François Hollande

Señor François Hollande:

El pasado domingo día 6 por la noche, cuando se confirmó su elección como Presidente de Francia, no sabría decir exactamente por qué me sentí tan contento: o porque su victoria nos permite esperar otra vez o porque la derrota de Sarkozy nos libera –de momento– de una gran pesadilla. Creo que lo mismo les pasó a muchos de sus compatriotas franceses, y Ud. lo sabe, y no conviene que lo olvide, pues indica la gravedad de los tiempos. Todo queda por hacer, y todo es muy inseguro.

Pero necesitamos y queremos seguir creyendo en la palabra y en los nombres y en los seres humanos. Necesito y quiero creer en su palabra y en su nombre. Su nombre François me evoca espontáneamente, no sin emoción, al Poverello de Asís del siglo XIII, aquel hombre sencillo y limpio, aquel hombre pacífico, aquel hermano de los pobres y leprosos, hermano de todos.

¡Cómo se parecen sus tiempos a los nuestros! Su padre era mercader de telas y amaba a Francia, seguramente por los negocios. Por eso le puso a su hijo como nombre Francisco, o François, o Francés, tan común desde entonces. A Francisco no le gustaban los negocios, pero le encantaba el francés. Y cuentan sus primeros biógrafos que “siempre que le penetraban los ardores del Espíritu” hablaba en esa lengua, y cuando le bullía dentro alguna dulce melodía, él le ponía letra en francés y lo cantaba, y se le daba muy bien; y a veces tomaba un palo del suelo y lo ponía sobre el brazo izquierdo y, teniendo en su mano derecha una varita corva con una cuerda de extremo a extremo, la movía sobre el palo como si estuviera tocando la viola. Y no es que le faltaran penas, pero nunca dejó de componer y cantar.

Señor presidente, haga honor a su nombre. También nosotros querríamos cantar en francés, a pesar de todo, cuando el Espíritu nos inspire.

Haga honor igualmente a su apellido Hollande. Su apellido significa que sus ancestros eran calvinistas holandeses expulsados de su católica tierra y acogidos, sin papeles, en la tolerante Francia; eso sucedía en el siglo XVI, siglo de reformas y de guerras de religiones y culturas, siglo en que surgía la Europa moderna: ¡cómo se parece también aquel tiempo al nuestro!

Europa, y todo el planeta, vive una gran encrucijada. Señor presidente, Ud. ha proclamado que es posible “el cambio ahora”. Es posible y urgente. Necesitamos creer en una nueva Europa en un nuevo planeta. No creemos en la Europa de los viejos estados, con esas viejas fronteras impuestas por armas y ejércitos. No creemos en la Europa del eje Merkozy, sometida a la dictadura de los bancos alemanes y franceses –o americanos y chinos, que tanto da–. Creemos en la Europa de la autogestión desde abajo hasta arriba, la Europa de los pueblos, las lenguas y las culturas, la Europa de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Una Europa espiritual y laica, plural, solidaria de todos los pueblos.

Señor presidente, necesitamos volver a creer en la política y la democracia, en estos tiempos en que las mafias especuladoras –eufemísticamente llamadas “entidades financieras”– ponen y deponen presidentes, derrocan gobiernos, hunden empresas, venden países… Necesitamos creer en una nueva economía, más allá de ese falso debate entre austeridad y crecimiento. No queremos cualquier austeridad, pero tampoco cualquier crecimiento.

Señor presidente, devuélvanos la fe en la palabra dada, la fe en el nombre, la fe en el ser humano, habitado –como todo cuanto es– por un misterio más grande que él.

(Publicado el 15 de mayo de 2012)