EL PACTO DE LAS CATACUMBAS A LA LUZ DE ASÍS

Introducción

El coordinador de la obra me pidió situar el Pacto de las Catacumbas a la luz de la tradición eclesial de compromiso en favor de los pobres, destacando en especial el fenómeno franciscano.

La historia de Francisco es una singular ilustración de la historia entera de la Iglesia: del aire imparable del evangelio y de su soplo renovador, pero también de las rémoras de la institución y de las servidumbres del poder. Así pasó desde el principio: el movimiento mesiánico itinerante de Jesús, profeta subversivo, fue estableciéndose como “culto” religioso, como “iglesia” organizada y, muy pronto también, en religión dominante. Así pasó con Francisco: la fraternidad ambulante de hermanos pobres entre pobres sin otra regla que el Evangelio se convirtió, ya en vida del propio fundador, en Orden clerical con grandes conventos y reglamentos minuciosos.

Rememoro a Francisco con la mirada puesta en los grandes retos de la Iglesia en el mundo de hoy. Son, en el fondo, los mismos retos que interpelaban a aquellos obispos que hace 50 años juraron fidelidad al Evangelio en las catacumbas de Domitila: revivir la novedad de Jesús en un mundo nuevo, ser iglesia pobre para los pobres en un mundo donde crece la desigualdad, romper lazos y pactos de interés con los poderes que matan, mirar las heridas y sentir compasión, hacerse próximos y ser samaritanos, alistarse con los últimos, soltar pesos históricos muertos, liberar la fe de doctrinas y creencias, priorizar la vida, trascender fronteras ideológicas y religiosas, asumir y aplicar hasta el fin las exigencias democráticas de toda verdadera comunidad, desclericalizar los ministerios eclesiales, superar la dicotomía entre clérigos y laicos, abrirse a nuevas lenguas, renunciar a la posesión de la verdad, acoger el pluralismo religioso de hecho y de derecho… Una lista interminable que se resume en algo muy simple y hermoso: evangelio de Jesús. Es buena noticia para nosotros, y es nuestra hermosa tarea.

1. La Iglesia y los pobres: una panorámica histórica

El reinado de Dios que Jesús anunció y practicó significaba una subversión social radical noviolenta. Para hacerla posible, Jesús llevó una profunda “revolución de valores”[1]: transfirió a la gente más sencilla los valores de la clase más alta, dignificó a las clases más pobres, les hizo creer en su propia dignidad, les transmitió una confianza profunda en que ellos podían ser artífices del reino de Dios, de su presencia liberadora y transformadora. Y pronunció “parábolas de desafío” (los talentos, el buen samaritano, el rico sin nombre y el pobre Lázaro…) que sacudían los fundamentos del sistema religioso y socio-político.

Pero a medida que el movimiento cristiano se fue convirtiendo en “iglesia y culto”, en religión, el reino de Dios se fue despolitizando y espiritualizando, desligándose de la historia y refiriéndose al más allá. Los pobres fueron dejando de ser sujetos y convirtiéndose en objeto de atención caritativa. Y cabe preguntarse: ¿la Iglesia institucionalizada ha sido instancia crítica y transformadora de estructuras sociales injustas o se ha limitado al socorro de sus víctimas? Tal vez no sea justo plantearlo en términos tan absolutos. Tanto en su vertiente religiosa como política, la Iglesia es un fenómeno muy diverso a lo largo de su historia y geografía. Apuntaré algunos datos más sobresalientes.

“No había entre ellos necesitados, porque todos los que tenían hacienda o casas las vendían… y se repartía a cada uno según su necesidad” (Hch 4,34-35). Es una clara “idealización de los comienzos”, pero “es difícil pensar que la vida comunitaria de la ekklesia no se caracterizara, además de por el compartir religioso y social, por un cierto compartir económico”; en cualquier caso, queda patente que la pobreza constituía “un problema esencial para la ekklesia de Jerusalén” [2]. Pablo se comprometió a sostenerla económicamente (Hch 11,29; Gal 2,10; Rom 15,25-29; 2 Cor 8-9).

La koinonía (comunión) con Jesús en la fracción del pan era inseparable de la koinonía de mesa y ésta requería la comunión de bienes: al compartir la memoria y el pan de Jesús en la reunión semanal, distribuían comida y vestidos entre los pobres de la comunidad, siguiendo una práctica judía común con los judíos de paso. Las iglesias cristianas establecieron un sistema asistencial para los necesitados –cristianos– tanto en el interior de cada comunidad como entre las diversas comunidades.

Hacia finales del siglo II[3], Tertuliano atestigua que los creyentes pagaban cuotas que servían para socorrer a pobres, huérfanos, ancianos sin recursos, naúfragos… A mediados del siglo III, Roma atendía a más de 500 indigentes y viudas. Y fue en esa época cuando la práctica cristiana de la ayuda a los pobres se abre más allá de la comunidad cristiana (por ejemplo, a todas las víctimas de una epidemia de peste). San Agustín, entre los siglos. IV y V, se refiere al xenodochium, edificio donde se acogía a las personas de paso (peregrinos y vagabundos) y se asistía a los enfermos. Estos edificios, origen remoto de los centros hospitalarios, funcionaban gracias a la aportación de los fieles comunes y a las donaciones de los ricos.

Ya vemos despuntar una contradicción decisiva: el sistema de beneficencia sirve a los obispos para justificar el sistema establecido y la existencia de ricos y pobres. Al mismo tiempo, el hundimiento de las estructuras administrativas del Imperio Romano propició el ascenso del poder episcopal. La institución eclesial socorría a los pobres sin poner en tela de juicio la estructura que los producía, al igual que socorría a los esclavos sin condenar la esclavitud. “La limosna obtiene el perdón de los pecados”, repetían con la Biblia, con la mente puesta en las culpas personales y en el más allá, más bien que en la injusticia de las estructuras y en el mundo presente.

En toda la Edad Media, la hospitalidad para con los extraños y la atención de los necesitados, elemento constitutivos de la vida monástica, se acomodaron a menudo a un mundo feudal de señores ricos y siervos miserables.

Entre los siglos XI y XIII[4], surgieron múltiples órdenes hospitalarias dedicadas a la atención de los viajeros y peregrinos de Jerusalén (como la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén u Orden de Malta, s. XI), o al cuidado de unos enfermos en particular (como la Orden Hospitalaria de San Antonio, s. XI, especializado en el cuidado de los víctimas del ergotismo o “fuego de San Antón”, una grave intoxicación alimenticia que asoló Europa entre los siglos XI y XIV), o al cuidado de pobres y enfermos en general (como la Orden Trinitaria, primera Orden no monástica, en el s. XII), o a la redención de cautivos (como la Orden de la Merced, s. XIII). Se fundaron numerosos hospitales y leproserías. Proliferaron “limosnas”, “caridades” y “mesas de los pobres”. Hasta hubo asociaciones de hermanos y hermanas “del puente”, dedicadas a ayudar a los viajeros a atravesar un río o a mantener puentes. Memoria viva de la compasión evangélica en un mundo en que crecía la prosperidad de las ciudades y aumentaban los pobres.

Esos siglos fueron también un hervidero de movimientos –el franciscano entre ellos– de retorno al Evangelio de Jesús, en particular a su pobreza solidaria de los pobres. Anhelaban reformar una Iglesia demasiado clerical, rica y poderosa, y a menudo acabaron marginándose o siendo marginadas y condenadas bajo la acusación de herejía. Volveremos a verlos.

No podría faltar aquí la mención de Thomas Müntzer (1488-1525), uno de los personajes más fascinantes de las Reformas del s. XVI, testigo descollante del movimiento religioso, social y político de la época. Predicador fogoso y radical del Evangelio –que no era para él cuestión de creencias, sino de transformación de las injusticias sociales–, lideró una rebelión armada de campesinos contra los príncipes alemanes, que acabó siendo ahogada en una masacre sangrienta. Müntzer fue apresado, torturado y decapitado por el ejército de los príncipes cristianos, apoyados por Lutero. Tenía 27 años. Otros reformadores como Hans Denck y Sebastian Franck, que compartían su misma pasión evangélica por los pobres y la justicia, abogaron por vías no violentas.

En los siglos XVIII y XIX, la industrialización trae consigo en Europa una profunda transformación cultural y social: aumentan de nuevo a la vez la riqueza y los pobres, hacinados en las ciudades. Y vuelven a brotar incontables iniciativas individuales y colectivas de solidaridad samaritana; surgen numerosas congregaciones religiosas masculinas y sobre todo femeninas, entregadas en cuerpo y alma a las clases marginales: cuidado de enfermos sin medios, escolarización de niños sin recursos, atención a ancianos solos, acogida de inmigrantes del campo y vagabundos… Y de nuevo la ambigüedad se irá mezclando con la generosidad primera: a medida que la sociedad se hace cargo de las necesidades sociales, muchas de esas congregaciones acabarán poniéndose al “servicio” de las clases pudientes. La vida religiosa irá perdiendo su lugar social.

Concluyo esta rápida panorámica con una referencia al magisterio papal de la Iglesia católica romana. El auge del socialismo y de los movimientos obreros derivados de la industrialización no habían tenido, de parte de Roma, más respuesta que el silencio o la condena, hasta que León XIII publicó en 1891 una Encíclica vigorosa y valiente: la Rerum Novarum. Es “un texto fundacional”[5], que ha inspirado los grandes documentos sociales publicados ulteriormente: Quadragesimo Anno (1931) de Pío XI, Mater et Magistra (1961) de Juan XXIII y Centesimus Annus (1991) de Juan Pablo II. La encíclica se sitúa en una perspectiva política y sindical netamente confesional, está movido por el interés de detener la “descristianización” de las masas trabajadoras, y no ahorra duras condenas del socialismo marxista, pero eso era esperable. Lo novedoso es que empiece reconociendo “la sed de innovaciones que desde hace tiempo se ha apoderado de las sociedades”, acuse al capitalismo de ser la causante de la pobreza de las masas sociales, denuncie “la afluencia de la riqueza a las manos de una minoría al lado de la indigencia de la multitud”, afirme que una “minoría de ricos y opulentos” impone “un yugo casi servil a la infinita multitud de los proletarios” y sostenga que el salario “no debe ser insuficiente para que el obrero subsista con sobriedad y honradez”.

La encíclica marcó un giro en la doctrina social de magisterio católico en lo que se refiere tanto al análisis de la pobreza como al tratamiento propuesto: la pobreza de las personas y de los pueblos se deriva, fundamentalmente, de un sistema injusto, y su remedio requiere una profunda transformación planetaria de las estructuras políticas y económicas, más allá de la indispensable práctica asistencial caritativa. El evangelio de Jesús lo exige: que las leyes sean justas y la justicia se realice, que los pobres recuperen el pan y la dignidad, que los ricos se liberen y compartan, que nadie acapare lo que es de todos, que los seres humanos y todas las criaturas puedan vivir como hermanas.

Tras esta presentación panorámica de la historia de la solidaridad con los pobres en la Iglesia, me centraré en la figura y en el movimiento de Francisco de Asís, un espejo en el que reconocemos la gracia y los retos de nuestro tiempo.

2. Albores de un nuevo tiempo

Trasladémonos primero a la Europa occidental de los siglos XI-XIII. Un nuevo mundo estaba naciendo. La sociedad feudal de señores, vasallos, castillos y caballeros, de clérigos y monjes, de villanos libres y de siervos de la gleba sin tierra y sin derechos, se agrieta. La economía feudal esencialmente agrícola va dando paso a una economía y unas instituciones sociales basadas en el comercio, asentadas en las ciudades. Emerge el capitalismo mercantil. Las ciudades crecen, se enriquecen, se emancipan de los señores. Sus gentes anhelan libertad, saber, riqueza. Escriben y leen, discuten y razonan. Sus universidades empiezan a sustituir a los monasterios como centros del conocimiento. Pero en las ciudades también aumentan los pobres, y se hacen más visibles y relevantes[6].

El modelo de iglesia está en crisis: su dependencia del poder imperial ha sido nefasta, necesita autonomía. A esa necesidad responde la reforma de Gregorio VII (1020-1085, papa de 1073-1085). Pero su reforma se sustenta en un poder paralelo, rival del imperio, poder al fin y al cabo. Las élites urbanas, clericales o laicas, por el contrario, desean una religión más participativa, menos jerárquica. El sueño de una nueva sociedad lleva asociado el de una nueva Iglesia. Los cristianos más inquietos y activos anhelan una Iglesia de estilo evangélico; quieren seguir a Jesús como los apóstoles, pobres y ambulantes, mensajeros de la buena noticia.

El clima de descontento socio-religioso y el aliento reformador de Gregorio VII fomentan el surgimiento, especialmente en el s. XII, de movimientos evangélicos de reforma; marcarán fuertemente el desarrollo eclesial de los siglos siguientes, hasta la Reforma del s. XVI y más allá. La reforma gregoriana exaltaba el sacerdocio y las órdenes regulares; los movimientos evangélicos aspiraban a un modelo no clerical de iglesia, inspirados más o menos directamente por el monje Joaquín de Fiore (1135-1202), que había anunciado la utopía de la “tercera edad”, la edad del Espíritu, la liberación histórica de todos los oprimidos. Mencionaré los más significativos de estos movimientos[7].

Destacan en primer lugar los cátaros y los valdenses. Los primeros aparecieron en el s. XII en el Languedoc francés y eran conocidos como los “hombres buenos”. Los segundos fueron discípulos de Valdo, rico mercader implantado en Lyon hacia 1200. No nos apresuremos a calificarlos de “herejías”, un concepto problemático tanto desde un punto de vista subjetivo como objetivo. Con intencionalidad o sin ella, la Iglesia institucional ha tenido gran interés en calificar de herética a toda persona o movimiento que amenaza el orden (o el desorden) establecido[8]. Muchos santos han sido tachados de herejes, empezando por Jesús.

Merece una mención particular el fenómeno beguino, por su proyecto eclesial y por su carácter preponderantemente femenino. Las beguinas eran mujeres laicas, célibes en general, contemplativas y activas a la vez, que desde Flandes y Alemania se extendieron por toda Europa entre los siglos XII y XIV. No eran “monjas”. Preconizaban la pobreza evangélica. Unían la vida contemplativa (e intelectual en algunos casos) con la atención a los más desamparados. Querían vivir el Evangelio de Jesús fuera del control del clero masculino – ése era su “pecado”, su “herejía” principal– y difundían su mensaje en lengua vulgar. En la institución eclesial de la época no hubo lugar para ellas[9].

Los movimientos reformistas evangélicos atentaban contra los fundamentos mismos de la sociedad feudal, dividida entre señores (reyes, nobles, caballeros y clérigos) y siervos (campesinos y artesanos), sustentada sobre el honor, el vasallaje, el poder masculino sacralizado y el juramento, marcado por la violencia. Atentaban en particular contra la estructura eclesial, estamentalizada entre clérigos, monjes y laicos, enteramente aliada con los señores, enteramente jerárquica, regida por el poder clerical masculino, ávida de riquezas, tributos y tierras. Leían el evangelio, y en el evangelio veían otro mundo, otra iglesia, otro tipo de relaciones.

Francisco[10] es hijo de ese mundo medieval que anhela otro mundo, de esa Iglesia que aspira a otra Iglesia, sacramento de un mundo liberado, fraterno. Nació en 1181-1182 en Asís, pequeña ciudad de la Umbría italiana. Era primogénito de un rico comerciante de paños. Era hijo de la burguesía naciente, pero su corazón se sintió atraído por la cultura cortés y los ideales caballerescos de la nobleza. Tomó parte en la guerra de Asís contra la vecina ciudad de Perugia, fue hecho prisionero, padeció una larga enfermedad. Aspiraba a ser armado caballero, y para ello se alistó en una expedición contra las tropas del emperador Federico II, enfrentadas a las del papa, en la Pulla, pero algo le pasó en el camino. Recapacitó. Volvió a Asís y emprendió una búsqueda interior profunda…

3. El pacto de Francisco: “Seguir la vida y la pobreza de Jesús”

3.1. “El Señor me condujo entre ellos”

Tenía 23 ó 24 años, y el corazón lleno de deseos y de tinieblas. Empezó a retirarse a orar en silencio ante la imagen de Jesús crucificado en la ermita semiderruida de San Damián, a las afueras de Asís. Una tarde, en la penumbra silenciosa, le pareció que la figura de Jesús se iluminaba y que sus labios le hablaban: “Francisco, repara mi Iglesia, que amenaza ruina”. Y se puso a reconstruir aquella y otras ermitas alrededor de Asís, como la de Santa María de los Ángeles en la Porciúncula. Pero eran otras ruinas eclesiales las que estaba llamado a reparar.

Tan decisivo como el encuentro con Jesús crucificado fue el encuentro con los leprosos, en las afueras de la ciudad, en las afueras de la sociedad. Fue otra forma del mismo encuentro. Y en Jesús y en el leproso se encontró a sí mismo. Veinte años más tarde escribirá en su Testamento: “Me era muy amargo ver leprosos. Y el Señor mismo me condujo en medio de ellos, y practiqué con ellos la misericordia. Y aquello que me parecía amargo se me tornó en dulzura de alma y de cuerpo”[11]. Los leprosos: los últimos de los últimos de aquella sociedad. Francisco los cuidó; en ellos encontró mucho más que un “sentido” o una causa para su vida: encontró a Jesús, a sí mismo, la alegría de vivir.

Y da un paso más: sintiéndose uno con los más pequeños, renuncia a sus bienes, los comparte con los pobres, y rompe con su padre, el rico comerciante ante el que se despoja de sus ricas vestiduras, hasta quedarse desnudo. Ahora es libre para emprender un nuevo camino, para seguir “desnudo a Jesús desnudo”, ser pobre entre los pobres y anunciarles el evangelio y la libertad de Jesús. Sueña un mundo sin señores ni siervos, donde todos los seres humanos y todas las criaturas sean hermanas. Sueña una Iglesia no aliada con el emperador ni en guerra contra él, una Iglesia sin riqueza ni poder, donde nadie sea más ni esté por encima de nadie. No quiere ser ni benedictino ni cartujo ni cisterciense, ni miembro de una de aquellas comunidades de canónigos regulares que existían en la época y que se proponían vivir en mayor pobreza que los monjes[12]. Quiere ser el hermano menor de todos.

Y quiere vivir en paz con todos, también con los mirados como malos; a sus ojos son heridos, no culpables. Léase la florecilla del lobo de Gubbio, imagen de algún malhechor peligroso del lugar, al que Francisco fue a buscar y le habló con dulzura y le reconcilió con los habitantes de la ciudad llenos de miedo. Tampoco los musulmanes (“infieles” en aquella época de cruzadas) eran enemigos; quiso hacerse próximo de ellos, y se embarcó con los cruzados como mensajero de paz. Al llegar a Damieta, fue recibido por el sultán de Egipto, y ambos simpatizaron. Pero la violencia de los cruzados frustró las esperanzas de Francisco, y tuvo que volver. Al final de su vida dejará escrito: “El Señor me reveló que dijésemos este saludo: El Señor te dé la paz”[13].

3.2. “El Señor me dio hermanos”

En la primavera de 1208 se le juntan los primeros compañeros: Bernardo, Gil, Pedro, Silvestre, León… Y juntos hacen un pacto de vida en la línea de otros movimientos evangélicos de reforma: seguir a Jesús pobre, trabajar como los pobres, anunciarles el evangelio de Jesús con palabras sencillas y sobre todo con la vida, ser hermanos de todos siendo los más pequeños de todos. Deciden formar parte de la sociedad de los menores, no de los señores; quieren identificarse con los más desheredados, sentir y vivir la vida como ellos, mirar el mundo y la realidad con sus ojos, sin juzgar a nadie. Por eso escogen llamarse así: “Hermanos menores”. Ese nombre es su compromiso y su forma de vida: “la forma del santo Evangelio”.

No necesitaban más regla ni constitución que el evangelio escueto, resumido en un breve florilegio de versículos entresacados. Por ejemplo: “Si quieres ser perfecto, ve a vender todo lo que tienes y dáselo a los pobres; luego ven y sígueme” (Mt 19,21); “Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz, y me siga” (Mt 16,24); “No llevéis para el camino ni bastón ni alforjas, ni pan ni dinero, ni tengáis dos túnicas” (Lc 9,3)[14]. Era una especie de “manifiesto programático”[15].

Les bastaba el evangelio, pero en aquellos tiempos de contestación eclesial –evangélica– Francisco quería vivirlo en comunión no solamente con la Iglesia sino también con la jerarquía –ambas muy ligadas por entonces–, sin renunciar a nada y sin romper con nadie. De modo que juntos se pusieron en camino hacia Roma, para obtener el visto bueno del papa. Inocencio III se lo concedió.

Volvieron contentos de Roma, y se quedaron en Rivo Torto, muy cerca de Asís, en una estrecha cabaña campestre abandonada. Un día de lluvia, llegó un labrador para cobijarse allí junto con su asno, y quiso echar a los “ocupantes”; éstos no se resistieron, y se fueron a la cercana ermita de la Porciúncula (porcioncita), propiedad de la abadía de San Benito del monte Subasio, y con su autorización levantaron en torno unas chozas y allí se pusieron a vivir, mientras iban y venían. La “Porciúncula” es el más emblemático de la historia franciscana. Allí nació la primera fraternidad. Allí fue recibida la hermana Clara. Allí plasmó Francisco su sueño evangélico. Allí selló su “pacto”, junto con sus hermanos, y también con sus hermanas.

Los hermanos no querían poseer nada, ni cosa ni lugar alguno, ni a sí mismos; no querían establecerse en ningún sitio, y menos en su propia voluntad. Solo querían vivir el evangelio de la libertad y de la pobreza: trabajando con sus manos, pidiendo limosna como los demás pobres solo cuando el trabajo no bastaba[16], sin otro signo especial que el hábito de los “laboratores”, y estando sometidos a todos como los demás pobres. Y cuidando leprosos, los últimos y preferidos.

Su pobreza voluntaria comportaba “identificarse plenamente con lo que significa ser pobre en la sociedad italiana del siglo XIII”[17]: la renuncia a la cultura, la falta de protección y de garantías, la precariedad de la vida cotidiana, la itinerancia, el rechazo de toda forma de poder. La carencia de bienes no es más que un elemento de esa pobreza evangélica y social. Su opción por la pobreza era una opción de clase, un gesto consciente y explícito de desclasamiento. No era una pobreza ascética, penitencial; no era “virtud”, sino haber hallado la bienaventuranza de Jesús en los pobres, viviendo con ellos y como ellos. Así podían predicarles el evangelio como lo que es, una noticia gozosa y una forma de vida buena, más que la recta doctrina; como Jesús y sus discípulos, los hermanos eran predicadores ambulantes, sin bulas ni papeles, sin claustro ni clausura, pues “el mundo era su claustro”.

Este proyecto religioso, social y eclesial de “pobreza evangélica” de Francisco resultó, sin que él se lo propusiera, sumamente atractivo para muchos hombres y mujeres inquietas de la época: pobres y ricos, letrados e iletrados, campesinos indoctos y profesores de París, laicos y clérigos pedían ingresar en la fraternidad. También mujeres[18]. El movimiento tenía éxito, y el éxito se convirtió muy pronto en la gran amenaza. Y en la cruz de Francisco.

3.3. “Escribe, hermano León”

Cuando Francisco vuelve de su viaje a Oriente (1219-1220), se encuentra con que los hermanos, que ya son más de mil y están extendidos por toda Italia y Francia[19], han tomado decisiones que se desvían de su espíritu de vida evangélica en pobreza itinerante. Es consciente de que un grupo tan numeroso, y en constante crecimiento, al que muchos se sumaban en busca de confort y seguridad material o espiritual, necesita una estructura (conventos, normas, procesos de formación), pero a él no le iban esas estructuras. Acepta redactar una Regla (1221) al dictado de su corazón, fiel a su intuición primera, al evangelio de la pobreza. Pero Roma no se la acepta, alegando que es demasiado prolija, poco canónica y precisa. Accede a presentar otra redacción, asistido por hermanos canonistas y por miembros de la Curia romana. Ésta sí obtiene la bula pontificia (1223), pero paga el precio de la institucionalización: el nuevo movimiento se alinea con la vida asociada de la tradición regular[20]. La “vida” va derivando en “regla”[21]. La fraternidad se ha convertido en Orden[22].

Francisco ya no controla las riendas de su movimiento. No solamente se siente incómodo, sino incluso fracasado, y está gravemente enfermo. Opta por dimitir de su autoridad directa sobre el movimiento[23] y retirarse a eremitorios, sobre todo en el monte La Verna, donde la tradición le presenta llagado con las cinco llagas del crucificado. Tras superar la tentación de rebelarse[24], vacío de ego, desapegado de todo proyecto, libre de todo logro, se siente pleno y feliz, y escribe su Cántico del Hermano Sol, haciéndose portavoz del gozo y del canto que habita el corazón de todas las criaturas.

Es la verdadera alegría que “cierto día” había enseñado a su hermano León: “Escribe, hermano León (…). Llega un mensajero y dice que todos los maestros de París han venido a la Orden. Y también todos los prelados ultramontanos, arzobispos y obispos, y también el rey de Francia y de Inglaterra. Y que mis hermanos han ido a los infieles y han convertido a todos ellos a la fe… Escribe: ‘No es verdadera alegría’. Pues ¿cuál es la verdadera alegría? Vuelvo de Perusa en tiempo de invierno. Y todo embarrado, helado y aterido, me llego a la puerta. Llamo una y otra vez, y el hermano pregunta por fin: ‘¿Quién es?’. Yo respondo: ‘El hermano Francisco’. Y él dice: ‘Largo de aquí. No es hora decente para andar de camino. Aquí no entras’. Y al insistir yo de nuevo, contesta: ‘Largo de aquí. Tú eres un simple y un paleto. Ya no vas a venir con nosotros. Nosotros somos tantos y tales, que no te necesitamos’. Te digo: si he tenido paciencia y no he perdido la calma, en esto está la verdadera alegría”[25].

Francisco está describiendo su propia experiencia con su fraternidad, convertida ahora en Orden pujante y poderosa, de la que de alguna forma se siente expulsado. No aceptaban que un simple iletrado, enamorado de Jesús pobre y de los pobres, los dirija. Entonces, Francisco no quiere imponer nada, no condena a nadie, pero no renuncia a la llama que arde desde hace 20 años en lo más íntimo de su ser. Y lo deja escrito bien claro en su Testamento, dictado pocas semanas o días antes de su muerte el 4 de octubre de 1226; no es ningún mandato, sino su experiencia vivida: “El Señor me condujo en medio de los leprosos (…). Y los que venían a tomar esta vida, daban a los pobres todo lo que podían tener, y se contentaban con una túnica (…), con el cordón y los calzones. Y no queríamos tener más (…). Y yo trabajaba con mis manos, y quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los otros hermanos trabajen (…)”. Fue su primer propósito y es su última voluntad. Pero no son reglas ni normas de conducta, sino retazos de vida.

3.4. Los maestros de París

Se fue Francisco, desnudo como había querido vivir, libre como una alondra, y siguió la Orden su rumbo de institucionalización. No faltaron compañeros de Francisco, “eremitas” y observantes”, empeñados en atenerse a la intuición de Francisco. No han faltado nunca quienes han sido tocados por su mismo Espíritu, el Espíritu de la libertad y de la alegría de ser uno con Jesús y con los últimos. Pero, ya desde el Capítulo General de 1230, se fueron imponiendo los criterios de los “maestros” de París, fuertemente apoyados por sucesivas bulas papales.

Los “cuatro maestros”, liderados por Alejandro de Hales –renombrado profesor de teología en París, ingresado en la Orden en 1222– llevaron la voz cantante en el Capítulo General de 1241: “tomaron a Francisco como legislador de la Orden, a los ministros como prelados, la regla como un cuerpo de leyes, la pobreza como relación de no-propiedad con los medios de vida, el trabajo como estudio y predicación”[26]. La Regla pasó a tener valor en cuanto aprobada y promulgada por el papa, y según la interpretación –única autorizada– dada por él. La “vita sancti Evangelii” querida por Francisco fue entendiéndose como “institutio secundum formam sanctae romanae ecclesiae”.

¿Y la pobreza? Fue dejando de ser una forma de vivir con los pobres y como ellos, y pasó a ser una virtud, o incluso una ficción jurídica: la mera carencia, personal y comunitaria, de un título de propiedad sobre los bienes, propiedad reservada a la Santa Sede. Los hermanos en sus conventos, “pobres voluntarios”, podían no carecer de nada, y seguir siendo, no obstante, jurídica y oficialmente pobres, y observantes de la Regla, de acuerdo a la Iglesia. Como los monjes en los monasterios, solo que éstos eran propietarios de los bienes que los monjes, eso sí, debían usar personalmente de modo frugal y austero, menos frugal y austero en cualquier caso que los pobres involuntarios. Se enzarzaron en interminables debates con los “teólogos seculares” –no pertenecientes a órdenes “regulares”, regidas por una Regla–, como Guillermo de Santo Amor o Gerardo de Abbeville, que les acusaban de ir contra la naturaleza y contra la praxis apostólica, y de ser una carga social por practicar la mendicidad. San Buenaventura, ministro general de la Orden y luego cardenal, respondió a los críticos con su obra Apología de los pobres (1269). Defiende que el uso sin propiedad –“simple uso”– es más perfecto que el uso con propiedad, que así obró Cristo, que si los apóstoles poseyeron algo fue en atención a los imperfectos y enfermos. Y que la gente tiene el deber de sostener a quienes les predican el evangelio, que por consiguiente la mendicidad es un derecho del predicador, y además un ejercicio de humildad, que el clero secular es una carga mayor para la sociedad que los religiosos mendicantes, y que, en cualquier caso, tienen para ello la “potestad” dada por el papa, que es la suprema autoridad[27].

Francisco no fue monje y nunca quiso ser sacerdote ni predicar contra la voluntad de los sacerdotes. Pero también la predicación se convirtió en un derecho reivindicado frente al clero secular, que lo veía como una intromisión y una amenaza para su monopolio y sus medios de subsistencia. Los “hermanos menores”, junto con los dominicos, se convirtieron en los colaboradores incondicionales del papa para la “nueva evangelización”, la predicación de la verdadera doctrina, pues el sumo pontífice no podía contar para ello ni con los monjes ni con un clero secular mal formado y a menudo inmoral ni con unos obispos a menudo demasiado mundanos[28]. La fraternidad se había vuelto Orden. Luego, la Orden se volvió clerical[29]: en su seno se distinguieron sacerdotes y “hermanos laicos”, éstos destinados al servicio doméstico de quienes se dedicaban al púlpito y al altar. El papa hizo de la Orden su brazo derecho y le pagó colmándola de privilegios.

Privilegios y derechos. Perfección, autoridad, cánones. Debates y debates. Querellas y querellas. En medio de todo ello, la pobreza se convirtió en un título de gloria espiritual (y social), en motivo de orgullo y de superioridad sobre el clero regular. Aquellos hermanos primeros que se habían autoexcluido de la ciudad se han vuelto a reintegrar en ella. Los conventos, a veces enormes y suntuosos, se construyen dentro de las ciudades, y el éxito social compensa sobradamente la inseguridad económica ligada a la no posesión legal de bienes. Ya no son los últimos de la sociedad, sino que pertenecen a los primeros: ¿podían realmente ser buena noticia para los últimos, por mucho que les predicaran los mandamientos y los novísimos, les absolvieran de sus pecados y les administraran la eucaristía?

Tal vez soy injusto. Sin duda, se podría trazar otra historia franciscana siguiendo la huella de muchísimos hermanos, dentro o fuera de los conventos, que mantuvieron encendida la llama profética de Francisco, su opción primera, su identificación con los últimos. Así lo hicieron, primero dentro de la Orden y luego fuera, los “espirituales”, liderados por hermanos como Juan de Parma (1247-1257), Juan Pedro Olivi (1248-1298), Ángel Clareno (1247-1337) y Ubertino de Casale (1259-1330). Algunos pasaron por las celdas de prisión que había en los conventos para los más recalcitrantes.

No deja de producir tristeza. El peso de la institución –¿o la condición humana?– acabó imponiéndose. Hasta hoy. A pesar de todo, la memoria del carisma primero nunca ha quedado relegada al olvido. La voluntad de actualizar el espíritu de los orígenes y de reformar el presente recorre la historia franciscana, como la historia de la Iglesia. Francisco es una permanente invitación, apremiante y amable, al soplo renovador del Espíritu, al que él llamaba “ministro general” de la fraternidad[30]. El Espíritu que animó a aquellos obispos a firmar el pacto de las catacumbas y a todos los creyentes de hoy a hacerlo propio.

4. Conclusión: ¿qué pacto para hoy?

Los tiempos de Francisco de Asís ya no son los nuestros, pero los tiempos de los obispos más lúcidos y comprometidos del Concilio Vaticano II tampoco son ya nuestros tiempos. A comienzos del siglo XIII, en Asís, se respiraba un nuevo tiempo –el humanismo, el renacimiento, la razón, la libertad, la “modernidad– que Francisco, aun sin saberlo, supo adivinar. En el año 1965, en las catacumbas de Roma, ya estaba irrumpiendo el aire de una nueva cultura –la información desbordada, el pluralismo inevitable, la globalización planetaria, la relación de todo con todo, el cambio acelerado, la “posmodernidad”, modernidad radicalizada– que unos buenos obispos católicos difícilmente podían percibir todavía, pero aun sin saberlo querían abrirse a él y dejarse empujar por él. Su intuición sigue siendo válida hoy, pero yendo en la reforma mucho más lejos de lo que ellos nunca pudieron pensar.

¿Estamos aún a tiempo? No lo sé. Tal vez el Concilio Vaticano II tuvo que tener lugar 800 años atrás, por ejemplo en Asís, para emprender una profunda transformación religiosa e institucional de la Iglesia, acorde con la nueva cultura emergente en la sociedad feudal. Tal vez ya es demasiado tarde para hacer llegar a la gran masa de nuestra sociedad –tan alejada de una Iglesia que se ha quedado tan lejos en el pasado– la noticia y la savia del evangelio. Tal vez estamos viviendo el comienzo del fin de la institución cristiana, y nos asusta. Pero no nos debe asustar, suceda lo que suceda. Tal vez no sea posible que la Iglesia católica –es más, el cristianismo como sistema religioso de creencias, liturgias y normas propias de tiempos muy remotos– se recomponga de acuerdo a la llamada de nuestro tiempo, que se realice en una generación la metamorfosis que debimos llevar a cabo durante 800 años, rompiendo la cápsula y abriendo las alas.

Pero no temamos. El Espíritu sigue soplando, aliviando cansancios, consolando desalientos, venciendo resistencias, ablandando lo rígido, sanando lo herido. No es nada seguro que logremos detener, ni siquiera ralentizar, el proceso de descristianización generalizada de la sociedad. Si las personas que acuden a nuestras iglesias, con raras excepciones, son mayores de 65 años, significa que dentro de 20 años ya no habrá cristianos en nuestras iglesias (me refiero a Europa occidental, y no entraré a discutir si es o no razonable pensar que lo que sucede en Europa sucederá también en otras latitudes y cuándo sucederá).

¿Pero qué importa? Todas las formas tienen un comienzo y un fin. Todo se transforma. También el cristianismo, como todas las religiones, se ha ido transformando, y llegará un tiempo en que ya no sabríamos decir si es una forma distinta de cristianismo, o si es otra cosa distinta del cristianismo. Tampoco eso importa. El Espíritu seguirá soplando. Por lo tanto, la espiritualidad, con un nombre o con otro, con formas religiosas o laicas – ¿qué significa religión?–, seguirá viva. Los seres humanos y todos los seres – en constante transformación – seguirán viviendo, sensibles y abiertos al espíritu universal de la Vida, y eso es espiritualidad.

En: Xabier Pikaza – José Antunes da Silva (eds.). El Pacto de las Catacumbas. La misión de los pobres en la Iglesia. Verbo Divino, Estella 2015, p. 161-182.

  1. G. Theissen,El movimiento de Jesús,Sígueme, Salamanca 2005, pp. 253-296.
  2. E.W. Stegemann – W. Stegemann, Historia social del cristianismo primitivo, Verbo Divino, Estella 2001, p. 300.
  3. Recojo los datos de J.M. Salamito, “Dignidad de los pobres y práctica del auxilio”, en Historia del cristianismo (bajo la dirección de Alain Corbin), Ariel, Barcelona 2007, p. 94-96.
  4. Para el párrafo que sigue, cf. D. Le Blévec, “La eclosión de las obras de caridad (siglos XII-XIII)”, en Historia del cristianismo, o.c., pp. 230-233.
  5. J.-M. Mayeur, “Rerum novarum (1891) y la doctrina social de la Iglesia católica”, en Historia del cristianismo, o.c., p. 387.
  6. Cf. M. Mollat, “Pauvres et pauvreté dans le monde médiéval”, en La povertà del secolo XII e Francisco d’Assisi. Atti del II Convegno Internazionale, Assisi 1975, pp. 79-97.
  7. Cf. A. Vauchez, Les hérétiques au Moyen Âge, CNRS Éditions, París 2014.
  8. Los discípulos de Valdo admiten la Encarnación y la redención, pero rechazan la Iglesia y sus sacramentos, reivindican el derecho a predicar, confesar y consagrar el pan y el vino, no reconocen ninguna jerarquía, adoptan pobreza y mendicidad: ni bienes, ni esposa, ni trabajo, como los apóstoles.

    Los “hombres buenos” pertenecen a las élites urbanas del saber y de la riqueza, rechazan los milagros, las imágenes, las reliquias y las pompas rituales, no admiten la Encarnación ni la redención por la cruz, se apoyan exclusivamente en la Biblia, que leen y comentan en lenguas vernáculas.

  9. Sospechosas por ser libres, fueron condenadas por el Concilio de Vienne (1312), junto con los beguinos, los “hermanos del Espíritu Libre” y los “fraticelli”. Aunque la condena fue pronto mitigada, siempre fueron miradas con recelo. Alguna acabó en la hoguera (Margarita Porete). El movimiento ha perdurado hasta nuestros días (la última beguina falleció en 2103 en Courtrai). También hubo beguinos varones, llamados igualmente begardos.
  10. Entre sus incontables biografías, destaco tres de distinto estilo: Stanislao da Campganola, Le origini francescane come problema storiografico, Pubblicazioni degli Istituti di storia della Facoltà di lettere e filosofía, Perugia 1974; É. Leclerc, Francisco de Asís. El retorno al Evangelio, Editorial Franciscana Arantzazu, Oñati 1982; R. Manselli, Vida de San Francisco de Asís, Editorial Franciscana Arantzazu, Oñati 1997. Sobre la diferencia entre el Francisco “histórico” y el “recordado” en sus primeras biografías: G. Miccoli, Francisco de Asís. Realidad y memoria de una experiencia cristiana, Editorial Franciscana Arantzazu, Oñati 1994. Sus escritos y primeras biografías están publicadas en San Francisco de Asís. Escritos, biografías y documentos de la época, BAC, Madrid 1978.
  11. Testamento 2-3. La primera Regla (Regla no bulada) de 1221 dice: los hermanos “deben gozarse cuando conviven con gente de baja condición y despreciada, con los pobres y débiles, y con los enfermos y leprosos, y con los mendigos de los caminos” (IX, 2). Sobre los leprosos escribe Miccoli: “Es justamente entre aquellos hombres malditos, rechazados y marginados de la sociedad civil donde Francisco encuentra los criterios y la lógica de fondo para unirse a Cristo y establecer una nueva relación con el mundo circundante” (”Un’esperienza cristiana tra Vangelo e instituzione”, en Dalla “sequella Christi” di Francesco d’Assisi all’apologia della povertà. Atti del XVIII Convegno internazionale, Centro Italiano di Studi Sull’Alto Medioevo, Spoleto 1992, p. 15).
  12. Los monjes eran pobres personalmente, pero poseían grandes bienes comunitarios, y un elevado estatus social. Por eso podían permitirse vivir fuera de las ciudades (cf. B. Bligny, « Monachisme et pauvreté au XIIème siècle », en La povertà del secolo XII e Francisco d’Assisi, o.c., pp. 99-147). Las órdenes mendicantes, al carecer de seguridad y de medios de subsistencia, se instalarán dentro de las ciudades.
  13. Testamento 23.
  14. Francisco recoge estos versículos evangélicos sueltos en el cap. I de la Regla no bulada de 1221. Las biografías los sitúan en un marco narrativo: Primera vida de Celano 22; Leyenda de los tres compañeros 25; Anónimo de Perusa 10-11; Leyenda Mayor de San Buenaventura 3,1. Cf. S. Brufani, “Las citas evangélicas del descubrimiento del Evangelio en la Regula Non Bullata”, en Selecciones de Franciscanismo 112 (2009), pp. 59-86.
  15. A. Vauchez, “Francisco, el pobre de Asís”, en Historia del cristianismo, o.c., p.202.
  16. Regla no bulada 7,8; Testamento 21-22.
  17. G. Miccoli, “Un’esperienza cristiana tra Vangelo e instituzione”, l.c., p. 20. “Intentan asumir también la condición de vida de los demás pobres, situarse con ellos en el grado más bajo de la escala social” (ib., pp. 19-20). “Cabe considerar que Francisco de Asís quiso crear con los hermanos menores un modelo alternativo de sociedad, sustraído al mundo de la compra y la venta y sin las jerarquías vinculadas a la riqueza y al prestigio social o cultural” (A. Vauchez, “Francisco, el pobre de Asís”, l.c., p. 206).
  18. En la primavera de 1212, se unió a la fraternidad de la Porciúncula una joven aristócrata de Asís, Clara, que deseaba llevar la misma vida de Francisco, en pobreza itinerante y evangelizadora. En torno a ella se creó un movimiento femenino, en línea con otros movimientos evangélicos femeninos de la época (cf. M. Bartoli, “La povertà e il movimento francescano femminile”, en Dalla “sequella Christi” di Francesco d’Assisi all’apologia della povertà, o.c., pp. 223-248). Pero Clara y sus compañeras rápidamente fueron encaminadas a convertirse en “monjas”, en Orden monástica, y a recluirse en el monasterio anexo a la capilla de San Damián: son las clarisas (cf. Maria Pia Alberzoni, “Clara de Asís y el franciscanismo femenino”, en AAVV., Francisco de Asís y el primer siglo de historia franciscana, Editorial Franciscana Arantzazu, Oñati 1999, pp. 227-263); M. Bartoli, Clzara de Asís, Editorial Franciscana Arantzazu, Oñati 1992.
  19. Cf. L. Pellegrini, “Los cuadros y tiempos de la expansión franciscana”, en en AA. VV., Francisco de Asís y el primer siglo de historia franciscana, o.c., pp. 191-198.
  20. Cf. S. da Campagnola, “La povertà nelle ‘Regulae’ di Francesco d’Assisi”, en La povertà del secolo XII e Francisco d’Assisi, o.c., pp. 217-253 (y su intervención en la mesa redonda: pp. 294-295).
  21. En la Regla no bulada de 1221, el término “vida” –en el sentido de forma o norma– aparece 13 veces y “regla” solo dos veces, mientras que en la Regla bulada de 1223, mucho más breve, el término “regla” aparece 5 veces y “vida” solo 3 tres veces (cf. A. Tabarroni, “La regola francescana tra autenticità ed autenticazione”, en Dalla “sequella Christi” di Francesco d’Assisi all’apologia della povertà, o.c., pp. 82-83. De acuerdo al testimonio de su primer biógrafo Tomás de Celano, Francisco llamaba “pacto” a la Regla: “Decía a los suyos que la regla es el libro de la vida, esperanza de salvación, médula del Evangelio, camino de perfección, llave del paraíso, pacto de alianza eterna” (Segunda vida de Celano 208).
  22. Cf. T. Desbonnets, De la intuición a la institución. Los franciscanos, Editorial Franciscana Arantzazu, Oñati 1991, pp. 95-105; D. Flood, Francisco de Asís y el movimiento franciscano, Editorial Franciscana Arantzazu, Oñati 1996, pp. 197-204.
  23. Cf. T. Desbonnets, De la intuición a la institución. Los franciscanos, o.c., pp. 55-65.
  24. Así G. Miccoli, Francisco de Asís. Realidad y memoria de una experiencia cristiana, o.c., p. 107. Cf. G.G. Merlo, “Historia del hermano Francisco y de la Orden de los Menores”, en AA. VV., Francisco de Asís y el primer siglo de historia franciscana, o.c., pp. 14-17.
  25. La verdadera y perfecta alegría, redacción conservada por el hermano Leonardo de Asís, más breve y directa que la de las Florecillas (texto en San Francisco. Escritos, biografías y documentos de la época, o.c., pp. 85-86).
  26. D. Flood, “The order’s masters: Franciscan institutions from 1226 to 1280”, en Dalla “sequella Christi” di Francesco d’Assisi all’apologia della povertà, o.c., p. 54.
  27. Notemos de paso que los franciscanos se convirtieron así en los mayores defensores del poder absoluto e infalible del papa. En lo que se refiere a la mendicidad, D. Flood llega a afirmar: “La pobreza evangélica de la Edad Media (…) desafiaba la distribución de bienes, mientras que la mendicación franciscana la legitimaba” (D. Flood, “The order’s masters: Franciscan institutions from 1226 to 1280”, en Dalla “sequella Christi” di Francesco d’Assisi all’apologia della povertà, o.c., p. 78).
  28. Los valdenses eran laicos que reivindicaban facultades y privilegios clericales como el derecho a predicar y a vivir de ello, mendigando, y constituían una amenaza para el estamento clerical. Francisco y sus primeros compañeros no reivindicaban el derecho a la predicación oficial, institucional, docta. Es lo que explica en buena parte que los valdenses fueran rechazados por Roma y los franciscanos, en cambio, aprobados.
  29. G.G. Merlo, “Historia del hermano Francisco y de la Orden de los Menores”, en AA. VV., Francisco de Asís y el primer siglo de historia franciscana, o.c., pp. 24-33.
  30. Segunda Vida de Celano 193.