 131-152; sobre el lenguaje simbólico en la teología: Y. ALMEIDA, “La symbolique de ‘Dieu’. Sémiotique et discours religieux”, en Dire ou taire Dieu, o.c., pp. 175-196.

  35. “Alles ist weniger als es ist, alles ist mehr”: Gedichte, t. II, Suhrkamp, Francfurt 1977, p. 76.

  36. F. ALSZEGHY – M. FLICK, ¿Cómo se hace la teología?, Ed. Paulinas, Madrid 1976, p. 59.

  37. Como insiste S. MC FAGUE, Modelos de Dios. Teología para una era ecológica y nuclear, Sal Terrae, Santander 1994.

  38. Para la clarificación del objeto propio de la fe de los dogmas marianos, y en concreto el dogma de la concepción virginal de Jesús, remito al pequeño gran libro del ilustre mariólogo A. MÜLLER, Reflexiones teológicas sobre María, Madre de Jesús, Cristiandad, Madrid 1985. El autor muestra con rigor y claridad que la fe en dichos dogmas marianos y, por consiguiente, la teología acerca de los mismos, no tienen como objeto el aspecto histórico-físico, sino el aspecto teológico-salvífico. Es comprensible que la sensibilidad y la mentalidad de muchos cristianos de la mejor voluntad se sobresalten ante una simple alusión a tales planteamientos, en especial respecto de la virginidad de María. Pero la cuestión está ahí, planteada no en primer lugar por “los de fuera”, sino por muchos creyentes deseosos de creer en coherencia con su razón, por los estudios exegéticos sobre dichos relatos, por el dato innegable de que esos relatos tienen una intención teológico-cristológica mucho más que mariológica, por la existencia de relatos de concepción virginal en el mundo religioso egipcio y greco-romano… No sería honesto apelar a la fe de los sencillos para ahorrarse el coraje de la reflexión, menos aún para privarnos del esfuerzo por ofrecer a los hombres (quizás sobre todo a las mujeres) de hoy un marco de pensamiento creíble para la fe.

  39. Para esta cuestión, cf. H. KESSLER, La Resurrección de Jesús. Aspecto bíblico, teológico y sistemático, Sígueme, Salamanca 1989, pp. 94-99.

  40. En todo esto se está planteando la difícil cuestión de cómo interviene Dios en el mundo. Al igual que Dios transforma la palabra humana, pero a través de las propias leyes de la palabra, así transforma también el mundo, pero a través de las propias leyes y mecanismos físicos, sicológicos, sociológicos, etc… Es decir, Dios no actúa como una causalidad más entre las causalidades intramundanas, ni los efectos de la acción de Dios se pueden observar a la manera de los efectos de las acciones intramundanas. En el mundo y a través del mundo, Dios actúa como Dios, no como mundo.

  41. G.I. LESSING, Acerca de la verdad, cit. por E. Kant, ¿Qué es la Ilustración?, Madrid 19892, p. 67.

  42. H. M. BAUMGARTNER, “Verdad-certeza. Aspecto filosófico” en Diccionario de conceptos teológicos, t. II, Herder, Barcelona 1990, p. 628.

  43. R. PANIKKAR, “La sécularisation de l’herméneutique. Le cas du Christ: Fils de l’homme et Fils de Dieu”, en Herméneutique de la sécularisation, Actas del Coloquio dirigido por E. CASTELLI en Roma (Aubier, París 1976), p. 232.

  44. A. Loisy escribe: “Me parece evidente por experiencia común que la verdad es en nosotros algo necesariamente condicionado, relativo, siempre perfectible y susceptible también de disminución…; la verdad, en cuanto bien del hombre, no es más inmutable que el hombre mismo. Evoluciona con él, por él y en él, y esto no le impide ser verdad para él; más aún no lo es sin esta condición” (Autour d’un petit livre, París 1903, 191-192). Esta afirmación fue objeto de condena por parte de Pío X en el decreto antimodernista Lamentabili (DS 3458) pero, curiosamente, en la condena se omiten las palabras “en cuanto bien del hombre”, decisivas en el texto de Loisy, con lo cual se desfigura la afirmación de éste y hace que la condena sea no sólo desafortunada, sino injusta.

  45. I. MEYER, “Verdad-certeza. Aspecto teológico”, en Diccionario de conceptos teológicos, t. II, Herder, Barcelona 1990, p. 638. Volveremos más adelante sobre la cuestión de la unidad de la verdad y del pluralismo de la teología.

  46. A. DUMAS, Nommer Dieu, p. 104.

  47. La interpretación de la Biblia, PPC, Madrid 1994, pp. 69-70.

  48. J. L. SEGUNDO, El dogma que libera. Fe, revelación y magisterio dogmático, Sal Terrae, Santander 1989, p. 373.

  49. W. KASPER, Unidad y pluralidad en teología. Los métodos teológicos, Sígueme, Salamanca 1969, pp. 39-40; id., Dogma y Palabra de Dios, Mensajero, Bilbao 1969. En el año 1972, la Comisión Teológica Internacional publicó un Documento sobre “La unidad de la fe y el pluralismo teológico”, donde se afirma: “Las fórmulas dogmáticas deben ser consideradas como respuestas a problemas precisos, y es en esta perspectiva en la que permanecen siempre verdaderas. Su interés permanente está en dependencia de la actualidad durable de los problemas de que se trata” (tesis X) (El pluralismo teológico, BAC, Madrid 1976, p. 13). Comentando esta tesis, J. Ratzinger dice: “Ninguna fórmula, por válida e imprescindible que haya sido en su tiempo, puede expresar plenamente el pensamiento aludido y declararlo inequívocamente para siempre, ya que el lenguaje está constantemente en movimiento y se desplaza en su contenido de significado” (ib. p. 62).

  50. J.L. Segundo llega a hablar de “necesidad de reformar las fórmulas dogmáticas” (El dogma que libera, o.c., p. 345). En contraste con esta postura, dice Latourelle: “lo único que puede perfeccionarse es la inteligencia del depósito, la asimilación por parte de los fieles de la doctrina revelada, pero el sentido permanece siempre idéntico y la interpretación, inmutable (D 1800)” (R. LATOURELLE, Teología de la revelación, o.c., p. 303). Este autor remite al Concilio Vat. I, pero lo distorsiona claramente, pues el Vat. I dice: “hay que mantener perpetuamente aquel sentido de los sagrados dogmas que una vez declaró la santa madre Iglesia y jamás hay que apartarse de ese sentido so pretexto y nombre de una más alta inteligencia” (D 1800). El Vat. I afirma que hay que mantener el sentido que la Iglesia quiso dar a un dogma, lo que presupone la necesidad de la interpretación precisamente para establecer cuál es ese sentido y no excluye que surja un “conflicto de interpretaciones” (P. Ricoeur); Latourelle dice, por el contrario, que la “interpretación es inmutable”.

    En su Discurso de apertura del Concilio Vat II, el 11 de octubre de 1962, Juan XXIII proclamó la necesidad de “examinar e interpretar con rigor, serenamente y con tranquilidad de conciencia, las doctrinas tradicionales contenidas en las actas del concilio de Trento y del Concilio Vat. I, añadiendo: “Porque una cosa es el depósito de la fe o las verdades contenidas en la doctrina sagrada y otra el modo y estilo de proclamar esas verdades respetando su sentido y significado”.

  51. “Una mejor comprensión del dogma o de las opiniones con él confrontadas puede hacer que una afirmación que anteriormente era de hecho peligrosa para la fe, posteriormente pueda abrazarse sin dificultad alguna” (F. ALZSEGHY – M. FLICK, ¿Cómo se hace teología?, o.c., p. 165).

  52. J. RATZINGER, El nuevo pueblo de Dios, Herder, Barcelona 1972, pp. 162-163.

  53. A este propósito señala agudamente W. Kern: “El magisterio confiesa que decisiones magisteriales pasadas fueron revisadas, pero no que las tomadas en la actualidad sean revisables” (W. KERN – F.J. NIEMANN, El conocimiento teológico, Sígueme, Salamanca 1969, p. 185.

  54. Facultad de Teología de Catalunya – Ed. Herder, Barcelona 1996.

  55. Ib., p. 16. En la misma introducción recoge las palabras del físico Sajarov: “la intolerancia no es más que la angustia de no tener razón” (p. 17).

  56. En la nueva versión del Catecismo, la enseñanza sobre la pena de muerte y determinados puntos de moral sexual, por ej., han sido objeto de correcciones importantes. ¿Se hubieran dado tales correcciones si no hubiesen existido las críticas? Y ¿estamos seguros de que ningún otro punto será ya objeto de corrección? Pero ¿serán posibles las correcciones de mañana si no se toleran las críticas de hoy?

  57. Cf. E. SCHILLEBEECKX, Interpretación de la fe, Sígueme, Salamanca 1973; C. GEFFRÉ, El cristianismo ante el riesgo de la interpretación. Ensayos de teología hermenéutica, Cristiandad, Madrid 1983; W.G. JEANROND, Theological Hermeneutics: Developpment and Significance, Crossroad, Nueva York 1991.

  58. R. PANIKKAR, “La sécularisation de l’herméneutique”, l.c., pp. 223-223.

  59. P. RICOEUR, “Herméneutique et réflexion”, en Demitizzazione e immagine, Actas del Coloquio dirigido por E. Castelli en Roma en 1962, p. 21.

  60. A. DUMAS, Nommer Dieu, o.c., 167.

  61. C. GEFFRÉ, “Diversidad de teologías y unidad de fe”, en Iniciación a la práctica de la teología, t. I, o.c., p. 137.

  62. K. RAHNER, “El pluralismo en teología y la unidad de confesión en la Iglesia”, en Concilium 46 (1969), pp. 427-448; C. GEFFRÉ, “Diversidad de teologías y unidad de fe”, en Iniciación a la práctica de la teología, t. I, o.c., pp. 123-147; CONCILIUM 191 (1984), Diversidad teológica y responsabilidad común.

  63. “El pluralismo en teología y la unidad de confesión en la Igleia”, l.c., p. 429.

  64. Cf. J.E. THIEL, “Pluralismo en la verdad teológica”, en Concilium 256 [(1994), pp. 1025-1041.

  65. J.E. THIEL, “Pluralismo en la verdad teológica”, l.c., p. 1031. “La verdad de la mente y el corazón florece en los particularismos de nuestra existencia y en el modo en que la vivimos en compañía de los demás” (ib. p. 1033).

  66. C. GEFFRÉ, “Diversidad de teologías y unidad de fe”, l.c., p.130.

  67. Audiencia general del 14 mayo de 1969 (Ecclesia n. 1441, año 1969, p.5).

  68. J.E. THIEL, “Pluralismo en la verdad teológica”, l.c., p. 1035-1036.

  69. F. ALSZEGHY – M. FLICK, ¿Cómo se hace la teología?, o.c., p. 156.

  70. Cf. J. HABERMAS, Teoría de la acción comunicativa, Taurus, Madrid 1987.

  71. A veces, debido a la importancia de la cuestión debatida o del acuerdo alcanzado, tales consensos se formulan en dogmas que guiarán la fe de generaciones venideras, y serán para creyentes del futuro no tanto el “objeto de su fe”, cuanto su indicativo necesario, testimonio extraordinario de una fe que no es producto propio, sino don recibido de Dios y heredado de los antepasados. Los dogmas son expresiones de un consenso, el consenso de los cristianos en un determinado momento de la historia, un consenso “ecuménico” e histórico a la vez, más ecuménico en su intención que en su objetivación histórica concreta..

  72. W. KERN – F.J. NIEMANN, El conocimiento teológico, o.c., p. 236.

  73. “Hay que esperar, por parte del magisterio, una actitud que proteja y estimule las diversas teologías que, cada una a su modo, se esfuerzan por presentar la profesión de fe de una forma que corresponda a la mentalidad y a las necesidades reales de cada época” (E. VILANOVA, Para comprender la teología, Verbo Divino, Estella 1994, p. 87).

  74. J.M. TILLARD, “Teología y vida eclesial”, en Iniciación a la práctica de la teología, t. I, o.c., p. 182.

  75. La autoridad de la verdad, o.c., 265.