¡FEliz Navidad cada día!

Amigas, amigos:

A la vuelta de las Navidades, aunque pueda parecer a destiempo, quiero deciros: ¡Felicidades! ¡Feliz Navidad cada día! Os lo digo de todo corazón, aunque el calendario parezca desmentirlo, aunque los hechos quieran disuadirnos. ¡Que los ojos vean más!

En el corazón del invierno, el sol ¡oh señor hermano sol! asciende en el cielo hacia la primavera. Vive el sol y nos hace vivir. Las estaciones siguen su curso, y pronto revivirá la naturaleza dormida. La vida continúa en la tierra a pesar de todo, y nos felicitamos. Los cristianos nos felicitamos doblemente, porque en el solsticio de invierno celebramos el nacimiento de Jesús, y así lo celebramos porque Jesús es para nosotros como el sol naciente señor y hermano, que alumbra, acompaña, consuela la vida. La Palabra originaria la Sabiduría creadora, la Energía, el Espíritu, el Amor, Dios “se hizo carne y puso su tienda de campaña entre nosotros”, para hacer con nosotros vida itinerante. “La Palabra se hizo carne” en Jesús de Nazaret, y su carne nos alumbra cada día, y por eso nos felicitamos.

Es claro que en su nacimiento no sucedió nada extraordinario, fuera de lo extraordinario que es todo nacimiento, y lo extraordinario que fue el nacimiento del primer hijo para una pareja campesina y pobre en una casita pobre de Nazaret; los animales compartían con la familia el techo y prácticamente la casa, sin tabiques cerrados de por medio, justo alguna tosca tabla, y no resulta extraño que José y María hayan depositado a Jesús en el “pesebre”, pero también eso es extraordinario. Y luego vino lo más extraordinario: que Jesús “pasó la vida haciendo el bien”. Nació como nosotros, gozó como nosotros y sufrió como nosotros, probó la angustia y la desesperación amarga, murió como nosotros y descendió hasta el fondo del silencio helado de la muerte. Pero pasó la vida haciendo el bien, y en su bondad reconocimos la bondad de Dios, en su felicidad la felicidad de Dios, en su compasión la compasión de Dios, en su proximidad la proximidad de Dios, en sus palabras consoladoras la palabra consoladora de Dios, el aliento de Dios que da vida, el espíritu de Dios que resucita. Dios se hizo carne, carne nuestra que goza y sufre, y no estamos solos. Los cristianos reconocemos en Jesús a un Dios de carne, y nos postramos sin avergonzarnos en la gruta de Belén o ante el pobre pesebre de Nazaret, para adorar humildemente al Dios niño y para felicitarnos.

Es más, nos postramos ante cualquier niño y ante cualquier ser humano, y veneramos la gloria y la dignidad de la carne humana, tan humilde. Nos postramos ante el joven drogadicto que se busca y no se halla, ante el anciano abandonado que no es dueño de sí, ante el inmigrante despreciado que no tiene trabajo ni familia ni pueblo, y los honramos como a Jesús, pues también ellos son divinos como Jesús. Y más aún: también la piedra y la planta y el animal son divinos, y veneramos a todos los seres, pues todos somos de la misma tierra y de la misma entraña, y Dios hace suya nuestra humilde carne común hecha de tierra. Tampoco Dios está solo, ni arriba, ni separado. Dios está en el corazón del mundo, en lo hondo de nuestro ser. Los cristianos lo reconocemos en Jesús como en ningún otro, y por eso en el s. IV pusieron el nacimiento de Jesús que nadie sabe cuándo fue el 25 de diciembre, la fiesta del solsticio de invierno, día en que muchos en aquella época celebraban también el nacimiento del dios Mitra. Y es verdad que los cristianos quisieron así suplantar toda fiesta “pagana”, pero Jesús no quiere suplantar ninguna fiesta humana anime a vivir.

Y los cristianos no tenemos por qué pensar que la encarnación de Dios sea un acontecimiento singular que haya tenido lugar una única vez en un único lugar en toda la historia del universo. Todo es creación de la Palabra de Dios, y la Palabra de Dios es vida de todo cuanto vive. En todas partes y siempre, desde siempre y para siempre, Dios está en el corazón de todos los seres; es destello de belleza y chispa oculta de amor, es bondad dichosa en el fondo más íntimo de todo cuanto es. Y eso es lo que, en última instancia, han querido decir todas las religiones del mundo, cada una a su manera: el hinduismo enseña que Brahman es la esencia de todos los seres, el budismo afirma la naturaleza búdica de todo ser, el judaísmo confiesa que la presencia de Dios cubre y llena toda la creación, el islam cree que la palabra de Allah el misericordioso se ha hecho libro en el Corán. Los cristianos ponemos en Jesús los ojos y el corazón: en él en el Jesús misericordioso, en el Jesús sanador, en el Jesús crucificado, y también en el Jesús recién nacido miramos la plena humanidad de Dios y la plena divinidad del ser humano. No le quitamos nada a Jesús, pues en su humanidad compasiva reconocemos la suprema gloria del Dios invisible. Y quisiéramos vivir esa humanidad compasiva, hasta que toda nuestra vida, como la de Jesús, llegue a ser divina, hasta que la misericordia y la belleza de Dios lo colmen todo. Todo viene de Dios, y todo está llamado a ser divino en Dios, como Jesús. Todo es divino en el fondo, y todo está llamado a ser plenamente divino, es decir, enteramente bueno y feliz.

Pero ¿cómo te felicitaré si estás triste, o te han matado al marido, o tienes un hijo en la cárcel, o has perdido el empleo, o miras de cerca el infierno de Gaza? ¿Cómo vamos a felicitar al inmigrante que carece de papeles, o aquel que llega en patera desde una tierra en que iba a morir hasta una tierra en que no podrá vivir? No, no es fácil, pero miremos a Belén, o a Nazaret: Dios está en el fondo del mundo, en lo más bajo, en lo más herido; la humanidad y la naturaleza heridas están en el corazón de Dios. También Dios es de nuestra carne. Nuestra carne, con todos sus gozos y dolores, es carne de Dios. Cuando una criatura tiembla de gozo, Dios tiembla de gozo; cuando una criatura se estremece de dolor, Dios se estremece de dolor.

Estamos lejos de la bondad y de la felicidad plenas, el mundo está lejos de la bondad y de la felicidad, pero llevamos a Dios en nuestra carne y podemos empeñarnos en divinizarlo todo. Hagamos, también nosotros, la palabra carne, como la hizo Jesús: conmoviéndonos, compadeciéndonos, aliviando heridas, ofreciendo felicidad, siendo felices en la bondad. La Palabra se hace carne cuando un cooperante arriesga su vida convirtiéndose en escudo protector de vidas en Gaza. La Palabra se hace carne cuando dos hijas cuidan de su madre de 90 años con exquisita delicadeza y deliciosa naturalidad. Así crece Dios, y crece en nosotros la confianza en que nuestro mundo hecho de tierra y aliento no está dejado a su suerte o a su desdicha, no está perdido, no vaga errante, no viene de la nada oscura, no va hacia la nada fría. No estamos solos, no estás solo. Dios está con nosotros, y podemos divinizarnos. Dios está contigo y puedes consolarte. ¡Feliz Navidad cada día del año!

(Publicado el 1 de enero de 2009)