El Padre, el Hijo y la santa Ruah

Amigos, amigas:

¡Paz y bien de Dios, El que es y somos, La que es y somos! De Dios Trinidad, Padre/Madre, Hijo/Hija, Espíritu. Dios que es Todo e infinitamente más que la suma de todo cuanto es.

Cuando éramos pequeñitos, cuando aún no íbamos a la escuela ni a la catequesis, cuando aún seguíamos estando en brazos, nuestros padres nos enseñaron a santiguarnos, tomando nuestras pequeñas manos en sus manos recias y dulces. No sabíamos lo que decíamos, pero ya sabíamos todo sobre Dios: mientras nuestra mano era llevada suavemente de la frente al pecho y de un hombro al otro, sentíamos la oscura certeza de estar sumergidos en un océano de bondad. También sabíamos de lágrimas, pero no estábamos solos, no estábamos perdidos. Nosotros somos, y Dios es; Dios es Amor, y nosotros somos en Dios. Eso sentíamos en el origen de todos los saberes.

Luego fuimos a la catequesis y empezamos a cavilar ingenuamente: ¿cómo puede Dios ser uno y tres a la vez? Estudiamos teología, leímos libros muy doctos, indagamos el dogma de la Trinidad, pero cuanto más sabíamos menos entendíamos: un solo ser, pero tres personas distintas; tres personas, pero no tres seres distintos; una sola esencia divina y tres sujetos, pero no tres dioses, sino un Dios único y a la vez trino.

Cada concepto plantea nuevas cuestiones, y cada explicación se convierte en nuevo atolladero. Lo único claro es que por ahí no vamos a ningún lado. Es que la Trinidad no es cuestión de números: Dios no es ni uno ni tres. El dogma de la Trinidad, tal como quedó formulado allá por el siglo IV, en el Concilio de Nicea (325) y en el de Constantinopla (381), se nos antoja un galimatías. Es un galimatías. Expresaron la fe cristiana en términos torpes, tal vez porque no pudieron hacer otra cosa y sin duda lo hicieron con la mejor voluntad. Sea como fuere, la Santísima Trinidad no son embrollos y artificios de lenguaje. No son imaginaciones imposibles. La Santísima Trinidad es un misterio de consuelo.

¿Qué es, pues, la Trinidad? Es el Misterio de la cercanía compasiva, el Misterio de la relación cordial, el Misterio de la alteridad y de la comunión. El Misterio que llamamos Padre e Hijo y Espíritu Santo. El Misterio de Dios que nos envuelve y libera. La Escritura, en el libro de la Sabiduría, nos lo dice con otras palabras: Dios es incesante energía creadora y engendradora, es el que (la que) engendra y el que (la que) es engendrado/a, es imaginación y sabiduría, sabor y juego de la vida, es gozo de ser y encanto mutuo. Y todo eso somos también nosotros, porque somos en Dios. Dios es eso: creador y prójimo, amigo íntimo, amiga íntima de toda criatura. Dios no es el Ser Supremo separado y solitario. Es Padre/Madre amante, y también es Hijo amado o Hija amada. Y le llamamos Espíritu Santo, para decir que Dios es amistad y cercanía, más aun, que es nuestro aliento más hondo. El aliento de Dios es benéfico, nos libera del fardo de todas las leyes que pesan sobre nosotros, desata nuestros miedos suavemente, de uno en uno, nos hace sentirnos hijos e hijas queridas y libres. Eso es lo que hizo Jesús y así nos enseñó cómo es Dios, y por eso lo confesaron los cristianos Hijo de Dios. El Espíritu de Jesús es Espíritu de Dios, respiro en el ahogo.

¿Cómo nombre le daremos? ¿Puede haber un nombre para Dios? Cada religión le ha dado el suyo, de modo que hay tantos nombres de Dios como religiones. Más aun: hay tantos nombres de Dios como creyentes. Los nombres (o apodos) que nosotros le damos nunca son apropiados para Dios, y su nombre propio nunca lo conocemos. Por eso los judíos no han pronunciado nunca el nombre propio de su Dios, Jahvé: Dios está por encima de todos los nombres, es misterio indecible. Pero, al mismo tiempo, “Dios” es un nombre común; Dios tiene también un nombre común, se le pueden aplicar todos los nombres, podemos llamarle cada uno con nuestro nombre. Pues bien, eso quiere decir la Santísima Trinidad. Dios es uno, pero no es solamente de unos. Es de todos, de algún modo es “todos”, todo cuanto es. Dios es en sí mismo diversidad inagotable, tan plural y universal como la vida misma. Y admite todos los nombres: el que le dio Moisés y el que le dio Muhamad, el que le das tú y el que le doy yo, el que le dan los teólogos progresistas y el que le dan los conservadores. Y, justamente, hablar de Dios como Trinidad significa que Dios es las dos cosas a la vez: diversidad y comunión, absoluta comunión e infinita diversidad. Trasciende todos los nombres y habita en todos los nombres. Y cuando le invocamos por su nombre o sin nombre alguno, e incluso sin palabra –si eso es posible–, está con nosotros, para aliviar nuestros pesos y todos nuestros pesares.

Podemos invocarlo, como Él nos invoca. Él se invoca en nosotros, porque su amor ha sido derramado en nuestros corazones. Dios es el amor derramado y el corazón en que se derrama. Es un inmenso corazón que late eternamente, que nunca se cansa, que a nadie condena.

Amigas, amigos: ésa es la fe fundamental que aprendimos, el misterio salvador de la Santísima Trinidad en que nos supimos sumergidos cuando nuestros padres nos enseñaron a hacer y decir “En el nombre del Padre”. Más allá de todas las palabras y de todas las explicaciones, guardémonos en esa fe, en aquella fe que nos fundó una vez en los brazos de la madre, sobre las rodillas del padre, en esa fe que ha aliviado las penas de tantas generaciones. ¿Cómo la confesaremos? Deja a un lado tus miedos, respira, y estarás confesando la Trinidad. Acércate al que está herido, y estarás confesando la Trinidad. Respeta el ser y la opinión del otro, del diferente, y estarás confesando la Trinidad.

Vive en la fe y en la paz del Padre, del Hijo y de la santa Ruah.

(Publicado el 24 de mayo de 2010)