El sermón de Montesinos

El próximo miércoles, 21 de diciembre, celebramos, aunque no se nombre, el quinto centenario de la primera proclamación de los derechos humanos. Hace 500 años no existía la ONU, que se fundó con muy buena intención, para no permitir que cometieran atrocidades unos pueblos contra otros, y proclamó la Carta Universal de los Derechos Humanos, pero luego apenas se ha notado. Hace 500 años también había atrocidades, y algunas de las más horribles tenían lugar en los pueblos de América, de la mano de cristianos y en nombre de Dios. Pero el 21 de diciembre de 1511, levantó su voz un fraile dominico, Antonio de Montesinos, recién llegado del convento de San Esteban de Salamanca. Quiero recordarlo, porque es para no olvidar, por lo que entonces pasó y por lo que sigue pasando.

Sucedió en una iglesia de la isla La Española –hoy República Dominicana y Haití–, adonde Cristóbal Colón había llegado apenas 20 años antes, pensando que llegaba a la India por el Oeste, para que la ruta del comercio fuera más breve y las ganancias más abundantes. La iglesia se hallaba repleta de soldados, capitanes y regidores, de encomenderos laicos o clérigos, de repartidores y pacificadores (es decir, conquistadores), y de toda suerte de señores que explotaban con idéntica avidez, siempre insaciable, las minas de oro y plata de La Española. Se celebraba el cuarto domingo de Adviento, vísperas de Navidad. Allí se encontraba el mismísimo virrey Diego Colón, hijo primogénito de Cristóbal Colón.

Se acababa de leer en latín, para que nadie lo entendiera, el texto del evangelio que cuenta cómo el Sanedrín judío envió una comisión de sacerdotes adonde Juan el Bautista, que alteraba el orden con su predicación subversiva, a preguntarle: “¿Tú quién eres?”. Y él les respondió: “Yo soy la voz que clama en el desierto: ‘Preparad el camino al Señor’” (Juan 1,23). Fray Antonio de Montesinos subió al púlpito. Se santiguó en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, es decir, en el nombre de la Vida: la Madre de la Vida, el Fruto de la Vida, el Futuro de la Vida. Se sacudió de encima la prudencia del momento, la consideración del auditorio, el criterio de los intereses, el miedo de los poderosos. Invocó al Espíritu de la rebelión y del consuelo, y comenzó a traducir en román paladino el sermón del Bautista (cito sus palabras textuales):

“Esta voz dice que todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tantas infinitas de ellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin darles de comer ni curarlos de sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren y por mejor decir, los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Estos no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos? Tened por cierto que en el estado en que estáis no os podéis más salvar que los moros o turcos que carecen o no quieren la fe de Cristo”.

Diego Colón y todos los notables salieron indignados. También salió indignado Bartolomé de Las Casas, pero cuatro años después se convirtió, es decir, cambió de manera de pensar y de sentir, se hizo dominico, fue nombrado obispo de Chiapas y llegó a ser “el defensor de los indios”, y a él debemos la crónica del sermón de Montesinos. Salieron, pues, y reprendieron duramente a la comunidad de dominicos. El sermón de fray Antonio era intolerable. Debía retractarse públicamente de todas y cada una de aquellas acusaciones. Los frailes se reunieron en capítulo. Al domingo siguiente, ya en plena Navidad, fray Antonio de Montesinos volvió a subir al púlpito y, según lo acordado en el capítulo conventual, volvió a predicar de la misma manera, defendiendo la dignidad, la humanidad, la libertad, la vida de los indios.

Montesinos molestaba y al final lo mataron, como suele suceder. Y a este mártir nadie lo ha proclamado santo, como también suele suceder. Pero en el malecón del paseo marítimo de la ciudad de Santo Domingo se levanta su estatua de bronce de 15 metros de altura, frente al mar Caribe, en ademán de gritar a todo el Viejo Mundo de ayer y de hoy, con los ojos encendidos, los músculos de la cara tensos, la mano derecha apoyada en el púlpito y la izquierda ahuecada junto a la boca haciendo de altavoz.

Frente a las límpidas aguas verdes y turquesas del Caribe, con sus arrecifes de 60 tipos de corales, con sus 500 especies de peces, allí sigue el fraile Montesinos, denunciando la cruel historia sufrida por los pueblos de Cem Anahuac (“Tierra rodeada de aguas” en la lengua de los aztecas) o de Abya Yala (“Tierra de la vida” en la lengua de los Kuna de Panamá y Colombia), que los conquistadores llamaron “Nuevo Mundo” como si ellos lo acabaran de crear, cuando era que lo estaban destruyendo. Allí sigue fray Antonio Montesinos denunciando las atrocidades cometidas por los reinos cristianos de Dakota a Patagonia. Allí sigue delatando todas las conquistas realizadas bajo pretexto de evangelización y todas las evangelizaciones llevadas a cabo al amparo de la conquista y de la colonización. Allí sigue siendo la voz del 95% de la población indígena que, en poco más de 100 años, fue exterminado por las armas y por las epidemias de viruela, tifus, gripe, difteria o sarampión llevadas por los europeos; la voz de las culturas destruidas, la mexicanas, la maya, la incaica y tantas otras: las lenguas, el arte, los mitos, los ritos, los templos; el clamor de muchos millones de africanas y africanos capturados y trasladados a la tierra de las aguas y de la vida para ser esclavos y morir.

Fray Antonio Montesinos no hablaría hoy de pecado mortal, de moros, de turcos y de infierno, pero seguiría diciendo: “¡Escuchad, hermanas, hermanos todos! Escuchad la voz de los innumerables muertos, de los incontables esclavos de la tierra. Escuchad la voz de la historia, la voz del futuro. Escuchad la voz de las selvas, la voz de los mares, la voz de los aires. Escuchad la voz del Nuevo Mundo posible y necesario. Escuchad la voz de la justicia, la voz de la misericordia. Escucha la voz de la Vida, la voz de Dios. ¡Escuchad y convertíos! Si no os convertís, nadie sobrevivirá, tampoco vosotros sobreviviréis. Pero, hermanas, hermanos, ¡por amor de Dios!, permitid que la Vida viva y sea feliz. Permitid que los ángeles puedan seguir cantando en la Nochebuena. Permitid que los niños sigan cantando villancicos verdaderos por todas las calles. Permitid que soñemos junto con el niño Jesús de Belén, y que, junto a él, podamos derramar dulces lágrimas de ternura y esperanza de un mundo nuevo”.

(Publicado el 16 de diciembre de 2011)