El papa Francisco, dos años después
Seré sincero. A los dos años de la elección del buen papa Francisco, siento alivio y gratitud, una profunda gratitud. Pero sigo sin despejar importantes interrogantes sobre el alcance y el futuro de su reforma, de su primavera bienvenida.
Primero lo más importante. Desde aquella primera tarde de su elección, cuando se inclinó ante la multitud de la plaza de San Pedro para pedirles su bendición antes de ofrecérsela, el papa Francisco ha sido un alivio. En aquel primer gesto, aparecía como uno de nosotros, despojado de la pompa y de la máscara papal. Era como si se sintiera de pronto liberado del peso de mil años de papado. Y nos sentimos liberados. Respiramos. Desde entonces, la franca sonrisa, la presencia bondadosa, la palabra improvisada, el estilo natural, la ruptura del protocolo, la frescura del mensaje, el aire de humanidad, el aire del Espíritu no han cesado de soplar sobre nosotros con suavidad y energía.
El sentimiento de alivio tiene que ver también con que los guardianes de la doctrina parecen haber pasado a retaguardia o haberse retirado a sus cuarteles de invierno. No les oímos tanto, no sé muy bien si por consignas recibidas o por oportunidad y estrategia. Ya se verá. Pero llevamos dos años sin condenas ni censuras estridentes, y lo disfrutamos. El sistema vaticano sigue siendo opaco, y uno no acaba de creerse del todo lo que ve (¿es lo que aparece, o aparece solo lo que nos quieren mostrar?). Bien, pero uno vuelve a soñar que podemos recuperar la libertad de la teología, la libertad de arriesgarnos, la libertad de errar y de seguir buscando, no verdades, ni siquiera la “Verdad”, sino el misterio que nos salva.
Al mirar al papa Francisco y los dos años transcurridos, casi tan importante como lo que ha dicho y hecho es lo que ha dejado de decir y de hacer. No ha condenado el mundo actual como “increyente, relativista y hedonista”, como lo han condenado sin tregua los dos últimos papas y la gran mayoría de nuestros obispos más próximos, de discurso en discurso, de documento en documento, hasta revolvernos a menudo la fe y la paciencia, o hasta habituarnos estoicamente, o hasta volvernos indiferentes por puro cansancio y por higiene espiritual. En el estado español hemos padecido el tono áspero y el proyecto ultraconservador –político-religioso, nacional-católico– de Monseñor Rouco, presidente de la Conferencia Episcopal, y de sus obispos afines, obsesionados por el aborto, la religión en la escuela y el matrimonio homosexual; el ambiente eclesial era irrespirable.
El contraste con el papa Francisco no puede ser más visible. Su mensaje y su tono son eminentemente positivos. Vuelve a resonar el evangelio de la gracia y de la libertad. La sanación de los heridos y la liberación de todos los oprimidos han recuperado el centro, la primacía. Y todo ello lo ha plasmado en un texto excepcional lleno de aliento y frescura, el mejor documento –me atrevería a decir– emanado de Roma desde el inicio del papado hace 1000 años: Evangelii Gaudium. El Evangelio es gracia y liberación. ¡Qué sencillo! ¡Qué alivio! El Espíritu sopla. Podemos respirar otra vez.
Por eso, dos años después, con todas mis dudas, siento una inmensa gratitud, y me complace decirlo, y lo diré citando en los párrafos que siguen expresiones literales del papa, tomadas casi todas de la Evangelii Gaudium.
¡Gracias, papa Francisco, por exhortarnos sin rodeos al corazón del Evangelio, el gozo de la bondad, la revolución de la ternura! Gracias por disentir de los profetas eclesiásticos de calamidades, y por recordarnos que el gran peligro del mundo y de los cristianos es la tristeza, no la increencia, y que los cristianos no podemos anunciar nuestra esperanza como enemigos que señalan y condenan. Gracias por insistir en que Jesús, también hoy, rompe los esquemas aburridos en los que pretendemos encerrarlo y nos sorprende con su constante creatividad divina, y en que la Iglesia debe aceptar la libertad inaferrable de la Palabra.
Gracias por advertirnos contra la psicología de la tumba, que poco a poco convierte a los cristianos en momias de museo, y por invitarnos a ser facilitadores y no controladores, a ser audaces y creativos, sin prohibiciones ni miedos, a llegar allí donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas. A ser Iglesia en salida. Y por exhortarnos a no quedarnos anclados en la nostalgia de estructuras y costumbres que ya no son cauces de vida en el mundo actual, y a no soñar con una doctrina monolítica, ni pensar en un cristianismo monocultural y monocorde; por afirmar que no se nos ha entregado la vida como un guion en el que ya todo estuviera escrito, sino que consiste en caminar y buscar entre dudas.
Gracias por sostener que la Iglesia no es una aduana, sino un puesto de socorro, y que prefiere una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma, encerrada, aferrada a las propias seguridades, preocupada por ser el centro, clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos; por precavernos contra la mundanidad eclesiástica, contra el peligro de sentirse superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado. Y contra la tentación de llenar los seminarios movidos por cualquier tipo de motivaciones, relacionadas con inseguridades afectivas, búsquedas de formas de poder, glorias humanas o bienestar económico.
Gracias por denunciar los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante, una economía de la exclusión y la inequidad, una economía que mata. Gracias por haber gritado en la playa de Lampedusa ante los gobiernos europeos: ¡Vergogna. Vergüenza”! Y por su voluntad de construir una Iglesia pobre para los pobres, inspirada por el primado de la misericordia, y no obsesionada por aspectos doctrinales o morales que proceden de determinadas opciones ideológicas.
Todo eso constituye un balance sobresaliente, y es mucho más de lo que yo esperaba hace dos años. Lo reconozco con mucho gusto. Y esa conversión evangélica –el primado de la praxis misericordiosa– me parece mucho más importante que todas las reformas curiales hechas hasta ahora o que pueda hacer en el futuro. Pero creo que hay una reforma estructural que afecta al modelo mismo de papado, o mejor dicho de Iglesia, que echaba y sigo echando en falta, y que considero indispensable para que esta primavera no se vuelva invierno. Esa reforma la sigo sin ver.
Pero ¿quién soy yo para pedirle más al papa Francisco, un hombre de 78 años, entregado cada día desde la mañana hasta la noche, sometido a una tarea y una carga sobrehumanas, y constantemente expuesto, observado, contradicho y asediado por tantos poderes e intereses oscuros? Tendría todo el derecho de irse de Roma a su tierra argentina y a su comunidad jesuita, y vivir en paz sus últimos años, rezando, paseando, escuchando música y disfrutando con su familia y sus amigos/as. Sería inhumano pedirle más de lo que hace. ¡Lejos de mí! Ya es demasiado lo que hace.
Pero quizá el quid del problema sea justamente que la figura misma del papa es inhumana. ¿Es humano que un hombre sea investido de poder infalible y absoluto, de poder divino, si no es una blasfemia llamar “divino” a un poder así? ¿Es humano que unos hombres –unos cardenales varones sin otro título que el haber sido elegidos por el papa anterior– confieran tanto poder a otro hombre como ellos, como nosotros? ¿No es demasiado arriesgado, aparte de anacrónico, para la Iglesia seguir funcionando hoy, en el siglo XXI, con patrones medievales y monárquicos? ¿No dará pábulo a toda clase de abusos, arbitrariedades y redes opacas en nombre de Dios? Insisto: el problema fundamental es el papado, no el papa. La figura del papa como monarca absoluto, investido de la plenitud de la potestad y además “infalible” cuando se pronuncia como tal, ¿no es una figura inhumana, antievangélica, antiespiritual? El papado es la imagen y la cúspide de una Iglesia piramidal que responde a tiempos pasados, cuando una monarquía absoluta era aceptable. Hoy no lo es. Por consiguiente, no bastará con que un papa sea bueno, como lo es el papa Francisco, mientras no se derogue la figura del papado, es decir, mientras no se adopte un modelo auténticamente “eclesial”, comunitario, democrático de Iglesia. Un modelo humano, vaya. O un modelo evangélico.
He ahí mi interrogante fundamental: ¿Bastarán las reformas emprendidas por el papa Francisco u otras que pueda emprender mientras perdure la figura del papa plenipotenciario? Otro papa, investido del mismo poder absoluto, podría desandar el camino de reformas recorrido por éste. Hace 53 años nos felicitábamos –el plural es retórico, pues yo era un niño todavía– de la primavera de Juan XXIII. Hoy volvemos a celebrar la primavera, la celebro de verdad. Pero no quisiera que dentro de 50 años o los que fueren, los católicos –si aún quedan católicos por estos lares– vuelvan a celebrar la primavera después de otro largo invierno. Y no habrá forma de evitarlo mientras no se invierta la pirámide: mientras no se reconozca al Espíritu en la comunidad, todas las iglesias se democraticen y el papa sea de verdad un representante de la Iglesia, elegido por un tiempo por las diversas iglesias y comunidades. No digo que con la democratización se resolverían los males de la Iglesia; basta mirar a nuestros regímenes supuestamente democráticos. Pero ¿no debiera ser la Iglesia el ejemplo de una democracia mucho más libre y verdadera? ¿No es ésa una condición no suficiente, pero sí necesaria para que la Iglesia sea espejo y hogar de una humanidad fraterna? ¿No aspiramos a esa reforma?
A esa reforma aspiro. Ahora bien, ¿no es ilusorio pensar que un papa pueda llevar a cabo una reforma tan radical en solo dos años y por decreto? Seguramente lo es. En cualquier caso, no reprocho en absoluto a este papa que aún no haya llevado a cabo esa reforma. Ni pretendo que lo haga después, aunque me gustaría. Es una tarea sobrehumana. Además, no sé muy bien cómo se podría desmontar la pirámide eclesiástica y desmantelar el papado. Quizá el papa Francisco ni siquiera desea llegar hasta ese punto, y tampoco esto se lo podría reprochar. En la Evangelii Gaudium habla de la “conversión del papado”, pero supongo que no está pensando en la derogación de los dogmas del primado y de la infalibilidad. Francisco es humano, y tiene derecho a tener, si la tiene, una idea tradicional de Iglesia y de papado. Es probable, además, que aun cuando él deseara consumar la reforma radical, desde fuera se lo impidieran.
¿Impedírselo desde fuera? ¿No posee acaso las llaves del poder? He ahí la contradicción del papado: un hombre atrapado en las mallas férreas de una institución inhumana. Digo inhumana porque descansa sobre la sacralización o divinización del poder absoluto, y porque dicha sacralización le impide –en nombre de “Dios”– a un buen papa como Francisco derogar su propio poder absoluto. Esa es la contradicción: posee el poder absoluto, pero no puede derogarlo. Y de ahí se sigue otra contradicción que salta a la vista y que padecemos, el papa el primero: posee el poder absoluto, pero no puede ejercerlo. Nadie es capaz de ejercer un poder absoluto: no tiene más remedio que delegarlo, y acaba sometido a sus propios delegados. No hay más que mirar al Vaticano: nadie sabía hace dos años si era el papa el que mandaba o eran las curias supuestamente nombradas por él. No sé cómo estarán hoy las cosas.
Podría pensarse, sin embargo, que las reformas iniciadas son el comienzo y que todo llegará a su tiempo. ¡Ojalá! Hace falta recorrer el camino para llegar a la meta. Hace falta tiempo. Pero el tiempo corre justamente contra el papa Francisco, y me temo que corra a favor de quienes no comparten su proyecto de reforma. No puedo dejar de mirar a nuestro clero joven y a nuestros seminarios, pues –como las cosas no cambien mucho y rápido– de ellos saldrán los futuros obispos, los futuros cardenales y el futuro papa, y no auguran primaveras. Tampoco puedo dejar de preguntarme a menudo por qué será que tantos obispos que se sentían tan cómodos e identificados con Juan Pablo II y Benedicto XVI o, en el caso español, con el Cardenal Rouco parecen haberse adaptado sin problema alguno al clima primaveral: ¿será fidelidad sincera, o será camuflaje autodefensivo o táctica a la espera de tiempos mejores (que no deberían tardar…)?
Por ahí van mis interrogantes. Otros interrogantes menores se refieren a determinadas ideas teológicas y morales del papa Francisco. Por ejemplo: la idea de Dios, la interpretación de la vida y de la muerte de Jesús, el esquema de la expiación, el lugar de la mujer, el amor homosexual, el divorcio y las nuevas nupcias… Presumo que, en el fondo, su teología es tradicional y que está muy lejos del cambio de lenguaje y de paradigmas que nuestra cultura está pidiendo a gritos. Pero ¿cómo podría yo censurarle por pensar como piensa? Es humano, y tiene derecho, como todos, a opinar como opina. Tiene incluso derecho a errar, si estuviera errado.
Como todos. Y vuelvo al punto central de mis interrogantes. Lo malo no es que un papa piense como piensa, sino que imponga –por supuesta autoridad divina– lo que piensa como única verdad. Ciertamente, el papa Francisco no ha mostrado hasta ahora un talante impositor de verdades únicas. Pero ¿qué reforma sería necesaria para que el siguiente papa, y el siguiente y el siguiente, tampoco lo pudieran hacer ni aunque lo quisieran? Esta cuestión es crucial, y sigue pendiente.
(Publicado el 22 de marzo de 2015)