¿Es posible que los ricos entren en el Reino de Dios?

Querido amigo, amiga:

¿Recuerdas la escena? Un hombre rico ¿un joven rico?, un hombre íntegro y justo al menos en apariencia, se postra ante Jesús y le pregunta sin rodeos: “Maestro, ¿qué he de hacer para ganarme la vida eterna? Cumplo todos los mandamientos de Dios, y doy buenas limosnas. Pero no estoy seguro de que eso baste. Quiero asegurar la vida eterna. ¿Qué tengo que hacer para ganarla?”. No podemos negarle buena voluntad a este hombre. Pero su voluntad ¿es realmente buena?

Jesús le miró con cariño, y luego le respondió: “Amigo, ¿me has dicho ‘vida eterna’? ¿Te refieres a la vida del cielo después de la muerte? ¿Y tan empeñado estás en ganar el cielo? ¡Si el cielo ya lo tienes ganado, buen hombre! Mejor dicho, no necesitas ganarlo. Nadie necesita ganar el cielo, pues todos lo tenemos seguro desde siempre, desde antes del comienzo. El cielo, ¿sabes?, es Dios mismo, y Dios no puede excluir a nadie del cielo ni aunque lo quisiera, pero tampoco lo puede querer. De modo que a nadie le faltará ese bendito cielo de después. Pero es que no es ésa la cuestión, amigo mío. Yo nunca me he preocupado por ese cielo, por ese paraíso futuro que será regalado a todos cuando Dios será todo entero Dios para todos. El problema no es ese cielo futuro, el cielo en el cielo. No, el problema es el cielo de aquí, el cielo de ahora, el cielo de la tierra. De tanto querer ganar tanto, querido amigo, ¿no estarás perdiendo justamente el cielo de ahora? ¿No será que, con ese tu afán de poseer, estás malgastando la vida presente? ¿No será que estás convirtiendo, ¡perdón!, la tierra en infierno para ti y para tantos? Míralo bien: lo que importa no es la vida eterna de luego, del cielo futuro. Lo que importa es la vida de aquí, de ahora. Lo que has de querer, para querer bien, es la vida plena de aquí. Has de querer convertir la tierra en cielo, la tierra en Reino de Dios, la tierra en lugar universal de vida feliz. ¿Y sabes cómo puedes convertir esta tierra en aquel cielo? No acumulando ganancias, sino compartiéndolas. No ganando riquezas, sino dándolas. Así será buena tu voluntad, así serás feliz de verdad, así revestirás la tierra de dicha, de cielo, de Dios. ¿No te parece hermoso? ¿Quieres vivirlo?”

No, no quería. O tal vez sí quería, pero no podía. Estaba atrapado por sus riquezas. Y el buen hombre se quedó triste, bajó la cabeza y se fue sin saber a dónde.

¿Y yo? ¿Y nosotros? También nosotros, al leer este evangelio, quizá nos quedamos tristes y cabizbajos, pues no somos mejores que aquel hombre, ni es más libre nuestro querer. También nosotros estamos sujetados: sujetados por lo que poseemos o por lo que desearíamos poseer. Sujetados por el miedo a perder lo que tenemos hoy o por el miedo a no tener bastante en el día de mañana. La ganancia, el dinero, las riquezas nos esclavizan. Y las palabras de Jesús se nos clavan en el alma como espinas punzantes: “¡Qué difícil es que los ricos entren en el Reino de Dios!”. No quiere decir en el cielo futuro. No. El Reino de Dios es “la nueva tierra de aquí”. Y eso es lo que nos sigue diciendo Jesús: “¡Qué difícil es que los ricos hagan, quieran hacer, de esta tierra la nueva tierra de Dios!”.

Pero ¿cómo así? ¿Acaso no son buenas las riquezas? Claro que sí, son buenas las riquezas. Pero se convierten en malas cuando nos apresan, y fácilmente nos apresan. Cuenta un cuento sufí que un maestro de escuela muy pobre estaba en pleno invierno vestido con ropas ligeras de al­godón. Una vez, una gran tormenta arrastró con la corriente a un oso de la montaña; pero el oso ocultaba su cabeza bajo la superficie del agua, y sólo se veía su lomo. Los niños que acompañaban al maestro, dijeron, al ver al oso: “¡Oh maestro! El río arrastra una piel y tú tienes frío. Tóma­la”. El maestro, entonces, se arrojó al río para atrapar la piel. Entonces el oso lo agarró con sus garras aceradas. Los niños gritaban: “¡Oh maestro! Trae la piel; y, si no puedes, déjala y sal del agua”. El maestro contestó: “Yo he dejado la piel, pero ella no me deja a mí. ¿Qué puedo ha­cer?”.

Eso es exactamente lo que sucede con las riquezas: creemos ganar riquezas, pero son las riquezas las que nos ganan y nos vencen. Creemos tener riquezas, pero las riquezas nos tienen, más fuertemente aferrados que el oso al maestro. Y así es como las riquezas se vuelven tan fácilmente malas. El gran maestro sufí Rumí enseñó que, cuando Dios se propone castigar a alguien, le colma de riquezas. Es una forma de decir: Dios no puede castigar a nadie, pero las riquezas fácilmente se convierten en castigo.

Claro que los bienes son buenos. Lo malo es que las posean solamente unos, y es lo que sucede cuando las riquezas nos atrapan. Que unos tengan mucho y otros poco, eso es lo malo. Que unos no tengan bastante porque otros tienen demasiado, eso es lo malo. Que nosotros que tenemos tanto vayamos a piratear en los mares de la mísera Somalia con barcos y con armas, eso es lo malo. Que muchos no tengan nada porque unos pocos lo tienen todo, eso es lo inicuo. Ésa es la desgracia de nuestra tierra, más asesina que todos los terrorismos, más desoladora que todos los virus y que todos los tsunamis, mucho más peligrosa que la gripe A. Y la misma gripe A no es acaso más que un grotesco montaje organizado por la perversa ambición de ganancia.

Y si las riquezas nos atrapan, ¿cómo podremos librarnos? “¡Es imposible!”, dijeron a Jesús sus discípulos. “¡Todo es posible para Dios!”, les dijo Jesús. ¿Pero dónde se nos hace visible el poder de Dios? En los ojos de Jesús. Jesús miró con cariño al hombre rico. Tal vez no bastó la primera vez, porque bajó los ojos y se fue. Pero pienso que si aquel hombre volvió y se dejó mirar muchas veces por los ojos de Jesús, los ojos de Jesús acabarían transformando su querer y liberándole de sus riquezas.

Mira en los ojos de Jesús la mirada de Dios, el poder de su ternura, la fuerza de su dicha. Puede ser que lo imposible se nos vaya haciendo posible, y nos sintamos libres. Puede ser que nuestra voluntad vaya cambiando. Puede ser que el regalar a alguien una chispita de felicidad nos guste más que ese nuevo modelo de coche o esos pendientes de malaquita que tanto te gustan. Puede ser que queramos de verdad hacer de esta tierra el Reino de Dios.

No desistas de mirar sus ojos.

(15 de octubre de 2009)