Errante
Eran las 6,30 del 17 de febrero, la mañana más fría de este invierno. Había pasado la noche, como pudo, en la cabina de un cajero automático de Zumaia. El calor se le iba, la vida se le iba, pero lo intentó de nuevo. Quería salir, caminar, seguir vagando por el mundo, como había hecho durante los últimos 25 años. Tambaleaba. Dio unos tumbos entre coches y se desplomó muerto. Era Periko o Pedro Arregi, mi primo carnal. Tenía 62 años, una hermosa melena rubia, unos ojos muy vivos y bellos, una gran elocuencia y un buen corazón.
¿Qué le había empujado desde joven a perderlo todo, hasta el carnet de identidad, que nunca llevaba y nadie halló? A perder su buen sueldo de cocinero, bien apreciado en un prestigioso restaurante de Pamplona. A perder su casa en Elizondo, en el Baztán navarro, un verde valle lleno de armonía. A perder… a perder sobre todo a una mujer extraordinaria, Pepa, y a unos hijos excelentes, Sara, Javier, Iñigo.
Lo tuvo todo en su mano, pero lo dejó irse. Se dejó ir por la vida, por los caminos del mundo, sin rumbo, a la buena de Dios. Su impulso le vencía. Era bueno, pero hizo sufrir lo indecible a sus padres, a sus numerosos hermanos y hermanas, y más que a nadie, más de lo imaginable, a su mujer y a sus hijos. Un día, después de 13 años de matrimonio, Pepa no pudo más y rompió con él. Era la única manera de no romperse del todo ella misma y sus hijos.
“Pedro, no te reprocho nada, la vida y mi dolor me son testigos. Mientras estuviste con nosotros, y después de que te fuiste, mi vida ha sido un sinvivir. Pero nunca salió de mi boca ante nuestros hijos ni media palabra contra ti. Cuidé tu memoria en ellos, les enseñé a respetarte siempre a pesar de todo. Ellos son testigos, y hoy también lo eres tú, desde el misterioso corazón bueno de la vida en que vives, así lo deseo y lo espero. Tuve que dejarte para que pudiéramos sobrevivir tus hijos y yo. Y sé que tú lo comprendías, pues a tu madre, la amatxi (abuela) Nicolasa, en su lecho de muerte, hace muy pocos años, le dijiste: ‘Cualquier otra mujer hubiera hecho lo mismo’. Descansa, Pedro. También nosotros podemos ahora descansar, curar nuestros recuerdos, reconciliarnos con todo. Las heridas podrán cicatrizar. Por fin podemos recordarte y hablar de ti, como lo hacemos a menudo, en paz, en medio de la pena y de las contradicciones. Viviremos en paz. Vive en paz, Pedro. Pepa”.
Muchos –más que nadie su mujer, sus hijos y una hermana– se empeñaron en rescatarlo de su vida errante. Todo fue en balde. Le habían diagnosticado un trastorno bipolar, un cuadro que hoy tiene muy buen tratamiento, pero hay que querer, y él no quería. ¿No quería? “Yo hago lo que me da la gana”, respondió una vez a su hijo que trataba de hacerle recapacitar y volver. Fue un gran irresponsable. Pero ¿quién podrá juzgarlo? ¿No pudo porque no quiso? ¿O no quiso porque no pudo? Un mendigo al borde del camino se dirige a nosotros, levanta las manos y nos ruega, como el ciego a Jesús, y levanta sus manos: “Ten piedad de mí”.
“Aita, tampoco nosotros te reprochamos nada. Hemos sufrido, sí. Hemos vivido en permanente zozobra. Cuando faltabas porque faltabas, cuando estabas por el pueblo o los alrededores porque estabas. Entre el vacío del corazón y la vergüenza social. Dos días antes de tu muerte, supimos que te habían visto en Elizondo y te buscamos. Yo, Sara, te busqué por todas partes, con el corazón herido de amor y de pena. Te busqué con el alma en vilo, y no te encontré. Y luego este final. Pero tal vez así es mejor. Ahora tu espectro, deseado y temido, se nos volverá memoria y figura restaurada. Te queremos. Sara, Javier, Iñigo”.
Aunque caminemos por cañadas oscuras, la Presencia nos sosiega, la Vida nos conduce de la mano al hogar de la Paz, a las fuentes de la Vida. Las flores de San José florecen abundantes en las umbrías del Baztán y a la vera de los caminos húmedos de tu Ureta natal.
(Publicado el 6 de marzo de 2016)