EL PUEBLO DE DIOS Y LOS PUEBLOS DE LA TIERRA

Por una eleccion sin privilegio

Al decir “pueblo de Dios”, pensamos espontáneamente en Israel en cuanto pueblo “especialmente elegido” por Dios, en contraposición a los otros pueblos. También solemos pensar en la Iglesia en cuanto “nuevo Israel” y “nuevo pueblo de Dios”, en oposición al Israel bíblico y a todos los actuales no cristianos, tanto judíos como paganos. Voy a centrar estas reflexiones en la necesidad que se nos impone y en la posibilidad que se nos abre de ir más allá de una noción exclusivista o privilegiada de Israel en cuanto “pueblo de Dios” o en cuanto “pueblo elegido”, si bien al final evocaré algunas cuestiones específicas que plantea la denominación de la Iglesia como “pueblo de Dios”. Las páginas que siguen discurren, pues, en torno a esta pregunta: ¿cómo entender la elección” de manera que liberemos a Dios de toda arbitrariedad y a Israel de todo privilegio, sin al mismo tiempo diluir la relación viva de Dios en aras de un universalismo abstracto y sin sacrificar la particularidad de Israel en aras de una uniformidad rígida?

1. Incertidumbres y contradicciones en la Biblia

Baste con un rápido apunte sobre el vocabulario bíblico. La Biblia utiliza un doble término para designar a Israel como “pueblo”: ‘am y goy. Am (en griego láos) se refiere originariamente a la relación de parentesco o de relación interna que constituye a un pueblo por dentro; goy (en griego éthne), a su vez, se refiere más bien a la estructuración objetiva que configura a un pueblo por fuera como entidad política con sus fronteras e instituciones. En la Biblia se percibe una tendencia a reservar para Israel la denominación ‘am (láos) y a los otros pueblos la denominación goyim (éthne), pero con excepciones por ambos lados: hay textos en los que se llama ‘ammîm a otros pueblos y textos en los que se llama goy a Israel.

Más importante para nuestro tema es la siguiente observación: en la Biblia se da una clara tensión entre una corriente más particularista y una corriente más universalista. Los medios más cercanos al templo y al sacerdocio acentuaron de modo especial la idea de que Israel constituye desde los orígenes un pueblo, y un pueblo distinto, único, “santo”, destinatario privilegiado de la elección y de la bendición divina. Esta mentalidad particularista (muy arraigada en la literatura deuteronomista y sacerdotal) se reforzó durante el exilio y después del exilio, en torno al segundo templo: sólo Israel es “familia de Dios”, propiedad particular de Dios, pueblo escogido por Dios de entre los otros pueblos; como tal, Israel ha de ser y ha de vivir como “pueblo santo”, cuidarse de los cultos y de los ritos paganos, mantener la pureza religiosa, ritual y étnica; por poner un ejemplo: los matrimonios mixtos quedaron prohibidos (Esd 9, 1-4; Neh 13,23-27); esta prohibición ya venía de antes (cf. Dt 7,3-4), pero en los orígenes se trató seguramente de la prohibición de casarse con alguien que no perteneciera a la propia tribu, y no respondía tanto al deseo de preservar la particularidad y la pureza (religiosa), sino más bien de evitar la diseminación del patrimonio tribal. Esta corriente purista ha marcado la relectura y la redacción de la historia que se llevó a cabo precisamente durante el exilio y sobre todo en el postexilio. Puede afirmarse, con algunas reservas y matices, que la mentalidad particularista es predominante en el conjunto de la Biblia. De todos modos, incluso en esta tradición más particularista, la pretensión de superioridad y la xenofobia quedan (en general) excluidas de raíz; la elección no constituye propiamente un privilegio para el “pueblo de Dios”, sino más bien una misión: la de ser el testigo y el instrumento por excelencia de la presencia liberadora de Dios, de la bendición de Dios, para todos los pueblos.

Pero en la Biblia hallamos también, tanto en las tradiciones antiguas como en los últimos escritos, numerosos testimonios de una mentalidad mucho más abierta y universalista. Pensemos en las antiguas tradiciones sobre Noé y Abrahán, en los profetas (de manera especial el Segundo Isaías), en los escritos de Rut y Jonás, en la corriente sapiencial… Es preciso detectar estos filones universalistas de la Biblia y releer el conjunto desde esas claves. La mejor correctora de la Biblia es la propia Biblia; el mejor corrector del particularismo bíblico es el universalismo bíblico. Afortunadamente, la Biblia no es un sistema sin fisuras, concluso y cerrado. La lectura y la interpretación de la Biblia tampoco están cerradas y concluidas. El Espíritu nos impulsa a sacar lo nuevo de lo viejo. El Espíritu que aletea sobre toda la creación y que alienta en lo íntimo de que cada criatura es el protagonista en nosotros de una escucha, una lectura y una interpretación que nunca están clausuradas.

Estamos secularmente habituados a leer la Biblia y a comprender la figura de Jesús y el ser cristiano en el registro de un particularismo de privilegio. En la época de la globalización que vivimos, parece claro que otra clave, otro “paradigma” de lectura bíblica, se impone: un paradigma dialogal, ecuménico, universal. Universalismo no significa, claro está, uniformización y negación de las particularidades, menos aún imposición universal de unos intereses y de unas perspectivas particulares (como ocurre con el modelo de globalización imperante y con algunos proyectos políticos muy “ecuménicos” que resultan ser en realidad patriotismos particulares inconfesados). El auténtico universalismo bíblico consiste en reconocer que Dios ha creado y sigue creando a todos los seres, a todos los hombres, a todos los pueblos como únicos, que Dios elige, ama, acompaña a cada ser en particular con un amor único, que así resulta ser universal.

2. Gn 10: “Un canto a la fraternidad universal”

Gn 10 nos ofrece lo que se conoce como “Tabla de los pueblos” descendientes de los tres hijos de Noé (Sem, Cam y Jafet). Nos hallamos ante el mapa del mundo conocido por el autor y su escuela (yahvista) en el s. VI a.C.

A primera vista, no es más que una larga y árida lista de nombres de personas y de ciudades, pero, mirando de cerca, esta tabla de los pueblos resulta ser un auténtico “canto a la fraternidad universal”[1]. En efecto, según el texto, todos los pueblos forman una única gran familia. Y no sólo eso: todos los pueblos son pueblos de Dios. No se dice que unos lo sean más o menos que otros, ni que Israel posea ninguna clase de preeminencia para Dios. Dios conduce oculta y silenciosamente a cada pueblo allí donde se encuentra. Dios está cerca de cada pueblo, cuida a cada uno como suyo. “En esta lista cada nombre de cada uno de los pueblos resuena como un himno a Dios. La diversidad de los pueblos aparece como un aspecto de la belleza de la creación. Todos están puestos en el mismo plan”[2].

En Gn 10, en contradicción con lo que inmediatamente afirmará el capítulo siguiente (Gn 11: la historia de Babel), la dispersión y diversidad de pueblos no es mirada como consecuencia del castigo divino por el pecado humano, sino como voluntad y providencia divina: Estas fueron las familias de los descendientes de Noé según sus genealogías y naciones; a partir de ellas se separaron las naciones de la tierras después del diluvio. La existencia de tantos pueblos diversos no es una maldición, sino una bendición divina. Dios bendice a cada pueblo en su particularidad. Por consiguiente, ningún pueblo puede monopolizar la bendición de Dios y ninguno ha de creerse superior a ningún otro en lo que respecta a la bendición de Dios, que es gratuita y plena para todos. La fraternidad de los pueblos no es algo sobrevenido, sino la vocación inscrita por Dios mismo en el origen. La mirada a la fraternidad futura tiene raíces en los orígenes, y en el origen está la bendición universal de Dios que resulta ser al mismo tiempo la identidad y la vocación más propia de cada pueblo.

No olvidamos, por supuesto, que esta lista tiene como función poner mejor de relieve la centralidad de Israel y su elección por parte de Dios. Eso no nos extraña: muchos pueblos se han considerado el centro, y muchos lugares se han llamado centro u “ombligo” del mundo (Delfos, Milán, La Meca, Cuzco…). Es comprensible que el redactor, o la tradición por él recogida, elabore la tabla de los pueblos en función de la elección de Israel y de su lugar preeminente en la providencia divina, pero eso queda como en segundo plano en el texto como tal. Lo llamativo es la insistencia en el parentesco de todos los pueblos.

3. Abrahán con muchos pueblos

Nadie mejor que Abrahán, el “padre de Israel”, ilustra esta fraternidad de todos los pueblos. ¿De dónde es Abrahán? ¿Y de quién es, a quién pertenece? Es de muchos lugares y no es de ninguno. Es padre de muchos pueblos, y de ninguno en exclusiva. Pertenece a todos, y no pertenece a nadie. Es arameo, procedente de las regiones de Mesopotamia; vive como peregrino en Egipto (Gn 12,10), al igual que en Canaán; es padre de Ismael, el antepasado de los pueblos del desierto, es decir, de los árabes; es tío de Lot, el antepasado de los pueblos de la otra orilla del Jordán (moabitas y amonitas); es padre de Isaac, el antepasado común de las “12 tribus”, pero también es padre de otros 6 hijos tenidos con Queturá (Gn 25,1-4) y, a través de ellos, Abrahán se convierte en padre de ausritas, letusíes, leumíes, madianitas y otros pueblos… Todos pueden considerarse hijos de Abrahán. Es de todas partes y no es de ninguna. Es extranjero para todos y es el compatriota de todos.

Detengámonos un momento en una escena emotiva y sugerente: Gn 21,9-21. Sara ve que su hijo Isaac juega con Ismael, el hijo de Agar, la otra esposa de Abrahán. Se siente la favorita de su esposo y está convencida de que su hijo, sólo él, es el hijo de las promesas. No soporta que el hijo de su rival juegue con el suyo. Tiene celos de Ismael y, sobre todo, de Agar. Y pide a Abrahán que eche a ésta de casa junto con su hijo. Abrahán entiende que Dios le pide que acceda a los deseos de Sara y, a pesar del dolor que ello le produce, despide a Agar con Ismael, tras haber madrugado para proveerlos él mismo de agua y de pan. Madre e hijo toman el camino del desierto y caminan errantes hasta que se agota el agua del odre. El niño empezó a llorar a gritos. Dios oyó los gritos del niño, y el ángel de Dios llamó a Agar desde el cielo, y le dijo: “¿Qué te pasa, Agar? No temas, porque Dios ha escuchado los gritos del niño ahí donde está. Levántate, toma al niño, agárralo de la mano, porque de él haré yo un gran pueblo” (Gn 21,16-18). Ya antes Abrahán había suplicado a Dios que mantuviese vivo a Ismael en su presencia (Gn 17,18), y Dios había accedido a su petición: “Yo lo bendigo; lo haré fecundo y lo multiplicaré inmensamente” (Gn 17,20). También Ismael y los pueblos que de él descienden son, pues, bendecidos por Dios. No sólo los descendientes de Isaac, sino también los descendientes de Ismael, son pueblos de Dios.

Judíos, cristianos y musulmanes nos consideramos hijos de Abrahán y, tras siglos de persecuciones y expulsiones, todavía nos hacemos la guerra[3]. Todavía seguimos queriendo apoderarnos del Dios de Abrahán. Ahí se evidencia la tentación religiosa por antonomasia: la voluntad y la pretensión de poseer a Dios, su revelación, su bendición, su elección. ¨También sobre Abrahán ejercemos pretensiones de monopolio. Los judíos quieren judaizarlo, los cristianos queremos eclesializarlo, los musulmanmes quieren islamizarlo. Pero Abrahán no se deja poseer en exclusiva. Ni siquiera entre las tres religiones bíblicas poseemos ningún tipo de propiedad colegiada y exlusiva sobre su figura. ¡Cuánto menos sobre Dios!

Abrahán es padre de muchos pueblos, y es muy dudoso que lo sea “más” de uno que de otro. Es una hermosa metáfora de la voluntad salvífica universal de Dios: el Dios que elige y bendice a Abrahán elige y bendice a todos los pueblos, quiere salvar a todos. La figura de Abrahán nos invita, pues, a reinterpretar la idea de Israel como “pueblo de Dios”, así como la idea de la revelación, la alianza y la elección particulares de las que es destinatario Israel. Un teólogo judío ortodoxo escribe: “Cuando Dios escogió a Abrahán, hizo que la religión del pacto fuera accesible a todos. Abrahán es el padre de todos los que emulan el camino de su vida y ponen en práctica sus valores, normas y convicciones de fe”[4]. Dios hace alianza con todos los pueblos. Cuando la Biblia nos habla de la elección de Israel, no hay que entenderlo como privilegio exclusivo de Israel, sino como realización particular de una alianza y de una elección universal de Dios.

4. Dios es todo de todos

¿Está Dios más cerca de Israel que del resto de los pueblos? ¿Se reveló Dios a Israel solamente o más plenamente que a otros pueblos? ¿Es Dios un Dios particular de Israel o, al menos, es más “Dios de Israel” que Dios de otros? Es indudable que la Biblia induce fácilmente a ese tipo de imágenes y afirmaciones. Pero no sólo es legítimo sino además necesario cuestionarlas, o cuando menos preguntarnos cuánto hay en ellas de realidad teológica y cuánto de interpretación estrecha. Por un lado, el más y el menos carecen de sentido cuando hablamos de Dios, y con esta razón debiera bastarnos. Pero es que, además, muchos pasajes bíblicos afirman con suficiente claridad que Dios lo es de Israel porque lo es de todos.

La primera escena que viene a la mente tiene que ver de nuevo con Abrahán y se nos narra en Gn 14,18-20, un texto precioso y extraño, seguramente el más estudiado de la Biblia. Nos narra cómo Melquisedec, rey “pagano” de Jerusalén y adorador y sacerdote del Dios cananeo El-Elyón (Altísimo), bendijo a Abrahán y éste le pagó el diezmo de todo. Abrahán, el que había de ser bendición para todos los pueblos, es bendecido por un rey-sacerdote de un “Dios pagano”. Aquél en quien todos los pueblos han de ser bendecidos recibe la bendición de Dios de manos de un sacerdote pagano en nombre de un Dios pagano. No se puede decir mejor lo relativos y poco concluyentes que son nuestros esquemas de diferenciación (judío, cristiano, pagano), sobre todo en relación con Dios. El Dios de los cananeos no es diferente del de Abrahán. La bendición que recibe Abrahán no es diferente de la que recibe quien se la da. El mismo Dios bendice por igual a sus respectivos pueblos y a todos los demás.

Otro de los pasajes bíblicos que más claramente refutan una imagen particularista de Dios es precisamente el que narra la revelación a Moisés del nombre propio del Dios de Israel, JAHWEH (Ex 3,1-15): Moisés pastoreaba el rebaño de Jetró, su suegro, sacerdote de Madián. Trashumando por el desierto llegó al Horeb, el monte de Dios (Ex 3,1). El relato de la manifestación de Dios y de la revelación del nombre (“Yo soy el que soy”, “Yo soy el que estaré”, “Yo soy el que os libraré”) nos sitúa junto a un santuario pagano de Madián. Muy probablemente, “Yahweh” era el nombre de una divinidad pagana de Madián antes de convertirse en “Dios de Israel”[5]. No deja de ser muy normal y a la vez extraordinario. Moisés y los israelitas conocieron a Dios a través de unos paganos, “adoptaron” una divinidad pagana que justamente reconocieron como Dios único y como su Dios propio, su Dios liberador, el Dios que ve la aflicción, oye el grito y desciende a liberar. Lo malo será que piensen que es “su Dios particular” y que sólo a ellos quiere salvar a costa de egipcios, madianitas y cananeos… El relato de la teofanía del Horeb sugeriría más bien lo contrario: Yahweh es Dios de Israel porque es Dios de otros, Dios de todos, Dios único y liberador universal.

Evoquemos aún otro relato bíblico: la historia de Jonás. Muy a pesar suyo, el profeta anuncia la conversión a Nínive, la capital opresora, con el temor indisimulado – y fundado – de que Dios vaya a librarle del castigo. Y efectivamente Dios se arrepintió y no llevó a cabo el castigo (Jon 3,10). Contrariado y resentido con Dios, el profeta se instala en una choza enfrente de la ciudad; una planta de ricino le alegra y alivia con su sombra, pero se seca el ricino y se acentúa el resquemor del profeta. Y es entonces cuando brotan de los labios de Dios las palabras más bellas del libro, su conclusión literaria y teológica: “Tú sientes compasión de un ricino que tú no has hecho crecer, que en una noche brotó y en una noche pereció, ¿y no voy a tener yo compasión de Nínive, la gran ciudad, en la que hay más de ciento veinte mil personas que aún no distinguen entre el bien y el mal, y una gran cantidad de animales?” (Jon 4,10-11). También esta historia ilustra y desautoriza una teología de la elección – presente en muchos lugares de la Biblia y de la tradición eclesial – que olvida la verdad primera: que Dios es el Creador, el Padre, la Madre, el Amante y el Amigo de todos los pueblos, de todos los hombres, de todos los seres.

Pero estos relatos bíblicos, como tantos otros que cabría mencionar, no añaden en realidad nada nuevo a la fe escueta y sencilla en la creación: Dios ha creado todo porque lo quiere, y quiere todo lo creado. Lo formulará la Sabiduría lo dice en términos emotivos: “Amas todo cuanto existe, y no aborreces nada de lo que hiciste; pues, si odiaras algo, no lo habrías creado. ¿Cómo subsistiría algo si tú no lo quisieras? ¿Cómo permanecería si tú no lo hubieras creado? Pero tú eres indulgente con todas las cosas, porque todas son tuyas, Señor, amigo de la vida” (Sab 11,24-26). Una confesión extraordinariamente consolada y consoladora.

Dios no hay más que uno y es de todos, para todos, con todos. Es verdad que, para decirlo adecuadamente, para no convertirlo en una mera afirmación abstracta y desencarnada, quizá necesitemos de las fórmulas singulares y particulares: “Tú eres mi
Dios”, “Dios nos ha elegido”… Pero estas fórmulas no han de encerrarnos, sino abrirnos; no han de estrechar a Dios, sino ensancharlo. Uno de los nombres más bellos con que los comentarios rabínicos de la Biblia llaman a Dios es Makom: “espacio amplio”. Nuestros conceptos estrechan a Dios. Confesar a Dios como Dios es liberarlo de la estrechez de nuestros conceptos, de la limitación de nuestros esquemas, de la miseria de nuestras imágenes. Confesar a Dios es sumergirse en su anchura maternal, y hacer que toda la realidad pueda acogerse a su cálida inmensidad. Querer poseer a Dios sólo para sí es negar lo más divino de Dios y lo más medular de toda criatura; pretender ocupar un puesto de privilegio en Dios es negar su amplitud sin límites; creer que Dios nos habla o se nos da “más” que a otro cualquiera es medir a Dios, graduar a Dios, comparar a Dios, es decir, negar a Dios.

5. Elección y universalidad

Creo que no sólo es lícito, sino además imperioso releer la categoría bíblica de la elección a la luz de los textos que preceden. El mismo término “elección” en la Biblia no expresa un privilegio de Israel, sino más bien la libertad y la gratuidad de Dios. No hemos de entenderlo como expresión de un status especial de cercanía divina poseído en exclusiva por Israel, sino como expresión de la condescendencia de Dios que establece con Israel una relación estrecha y cercana, sin que ello obste de ninguna manera para que Dios lo haga también con los demás pueblos[6].

Hoy desechamos sin mayores objecciones algunas creencias e imágenes presentes en la Biblia (guerra santa, anatema o destrucción del enemigo vencido, castigo de Dios, “Dios de los ejércitos”, condenación eterna, discriminación de la mujer, obediencia a las autoridades imperiales romanas…), alegando que se trata de expresiones culturalmente condicionadas y mudables de la revelación, y que no se han de identificar con la palabra de Dios como tal. ¿No deberíamos adoptar la misma postura interpretativa en lo que respecta a la idea de la elección privilegiada y exclusiva de Israel? Insisto: la categoría misma de la elección no conlleva de por sí tal idea de privilegio y exclusión, el que Dios elija a Israel no implica sin más que no elija a los otros pueblos. Pero es innegable que algunas tradiciones bíblicas (literatura sacerdotal, corriente apocalíptica…) y casi todas las interpretaciones (rabínicas y cristianas) así lo han entendido. Se impone, pues, una reinterpretación. De otro modo, no es fácil de evitar que se convierta en un “mito fundacional de la política israelí” (R. Garaudy). La reinterpretación no es un ejercicio arbitrario, aunque sí libre y creativo. La reinterpretación consiste es releer la palabra antigua, el texto bíblico, desde la inspiración actual del Espíritu. La reinterpretación consiste en dejar que el Espíritu convierta de nuevo en sagrado y revelador el texto viejo, la palabra heredada. La lectura espiritual no es repetición, sino reinvención.

Llevamos el esquema dualista y bipolar pegado a nuestras raíces: elegido-no elegido, bendecido-no bendecido, santo-profano. Afirmamos por negación y negamos por afirmación. Definimos por antítesis, nos definimos por contraste. No sabemos decir nuestra identidad si no es contradistinguiéndola de la ajena. Es un indicio elocuente del enigma del ser y del individuo. Pero también es un indicio, no menos elocuente, de nuestro radical sentimiento de finitud e inseguridad, que nos lleva a percibir al otro como amenaza; así nos sucede que, para afirmarnos, necesitamos reafirmarnos ante el otro o incluso por encima del otro y contra el otro. Cada ser es único, singular, irreemplazable, y el espíritu lo barrunta y se estremece, y no sabe decir su identidad sino por contraposición con la del otro. Ahí topamos con el límite radical de nuestro lenguaje. La finitud del lenguaje sella la finitud de nuestro ser. También nuestro lenguaje es dualista, bipolar, antitético.

¿Y si la realidad no fuese tan antitética como nuestros sentimientos y “verdades”? ¿Si el esquema de la elección histórica particular de Israel fuese una balbuciente manera en la que Israel ha expresado su experiencia de encuentro con Dios en su historia, más bien que la representación objetiva de la intención y del proceder de Dios? ¿Si Dios fuese precisamente la anchura donde todos los seres encuentran su identidad por la comunión? ¿Si Dios fuese el gran “sí y amén” universal y particular a la vez? ¿Si Dios fuese el amor que ama a todos los seres, amando a cada uno en particular? ¿Si todos fuesen elegidos como “unicos” por Dios? ¿Si Dios fuese favor absoluto para con cada ser y cada pueblo, elección de cada uno sin exclusión de nadie, debilidad y preferencia por cada uno sin discriminación de ninguno? ¿Y si todos los pueblos de la tierra tuviesen por igual el don y la tarea de ser “pueblo de Dios” en la comunión de todos los pueblos? ¿Y si la confesión y la vocación de esta universalidad divina constituyese precisamente la identidad de la Iglesia, una identidad no exclusiva ni tampoco inclusiva, sino sencillamente abierta como el mismo Dios?[7].

La elección de Dios es sin límite, la bendición de Dios es sin medida. Donde no hay medida, nadie puede medirse, porque carece de medida y, sobre todo, porque no la necesita, pues la bendición de Dios le colma. La promesa, la elección y la alianza no significan en absoluto arbitrariedad o favoritismo particularista por parte Dios, sino su absoluta gratuidad y su universalidad sin límites.

6. “Porque eras el más pequeño de todos” (Dt 7,7)

Israel expresó su experiencia comunitaria de relación con Dios con la imagen de una elección especial por parte de Dios frente a los demás pueblos. Esta creencia se expresó primero en el marco de un “henoteísmo” particularista: “así como otros dioses han elegido a otros pueblos, Yahweh nos ha elegido a nosotros”. Más tarde adoptó la forma de un monoteísmo particularista: “Yahweh es el único Dios, y sólo nosotros somos el pueblo que él se ha escogido”. Basta asomarse a la historia de las religiones para constatar que otros muchos pueblos y religiones (además del “pueblo cristiano” y de la comunidad islámica) han compartido la creencia en la elección particular exclusiva, y ello ha dado lugar a interminables y absurdas guerras de religión. Los aztecas se creían un pueblo elegido para mantener en vida al último sol, y los cristianos se creyeron elegidos por Dios para exterminarlos. No hay modo más perverso de negar a Dios que invocarlo para matar a otros creyentes o para hacer la guerra a otros pueblos[8].

Pero ¿de qué se trataba ante todo en la convicción de fe del Israel bíblico de ser pueblo elegido por Dios? Era inseparablemente una expresión de fe y una autoafirmación por parte de un pueblo negado en su ser y amenazado en su futuro. Era afirmación de Dios y afirmación de la propia identidad. Al decirse elegido de Dios, Israel no quería directamente y propiamente negar que también otros pueblos sean elegidos, sino afirmar que ellos tienen derecho a ser pueblo, porque Dios se lo da, porque Dios se ha fijado en ellos, los ha “elegido”. No es en sí misma una afirmación “excluyente”, aunque en nuestros esquemas lingüísticos así nos suene: que a ellos Dios les da el derecho de ser pueblo y la misión de ser bendición para los demás no significa que Dios no les dé igual derecho y misión a otros. Lo cual se confirma cuando nos fijamos en la razón por la que Dios ha “elegido” a Israel: lo ha elegido porque era excluido; lo ha elegido por ser “el más pequeño de todos” (Dt 7,7), porque nadie les reconocía el derecho y la posibilidad de ser un pueblo. Israel se siente sacramento y profecía histórica de que Dios elige al relegado, al expulsado, al repudiado.

Sería momento de volver a ese versículo desconcertante y liberador del profeta Amós en que Dios dice: “¿No sois vosotros para mí como cusitas, hijos de Israel? Oráculos del Señor. ¿No saqué yo a Israel de Egipto, a los filisteios de Creta y a los arameos de Quir?” (Am, 9,7). Todo pueblo negado es afirmado por Dios como suyo. Todo pueblo oprimido es elegido por Dios para liberarlo. Todo pueblo maltratado tiene a Dios de su lado, para que sea libre y hermano de otros pueblos. Por esa misma razón habríamos de decir hoy: Dios elige al pueblo palestino, hoy negado, maltratado, ahogado y expulsado de su propia tierra precisamente por Israel.

7. “Ya no levantará la espada pueblo contra pueblo ” (Is 2,4)

Israel confesó, pues, que Dios le había elegido no sólo porque substía a pesar de los peligros, sino sobre todo para poder subsistir en medio de los peligros. La fe en el Dios de la elección alentaba su indispensable fe en sí mismo, su imprescindible esperanza en un futuro sin opresiones.

Dicho de otra forma, Israel se confiesa elegido para sostener la esperanza y para promover una acción esperanzada, transformadora del mundo, anticipadora del futuro esperado. He ahí lo esencial. En la fe de Israel, la elección divina miraba sobre todo al futuro. La elección no era propiamente algo que había tenido lugar en el pasado, sino algo que habría de tener lugar en el futuro, cuando Israel pueda vivir en paz con todos los pueblos, cuando todos los pueblos hereden la bendición de Dios, cuando todos los pueblos se rijan por la justicia, cuando nuestra tierra sea “la tierra de los justos y de los buenos” (L.Boff), cuando la justicia y la paz se abracen” (Sal 85,11), cuando ya “no levante la espada pueblo contra pueblo” (Is 2,4). Esa esperanza define a Israel como pueblo abierto, esa esperanza define a cada pueblo y a todos los pueblos más allá de todas las etnias, culturas y religiones. En el futuro prometido y esperado comulgan los pueblos, y todos los supuestos “privilegios” concedidos por Dios en pasado pierden relieve. “Mirad, voy a hacer algo nuevo” (Is 43,19). “Aquel día habrá una calzada de Egipto a Asiria: los asirios entrarán en Egipto y los egipcios en Asiria; y egipcios y asirios adorarán juntos al Señor. Aquel día, Israel, junto con Egipto y Asiria, será bendito en medio de la tierra, porque el Señor todopoderoso los bendice diciendo: ‘Bendito sea mi pueblo Egipto; y Asiria, obra de mis manos; e Israel, mi heredad” (Is 19,23-25).

La fe bíblica en la elección desplaza nuestra mirada del pasado hacia el futuro. Una corrección de fondo se impone aquí a nuestros mecanismos teológicos habituales; en efecto, al hablar de “pueblo de Dios”, tendemos a fijar nuestra atención en “algo que tuvo lugar en el pasado” (una supuesta revelación y elección particular por parte de Dios, unas promesas especiales, un estatuto de particularidad y de superioridad concedido por Dios…); entendemos el presente y el futuro desde el pasado. Sin embargo, la perspectiva bíblica, tomada en conjunto, nos invita más bien a comprender el pasado y el presente desde el futuro. J. Moltmann, siguiendo a E. Bloch, no cesa de insistir, y con razón, sobre este punto. Es preciso comprender desde la promesa y desde la esperanza universales la elección de Israel y de todos los pueblos, la misión de la Iglesia y de todas las iglesias, la vocación del cristianismo y de todas las religiones.

La esperanza nos despoja y nos iguala, a la vez que no incita y nos convoca. Para la esperanza, ningún pasado y ningún presente poseen privilegios. La elección de Dios no es un privilegio del pasado, sino un camino hacia el futuro. La misma Biblia nos enseña por fin que la perspectiva decisiva para releer la Biblia no una prerrogativa concedida por Dios a Israel en unos orígenes remotos, sino un horizonte futuro de paz universal abierto por Dios ante él para todos, abierto por Dios en cada ser y en cada pueblo para todos. “Yo inspiraré sus obras y pensamientos, vendré a congregar a pueblos y naciones” (Is 66,18). Es verdad que esta perspectiva universalista tiene en la Biblia un talante predominantemente centrípeta, pues es en Sión donde Dios reunirá a todos los pueblos: “El Señor todopoderoso preparará en este monte para todos los pueblos un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera, manjares exquisitos, vinos refinados. Y en este monte destruirá la mortaja que cubre todos los pueblos, el sudario que tapa a todas las naciones” (Is 25,6-7). Pero lo decisivo de la esperanza futura no es el dónde, sino la reconciliación de todos los pueblos y la recreación de toda la realidad.

Cuando Dios termine de crear el cielo nuevo y la tierra nueva, entonces se revelará la realidad y su verdad: la elección universal, de la que la fe de Israel es para la tradición bíblica testigo y sacramento en la historia. Si ya los orígenes relativizaban toda pretensión de exclusividad o de superioridad de Israel sobre los demás pueblos y celebraban la fraternidad de todos los pueblos en la bendición divina universal (Gn 10), la esperanza del futuro contempla y promueve la realización universal de esa fraternidad en la que nadie será más o menos que nadie porque todos gozarán de la plena bendición de Dios. Entretanto, todo aquello que recorte, oculte o retrase la realización de esa fraternidad universal en la bendición universal de Dios no corresponde al misterio de la realidad en su origen y su fin. No es de Dios.

8. Iglesia de judíos y gentiles

Una de las mejores definiciones de la Iglesia es sin duda la de “pueblo de Dios”. Aunque no se encuentra como tal en el Nuevo Testamento, el Concilio Vaticano II la utilizó (por ej., LG 9-17) y ha tenido una indudable fortuna. Tiene la ventaja de sugerir que los cristianos, teniendo como tenemos orígenes étnicos y culturales tan diversos, formamos sin embargo todos un solo pueblo, somos ciudadanos del mismo pueblo, compartimos las mismas raíces y la misma esperanza, construimos el mismo futuro, un futuro común para todos.

Pero esta denominación tiene también graves riesgos. En efecto:

1) un pueblo suele estar jerárquicamente organizado y, aunque la constitución reconozca la igualdad de todos, de ordinario ésta brilla por su ausencia; se dan comúnmente escandalosas diferencias de clase, los poderes tratan de perpetuarse y los pobres seguirán siendo los perdedores de todas las causas;

2) además, dicha denominación sugiere fácilmente que la Iglesia es “pueblo de Dios” en contraposición con Israel; la Iglesia ha sido llamada y sigue llamándose a menudo “nuevo pueblo de Dios”, como dando a entender que sustituye al “antiguo pueblo de Dios”, Israel; esta idea de la sustitución es incorrecta; nunca en el Nuevo Testamento se le llama a la Iglesia “nuevo pueblo de Dios”, ni tampoco “nuevo Israel” (LG 9), y no es legítimo que lo hagamos nosotros;

3) en tercer lugar, al llamar a la Iglesia “pueblo de Dios”, podría parecer que las otras iglesias, religiones o pueblos de la tierra no lo son; sólo los cristianos o sólo los católicos seríamos pueblo de Dios; estaríamos dividiendo de nuevo la humanidad en “pueblo” y en “no pueblo”, en elegidos y no elegidos, en sagrado y profano, en divino y no divino.

A pesar de estos graves equívocos, “pueblo de Dios” puede seguir siendo una de las definiciones más ricas de la comunidad universal de los creyentes. Somos linaje escogido, sacerdocio regio y nación santa, pueblo adquirido en posesión para anunciar las maravillas del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable. Los que en otro tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios; los que no habíais conseguido misericordia, ahora habéis alcanzado misericordia (1 Pe 2,1-10; cf. Tit 2,14). Claro que también aquí, y sobre todo aquí, se impone una interpretación que borre toda huella del axioma “fuera de la Iglesia no hay salvación”. Todo lo dicho sobre la relación entre Israel y los otros pueblos vale para la relación entre una Iglesia y las otras Iglesias, entre la Iglesia universal y las otras comunidades religiosas, entre el cristianismo y las otras religiones. No hay lugar para ninguna pretensión de superioridad. La Iglesia no tiene – no tenemos – ningún privilegio ante Dios, ninguna prerrogativa de parte de Dios. Todos los pueblos de la tierra son “linaje escogido”, “nación santa”, “pueblo de Dios”. Todos los pueblos, todos los seres humanos, todas las criaturas, están abrigadas en la misericordia universal de Dios, y la Iglesia tiene el deber primordial de anunciarlo al mundo de hoy con su palabra y su conducta. Nuestra identidad y nuestra vocación consiste en ser “sacramento de una humanidad reconciliada”, signo eficaz de que la humanidad entera es pueblo amado de Dios, un solo gran pueblo donde todos tienen derecho a ser diferentes y donde todos, sin embargo, tienen la misma dignidad y el mismo derecho.

La esperanza despoja igualmente a la Iglesia cristiana, formada de muchas Iglesias, de toda tentación y de toda pretensión de superioridad. El Reino de Dios soñado, proclamado, anticipado por Jesús nos define como ser y como vocación. La curación de las enfermedades, la comensalía abierta, el trabajo por la paz y la justicia, la armonía con todos los seres son el sacramento y el anticipo de lo que esperamos. La verdad decisiva es la esperanza que esperamos y que nos hace esperar: “Después de esto, miré y vi una muchedumbre enorme que nadie podía contar. Gentes de toda nación, raza, pueblo y lengua” (Ap 7,9). Y la ternura universal de Dios es el fundamento de la esperanza de su plena realización. Mientras tanto, el dolor del mundo y de los pueblos nos vuelve suplicantes y activos, nos hace solidarios y esperanzados: Marana tha! Ven, Señor!

Seremos Iglesia cristiana, Iglesia evangélica, Iglesia de Jesús, si contribuimos a superar toda frontera étnica, cultural, política y quizá ante todo religiosa; si somos una “porción de humanidad reconciliada” donde nadie carece de pan y todos viven en paz; si somos “sacramento” de que toda la humanidad es pueblo de Dios, un solo pueblo de muchos pueblos, lenguas y religiones hermanas. Entonces se podrá decir de toda la tierra: “Ésta es la tienda de campaña que Dios ha montado entre los hombres. Habitará con ellos; ellos serán su pueblo y Dios mismo habitará con ellos” (Ap 21,3).

EXTRACTO DEL MANIFIESTO DE LA “FRATERNITÉ D’ABRAHAM”

“En un mundo que está dividido, que se ve incesantemente amenazado y que con harta frecuencia está desgarrado por la rivalidad y la enmistad entre los pueblos, parece que ha lleado más que nunca el momento de que se agrupen de manera fraternal y pacífica todos aquéllos que ‘en Abrahán, el creyente’ ven al patriarca de la propia religión, más aún, de ellos mismos. Judíos, cristianos y musulmanes comparten la fe en Dios, y también la fe en la benevolencia de Dios que dirige por igual a todas las personas, en su misericordia y en su magnánima hospitalidad. ¿Por qué no iban a trabajar en común para crear un mundo fraternal? Éste sería el testimonio más hermoso de la seriedad y de la verdad de su fe en el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob: el testimonio más hermoso que ellos pudieran dar a otras personas. Sería también la mejor respuesta a los que han declarado que la religión es el opio del pueblo.

¡Ojalá que el parentesco de todos los que comparten ‘la fe en Abrahán, el creyente’, brille en los corazones de las masas de hoy día como un fermento de paz y de ayuda mutua, que sea capaz de suscitar entusiasmo y magnanimidad al servicio de todos los asuntos verdaderamente humanos! ¿No sería éste el testimonio más convincente que el mundo está esperando de ellos? Por eso, algunos judíos, cristianos y musulmanes se han congregado para adquirir conciencia de todo lo que es su común herencia espiritual y cultural, y también para trabajar en común por una verdadera reconciliación de unos con otros. Esto afecta a todos los que, de la manera que sea, son descendientes de Abrahán, y que se congregan con el fin de librar al mundo de los males del odio, de los actos de violencia fanática, del orgullo de raza y de sangre, presentando ante sus ojos las fuentes auténticas y divinas de un humanismo fraternal” (Tomado de F.J. Kuschel, Discordia en la casa de Abrahán, o.c., p. 305-306. La “Fraternité d’Abraham” es una asociación francesa que trabaja por el entendimiento interreligioso).

EXTRACTO DE LA DECLARACION DE LOS PUEBLOS DE LA TIERRA

1. Nosotros, los participantes del Foro Internacional de ONG en el Foro Global 92, nos hemos reunido en Río de Janeiro como ciudadanos del planeta Tierra con el fin de compartir nuestras reflexiones, nuestros sueños y nuestros planes para crear un nuevo futuro para nuestro mundo. Salimos de estas deliberaciones con el profundo sentimiento de que en la riqueza de nuestra diversidad, compartimos una visión común de una sociedad humana basada en los valores de la simplicidad, el amor, la paz y el respeto por la vida. Avanzamos ahora en solidaridad, para movilizar la moral y los recursos humanos de todas la naciones en un movimiento social unificado, comprometido con la realización de esta visión.

23. Nosotros, los pueblos del mundo, movilizaremos las fuerzas de la sociedad civil transnacional en pos de un programa ampliamente compartido que una a numerosos movimientos en la búsqueda de sociedades humanas justas, sostenibles y participativas. Al hacerlo estamos forjando nuestros propios instrumentos y procesos, para redefinir la naturaleza y el significado del progreso humano, y para transformar estas instituciones que ya no responden a nuestras necesidades. Damos la bienvenida a nuestra casa a todos aquellos que comparten nuestro compromiso con un cambio pacífico y democrático en favor del planeta en que vivimos y de la sociedad humana que él sustenta.

(Lumen 51/52 [2002], p. 97-114)

  1. Comentario al Antiguo Testamento de “La Casa de la Biblia”, vol. I, Verbo Divino, Estella, 1997, p. 64.
  2. M. Cimosa, “Pueblo/Pueblos”, en P. Rossano – G. Ravasi – A. Girlanda, Nuevo diccionario de Teología Bíblica, Ed. Paulinas, Madrid 1990, p. 1576.
  3. Cf. K.J. Kuschel, Discordia en la casa de Abrahán, Verbo Divino, Estella 1996]
  4. David Hartmann, cit. en F.J. Kuschel, Discordia en la casa de Abrahán, o..c, p. 287.
  5. Así P. Beauchamp, Cinquante portraits bibliques, Seuil, París 2000, p. 60.
  6. Cf. L. DE LORENZI, “Elección”, en Nuevo Diccionario de Teología Bíblica, Paulinas, Madrid, 1990, pp. 474-490; sobre todo: L. COENEN, “Elección”, en Diccionario teológico del NT II, Sígueme, Salamanca 1980, pp. 65-70.
  7. Me topo al azar en Internet con un breve escrito de Gustavo D. Perednik, publicado por Hagshamá, Organización Sionista Mundial. El autor afirma que “uno de los conceptos peor interpretados de la tradición judía es el de Pueblo Elegido” y que en la tradición bíblica “la elección de uno no implicaba necesariamente el rechazo del otro”. La fe en la elección de Israel por Dios fue y sigue siendo para el judío el modo radical de hacer frente a los mecanismos homogeneizadores de todos los imperios… Sería paradójico que los cristianos sigamos aprisionando la elección de Israel dentro del esquema teológico del privilegio, cuando los mismos judíos lo liberan de él.
  8. No me resisto a trasladar aquí algunos párrafos de un artículo fulgurante y provocador de J. Saramago una semana después del atentado de las Torres Gemelas de Nueva York: “Siempre tendremos que morir de algo, pero ya se ha perdido la cuenta de los seres humanos muertos de las peores maneras que los humanos han sido capaces de inventar. Una de ellas, la más criminal, la más absurda, la que más ofende a la simple razón, es aquella que, desde el principio de los tiempos y de las civilizaciones, manda matar en nombre de Dios. Ya se ha dicho que las religiones, todas ellas, sin excepción, nunca han servido para aproximar y congraciar a los hombres; que, por el contrario, han sido y siguen siendo causa de sufrimientos inenarrables, de matanzas, de monstruosas violencias físicas y espirituales que constituyen uno de los más tenebrosos capítulos de la miserable historia humana (…). No es un dios, sino el ‘factor Dios’ el que se exhibe en los billetes de dólar y se muestra en los carteles que piden para América (la de Estados Unidos, no la otra…) la bendición divina. Y fue en el ‘factor Dios’ en lo que se transformó el dios islámico que lanzó contras las torres del World Trade Center los aviones de la revuelta contra los desprecios y de la venganza contra las humillaciones (…). Al lector creyente (de cualquier creencia…) que haya conseguido soportar la repugnancia que probablemente le inspiren estas palabras, no le pido que se pase al ateísmo de quien las ha escrito. Simplemente le ruego que comprenda, con el sentimiento, si no puede ser con la razón, que, si hay Dios, hay un solo Dios, y que, en su relación con él, lo que menos importa es el nombre que le han enseñado a darle. Y que desconfíe del ‘factor Dios’ ” (“El factor Dios”, en El País, 18 de septiembre de 2001). No por conocidas son estas advertencias menos imperiosas.