Federico Elorriaga.Pequeños manantiales

PROLOGO

Me honra prologar estas pinceladas de vida, poéticamente escritas, que enseñan a vivir, a mirar, a ser.

Es la ciencia más sencilla de todas y, sin embargo, la más difícil de adquirir, empeñados como seguimos en registrar y medir, en demostrar y probar, en poseer, en poder. Empeñados como estamos en ser dueños y señores del árbol de la vida y del árbol de la ciencia del bien y del mal, como Adán y Eva en el paraíso. En el mismo instante en que quisieron apoderarse de su fruto, lo perdieron. Se descubrieron desnudos y les invadió la vergüenza, la inseguridad, el miedo… el miedo con todos sus males. La Fuente de la existencia, la Gracia del ser, la Ternura de la vida, la Dicha de la comunión se volvió un “Dios” separado, legislador y juez, terrible Superyó, con el que da miedo pasear en el jardín al atardecer. El compañero, la compañera, se hizo rival. El don de la vida se convirtió en objeto de conquista, y todo se corrompió. La historia del Génesis bíblico es un mito, un poema, un relato literario del drama que seguimos padeciendo.

Es necesario que curemos esa herida en la raíz de nuestro ser: el afán de poseer o el miedo de perder. Miremos sus dolorosos estigmas en nuestra vida personal: la paz perdida, la salud dañada, las relaciones malogradas. Miremos sus terribles estragos en el mundo actual: masas en paro, países explotados, multitudes hambrientas, bosques destruidos, atmósfera irrespirable. Contemplemos con pena esa frenética locura de la Bolsa que tiene en vilo cada día a todo el planeta, de Japón a Nueva York: Ibex 35, Eurostoxx 50, Nasdaq 100, Dow Jones, Nikkei… En la cárcel del yo encadenamos la felicidad y la bondad. En el altar del Mercado se sacrifica la vida. ¡Pobre humanidad! ¡Pobres especies vivientes de la tierra amenazadas por la especie humana!

A alguien se le ocurrió, sin embargo, llamarla Homo Sapiens y debió de sentirse satisfecho con el hallazgo del nombre. Pero el nombre nos queda muy grande. Es verdad que nuestra especie tiene una capacidad cerebral mucho mayor que los insectos, los calamares, los pájaros y los perros; mayor que los chimpancés, nuestros primos; y mayor que otras especies humanas que nos precedieron y algunas que convivieron con nosotros durante miles de años. Pero aún estamos muy lejos de llegar a vivir en paz con nuestro ser y con todos los seres. Sucede incluso que cuanto más crece la capacidad cerebral, más se complica la vida; no solo aumenta la ternura, sino también la angustia; no solo podemos cuidarnos mejor, sino también hacernos más daño.

Por mucho, pues, que nos llamemos Sapiens, estamos muy lejos de ser sabios, de saber vivir. Y a veces da la impresión de que cuantas más cosas sabemos, más se nos olvida lo más elemental: respirar y vivir. En los últimos 60 años, la ciencia y la tecnología han avanzado más que en los 10.000 años pasados desde la invención de la agricultura y la ganadería. Pero no es seguro que seamos más felices. Hemos dado con el bosón Higgs o algo que se le parece mucho y ya estamos a punto de saber por qué hay masa de partículas –piedra, tierra, huesos, carne– en vez de solo ondas de energía; un vehículo humano ya se pasea por Marte, y pronto colonizaremos la Luna –alguien llegará y dirá: “La luna es mía”–; hemos identificado genes ligados al Parkinson y el área neuronal relacionada con la depresión. ¡Benditas sean todas las ciencias! Pero salta a la vista que las “ciencias empíricas” por sí solas no nos bastan, al menos de momento, para extirpar la codicia, para curar el miedo, para vivir en paz.

Serán bienvenidas la cirugía genética, la tecnología neuronal y los productos farmacéuticos. Su contribución ya es inmensa y pronto será mucho más grande que todo lo que podemos imaginar. Pero no sé si alguna vez serán suficientes. De momento, hay algo que asusta: la industria bélica y el negocio farmacéutico son los principales promotores de las ciencias… Es indudable que hoy necesitamos también, hoy más que nunca, la sabiduría de la vida, además de las ciencias, además de la teología, y por supuesto además de las religiones y de todas las iglesias. La sabiduría de la vida para corregir de raíz el desdichado gesto de Adán y Eva que truecan el don de la vida en presa. La simple y esencial sabiduría de la vida: la humildad que nos reconcilia con nosotros mismos y con los demás, el cuidado mutuo y la paciencia recíproca, la confianza de cada día a pesar de todo, la reverencia y la compasión de todos los seres, el amor y la gratitud de la Tierra que somos, el caminar sagrado, el respirar tranquilo, el mirar lleno de admiración y respeto…

Todo eso es lo que encontrarás, amigo/a, en estas páginas de prosa sencilla y bella, de la mano de un hombre de 84 años, discípulo de San Ignacio, compañero de Jesús. Un hombre sabio, un maestro espiritual. Un hombre que habla con los ríos y los árboles. Un hombre que sabe mirar: un lago, un coche, un río, una hoja, un perfume, una flor, un arco iris, una guitarra, un ocaso, una fuente, un perfume, un supermercado, un canto rodado, la noche, la lluvia, un trozo de pan, la fruta y la leche del desayuno, una persona sufriente, un ordenador, un hermoso power point que alguien nos envía, o el dolor de cada día, o el número de la habitación… y también la muerte y las lágrimas.

Ya ves cuán sencillo es. Basta mirar. “Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis”, dijo Jesús. A nadie nos está vedada esa dicha de los ojos que se convierte en alegría del corazón. Todos los seres y todas las circunstancias son epifanía del Misterio de libertad y de consuelo. Todo es cada día –con su peso y su gracia– revelación y enseñanza de vida. Todo es en Dios, Dios es en todo. Nunca nada está perdido. El mundo está lleno de Dios, la vida entera es “medio divino”. Basta simplemente abrir los ojos y mirar, como Jesús, o como Ignacio de Loyola que un día –según nos dice– “empezó a ver con otros ojos todas las cosas”. Con ojos llenos de luz y de misericordia. Una mirada para la que nada se convierte en rutina y todo se convierte en milagro.

Nosotros mismos nos convertimos en aquello que miramos. Mirar es dejar que la luz de las cosas ilumine nuestros ojos. Entonces nuestros también nuestros ojos pueden iluminar. El que sabe mirar se convierte en luz del mundo, y no importa que la luz sea apenas una llamita, pues solo una llamita basta para vencer la tiniebla, por grande que sea.

Amiga/o, lee un capítulo de este libro cada día. Es posible que cada día se te encienda una chispa en los ojos, una llamita en el corazón.

Federico Elorriaga, SJ, Pequeños manantiales, Mensajero, Bilbao 2012