EL VIGIA DE NUESTROS SUEÑOS

El humanista, el testigo, el místico. Son figuras que, en el milenio que hemos inaugurado o que vamos a inaugurar, tienen encomendada la misión de salvar la causa de la vida: la causa de la tierra, la causa del ser humano, la causa del futuro. La causa de Dios. Junto al humanista, el testigo y el místico, está encargado de la misma santa misión también el vigía[1].

1. “El que vigila el mar y la campiña”

¿Quién es el vigía? El diccionario de la Real Academia define al vigía como “persona destinada a vigilar o atalayar el mar o la campiña”. Eso es muy bonito. Es propio del vigía tomar altura para ver mejor, y ver mejor para cuidar mejor. No se alza para desentenderse, sino para mirar por la tierra y el agua, por la aldea y la nave. El vigía no huye, sino vela; y no se refugia, sino se expone. El vigía es el que mira, vela, cuida; el que avisa, alerta, advierte.

La Biblia y la tradición cristiana lo llaman profeta. ¿Qué es un profeta? No es un adivino, no es un visionario, no es un mero anunciador del Mesías, no es un soñador iluso, no es sin más un reformador social. El profeta no es un adivino, un futurólogo; el pro de “profeta” no significa hablar de antemano, sino “hablar ante” y “hablar en nombre de”: ante el pueblo en nombre de Dios. También hablan del futuro y lo predicen, pero lo hacen desde la observación del presente; y se ocupan ante todo de abrir un futuro. El profeta no es un visionario; más bien, posee una agudeza de visión que le permite ver lo que otros solamente miran, y le permite discernir en el presente las señales del futuro mejor. El profeta no es un simple anunciador del Mesías; la mayoría de los profetas no dicen nada del Mesías propiamente dicho; pero eso sí, todo profeta lleva en sus ojos la luz y el reflejo del mundo que ha de ser y será. El profeta no es un soñador iluso, pero eso sí, mantiene fresca la facultad de desear y soñar. El profeta no es sin más un reformador social, pero eso sí, le quema el dolor de los pobres y es capaz de quemar su vida en parte o del todo para que las cosas sean de otra forma. El profeta no es un hombre solitario, pero eso sí, está dispuesto a asumir la parte de soledad que está reservada a todos los testigos. El profeta no es un hombre caído del cielo, pero es el gran don del cielo para la tierra de cada tiempo.

¿Qué es un profeta? Es un vigía. El profeta vela, vigila, atalaya; el profeta advierte, alerta, señala. Cuida el mar y la campiña. Decir vigía es decir profeta. Decir profeta es decir vigía. Hay en el profeta Jeremías dos versículos preciosos que, hablando de los orígenes de su vocación, describen un diálogo con Dios y una visión: “El Señor me preguntó: ‘¿Qué ves, Jeremías?’ Respondí: ‘Veo una rama de almendro’. Entonces el Señor me dijo: ‘Bien visto, pues yo velo por mi palabra para cumplirla” (Jr 1,11-12). Dicen los exégetas que hay en el hebreo un juego de palabras que a nosotros se nos escapa: el almendro se dice en hebreo sequed, que significa “vigilante”. Pero, para entender la visión de Jeremías, no importa que no sepamos hebreo, basta que conozcamos el almendro: la flor del almendro es tempranera, se anticipa a la primavera, y no le asustan las heladas tardías. El almendro vigilante: una bellísima imagen de Dios y del profeta. Como el almendro vigilante, Dios vela alerta por el cumplimiento de sus promesas. Y así vela también el profeta vigía. “Hijo de hombre, yo te he constituido centinela de Israel” (Ez 3,17).

Necesitamos profetas, vigías, centinelas. ¿Qué sería sin ellos nuestro mundo en el Tercer Milenio? Lo mismo que, de no ser por ellos, hubiera sido Israel: tierra dominada por reyes y ricos, por sacerdotes y doctores, por los señores del palacio, del culto y del saber.

Propongo aquí mirar al profeta bíblico, personaje central de la religión y de la civilización de Israel, para aproximarnos a la figura y la misión del vigía en el Tercer Milenio. Es verdad que los profetas de Israel son muy distintos entre sí; es muy distinto el tiempo que han dedicado a su ministerio profético: Isaías, Jeremías y Ezequiel toda la vida, Abdías sólo unas horas. Es muy distinta la experiencia de encuentro con Dios: algunos parecen haber tenido una experiencia paranormal hecha de visiones o audiciones o trances, otros han gozado y padecido, visto y escuchado a Dios en lo ordinario de la vida. Es muy distinto su estilo de lenguaje: Amós es tosco, Isaías refinadísimo. Es muy distinto el lugar social al que pertenecen: Miqueas es labrador, Isaías un hombre culto de la capital. Hay profetas de la ciudad y profetas del campo, profetas de la capital y profetas de la periferia… Pero, con todo, es posible destacar unos cuantos rasgos fundamentales y prácticamente comunes en la figura y el mensaje de los profetas. Unos rasgos que también al profeta-vigía de hoy lo hacen vigilante y protector de tierras y mares, empeñado y atento a que toda vida sobreviva en dignidad, en justicia, en paz.

2. Llamado y enviado

El sacerdocio y la monarquía son herencia familiar. La sabiduría es adquisición propia. Pero la profecía es vocación divina. Se era sacerdote porque el padre lo era (así en Israel y en la mayoría de las religiones); se es rey por ser hijo de reyes; se es sabio por aptitud y preparación. Pero se es profeta por llamada y envío que vienen de otro, de arriba, de Dios. Un profeta empieza a serlo cuando se siente llamado y enviado. Serán distintos los momentos, los lugares y los modos en que han percibido la llamada y el envío: de joven o de adulto, con trance o sin trance, de repente o en el transcurso de un tiempo. Pero eso no cambia lo esencial: tienen la convicción de que es Dios quien les ha llamado, destinado, enviado. Por eso, el mensaje de un profeta empieza normalmente evocando la vocación (cf. Is 6; Jr 1,4-19; Ez 1-3; Os 1-3; Am 7,10-17; Jon 1,1-3; 3,1-4).

Naturalmente, la familia y el entorno, la propia decisión y aptitudes cuentan, y mucho, en los profetas; sin todo ello, no se daría vocación. Pero el elemento decisivo es la convicción y el sentimiento de haber sido llamado, de haber recibido una misión. La decisión del profeta no aguanta sin la vocación que la precede. “Vete y profetiza a mi pueblo Israel” (Am 7,15). El mensaje del profeta no se sostiene sin el envío que lo funda. Isaías, por ej., sintió en su interior una misteriosa voz que le preguntaba: “¿A quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros?” Y sintió brotar de dentro la respuesta: “Aquí estoy yo, envíame” (Is 6,6). El profeta dice “aquí estoy” porque escucha “¿quién irá?” El profeta descubre su yo en la llamada de otro, y pronuncia su yo en forma de respuesta. Y encuentra su camino cuando acepta ser enviado por él: “Irás a donde yo te envíe…” (Jr 1,7). El profeta puede resistirse (“soy un niño”, “no sé hablar”, “tengo miedo”, “la tarea me sobrepasa”, “no me creerán”, “mi fe es frágil”, “Dios calla tanto…”), pero hay un momento en que el profeta siente que la llamada es más fuerte que todas las resistencias: “¿Ruge el león en la selva sin haber hallado presa… ¿Cae el pájaro en tierra si no le han tendido una trampa?… ¿Suena la trompeta en la ciudad sin que el pueblo se alarme?… Ruge el león: ¿quién no temblará? Habla el Señor: ¿quién no profetizará?” (Am 3,3-8). Y no se trata de heroísmo, pues Otro le libera del cálculo. Y del miedo al fracaso: “Les comunicarás mis palabras, escuchen o no” (Ez 2,7).

Es importante saberse llamado y enviado, saberse puesto en lo alto de una atalaya, cargado de una misión. No somos el origen ni el protagonista de nuestro proyecto, no somos dueños absolutos de nuestra palabra y mensaje, no somos la garantía y el fundamento de nuestra tarea. El que misteriosamente nos llama y envía llevará adelante su obra. Y esta certeza hará de nosotros vigías más auténticos.

Y, por supuesto, no hace falta para ello visiones ni experiencias extraordinarias de llamada y envío. Sin visiones extraordinarias, Oscar Romero supo que Dios le hablaba y le enviaba a profetizar. Y existen muchos profetas que lo son de verdad sin creer expresamente en Dios, sin orar a Dios ni hablar de Dios. En su sinceridad y en su compromiso con el sueño humano reconocemos la llamada y el envío de Dios.

3. Metido en política

El profeta habla y actúa en el campo y en la plaza, en la corte y en el templo, siempre ante el pueblo, siempre en público, siempre expuesto. A menudo es dolorosamente arrancado de su vida privada: Amós tiene que dejar la paz bucólica de sus higueras y sus viñas, Ezequiel no puede llorar a su esposa (Ez 24,15-24), Jeremías se siente violentamente arrebatado de su rica intimidad personal… Un profeta contradice esa tendencia tan nuestra al acomodo y al proyecto centrado en el propio bienestar. El profeta no se reserva. El profeta, como el vigía, no huye, sino vela; no se refugia, sino se expone. A veces hasta la indiscreción, la exageración, la desmedida. ¿Dónde está el criterio? La desmedida es generosidad fecunda si está motivada por una libertad interior; es radicalismo estéril si está movida por necesidades narcisistas, voluntarismos crispados, ideologías rígidas.

En todo caso, el profeta no pretende mantenerse intachable y a salvo de todo error. Asume la ambigüedad, el riesgo, la incertidumbre y también el desacierto. No esquiva el compromiso para mejor preservar la pureza. La mística del profeta – sin mística no hay profeta – es una mística vivida en el trajín, la intemperie, la complejidad, el conflicto inherente a la vida en la polis, en la ciudad o la aldea global.

El profeta, inevitablemente, se mezcla en la cosa pública, en la política y en todos sus conflictos. “El profeta se halla en contacto directo con el mundo que le rodea; conoce las maquinaciones de los políticos, las intenciones del rey, el descontento de los campesinos pobres, el lujo de los poderosos, la despreocupación de muchos sacerdotes. Ningún sector le resulta indiferente, porque nada es indiferente para Dios”[2].

Su mensaje es inseparable de la coyuntura política, y casi siempre van a contracorriente. En el s. VIII a.C., Asiria impone su poder imperialista sobre los pequeños reinos, muchos quieren acudir a una alianza con Egipto, otros prefieren a Asiria; ahora bien, Oseas (en el Norte) e Isaías (en el Sur) defienden la neutralidad, pero no por angelismo ilusorio, no por evasión espiritualista, sino por pura lucidez política y porque toda opción debe estar inspirada por la confianza en Dios más que por meros cálculos estratégicos, por muy necesarios que éstos puedan ser: “Si no creéis, no subsistiréis” (Is 7,9). Los profetas son muy lúcidos y realistas, pero les gusta ir a la contra. En el s. VI a.C., el reino de Judá se apoya en una alianza con Egipto para evitar la invasión por parte de Babilonia, pero Jeremías lo desaconseja, y es arrestado por traición a la patria; en pleno asedio de Jerusalén por Nabucodonosor, el profeta, desde el patio de la cárcel, sigue animando a la rendición. Cuando el pueblo espera verse libre de la invasión babilonia, Jeremías y Ezequiel destruyen tales esperanzas como falsas ilusiones; por el contrario, cuando por fin Jerusalén ha sido destruido y buena parte de la población ha sido deportada a Babilonia y el pueblo está sumido en la desesperación, entonces la profecía se convierte en palabra de esperanza: Ezequiel empieza a pregonar la restauración del pueblo y de los corazones (Ez 36-37), el Segundo Isaías anuncia la Gran Consolación (Is 40,1-11).

También la esperanza, sobre todo la esperanza, es política. Porque es esperanza que contesta el orden vigente y la ley de lo que existe, esperanza que guarda la memoria de las víctimas de ayer, esperanza que reivindica el derecho de los pobres de hoy y de siempre. No hay nada tan políticamente desestabilizador, provocador, subversivo, como la esperanza mesiánica (cf. Is 9,1-6; 11,1-9…).

4. Por el poder de la palabra

La voz es el recurso primero del vigía. La palabra es la herramienta principal del profeta.

Los profetas son personas que poseen el don y la fuerza de la palabra; son atentos oyentes y fieles portavoces; son personas poseídas y urgidas por una palabra que han recibido y no la pueden ahogar. El profeta queda investido por la palabra que le quema y le suelta los labios, por la palabra que le abrasa y le endulza las entrañas. Son muy expresivas las escenas vocacionales de los más grandes entre los profetas: Isaías, Jeremías, Ezequiel. “Uno de los serafines voló hacia mí, trayendo un ascua que había tomado del altar con las tenazas; me lo aplicó en la boca” (Is 6,6-7). “Mira, pongo mis palabras en tu boca” (Jr 1,9). “Y me dijo: Hijo del hombre, come este libro y ve luego a hablar al pueblo de Israel” (Ez 3,1-3). La palabra de Dios como un ascua en la boca, como un verbo en los labios, como un libro en el alma.

El profeta está siempre al acecho de la palabra y de los signos de Dios en los acontecimientos, en la historia, para advertir de los peligros, para señalar los males, para indicar el camino y, en último término, para consolar al abatido. El profeta es el oyente atento de la Palabra, el lector vigilante de los signos de Dios en la historia. Porque Dios no cesa de hacer seña y de hablar en el mundo, en el misterio de cada criatura, en la trama de cada acontecimiento, en el grito de cada sufriente. Y en ese signo y voz sin equívoco que es Jesús: cada una de sus palabas y cada uno de sus gestos.

El oyente se hace heraldo, como el vidente se hace vigía. “Y vino a nuestro encuentro / con palabras distintas, que no reconocimos, / contra nuestras palabras”[3]. La palabra del profeta será a veces dulce y a veces amarga, pero siempre verdadera; a veces suave y a veces violenta, pero siempre poderosa; a veces promesa y a veces amenaza, pero siempre activa.

Y será siempre palabra muy humana y muy divina. Porque la palabra de Dios se convierte, en la boca y en los labios y en las entrañas del profeta, en palabra plenamente humana. Y porque la palabra del profeta, tan frágil y fuerte, se convierte en palabra misma de Dios. “Por medio de hombres y al modo humano Dios nos habla, porque hablando así nos busca”[4]. Dios habla desde dentro de la palabra humana, porque el profeta habla como oyente y portavoz. Dios no habla desde fuera porque el profeta no habla desde sí. De manera que palabra divina y palabra humana se encuentran y se hacen inseparables en el profeta: no tenemos palabras de Dios en directo, pero no estamos privados de noticias de Dios; la palabra del profeta – en realidad, toda palabra humana verdadera – es sacramento y trasunto de la palabra de Dios que late en el mundo y en cada ser, en toda dicha y en toda pena.

Así, la palabra silenciosa y activa de Dios sigue creando, iluminando, transformando nuestro mundo. La Palabra de Dios es eficaz, creadora, como en los orígenes: “Y dijo Dios… y así fue” (Gn 1). “A través del profeta y su ministerio, la palabra de Dios interviene en la historia para juzgarla, convertirla y salvarla”[5]. La Palabra de Dios continúa tejiendo la historia como historia de salvación: “Como la lluvia y la nieve caen del cielo, y sólo vuelven allí después de haber empapado la tierra, de haberla fecundado y hecho germinar…, así será la palabra que sale de mi boca: no volverá a mí de vacío, sino que cumplirá mi voluntad y llevará a cabo mi encargo” (Is 55,10-11 ).

Así es, en realidad, toda palabra humana verdadera, cargada de promesa y acción, de deseo y tarea: “Pues más allá de nuestro sueño / las palabras, que no nos pertenecen, / se asocian como nubes / que un día el viento precipitará / sobre la tierra / para cambiar, no inútilmente, el mundo”[6]. De esa palabra de poeta, de vigía y de profeta estamos hoy muy necesitados. Porque “una palabra bastaría / para arrasar el mundo, / para extinguir el odio / y arrastrarnos”[7]. A una palabra así estamos todos urgidos. ¿Qué seremos nosotros si olvidamos esa palabra? ¿Qué será el mundo privado de ella?

5. La defensa de Dios

La defensa de Dios contra los ídolos: ése es uno de los mayores empeños del profeta. Al establecerse en las tierras de Canaán, loa hebreos entraron en contacto con la fe y el culto de los habitantes del lugar: la fe en Yahvé – un dios del cielo propio de pastores nómadas – se encontró con la fe en Baal o los Baales – dioses de la tierra propios de unos agricultores asentados -. Y se erigieron en acérrimos defensores de Yahvé. Cualquier contacto con la fe y el culto cananeo fue mirado por los profetas como la amenaza mayor para el pueblo; cualquier concesión como la más grave de las traiciones al Dios de la alianza y como la amenaza más directa contra el futuro y las promesas.

Pero ¿por qué es malo adorar a Baal en vez de a Yahvé, al Dios de la tierra en vez de al Dios del cielo, al Dios de los agricultores en vez de al Dios de los pastores, al Dios de los cananeos en vez de al Dios de los hebreos? ¿No será que Yahvé es intolerante, un Dios celoso que no admite rivales porque en el fondo los teme? Hoy nos cuesta entender esta lucha de los profetas contra las divinidades de los pueblos vecinos. Nos cuesta aceptar la figura de Elías en el Carmelo degollando a cuatrocientos cincuenta profetas de Baal (cf. 1 Re 18,40). Es indudable que la fe y la teología necesitan hacer una relectura radical de esta hostilidad de los profetas para con los otros dioses.

En realidad, los “dioses de los otros” no existen, como tampoco existe “el Dios propio”, el “Dios nuestro” en contraposición al/a los de los otros. El Dios invocado para afirmarse ante otros es un Dios particular, y un Dios particular es un ídolo. Dios no hay más que uno. Quien se apropia de Dios lo niega. Quien de verdad cree en Dios, no puede invocarlo para sí contra otros. Los cananeos creyentes no creían en un Dios distinto a

Aquél en quien creían los hebreos creyentes, porque Dios es uno y lo es de todos por igual. Baal o Yahvé, Alá o Visnú o Brahman o Tao o el Padre de nuestro Señor Jesucristo: si creemos, creemos en el mismo Dios; si adoramos, adoramos al mismo Dios. Cuando creemos en nuestro Dios contra el de otros, en realidad no es fe, sino idolatría. Es sabido que en hebreo, para decir “Dios”, se utiliza un plural: Elohim. Dios es un nombre común. Dios es plural. Dios es muchos, todos los dioses. Y es sabido también que el nombre propio de Dios, el tetragrama Jhwh, era y sigue siendo impronunciable para los judíos. El misterio propio de Dios no puede ser dicho. El Dios absolutamente singular no puede ser designado por ningún nombre propio. El nombre propio de Dios es desconocido.

¿Cómo entender entonces tanto combate y tanta insistencia de los profetas de Israel contra los otros dioses? No como lucha contra otros dioses, sino contra otros ídolos. Por supuesto, también e incluso en primer lugar, contra los ídolos propios y, de manera particular, contra el ídolo del Dios propio. La lucha de los profetas no es contra los dioses o contra el Dios de los otros, sino contra los ídolos que niegan a Dios. Muchos profetas – por ej., Elías – pecaron quizá de intolerancia en su defensa de Dios, ¿por qué negarlo? Pero su auténtica intención es la defensa de la promesa, la alianza, la esperanza. Dios no necesita defensores, apologetas, militantes de la ortodoxia. Es el pueblo, es Israel y son los cananeos, y somos nosotros, y los musulmanes y los hindúes y los budistas, los que necesitamos defender “el mar y la campiña”, nuestro presente y nuestro futuro.

Y para ello es importante evitar la idolatría, porque toda idolatría mata. La idolatría es prostitución que no daña a Dios, sino que degrada al que se prostituye: eso es lo que hiere a Dios y lo que denuncian los profetas (cf. Os 1,2; 2,4-25…). Lo malo de la idolatría, no es que niegue al Dios verdadero, sino que niega nuestro ser verdadero, que es nuestra vocación común: la alianza universal, la esperanza común, el Reino para todos. Cabría interpretar en este sentido la hostilidad de los profetas contra Baal, el “dios” de la tierra poseída y afirmada como propia, el “dios” que quiere negar la tierra a “los sin tierra”, vagabundos del desierto, fugitivos de la esclavitud.

Pero no hemos de olvidarlo: este peligro de la idolatría que hiere la vida y aflige a Dios no lo denuncian los profetas solamente ni en primer lugar en los cananeos, sino en los propios hebreos; en la idolatría pueden incurrir no solamente los que invocan a Dios como Baal, sino también los que lo invocan como Jahveh. Y este peligro se hará patente precisamente cuando los hebreos se instalen en la tierra, cuando se sientan tentados de tomarla en posesión, negándosela a los pobres. La idolatría – la cananea como la hebrea – niega la vida, aunque parezca afirmarla. La niega porque la cierra, la encierra: la tierra propia, la aldea propia, la creencia propia. Encerrándola, la enfrenta. La idolatría excluye. Y así niega a Dios con la peor de las negaciones.

También nosotros necesitamos vigías del Dios único y plural, del Misterio más grande que todas nuestras doctrinas, más consolador que todos nuestros dogmas, más fuerte que todos los desgarros de nuestra hermana madre Tierra. Necesitamos profetas “que se pongan al frente de nosotros, sujetos capaces de reflejar la luz del Misterio, la tiniebla luminosa, única capaz de iluminar los pasos en la noche de la razón, del dominio y del progreso que vivimos”[8]. Necesitamos testigos de aquella Presencia que nos libera radicalmente de la angustia y de la codicia, que van juntas. Necesitamos mensajeros de aquella Voz silenciosa que da luz y calor. Necesitamos heraldos de aquella Palabra que nos anuncia y nos regala nuestro ser más auténtico: ser hermanos en una tierra común. Necesitamos de profetas de Dios. Profetas que nos liberen de nuestro radical narcisismo, que inevitablemente nos convierte en opresores.

6. La defensa de los pobres

Cuando los hombres convierten a Dios en ídolo, salen perdiendo los hombres, y eso es lo que duele a Dios. Pero los que más salen perdiendo, naturalmente, son los pobres, y eso es lo que más duele a Dios. Dios es el defensor de los pobres, los que no tienen defensor. Y el pobre se llama en la Biblia: el emigrante, el huérfano y la viuda. “El Señor protege al emigrante, sostiene a la viuda y al huérfano” (Sal 146,9). Defender a Dios es, pues, defender al extranjero, al huérfano y la viuda. El derecho del pobre es derecho de Dios y la defensa del pobre es defensa de Dios.

La defensa de Dios por parte de los profetas es inseparable de su defensa de los pobres. Porque también se dieron al mismo tiempo en Israel el olvido de Dios y la marginación de los pobres. La acumulación de tierra y de riquezas es la primera manifestación de la idolatría. Los profetas surgieron en Israel precisamente en un momento en que el pueblo (los dos reinos del Norte y del Sur) había pasado de una gran pobreza a un gran auge económico, que tuvo como causa y efecto a la vez la opresión de las clases más bajas: los extranjeros sin reconocimiento ni derechos, los pequeños agricultores cada vez más pequeños, las viudas y los huérfanos sin protector.

La idolatría se tradujo en injusticia para con los pobres. Y la defensa profética de Dios se tradujo en defensa de los pobres. “Buscad el derecho, proteged al oprimido, socorred al huérfano, defended a la viuda”, gritará Isaías (1,17). No hay más Dios que aquél que hace suya la causa de los pobres, del huérfano, el extranjero y la viuda. En su dignidad de vida se juega y se manifiesta la gloria de Dios. El profeta está movido por la pasión de Dios, pero de un Dios movido por la pasión del pobre. Es el testigo del Dios que mira la opresión y escucha el grito. La pasión de Dios es inseparable de la compasión de los pobres y, por lo tanto, de la denuncia – hecha con frecuencia con un tono extremadamente virulento – del enriquecimiento causa del empobrecimiento. Amós denuncia sin remilgos: “Amontonan en sus palacios violencia y rapiña” (Am 3,10). “Venden al inocente por dinero y al pobre por un par de sandalias; porque aplastan contra el polvo de la tierra a los humildes y no hacen justicia a los indefensos” (Am 2,6-7). Y advierte sin miramientos: “Escuchad esto, los que aplastáis al pobre y tratáis de eliminar a la gente humilde, vosotros, que decís: ‘¿Cuándo pasará la luna nueva, para poder vender el trigo; el sábado, para dar salida al grano? Disminuiremos la medida, aumentaremos el precio y falsearemos las balanzas para robar; compraremos al desvalido por dinero, y al pobre por un par de sandalias’. El Señor lo ha jurado, por el honor de Jacob; nunca olvidaré lo que han hecho” (Am 8,4-7).

En la raíz de la idolatría está casi siempre Mammón, el poderoso dinero, señor de la iniquidad. Viene a la memoria la vigorosa descripción que de él hace Pedro Crisólogo: “Manda en los pueblos, decide en los reinos, ordena guerras, compra mercenarios, vende la sangre, causa muertes, destruye ciudades, somete pueblos, asedia fortalezas, humilla a los ciudadanos, preside los tribunales, borra el derecho, confunde lo justo y lo injusto, y, firme hasta la muerte, pone en crisis la fe, viola la verdad, disipa la honradez, rompe los vínculos del afecto, destruye la inocencia, entierra la piedad, desgarra el cariño, derruye la amistad. ¿Qué más? Este es Mammón, señor de la iniquidad, que domina inicuamente el cuerpo como el espíritu de los hombres”[9].

La fe en Dios sin defensa de los pobres es mentira; el culto a Dios sin justicia es falsedad: “Odio, desprecio vuestras fiestas, me disgustan vuestras solemnidades. Me presentáis holocaustos y sacrificios, pero yo no los acepto, ni me complazco en mirar vuestros sacrificios de novillos cebados. Apartad de mí el ruido de vuestros cánticos, no quiero oír más el son de vuestras arpas” (Am 5,21-24).

7. Anuncio de desgracia y anuncio de salvación

Como el vigía desde lo alto de su atalaya, el profeta no anuncia solamente buenas noticias, sino también malas noticias. El mensaje del profeta es dialéctico, es negación y afirmación, es denuncia y anuncio, y es anuncio de desgracia y salvación. La palabra del profeta es antitética y contrapuesta, como la realidad misma, como la historia misma: Jeremías recibe como misión “arrancar y destruir… edificar y plantar” (Jr 1,10). Como el poeta, también el vigía-profeta se pregunta sin cesar: “¿Para quién, / qué pecho triste consolaré, / qué ídolo caerá, / qué atomo del mundo moveré con justicia?”[10]. Hay demasiada maldad en el mundo para dejar de denunciarla y nos amenazan demasiadas desgracias para dejar de advertirlas; pero también hay demasiadas calamidades para limitarse únicamente a señalarlas. Porque hay una Presencia y una Promesa que envuelven la historia; el profeta las entrevé y no puede dejar de anunciarlas como verdad primera y última del mundo y del tiempo.

Pero, para anunciarlo, el profeta no oculta ni disculpa la crueldad y la mentira, sino que las desvela y desenmascara. El profeta denuncia los muchos desórdenes del orden establecido, llama a los males por su nombre y llama por su nombre a los responsables de los males, a los “mercaderes del engaño” (J.A. Valente). Y dirige su crítica a todas las áreas de la vida: delata las falsedades religiosas, las injusticias sociales, las desigualdades económicas, las maquinaciones política y todos sus castigos.

Castigos. Los profetas no cesan de anunciar el castigo, más en concreto el castigo de Dios, especialmente en el “día de Yahvé”: Am 5,18-20; Is 1,1-9 (cf. 3,1-24; 22,1-22; 28,1-6). Pero ¿qué significa anunciar el castigo de Dios? Seguramente, los profetas de Israel, como los profetas de otras religiones y como el mismo Jesús, imaginaban a un Dios que castiga. Esa idea no les repugnaba. Pero esa imagen de un Dios que castiga se ha hecho, para nuestra mentalidad general y para nuestra sensibilidad religiosa, de todo punto recusable. Nos resulta perversa y blasfema. En verdad, no podemos creer en un Dios que castiga, como no podemos creer que el sufrimiento sea ni castigo ni permisión divina. No podemos creer en un Dios que se venga, ni en un Dios que exige expiación, ni en un Dios que no puede obtener la corrección sino a través de la imposición de penas (como los padres y pedagogos). Un Dios que necesita castigar, o bien no es bueno o bien no es poderoso. Necesitamos creer en un Dios bueno y poderoso.

¿Qué quieren decir entonces los profetas cuando anuncian enfermedades, invasiones y derrotas como castigos de Dios? No quieren explicar ninguna relación de causa a efecto, no quieren decir que sea Dios quien envía los males. Quieren decir que el mal existe, y que muchos males son consecuencia de nuestros errores, nuestras malas actitudes y conductas. El profeta pone ante los ojos del pueblo los desastres a los que les conduce su conducta; no anuncian el castigo de Dios, sino los castigos que ellos mismos se infligen.

¿Sólo eso? No. Algo más, y decisivo. A través del lenguaje del castigo divino, el profeta quiere decirnos en último término que Dios es más fuerte que todos los males que nos infligimos, que Dios es el poderoso salvador, y no como soberano que desde fuera mueve a capricho los hilos de la historia, sino como padre y madre que sufre con nosotros todos nuestros males, como Amor que se hace vulnerable y como Amor que por eso mismo es poderoso para curar todas las heridas. Dios es la misteriosa fuerza del amor compasivo, más fuerte que todo poder arbitrario y más poderosa que toda fuerza del mal.

Esto es lo que anuncia el profeta en último término: no habrá castigo, habrá curación para todos. Los profetas de calamidades que han proliferado y aún proliferan lo olvidan demasiado. La última palabra es la de Dios, y la última palabra de Dios es la palabra del corazón estremecido: “El corazón me da un vuelco, todas mis entrañas se estremecen. No dejaré correr el ardor de mi ira, no volveré a destruir a Efraín, porque yo soy Dios, no un hombre” (Os 11,8-9). Esto es lo que anunció Jesús, el profeta que vino a anunciar el año de gracia sin fin.

8. Siempre en conflicto

Todo profeta está movido por la pasión de Dios, que es a la vez compasión del pobre. Todo profeta es un defensor de los derechos de Dios, que son a la vez derechos de los más pobres. Lo uno y lo otro les enfrenta al poder vigente: el poder político, el poder económico, el poder religioso. Casi inevitablemente, el poder se lleva mal con Dios y trata mal a los pobres; sus intereses son antagónicos. El profeta lo sabe de antemano: “Hijo de hombre, yo te envío a los israelitas, a ese pueblo rebelde… a esos hijos obstinados y empedernidos” (Ez 2,3-4).

Pues bien, los profetas son por definición rebeldes ante el poder, ante los señores solemnes y todos sus encargos. El profeta se siente irresistiblemente impelido a pensar y a obrar en sentido contrario al poder: “Vino el señor solemne y me encargó un himno. Cuando escirbí el himno me salió un responso. / Vino el señor solemne y me encargó una arenga. Cuando escribí la arenga me salió un balido. / Vino el señor solemne y me encargó una oda. Cuando escribí la oda me salió un libelo. / Vino el señor solemne y me encargó un discurso. Cuando escribí el discurso me salió un enigma. / Vino el señor solemne y me borró del mapa. Y yo salí inconfeso en otro punto”[11]. Así es el profeta.

Los profetas se llevan mal con los señores solemnes: con la monarquía, la aristocracia y el sacerdocio; con los reyes del palacio, con los sacerdotes del Templo, con los teólogos de oficio, con los poseedores de riqueza. No fueron y no son figuras de corte y de curia, sino figuras marginales por marginadas, vigiladas por ser vigías incómodos. El conflicto les acompaña, y no porque sean de por sí conflictivos, sino porque son sensibles y limpios, sinceros y libres, lúcidos y prójimos.

Por eso se encuentran tan a menudo los profetas en su destino con la hostilidad, la cárcel, el exilio y la muerte: Elías debe huir del rey repetidas veces; a Oseas lo tachan de loco; a Jeremías, de traidor a la patria y le encarcelan durante varios meses; Amós es expulsado del Reino del Norte; Urías es apedreado y tirado a la fosa común (cf. Jr 26,20-23). De ahí la creencia común de que todos los profetas morían asesinados (aunque de hecho no haya constancia de que ocurriese así…) (cf. Mt 23,37). Y muchas veces han de morir fuera de la ciudad y de la patria. Como Jeremías. Como tantos profetas y vigías seculares, como tantos exiliados y expatriados. Como Jesús: también él murió fuera de la ciudad.

En un texto escrito en 1884, Maurice Joly presenta a Maquiavelo y Montesquieu dialogando en el infierno. Montesquieu se dirige a su interlocutor y, hablándole del clero, le dice: “No conozco, os lo confieso, nada más peligroso para vuestro poder que esta potencia que habla en nombre del cielo y cuyas raíces se hallan esparcidas por toda la faz de la tierra: no olvidéis que la predicación cristiana es una predicación de libertad… Vigilad al sacerdote, que sólo depende de Dios, y cuya influencia se experimenta en todas partes, en el santuario, en la familia, en la escuela. Sobre él no tenéis poder alguno: su jerarquía no es la vuestra, obedece a una constitución que no se resuelve ni por la ley ni por la espada”. A lo cual contesta Maquiavelo: “No sé por qué os complace convertir al sacerdote en apóstol de la libertad. Jamás he visto tal cosa, ni en los tiempos antiguos ni en los modernos; siempre he encontrado en el sacerdocio un soporte natural del poder absoluto”[12]. Montesquieu habla del profeta rebelde, Maquiavelo habla del sacerdote domesticado por el poder. ¿A cuál de los dos seremos semejantes?

Pero no sólo con los poderes de este mundo está en conflicto del profeta. También lo está con Dios. En conflicto radical con Dios. No calla ante Dios sus interrogantes y objecciones. ¿Por qué no interviene ya Dios en favor de los pobres y de todos los que sufren? ¿Por qué no responde a su grito? ¿Por qué no respondió cuando Jesús grito en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” ¿Por qué calla, por qué no actúa Dios? Preguntas que queman a los creyentes desde siempre. El profeta no renuncia a su “derecho de preguntar a Dios”[13]. El profeta no da respuesta, porque no la tiene. Padece la pregunta y la ignorancia, y así padece el silencio de un Dios aparentemente sordo y ausente. Y, padeciéndolo, nos sugiere que el silencio de Dios no es quizá sino la expresión manifiesta de su solidaridad con los que sufren. “La amistad divina es participación en la prueba. Dios nos ve a través de Cristo crucificado y también nosotros le vemos así, y estamos ambos en silencio, un silencio de amor sufriente, pero también de paz y de gozo”[14]. El silencio de Dios es la traza de su amor hecho débil con nosotros. Pero la debilidad de Dios es más poderosa que todos los poderes opresores, pues es la debilidad del amor. El silencio de Dios, que el profeta padece y manifiesta, es el signo de su radical cercanía, más poderosa que toda palabra espectacular y que toda intervención arrolladora.

La palabra y el silencio del profeta nos anuncian así que es bueno creer en Dios, esperar en Dios y ayudar a Dios en su empeño. Y de esta forma siguen afirmando el derecho y el deber de soñar.

8. “Una invitación al vuelo”

El derecho y el deber de soñar: eso es lo que, mirando desde lo alto y a lo lejos, defiende el vigía para el mundo de hoy; eso es lo que, oteando y escuchando a Dios, defiende el profeta para la humanidad, la naturaleza, la creación entera. Señales de esperanza: eso es lo que, más que ninguna otra cosa y más allá de toda amenaza, el vigía está llamado a percibir y anunciar. Señales del Reino inscritas no solamente en la flor del almendro, ni solamente en los brotes de la higuera, sino en la sabia oculta de todos los árboles, en el anhelo más noble de todas las criaturas: “Mirad la higuera y los demás árboles. Cuando veis que echan brotes, os dais cuenta de que está próximo el verano. Así también vosotros, cuando veáis realizarse estas cosas, sabed que el reino de Dios está cerca” (Lc 21,29-30).

Profetizar es soñar. Y soñar es ser testigo del sueño de Dios para el mundo. “Yo derramaré mi espíritu sobre todo hombre. Vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos tendrán sueños, y vuestros jóvenes, visiones” (Jl 3,1; cf. Hch 2,17). El Espíritu de Dios mantiene viva la profecía y el sueño en todos los tiempos. Sueños vigilantes, esperanza despierta, para cuidar la utopía y no resignarnos con lo que hay, para no sellar el fracaso del deseo.

Este derecho al sueño y la utopía lo expresa E. Galeano, poeta, vigía y profeta de hoy, en unas páginas que titula “invitación al vuelo” y que me permito citar enteramente para acabar:

“Milenio va, milenio viene, la ocasión es propicia para que los oradores de inflamada verba peroren sobre el destino de la humanidad, y para que los voceros de la ira de Dios anuncien el fin del mundo y la reventazón general, mientras el tiempo continúa, calladito la boca, su caminata a lo largo de la eternidad y del misterio.

La verdad sea dicha, no hay quien resista: en una fecha así, por arbitraria que sea, cualquiera siente la tentación de preguntarse cómo será el tiempo que será. Y vaya uno a saber cómo será. Tenemos una única certeza: en el siglo veintiuno, si todavía estamos aquí, todos nosotros seremos gente del siglo pasado y, peor todavía, seremos gente del pasado milenio.

Aunque no podemos adivinar el tiempo que será, sí que tenemos, al menos, el derecho de imaginar el que queremos que sea. En 1948 y en 1976, las Naciones Unidas proclamaron extensas listas de derechos humanos; pero la inmensa mayoría de la humanidad no tiene más que el derecho de ver, oír y callar. ¿Qué tal si empezamos a ejercer el jamás proclamado derecho de soñar? ¿Qué tal si deliramos, por un ratito? Vamos a clavar los ojos más allá de la infamia, para adivinar otro mundo posible:

el aire estará limpio de todo veneno que no venga de los miedos humanos y de las humanas pasiones;

en las calles, los automóviles serán aplastados por los perros;

la gente no será manejada por el automóvil, ni será programada por la computadora, ni será comprada por el supermercado, ni será mirada por el televisor;

el televisor dejará de ser el miembro más importante de la familia, y será tratado como la plancha o el lavarropas;

la gente trabajará para vivir, en lugar de vivir para trabajar;

se incorporará a los códigos penales el delito de estupidez, que cometen quienes viven por tener o por ganar, en vez de vivir por vivir nomás, como canta el pájaro sin saber que canta y como juega el niño sin saber que juega;

en ningún país irán presos los muchachos que se niegan a cumplir el servicio militar, sino los que quieran cumplirlo;

los economistas no llamarán nivel de vida al nivel de consumo, ni llamarán calidad de vida a la cantidad de cosas;

los cocineros no creerán que a las langostas les encanta que las hiervan vivas;

los historiadores no creerán que a los países les encanta ser invadidos;

los políticos no creerán que a los pobres les encanta comer promesas;

la solemnidad se dejará de creer que es una virtud, y nadie tomará en serio a nadie que no sea capaz de tomarse el pelo;

la muerte y el dinero perderán sus mágicos poderes, y ni por defunción ni por fortuna se convertirá el canalla en virtuoso caballero;

nadie será considerado héroe ni tonto por hacer lo que cree justo en lugar de hacer lo que más le conviene;

el mundo ya no estará en guerra contra los pobres, sino contra la pobreza, y la industria militar no tendrá más remedio que declararse en quiebra;

la comida no será una mercancía, ni la comunicación un negocio, porque la comida y la comunicación son derechos humanos;

nadie morirá de hambre, porque nadie morirá de indigestión;

los niños de la calle no serán tratados como si fueran basura, porque no habrá niños en la calle;

los niños ricos no serán tratados como si fueran dinero, porque no habrá niños ricos;

la educación no será el privilegio de quienes puedan pagarla;

la policía no será la maldición de quienes no puedan comprarla;

la justicia y la libertad, hermanas siamesas condenadas a vivir separadas, volverán a juntarse, bien pegaditas, espalda conta espalda;

una mujer, negra, será presidenta de Brasil y otra mujer, negra, será presidenta de los Estados Unidos de América; una mujer india gobernará Guatemala y otra, Perú;

en Argentina, las locas de la Plaza de Mayo serán un ejemplo de salud mental, porque ellas se negaron a olvidar en tiempos de la amnesia obligatoria;

la Santa Madre Iglesia corregirá las erratas de las tablas de Moisés, y el sexto mandamiento ordenará festejar el cuerpo;

la Iglesia también dictará otro mandamiento, que se le había olvidado a Dios: ‘Amarás a la naturaleza, de la que formas parte’;

serán reforestados los desiertos del mundo y los desiertos del alma;

los desesperados serán esperados y los perdidos serán encontrados, porque ellos son los que se desesperaron de tanto esperar y los que se perdieron de tanto buscar;

seremos compatriotas y contemporáneos de todos los que tengan voluntad de justicia y voluntad de belleza, hayan nacido donde hayan nacido y hayan vivido cuando hayan vivido, sin que importen ni un poquito las fronteras del mapa o del tiempo;

la perfección seguirá siendo el aburrido privilegio de los dioses; pero en este mundo chambón y jodido, cada noche será vivida como si fuera la última y cada día como si fuera el primero”[15].

(Lumen 49 [2000), p. 163-181

)

  1. Presento aquí el texto de la Conferencia pronunciada en la XXV SEMANA DE PENSAMIENTO CRISTIANO Y DIALOGO, en el Colegio Mayor Roncesvalles de Pamplona, el 11 de Mayo del 2000. Los títulos propuestos para los diversos días fueron: El humanista, el testigo, el místico, el vigía.

  2. J.L. Sicre, Introducción al Antiguo Testamento, Verbo Divino, Estella 1992, p. 188.

  3. J. A. Valente, Noventa y nueve poemas, Alianza, Madrid 19922, p. 81.

  4. S. Agustín, cit. en L.A. Schökel – J.L. Sicre, Profetas. Comentario, Cristiandad, Madrid 1980, t. I, p. 17.

  5. La Casa de la Biblia, Introducción a los escritos proféticos, p. 700.

  6. J. A. Valente, La memoria y los signos, en Antología de la poesía española, Ed. Castalia, Madrid 1989, p. 208.

  7. J.A. Valente, Noventa y nueve poemas, o.c., p. 87-88.

  8. J.M. Velasco, El fenómeno místico, Trotta, Madrid 1999, p. 487.

  9. Cit. en J.L. Sicre, Profetismo en Israel, Verbo Divino, Estella 1992, pp. 377-378.

  10. J. A. Valente, Noventa y nueve poemas, o.c., p. 45.

  11. J.A. Valente, Noventa y nueve poemas, oc., p. 172.

  12. Cit. por E. Vilanova en el prólogo a R. Panikkar, La Nueva Inocencia, Verbo Divino, Estella 1993, p. 9.

  13. A. Gesché, “Le droit d’interroger Dieu”, en A. Gesché – P. Scolas (dirs.), Dieu à l’épreuve de notre cri, Les Editions du Cerf, París 1999, p. 7-9.

  14. Ch. Dumont, “L’homme à l’épreuve du silence de Dieu”, en A. Gesché – P. Scolas (dirs.), Dieu à l’épreuve de notre cri, o.c., p. 147.

  15. E. Galeano, Patas arriba. La escuela del mundo al revés, Siglo veintiuno, Madrid 1998, pp. 341-344.