Fin del mundo o Parusía

Fin del mundo o Parusía: he ahí la alternativa. Pero dicho así suena muy extraño, lo reconozco. Ya nadie pierde el sueño por un improbable “fin del mundo”, aunque siempre queda por ahí gente interesada en conjunciones de astros y predicciones de Nostradamus, pero nadie se molesta ni siquiera en refutarles. En cuanto a la “Parusía”, ¿quién sabe lo que significa?

Pero creo que no está de más reflexionar sobre esos viejos términos del vocabulario y del imaginario cristiano tradicional. Bien entendidos, nos hablan de aquello que nos inquieta y alienta a todos los seres humanos, sean cuales fueren la lengua y las creencias. Esas imágenes y términos vuelven a hacerse especialmente presentes al final y al comienzo de nuestro año litúrgico. Aclaro de paso que el año litúrgico cristiano no empieza el 1 de enero, como el año civil, sino el primer domingo de Adviento, que viene a ser el cuarto antes de Navidad, es decir, el pasado domingo 28 de noviembre. Todos los calendarios han sido siempre bastante enredados, menos enredados, sin embargo, que la vida, y mucho más enredados que las órbitas del sol y de la luna, señor y señora del tiempo en la Tierra. Y, justamente, todos los calendarios, civiles o religiosos –¡qué más les da al sol y a la luna!–, han querido ofrecer pautas y guías para orientarse en la vida, para sostener el mundo en pie por la siembra y la cosecha, por el pan y la palabra, por la faena y la fiesta.

Pues bien, los cristianos abrimos el año litúrgico con un tiempo que llamamos Adviento, que viene de Adventus y significa lo mismo que el término griego Parusía. Antiguamente, designaba la venida o la visita del emperador. Los emperadores rara vez se hacían ver, pues aquel a quien se ve y se oye a menudo pierde pronto su halo divino (es lo malo que tiene, por ejemplo, que el papa viaje mucho y aparezca en la televisión; es lo peor para aquellos que quieren que el papa siga siendo emperador divino). Y cuando, acaso una vez en la vida, los habitantes de una ciudad (nunca de una pobre aldea campesina) iban a recibir la solemnísima visita del emperador, lo esperaban y lo celebraban con fervor, y luego todo seguía igual o peor

Aunque las palabras nos traicionan, los cristianos no esperamos la venida de ningún emperador. De ningún emperador esperamos nada, hasta que deje de serlo. Esperamos a Jesús, el condenado por el emperador y su prefecto. Lo condenaron porque dijo: “¿Quién es el emperador? El no manda sobre nosotros, por mucho que oprima a los pobres campesinos, a los pobres artesanos y pescadores de Galilea. El poder solo es de Dios, pero el poder de Dios, sabedlo bien, es lo contrario de todos los poderes: es indigente como un gran amigo, es vulnerable y frágil como una enamorada, pero ahí reside su poder liberador; el poder de Dios solo es liberador, y todo poder que no libera no viene de Dios y no merece obediencia”. Así habló y se condujo Jesús, y por eso le colgaron. Pero sus discípulas y discípulos dijeron: “Dios estaba con el crucificado y el crucificado está con Dios en el cielo. Y de allí vendrá cuando Dios lo vuelva a enviar en el tiempo de la consolación, de la restauración universal”.

A eso llamaron y seguimos llamando Parusía de Jesús, y le rezaron y le seguimos rezando en arameo: Marana tha! (“Ven, Señor!”). Claro, es una forma de hablar, un lenguaje metafórico, como toda teología. La Parusía no es el retorno del que se fue (¿a dónde se fue?), no es la venida del que no está (¿dónde está? ¿de dónde viene?), no es (ni será) un hecho empírico y observable como tal en el espacio y en el tiempo (¿qué ojo o qué aparato pueden observar al “resucitado” o a Dios?). La Parusía es la cercanía de Dios que consuela y restaura. La Parusía no es la venida futura de Jesús como Cristo majestuoso de lo alto de los cielos, sino su presencia plena en el corazón de la vida y del mundo, en ti. Confía en que Dios está con todos los crucificados, como lo estuvo Jesús; confía en que Jesús está contigo, porque está en Dios. Y grita desde el fondo de tu ser: Marana tha. Pero hazlo de tal forma que, al rezarle, lo hagas presente o te des cuenta de que lo está, porque para eso es la oración, no para que Dios venga y obre, sino para mejor encarnar su presencia.

Y para eso celebramos los cristianos el Adviento: no para ponernos a la espera de algo que vaya a suceder, sino para hacer que suceda lo que esperamos. Celebramos el Adviento para esperar como Jesús, más que para esperar a Jesús: nuestra auténtica esperanza de Adviento consiste en realizar más plenamente el Adviento, la Parusía, la cercanía sanadora de Jesús, en hacer que aparezca y crezca la presencia oculta y aún fragmentaria de Dios, la consolación de los afligidos, la liberación de todas las criaturas oprimidas, la restauración del mundo. No esperamos el fin del mundo, sino su restauración.

Es probable que Jesús, siguiendo el género apocalíptico de aquella época, esperara literalmente el fin del mundo, es decir, la destrucción de la Tierra por un cataclismo cósmico. Luego los cristianos asociaron la Parusía con ese fin del mundo y el juicio universal y la separación eterna de los buenos y de los malos, todo ello suficiente para hace temblar incluso a los mejores. Además, los cristianos se fueron sintiendo cada vez más cómodos en el imperio romano o en otros imperios: el mundo estaba bien como estaba, y más valía que no llegara la Parusía con el fin del mundo. Ambas razones –el miedo al juicio y la cómoda instalación en el mundo imperial– hicieron que muy pronto los cristianos dejaran de desear la Parusía y que, en vez de rezar para que llegara (Marana tha!), empezaron a rezar para que no llegara. “Si no llega el fin del mundo, es gracias a los cristianos”, decían.

Pero ¿qué significa “fin del mundo”? No se trata del fin del cosmos. Es muy incierto que alguna vez se vaya a producir el fin físico del universo cósmico. Este pequeño planeta nuestro verde y azul sí, ciertamente desaparecerá: dentro de 4 ó 5 mil millones de años, el sol habrá consumido el hidrógeno y, convertido en una gigante roja, engullirá la Tierra. Pero el mundo seguirá. Y tal vez el tiempo, al igual que el espacio cósmico, sea “infinito”, sin comienzo ni fin determinados. Los físicos dudan acerca de si el universo acabará o no volatilizado dentro de una cantidad de años equivalente aproximadamente a 10 elevado a la ciento veinteava potencia.

De ese fin cósmico del mundo sólo saben los físicos, y apenas si saben algo. Pero no es ese fin el que Jesús anunciaba y deseaba. Jesús anunció, deseó y promovió el fin del mundo cruel e inhumano del Imperio y de Mamón (y también del Templo). Y proclamó, encarnó y anticipó un mundo nuevo en este mundo, el mundo bueno y bello de Dios y de todos los seres en la Tierra y en el cosmos. Es el fin del mundo inhumano y la Parusía de Dios en la nueva creación: he ahí la más bella tarea de nuestra esperanza. La otra alternativa es muy triste y posible, y ya está en marcha. Es es el tercer sentido de la expresión” fin del mundo”: el fin de un mundo habitable, y tiene infinitos nombres, por ejemplo: Haiti, Palestina, Sahara, Somalia, Congo… Una de dos: o seguimos destruyendo el mundo como morada de Dios y de todas las criaturas, o damos cuerpo a la Parusía de la nueva creación, la Parusía de la humanidad de Dios en la carne de Jesús, nuestra carne, la carne del mundo.

(Publicado el 31 de noviembre de 2010)