GAUDIUM ET SPES A LOS 50 AÑOS

50 años después…

Yo era un novicio franciscano de 17 años en el convento de Zarautz, cuando adquirí los documentos del Vaticano II. Era el año 1969. Una tía, mi madrina, me había dado 500 pesetas, uno de aquellos grandes billetes azules de entonces. Como novicio formal que era, se lo entregué al maestro, Gregorio Iñurritegi, y éste tuvo la feliz idea de comprarme la edición de todos los documentos conciliares en español con el nuevo texto latino oficial (BAC, 1968, 6ª edición, 1196 páginas. Precio: 145 pesetas). Es la edición que he utilizado desde entonces hasta hoy.

¡Cuánto han cambiado las cosas desde aquel noviciado! Aquellas 500 pesetas hoy serían 3 euros, pero entonces era el sueldo de 20 horas de trabajo. Entonces éramos 21 novicios en la sola provincia franciscana de Arantzazu; hoy, en el noviciado común de las ocho provincias franciscanas juntas del Estado español, apenas cuentan con un novicio por año. Acababa de pasar Mayo 68 y un mundo nuevo ya estaba emergiendo con fuerza, pero a la gran mayoría de los franciscanos nos era todavía totalmente ajeno. Ya estaban también abriéndose paso, entre dudas y grandes obstáculos, una nueva iglesia y una nueva teología, la teología y la Iglesia del Vaticano II, pero la mayoría de los cristianos del País Vasco (y de España) estábamos aún muy lejos de asimilarlas. Y eso que hacía más de tres años que había concluido el Concilio Vaticano II, y sus documentos en español iban ya por la 6ª edición…

Algunos, sin embargo –no pocos– apuntaban ya mucho más allá del Vaticano II. Hacía tres años que el episcopado holandés –¡el episcopado en pleno de uno de los países pioneros de Europa!– había publicado el famoso Nuevo Catecismo para Adultos conocido como “Catecismo Holandés”, que la Editorial Herder traduciría al español aquel mismo año de mi noviciado. Un Catecismo que proponía la reinterpretación desmitologizada de los dogmas tradicionales: el pecado original, la concepción virginal, la divinidad de Jesús, la expiación, la transubstanciación, la Inmaculada Concepción, la infalibilidad y el primado del papa… La historia que siguió es de sobra conocida: Pablo VI declaró estar “perplejo” ante dicho Catecismo y obligó a los obispos holandeses a añadir un apéndice correctivo.

Hoy sería inimaginable que toda una conferencia episcopal del país que fuera publicara un texto semejante al Catecismo Holandés de hace 49 años… Pero es indispensable que la iglesia institucional recupere aquellas vetas de renovación eclesial y teológica que algunos adelantados abrieron antes, durante y después del Concilio: Congar, Häring, Rahner, Schillebeeckx, Küng… y el episcopado holandeses y su Catecismo. Ahora bien, ellos nunca pretendieron decir la última palabra de la teología. Hoy no bastaría, pues, con repetirles. Tendríamos que prolongar su impulso y su libertad de Espíritu, y seguir haciendo lo que ellos quisieron hacer: vivir y anunciar el Evangelio de Jesús en un mundo que cambia. ¡Cuánto ha cambiado el mundo en estos 50 años! Infinitamente más de lo que nunca imaginaron los padres conciliares, ni siquiera los más imaginativos y creadores, ni siquiera aquellos lúcidos y atrevidos autores del Catecismo Holandés, con Edward Schillebeeckx –el “teólogo feliz” – al frente.

Pues bien, 50 años después de la inauguración de aquel Concilio, demasiado abierto para unos y demasiado cerrado para otros, hoy vuelvo a releer la Constitución Conciliar Gaudium et Spes en el mismo libro de 145 pesetas que me regalaron en mi noviciado en 1969. El libro y el texto siguen siendo los mismos, pero su lectura no es la misma, no puede serlo. La lectura es siempre distinta, aunque se piense que no. Cuando cambian los tiempos, ha de cambiar la lectura, si quiere ser viva y hacer que el texto inspire como inspiró en su tiempo.

En su tiempo inspiró. Muchos coinciden justamente en señalar que la constitución pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual[1] –el documento conciliar más largo, y el primer documento vaticano dirigido a toda la humanidad, no solo a los cristianos– es lo mejor del Vaticano II, la expresión más clara de una Iglesia nueva y de una nueva teología para unos tiempos nuevos. Debía ser “la corona de la obra del Concilio” (Pablo VI) y lo fue. No solo la melodía, sino también la letra de esta Constitución son muy distintas de las que eran habituales en el magisterio vaticano.

Claro que no faltaron debates e incluso enfrentamientos dentro y fuera del aula conciliar. GS fue reescrita de arriba abajo hasta cuatro veces, y discutida por la asamblea en su cuarta versión en el otoño de 1964 –fue entonces cuando se empezó a conocerla con el famoso nombre de “esquema XIII”, simplemente porque ocupaba ese lugar en la lista de los esquemas conciliares–. Todavía fue ampliamente revisada por una comisión de obispos y teólogos reunidos en Ariccia (cerca de Roma) en la primera semana de febrero de 1965. Y apasionadamente debatida en la cuarta y última Sesión Conciliar en otoño de 1965. Y retocada de nuevo, y votada y aprobada por fin el 7 de Diciembre…, justo en la víspera de la Clausura del Concilio.

¿Representa, pues, no ya la palabra definitiva de la Iglesia para el mundo contemporáneo –pues ninguna palabra es definitiva–, pero sí el talante y la postura definitiva de la Iglesia ante los hombres y las mujeres de hoy? ¡Ojalá! ¡Ojalá la Iglesia se presentara entonces y siempre como hermana y compañera, más que como única maestra, compartiendo las luces pero también las dudas! Pero no fue del todo así en aquel momento, ni lo ha sido después, ni lo es hoy.

No hay más que mirar las discrepancias internas del Concilio a las que acabo de hacer alusión, o el antagonismo de las valoraciones de que fue objeto la GS incluso entre los teólogos “reformadores” (por poner unos nombres: Ratzinger y De Lubac por un lado, Chenu y Congar por otro), no solamente después del Concilio, sino ya en su fase final[2]. No hay más que mirar, sobre todo, el nuevo rumbo o la marcha atrás que solo 15 años más tarde, en el pontificado de Juan Pablo II, se impuso a la barca eclesial. Y no hay más que mirar dónde vuelve a estar la iglesia institucional católica, tan lejos de los hombres y de las mujeres de hoy, de sus gozos y angustias. Ha vuelto a condenar al mundo, ha reprobado de nuevo los pareces y sentires de las gentes de hoy, ha expulsado de su propio seno a muchos de sus mejores miembros. ¿No ha traicionado así el Evangelio de Jesús y los mejores sentimientos que laten en la GS?

Con tales interrogantes bullendo en el corazón vuelvo a leer este texto lleno de belleza y de aliento en su conjunto, insuficiente a menudo, contradictorio a veces, como todo lo humano. No me detendré en cuestiones históricas y académicas. Destacaré algunas de sus intuiciones y afirmaciones fundamentales, y las trataré de situar entre el pasado y el futuro, el pasado que superan y el futuro al que apuntan. Pero ese futuro está siendo cerrado, como trataré de mostrar presentando al final la lectura sesgada que el Catecismo de la Iglesia Católica hace de la GS.

Pero eso es traicionarla. O aferrarnos a unas afirmaciones de hace medio siglo – y además a las más conservadoras, cuidadosamente seleccionadas– o dejarnos llevar por el corazón vivo que palpita en este texto: he ahí el dilema al que nadie puede escapar. El Espíritu no es el texto, sino el impulso que lo inspiró.

1. Una Iglesia contemporánea y compañera

“Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas , tristezas y angustias de los discípulos de Cristo” (n. 1). Así se abre el mensaje y estas emotivas palabras dan el tono de todo lo que ha de seguir. El tono y también lo esencial del contenido. Casi no haría falta decir nada más. Esa manera de ser “Iglesia hacia fuera”, eso es también la “Iglesia hacia dentro”. Ya no es, como había sido norma en los cuatro últimos siglos, la Iglesia que juzga y dicta anatemas, la Iglesia que impone, la Iglesia que enseña de arriba. Es la Iglesia que comparte gozos y angustias. Una Iglesia hermana, compañera de camino, peregrina entre peregrinos, “íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia” (n.1).

La ruptura con la tradición vaticana de los últimos 100 años no puede ser más clara. Bastaría releer la Encíclica Quanta cura de Pío IX (promulgada el 8 de diciembre de 1864, justo 99 años antes de la clausura del Vaticano II), o el Syllabus (lista) que la acompañaba con los 80 “errores principales de nuestro siglo”; el último error condenado era que “el Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y con la moderna civilización” (n. 80).

No es que la Iglesia deba “transigir con la moderna civilización”, pues todo es ambiguo, lo antiguo como lo nuevo. Ni transigir ni condenar, sino ante todo acoger el mundo que somos, el mundo como es, con su luz y su sombra, y discernirlo desde la paráklesis, la compañía y el consuelo. Es lo que hizo la Iglesia en la GS. La novedad de los tiempos es justamente una de las insistencias más novedosas de este documento: la humanidad “se halla hoy en un período nuevo de su historia, caracterizado por cambios profundos y acelerados”;“se puede ya hablar de una verdadera metamorfosis social y cultural, que redunda también sobre la vida religiosa” (n. 4; cf. 54); se está dando un “cambio de mentalidad y de estructuras” (n. 7), una auténtica “mutación” (n. 8), incluso una “revolución global” (n. 5, 54). Y da la clave fundamental: la humanidad ha pasado “de una concepción más bien estática de la realidad a otra más dinámica y evolutiva” (n. 5). La conclusión es importante: “surge un nuevo conjunto de problemas que exige nuevos análisis y nuevas síntesis” (n. 5). Que es como decir: los viejos análisis y las viejas soluciones ya no valen. La tradición y “las ideas recibidas” han entrado en crisis (n. 7).

Pero la GS va más allá. No solo insiste en que el mundo ha cambiado, sino también en que muchas cosas han cambiado para bien: la sed generalizada “de una vida plena y de una vida libre, digna del hombre”, la reivindicación de justicia, libertad y fraternidad universal, el deseo de emancipación de los países colonizados y de las naciones en vías de desarrollo, la reclamación de la igualdad de la mujer, las demandas de los trabajadores (n. 9), “la interdependencia cada vez más estrecha y la progresiva universalización”, “la conciencia de la excelsa dignidad de la persona humana” (n. 26; cf. 73), “el afán por respetar los derechos de las minorías”, “el respeto hacia los hombres que profesan opinión o religión distintas” (n. 73), el sentimiento de ser y la voluntad de construir “una única comunidad en el mundo” (n. 33; 55), el nacimiento “de un nuevo humanismo” (n. 55), el avance del ser humano “hacia el pleno desarrollo de su personalidad y el descubrimiento y afirmación crecientes de sus derechos” (n. 41). “La Iglesia… reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes tales derechos” (n. 41), y “cuanto de bueno se halla en el actual dinamismo social: sobre todo la evolución hacia la unidad, el proceso de una sana socialización civil y económica” (n. 42; cf. 57). Reconoce “los muchos beneficios que ha recibido de la evolución histórica del género humano” (n. 44) y que todo ello puede ser una “preparación para recibir el mensaje del Evangelio” (n. 57).

Y no, no se trata de una visión cándida del mundo contemporáneo; éste se le presenta más complejo y contradictorio que nunca. No es fácil, por ello, comprender a quienes –incluso teólogos partidarios de la renovación como De Lubac y Ratzinger– tacharon muy pronto –incluso durante el mismo Concilio– a la GS de ser un mensaje demasiado optimista sobre el mundo moderno (reproche, por cierto, que Pablo VI desestimó en su homilía en la víspera de la conclusión del Concilio). ¿Ese reproche no estará reflejando, en realidad, el pesimismo de sus autores en su mirada al mundo? La GS no cesa de señalar, de comienzo a fin, las dolorosas heridas y dramáticas contradicciones del mundo contemporáneo (aumento de la riqueza y a la vez del hambre, nuevo sentido de libertad y nuevas formas de esclavitud, comunicación creciente y crecientes dificultades de entendimiento global, experiencia de solidaridad planetaria y amenazas de guerra total) (n. 4), sus muchas “antinomias” y “grandes discrepancias” de todo tipo (n. 8; 56): “aparece a la vez poderoso y débil, capaz de lo mejor y de lo peor” (n. 9); crece el poder, pero también la amenaza (n. 37); el progreso de las ciencias “puede favorecer cierto fenomenismo y agnosticismo” (n. 57)[3].

No es una visión beata ni beatífica. Simplemente, “es necesario conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza” (n. 4). Comprender no es “tener comprensión” o condescendencia, sino tener recta visión, justa mirada. ¿Cuál es la recta visión? Aquí nos sale al paso una de las expresiones más afortunadas y fecundas del magisterio vaticano del siglo XX: “signos de los tiempos”, expresión ya utilizada por Juan XXIII en la Constitución Humanae Salutis (1961) que anunciaba el Concilio, y en la Encíclica Pacem in terris (1963). La GS la recoge: la Iglesia quiere “escrutar a fondo los signos de la época” (n. 4), “discernir… los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios” (n. 11). Comprende el mundo como signo o sacramento de Dios. Reconoce que Dios se manifiesta y habla en el mundo moderno. La historia, el mundo, también el mundo moderno tan denostado, es “lugar teológico”. Esta es una Iglesia nueva con un mensaje nuevo para un tiempo nuevo. Se comprende que algunas de estas afirmaciones no dejaran de escandalizar al sector más cerrado del Concilio, capitaneados por el Cardenal Ottaviani y su teólogo Tromp, e incluso a algunos de los teólogos reformadores.

La Iglesia reconoce la presencia de Dios en múltiples formas. Se siente llamada a “fomentar y elevar todo cuanto de verdadero, de bueno y de bello hay en la comunidad humana” (n. 76). Es decir, la Iglesia no posee el monopolio de la verdad y del bien. No los impone, porque no los posee. Se encuentra con ellos en el mundo y los fomenta. Hay reciprocidad entre la Iglesia y la humanidad: “se prestan mutuo servicio” (n. 11); la Iglesia no solo da, sino que “se enriquece también con la evolución de la vida social” (n. 44), “presta ayuda al mundo y recibe del mundo múltiple ayuda” (n. 45). Presta y recibe. Su misión, no solo su actitud, consiste en “dialogar con ella [la familia humana] acerca de todos estos problemas, aclarárselos a la luz del Evangelio y poner a disposición del género humano el poder salvador” del Evangelio (n. 3; cf. n. 40). En el Vaticano II, “la Iglesia se hace coloquio”, como bellamente había dicho Pablo VI un año antes en la encíclica Ecclesiam suam (n. 5). Solo es Iglesia de Jesús si es solidaridad y diálogo: como el buen samaritano camino de Jericó, como Jesús con la samaritana junto al pozo de Jacob.

La Iglesia no debería, pues, hablar desde fuera y desde arriba –cosa que sucede tanto incluso en la GS–, sino desde dentro y al lado, pues “participa juntamente con sus contemporáneos” (n. 11) de los valores y de las contradicciones del mundo moderno; la Iglesia “forma parte de la humanidad” (n. 11). No solamente es “para el mundo” (Y. Congar), sino que también ella es mundo.

2. ¿Una Iglesia que esclarece el enigma humano?

La GS describe al ser humano con acentos agustinianos y pascalianos. Su corazón está aquejado por un “desequilibrio fundamental” (n. 9), y se siente dividido: “ilimitado en sus deseos”, “experimenta múltiples limitaciones” (n. 9); “se exalta a sí mismo y se hunde hasta la desesperación” (n. 12); sabe más que nunca, pero más que nunca se ha vuelto un enigma para sí mismo; las ciencias y el desarrollo técnico, lejos de resolver todas las cuestiones, vuelven más acuciantes las preguntas sobre la vida y la muerte, la felicidad y el sufrimiento, el origen y el fin (n. 3).

La Iglesia habla a esta humanidad en este tiempo. ¿Para qué lo hace? “Para esclarecer el misterio del ser humano y para cooperar en el hallazgo de soluciones”, dice la GS (n. 9). ¿Para “esclarecer” o para “cooperar”? Lo segundo es más modesto. Lo primero parece un tanto presuntuoso. A pesar de su novedosa apertura al mundo moderno, también en la GS predomina claramente una actitud de superioridad: la Iglesia es la (única) que “puede dar la respuesta” a todos los problemas de la humanidad, la que ofrece “explicación a sus enfermedades”, la que permite “conocer… con acierto la dignidad y vocación propias del hombre” (n. 12). Como si solo la Iglesia tuviera la llave del enigma humano.

Es verdad –cosa importante– que la Iglesia no se ofrece a sí misma como luz y salvación. Ella ofrece a Cristo: “El misterio del ser humano solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (n. 22); Él “manifiesta plenamente el hombre al propio hombre” (n. 22); Él es “el fin de la historia humana, punto de convergencia…, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones” (n. 45). El lenguaje posee indudable aliento, belleza, hondura. Pero suscita preguntas. ¿Qué cristología y teología subyacen aquí?

Es extraño que algunos (De Lubac, Von Balthasar, Ratzinger) hayan acusado al Vaticano II, a la GS sobre todo, de vaciar la teología en humanismo transcendental, la cristología en antropología sociológica. Pues la cristología del Vaticano II en general y de la GS en particular sigue siendo muy tradicional. Olvida la historia del hombre Jesús y su real condición humana, su particularidad finita (a pesar del n. 22 donde se dice en general que “trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre”). Una cristología expiatoria-sacrificial (n. 22, 32, 37, 38). Una cristología necesariamente exclusivista, pues el hombre Jesús, en su particularidad histórica, es mirado como la única encarnación y salvación plena de Dios en todo el universo. Como si Dios y mundo fueran entes separados, como si la Encarnación de Dios fuese un milagro singular en el devenir del cosmos, como si ese milagro se hubiera dado en un individuo de la especie Homo Sapiens en el planeta tierra hace solamente 2000 años… Es una teología muy dualista, geocéntrica y antropocéntrica.

La Iglesia necesitaba entonces y necesita hoy otra teología, otra cristología. Con otra teología y otra cristología, la Iglesia no podría exhibir esa pretensión de ofrecer la única respuesta plena a los problemas humanos (cosa que, por lo demás, la historia desmiente); no podría presentarse como dueña exclusiva de Dios, del Paráclito, del Cristo cósmico y universal, y ni siquiera de la Buena Noticia transformadora de Jesús.

Hace bien la Iglesia en confesar su antropología creyente, su fe en el ser humano habitado por una “semilla divina” (n. 3), su consideración de la conciencia como “sagrario” inviolable (n. 16; el ser humano debe actuar “según su conciencia y libre elección” y “no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción exterior”: n. 17; cf. 41), su idea de libertad (“Dios ha dejado al hombre en manos de su propia decisión”: n. 17; cf. Si 15,14), su sentido del respeto debido a toda persona humana, sobre todo a las más desvalidas (ancianos, extranjeros, hambrientos…), su condena de cuanto atenta a la vida y la integridad humana (n. 27). Pero no debiera proclamar tan alto que ella –solo ella–“descubre al hombre el sentido de la propia existencia” (n. 41)[4]. Muy excepcionalmente reconoce que tampoco ella “siempre tiene a mano la respuesta adecuada a cada cuestión” (n. 33), pero en general se arroga la misión “de iluminar a todo el orbe con el mensaje evangélico y de reunir en un solo Espíritu a todos los hombres” (n. 92)[5].

Se impone igualmente un comentario crítico sobre la antropología de la GS, empezando por el concepto (tradicional, agustiniano) del “pecado original”, anacrónico ya hace 50 años y hoy mucho más: un acto de rebelión contra Dios que tuvo lugar por “instigación del demonio” en el “exordio de la historia” y que “explica la división íntima del hombre” (n. 13) y todos los males. Es verdad que en este mismo n. 12 se sugiere tímidamente una interpretación simbólica (el relato de Gn 3 como figura narrativa de la experiencia humana actual), pero prevalece claramente la interpretación histórica y literal, hoy insostenible. Es preciso leer de otra manera el genial relato de Gn 3: no narra lo que sucedió, sino lo que nos sucede cada día. Es preciso igualmente entender la libertad en clave evolutiva: la libertad va emergiendo en la evolución, y nuestra especie está todavía en una fase solo incipiente. La libertad, por otro lado –esta vez sí en clave agustiniana– no consiste en elegir entre el bien y el mal, sino –como diría San Agustín– en poder elegir solo el bien, en “amar el amor”; el que hace se hace daño y hace daño a los demás lo hace porque todavía no es libre: “hace lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo” (n. 9; cf. Rm 7,19). Eso es el pecado: el pecado no es una culpa contraída que merece castigo y necesita expiación, sino el daño que nos hacemos por carencia de libertad, y que no reclama un castigo, sino más bien sanación y responsabilidad.

Hay otro rasgo de la antropología conciliar que, siendo tradicional, hoy resulta claramente insuficiente y perniciosa: su visión antropocéntrica de la realidad. “Todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos” (n. 12), afirma; el ser humano debe “dominar” a todas las otras criaturas y “someterlas” (n. 9, 34, 38, 53, 57); “es señor de la entera creación visible para gobernarla y usarla” (n. 12); el universo “alcanza por medio del hombre su más alta cima”, “es superior al universo entero”, y “no se equivoca el hombre al afirmar su superioridad sobre el universo material” (n. 14). Seguramente se equivoca (sobre todo en una época en que la especie humana se ha convertido en la peor amenaza del planeta). Afirma incluso que el ser humano es la “única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma” (n. 24) ) (¿cómo lo sabe?). Las ciencias actuales exigen a la teología superar su paradigma tradicional antropocéntrico y fixista.

Y una última observación crítica sobre otra grave deficiencia teológica de la GS: la referente a la igualdad de la mujer. No encontramos más que una mención general a la cuestión en el n. 9, y una referencia al “reconocimiento obligatorio de la igual dignidad personal del hombre y de la mujer” en el n. 49, y una invitación a promover la “necesaria participación de la mujer en la vida cultural”, pero “según su propia naturaleza” (n. 60). Y nada más. Este déficit puede aun entenderse en el año 1965, pero hoy no es admisible seguir aferrados a ese pasado.

3. La “legítima autonomía de las realidades mundanas”

Es otra de las expresiones y claves fundamentales de la GS. Todo el n. 36 está dedicado a esta importante cuestión: la relación entre la institución eclesial y las diversas instituciones y dimensiones de la vida social, cultural, política…

Aunque la discusión teórica ha perdido desde entonces buena parte de su urgencia y centralidad, la afirmación conciliar supuso entonces una ruptura que alarmó a muchos. Por eso se sintió el Concilio obligado a aclarar que “autonomía” no significa “independencia de Dios”. Pero no es esa la cuestión que se debate en el fondo. El texto conciliar no sitúa la discusión en el plano teórico que tanta tinta y condenas había hecho correr hasta las vísperas mismas del Concilio: la relación entre “natural” y “sobrenatural”, “profano” y “sagrado”, “mundo” y “Dios”… Las realidades llamadas profanas son absolutamente sagradas, la gracia envuelve y habita todo cuanto es, Dios es el corazón del mundo. Recogiendo la mejor intuición de la teología de De Lubac (a quien Pío XII, a través de los superiores de la Compañía de Jesús, prohibió enseñar en 1950 y a quien Juan XXIII levantó la prohibición en 1958), la GS declara tajantemente que “todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias”. Todas las cosas están llenas de Dios. Pero una vez sentado eso de entrada, la constitución conciliar plantea el debate en otro plano, el plano práctico de la relación entre la institución eclesial y las diversas dimensiones de la vida. Y viene a decir –y fue una gran novedad – que la Iglesia como institución no tiene autoridad para imponer nada en la organización de la sociedad civil, en la convivencia política o en el desarrollo de las ciencias. Ha de respetar y reconocer la “justa autonomía de lo creado, y sobre todo del ser humano” (n. 41), “la metodología particular de cada ciencia o arte”, “la legítima autonomía de la ciencia” (n. 36) y de la cultura en general (n. 59; el n. 56 llega a decir que la cultura “goza de una cierta inviolabilidad”, y se refiere expresamente a las culturas minoritarias o minorizadas). No se olvide que la Iglesia venía de siglos de teoría y de práctica de intrusión absolutista en todos los campos (la ciencia, la religión, la política), negando la libertad de opinión, de religión, de investigación o de organización política[6].

En una época en que era habitual contraponer la historia y el más allá, o el mundo y el Reino de Dios, y considerar a la Iglesia como presencia del Reino en la historia, el Concilio afirma que la humanización del ser humano y la transformación de la tierra para el bien común se convierten en “material del reino de los cielos” (n. 38); la tierra es capaz de cielo, y ése es el sentido de la vida y de toda la actividad humana: “anticipar” el cielo en la tierra (n. 39). En una época en que muchos reclamaban una condena explícita y contundente del comunismo por parte del Concilio, éste no solamente no formula tal condena, sino que afirma que la Iglesia “no está ligada a ninguna forma particular de civilización humana ni a sistema alguno político, económico o social” (n. 42; cf. 58)[7], y que son los ciudadanos quienes deben decidir sobre el régimen político y “las modalidades concretas por las que la comunidad política organiza su estructura fundamental” (n. 74). En una época en que muchos cristianos vivían aún en regímenes católicos confesionales, la GS aboga por una clara separación de Iglesia y Estado: “La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas” (n. 76). En una época en que muchos episcopados, el español entre ellos, se aferraban a numerosos privilegios sociales de todo tipo, la GS afirma que la Iglesia “no pone… su esperanza en privilegios dados por el poder civil” (n. 76). ¿No tenemos la impresión de que apunta más allá que una mera “sana laicidad” que muchos representantes de la institución eclesial aceptan hoy casi a desgana?

Hay otra importante afirmación que merece ser destacada en esta misma línea: puede suceder que los cristianos adopten opciones distintas, incluso opuestas, en los distintos asuntos de la vida, y “en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia” (n. 43; cf. n. 75). El texto habla de los “laicos”[8] y el contexto se refiere a la praxis social y política, pero ¿por qué el mismo principio no debería valer en el campo de la moral personal o de la teología dogmática? ¿Y por qué la propia “autoridad de la Iglesia” no debería ser la primera en respetar esa pluralidad de opiniones u opciones?

4. No hay evangelio sin cultura y viceversa

La relación entre la fe y la cultura –la “inculturación”– sigue siendo una cuestión central, y compleja, en la teología y en el anuncio del evangelio. No hay evangelio puro, sino siempre inculturado de una u otra forma. Toda cultura, a su vez, lleva siempre la impronta y la herencia de vivencias sociales de transcendencia simbólicamente expresadas.

El término “inculturación”, relativamente reciente en teología, tiene dos acepciones: por un lado, significa adaptación del anuncio y de la práctica del Evangelio a la cultura de cada tiempo y lugar; por otro lado, significa la escucha y recepción del Evangelio en la cultura de cada tiempo y lugar.

La GS se refiere casi exclusivamente a la primera acepción: la Iglesia ha de “acomodarse a cada generación” (n. 4); debe “expresar el mensaje cristiano de modo apropiado a cada uno” de los pueblos, y “esta adaptación de la predicación de la palabra revelada debe mantenerse como ley de toda la evangelización” (n. 44; 58). Pero en este mismo número 44 –uno de los mejores de la Constitución– se apunta la segunda dimensión: todos los cristianos deben “auscultar, discernir e interpretar las múltiples voces de nuestro tiempo” como voces de Dios. Pues “Dios… habló según los tipos de cultura propios de cada época” (n. 58). Es verdad que esta frase se refiere a la revelación de Dios a Israel. No se llega hasta reconocer que Dios se “revela” en las diversas culturas extrabíblicas. Aquí, como en otros tantos lugares, se percibe un cierto esfuerzo de contención, como si temiera llegar hasta donde la lógica del pensamiento apunta. Pero reconoce la presencia del Espíritu, de su luz y de su bondad, antes y más allá de la Biblia o de la Iglesia (cf. la Declaración Nostra Aetate): y ¿qué es eso sino auténtica revelación de Dios? Debiera, pues, concluir: la Iglesia no solo anuncia el Evangelio a las diversas culturas del mundo, sino que lo recibe de ellas; todo el esfuerzo humano y humanizador del mundo no solamente es, en expresión de Eusebio de Cesarea y otros Santos Padres, “preparación evangélica” (n. 40), sino evangelio encarnado.

Otro de los grandes números de la Constitución, el 62, afirma que el encuentro con una nueva cultura impone una reinterpretación de la fe: “Los nuevos hallazgos de la ciencias, de la historia y de la filosofía suscitan problemas nuevos que traen consigo consecuencias prácticas e incluso reclaman nuevas investigaciones teológicas”. Era una cuestión crucial hace 50 años y lo sigue siendo hoy. Crucial y actual sigue siendo también la distinción que establece entre “las verdades de la fe” y “el modo de formularlas” (ya lo había enseñado Santo Tomás de Aquino, y lo había recordado Juan XXIII en el discurso de apertura del Concilio). Como crucial y actual es la llamada a la investigación teológica: que “siga profundizando en la verdad revelada sin perder contacto con su tiempo”, para presentar la fe a nuestros contemporáneos “de manera más adaptada al hombre contemporáneo y a la vez más gustosamente aceptable por parte de ellos”; para que ello sea posible, todos los cristianos, teólogos o no, deben gozar de “la justa libertad de investigación, de pensamiento y de hacer conocer humilde y valerosamente su manera de ver en los campos que son de su competencia”. No hay más que decir, pero ¡cuánto queda por cumplir de estos bellos propósitos del n. 62!

En la “Conclusión” de la Constitución, se indica que, dada “la inmensa diversidad de situaciones y de formas culturales que existen en el mundo”, todo lo afirmado en este mensaje necesita de una “adaptación a cada pueblo y a cada mentalidad” y que su “doctrina”, que a menudo “trata de materias sometidas a evolución, deberá ser continuada y ampliada en el futuro” (n. 91). Se refiere a las cuestiones sociales y políticas, pero ¿por qué no ha de valer igualmente para todas las ideas teológicas, normas morales y elementos institucionales de la Iglesia? Todo cuanto se expresa en un lenguaje –por muy dogmático que sea– está ligado a una cultura y, en cuanto tal, evoluciona. Toda experiencia y todo lenguaje de fe es histórico y cultural.

5. La paz de la justicia, la justicia en la paz

Con la memoria todavía reciente y herida de las dos traumáticas guerras europeas, ante el panorama asolador de docenas y docenas de guerras abiertas en el mundo, en plena guerra fría, en plena y atroz escalada armamentística, ante la gravísima amenaza de una guerra atómica universal y terrible, con conciencia viva de que “la familia humana ha llegado en su proceso de madurez a un momento de suprema crisis” (n. 77), y siguiendo la estela de la reciente encíclica Pacem in Terris de Juan XXIII (1963), la Iglesia hace en la GS un solemne, cuidado, realista llamamiento a “cimentar la paz en la justicia y el amor y a aportar los medios de la paz” (n. 77).

“La paz no es la mera ausencia de la guerra” (n. 78), proclama. La paz no es “la tranquilidad en el orden”, como la definía San Agustín, cuya fórmula retomará el Catecismo (n. 2304). La justicia, no el orden, es la condición fundamental de la paz. La paz es “obra de la justicia” (n. 78: Is 32,7), fruto del orden justo. No habrá paz mientras no haya justicia. Y no habrá justicia mientras todos los derechos humanos de todos no sean efectivos, mientras no “se facilite al ser humano todo lo que éste necesita para vivir una vida verdaderamente humana”, por ejemplo: “el alimento, el vestido, la vivienda…, la educación, el trabajo…” (n. 26), y de manera especial un trabajo y un salario digno (n. 66). “Las excesivas desigualdades económicas y sociales entre los miembros o los pueblos de la misma familia humana” “son contrarias a la justicia social, a la equidad, a la dignidad y a la paz” (n. 29).

Hay que decir, por tanto: No habrá paz mientras haya pobres. La GS formula como criterio, desde la primera frase, la primacía del pobre: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres”. Sobre todo los pobres. Aquí se expresa la “opción preferencial por los pobres”, que la Teología de la liberación reivindicará y Juan Pablo II asumirá. Primero los pobres, también para la paz. La Iglesia es “la Iglesia de todos y particularmente la Iglesia de los pobres” (Juan XXIII, mensaje radiofónico del 11 de septiembre de 1962, un mes antes de la apertura del Concilio). Eso es radicalmente distinto de lo que, a comienzos del siglo XX, había escrito el papa Pío X: “Es conforme al orden establecido por Dios que, en la sociedad humana haya… patronos y proletarios, ricos y pobres, sabios e ignorantes, nobles y plebeyos” (Acta Pii X, I, 119). Y por si hubiera dudas, la GS cita el dicho, común entre los Santos Padres, recogido en el Decreto Graciano: “Alimenta al que muere de hambre, porque, si no lo alimentas, lo matas” (n. 69).

En cuanto a la guerra, advierte que, debido a las armas modernas, la “barbarie” de la guerra puede superar “enormemente la de los tiempos pasados”, condena “enérgicamente” el extermino de pueblos y masas, llama a “atenuar la crueldad de las guerras” cumpliendo los tratados internacionales sobre el trato justo de combatientes y prisioneros, reconoce el derecho a la objeción de conciencia contra el ejército, y también el derecho a “defenderse con justicia”, pero de ningún modo a “someter a otras naciones” (n. 79); señala que “el horror y la maldad de la guerra se acrecientan inmensamente con el incremento de las armas científicas”, y que ello “obliga a examinar la guerra con mentalidad totalmente nueva” (n. 80); indica también que “la carrera de armamentos es la plaga más grave de la humanidad y perjudica a los pobres de manera intolerable”, y además “no es camino seguro para conservar firmemente la paz segura y auténtica” (n. 81, en alusión directa a la guerra fría de la época); afirma que se debe buscar que, “por acuerdo de las naciones, pueda ser absolutamente prohibida cualquier guerra”, si no queremos que la humanidad “sea arrastrada funestamente a aquella hora en la que no habrá otra paz que la paz horrenda de la muerte” (n. 82). Y vuelve a concluir: “para edificar la paz se requiere ante todo que se desarraiguen las causas de la discordia…, principalmente las injusticias”, sobre todo “las excesivas desigualdades económicas” (n. 83). Y no deja de poner el dedo en la verdadera llaga cuando declara que nada tendrá arreglo “si no operan profundos cambios en las estructuras actuales del comercio mundial” (n. 85).

6. Creer de manera creíble en un Dios creíble

En el Proemio –magnífica síntesis de la Constitución–, la GS reconoce que “las nuevas condiciones [la mutación cultural en marcha] ejercen influjo también sobre la vida religiosa” (n.7), y hace una afirmación tan justa como escandalosa para muchos en aquel momento: el espíritu crítico purifica la religión de creencias y prácticas supersticiosas y apela a una vivencia más personal y operante, y todo ello “hace que muchos alcancen un sentido más vivo de lo divino” (n. 7).

El ateísmo es tratado con una amplitud de espíritu mucho mayor que el que entonces cabía esperar: “La Iglesia… no puede dejar de reprobar… esas perniciosas doctrinas y conductas… Quiere, sin embargo, conocer las causas de la negación de Dios” (n. 21.). Los motivos de la negación de Dios son múltiples, pero llama la atención que afirme con tanta rotundidad que en la génesis del ateísmo “pueden tener parte no pequeña los propios creyentes” (n. 19), y no solamente porque su vida es a menudo negación del Dios o del evangelio que predican, sino también por “la exposición inadecuada de la doctrina” (n. 20).

Me atrevería a decir incluso que ésta es la razón principal, pues quien niega conceptualmente a Dios lo niega siempre porque el concepto (o la imagen) que de Él se forma no es adecuado. El Dios que niegan los ateos simplemente no existe (lo que no quiere decir que no SEA el Misterio que llamamos “Dios” y es nuestro SER más profundo, hecho de bondad feliz). En esa línea, es lógico –pero no por ello menos significativo–que la Constitución afirme: “el remedio del ateísmo hay que buscarlo en la exposición adecuada de la doctrina y en la integridad de vida de la Iglesia” (n. 21).

Dicho eso, sigue preso (como la inmensa mayoría de los cristianos todavía hoy) del esquema teísmo-ateísmo. También sigue preso de ese “fundamentalismo”, tan caro a Benedicto XVI, según el cual quien niega conceptualmente a Dios está condenado a deshumanizarse, como si fueran “razones metafísicas” las que llevan a la gente a ser buena y a tener esperanza y paciencia, o como si, por tener unas creencias, “los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor” tuvieran “solución” y “respuesta plena y totalmente cierta” (cf. n. 21). Sólo “Dios” como Realidad y Fondo, Ternura y Belleza de toda realidad, llena al ser humano, pero ese “Dios” tiene poco que ver con las creencias religiosas, los dogmas y las instituciones religiosas.

… Con el Catecismo hacia atrás

La contraposición establecida por Benedicto XVI entre “hermenéutica de la ruptura” y “hermenéutica de la continuidad” en la lectura del Vaticano II es cuestión semántica. Puede ser que el pape califique de ruptura toda lectura del Concilio que él no comparta. Y puede ser también que llame “continuidad” a la mera repetición de las fórmulas conciliares. Pero la vida no repite nada; se transforma sin cesar, y a veces produce maravillosos saltos que parecen rupturas, pero que no lo son; son nuevas expresiones de la vida en una realidad siempre abierta.

Dejemos, pues, de lado esa discusión terminológica, y concedámonos la libertad para hacer aquella lectura de GS que a cada uno parezca hoy más acorde con el Espíritu y la Vida. Nadie es neutro, nadie se libra de hacer una lectura u otra. La fidelidad no es neutra, ni consiste en repetir la letra del pasado.

En realidad, nadie repite toda la letra. No solamente la lectura, sino también la repetición es siempre selectiva. La lectura de la GS que yo acabo de proponer en estas páginas no es imparcial: los textos que selecciono constituyen una lectura, sugieren una interpretación, indican aquello que para mí es decisivo en el documento, algo que en su momento fue innovador y que hoy sigue siendo inspirador de futuro. Lo mismo se aplica, pero en el sentido inverso, al Catecismo de la Iglesia Católica (1997). Ésta contiene unas 170 citas textuales de la GS (contando las repetidas), pero ¿basta con ello para poder afirmar que el Catecismo es fiel al espíritu, al aliento, a la inspiración profunda de esta Constitución o del Concilio en su conjunto, incesantemente citado? Evidentemente no. La cuestión no es el cúmulo de citas, sino la selección de las mismas: qué es lo que cita y, de modo especial, qué es lo que no cita, es decir, aquello que silencia y oculta. Ni lo uno ni lo otro es casual, sino intencionado. Señalaré unos cuantos ejemplos.

El Catecismo no cita el n. 1 (la Iglesia solidaria de nuestro tiempo), pero sí el n. 2 (el ser humano esclavizado por el pecado); nunca cita los nn. 3 al 9 (“signos de los tiempos”, “revolución”, “mutación”, “metamorfosis social y cultural”, su “influjo sobre la vida religiosa”, “realidad dinámica y evolutiva”, “conocer el mundo en que vivimos”), ni el 11 (“discernir” en cada época los signos de Dios), pero sí el 10 (“hay muchas cosas permanentes”); no cita, en cambio, el n. 41 (“la Iglesia reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época actual”), ni el 42 (“cuanto de bueno se halla en el actual dinamismo social”). El sesgo es evidente.

Sigamos. Cita cuatro veces el n. 17, pero nunca la frase sobre la necesidad de que la persona “actúe según su conciencia y libre elección”; y no cita el n. 28 (la persona conserva su dignidad “incluso cuando está desviado por ideas falsas”).

Cita el n. 21 sobre el ateísmo, pero no la frase de que su remedio es “la exposición adecuada de la doctrina”.

No cita el n. 33 (la Iglesia “no siempre tiene a mano respuesta adecuada a cada cuestión”). Cita el n. 43, pero no la afirmación de que los cristianos pueden adoptar opiniones u opciones divergentes. Y no cita el n. 75 (“El cristiano debe reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales discrepantes”), ni el 92 (la Iglesia debe reconocer “todas las legítimas diversidades” de las otras Iglesias).

Cita el n. 44, pero sin mencionar “los muchos beneficios” que la Iglesia “ha recibido de la evolución histórica del ser humano”; asimismo, cita cinco veces el n. 45, pero nunca la frase de que la Iglesia “recibe ayuda” del mundo.

El capítulo más conservador de la GS es seguramente el referido al matrimonio y la familia; contiene apenas un par de frases que podrían significar una cierta apertura. Pues bien, el Catecismo cita abundantemente este capítulo, pero nunca esas expresiones más aperturistas. Así, cita doce veces el n. 48 (el más citado de la Constitución), pero ninguna sola vez recoge la frase que dice que los esposos deben “participar en la necesaria renovación cultural, psicológica y social a favor del matrimonio y de la familia”; cita cinco veces el n. 50 sobre la procreación, pero nunca la afirmación de que “este juicio, en último término, deben formarlo ante Dios los esposos personalmente”.

Cita cuatro veces el n. 36, pero nunca la expresión “legítima autonomía”, y sí varias veces la frase “la criatura sin Dios desaparece”. Cita el n. 58, pero solo la frase “la buena nueva de Cristo renueva constantemente la vida y la cultura del hombre caído”, y no que “Dios habló según los tipos de cultura propios de cada época”. Nunca cita el n. 59, que dice, por ejemplo: “la cultura… tiene siempre necesidad de una justa libertad para desarrollarse y de una legítima autonomía”. Tampoco el n. 76, que dice que “la comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas”, que la Iglesia “no pone su esperanza en privilegios dados por el poder civil”, y que incluso “renunciará al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos”, cuando resulten ser un anti-testimonio social.

Cita el n. 62, pero solo la afirmación de que la teología debe “profundizar en el conocimiento de la verdad revelada”, no otras muchas afirmaciones sobre la teología: que hoy se halla ante problemas nuevos que reclaman nuevas investigaciones, debe utilizar las ciencias, debe reconocérsele “la justa libertad de investigación”, hay que distinguir la fe y la formulación… Cita el n. 89, pero solamente la referencia a la “ley divina y natural”. Y no cita el n. 91, que habla de “la inmensa diversidad de situaciones y de formas culturales que existen en el mundo de hoy”, de que la Constitución “más de una vez trata de materias sometidas a incesante evolución” y que, por ello, la enseñanza es solamente “genérica”.

Todo eso no puede deberse a mera casualidad. La intencionalidad es innegable, y la conclusión también: el Catecismo es fiel solamente a una parte de la GS (y del Concilio en general), a la parte más tradicional y conservadora, a aquella con la que sintoniza la autoridad vaticana de hoy. Ignora o silencia su potencial renovador. Traiciona a aquella corriente conciliar que soñó con otra Iglesia y otra teología para el mundo de hoy.

No hemos de mirar al pasado de nuestro presente sino para realizar el futuro de nuestro pasado. El criterio de la fidelidad es el pasado en cuanto profecía y germen de futuro. No lo que quedó dicho, sino su apertura a lo nuevo por decir. El Catecismo, como la jerarquía vaticana desde Juan Pablo II, es fiel a la parte de Trento (1545-1563) y del Vaticano I (1870) que sigue presente en el Vaticano II, pero no es fiel al impulso del Espíritu que inspiró a muchos padres conciliares y que renueva la faz de la Tierra. Sin embargo, el Espíritu sopla donde quiere y es imparable. Ahí sigue también presente en muchos textos conciliares, esperando a ser liberado de la servidumbre de la letra.

En: José Manuel Vidal y Jesús Bastante (Eds.). Un Concilio entre primaveras. De Juan XXIII a Francisco. Herder – Religión Digital, 2013, p. 165-191.

  1. El cardenal belga Suenens, en su célebre intervención conciliar del 4 de diciembre de 1962, propuso que el Concilio hablara de la “Iglesia ad intra” y de la “Iglesia ad extra”. La Lumen Gentium responde a la primera perspectiva, la Gaudium et Spes a la segunda.
  2. Los teólogos de ambas corrientes formaron bloques enfrentados en torno a dos revistas: Concilium (impulsada por Schillebeeckx, Rahner, Küng…, fundada en 1964) y Communio (promovida por Balthasar, De Lubac, Ratzinger…, fundada muy poco después de finalizado el Concilio).
  3. Entre los grandes problemas contemporáneos, la GS menciona el crecimiento demográfico en el n. 5, y lo aborda algo en el n. 87, pero su tratamiento es gravemente irresponsable, pues –aparte una referencia poco clara a “los progresos científicos en el estudio de los métodos que pueden ayudar a los cónyuges” en el control de la procreación– se limita a decir que los gobiernos no han de intervenir y que los padres han de atenerse al “orden moral” y a la “ley divina” (la Humanae Vitae de Pablo VI en 1968, presionado por sus dudas y por la Curia, y contra el parecer de la mayoría de los obispos y teólogos de la época, e incluso de la Comisión Pontificia constituida ad hoc, llevaría la restricción al extremo y al absurdo, condenando la famosa píldora anticonceptiva en nombre de la “ley natural”…; digo absurdo, porque la “ley natural”, si existe, nadie la conoce, y la cultura humana forma parte de la naturaleza, y el cambio es su ley fundamental). El problema demográfico no ha hecho sino agravarse desde entonces de manera alarmante: en 1950 éramos 2.500 millones de habitantes; 60 años después, somos 7.000 millones.
  4. Hay un equívoco grande en torno a la expresión “sentido de la vida”, como si consistiera en responder a unos interrogantes. El n. 18 afirma: “la fe… responde satisfactoriamente al interrogante angustioso sobre el destino futuro del hombre”. ¿No se hace depender el “sentido” de la vida de la explicación del “por qué”? ¿Y no se identifica demasiado la fe con unas creencias (siempre fabricadas, al fin y al cabo, por la mente humana)? La verdadera fe no “explica” nada, ni el origen ni el futuro; la fe es aliento, no creencia ni explicación. Y el “sentido” no consiste en decir de dónde venimos y a dónde vamos, sino en tener un estímulo profundo para vivir, y en eso consiste la salvación. Por eso, tampoco es cierto que los no creyentes sientan más angustia que los creyentes ante la muerte.
  5. También a los cristianos de las otras iglesias se mira de arriba abajo al referirse a ellos como “los hermanos que todavía no viven unidos a nosotros en la plenitud de comunión” (n. 92).
  6. Hacía solamente 100 años que Pío IX había arremetido contra aquellos que “no dudan en afirmar que ‘la mejor forma de gobierno es aquella en la que no se reconozca al poder civil la obligación de castigar, mediante determinadas penas, a los violadores de la religión católica, sino en cuanto la paz pública lo exija’” y contra aquellos que “no dudan en consagrar aquella opinión errónea, en extremo perniciosa a la Iglesia católica y a la salud de las almas, llamada por Gregorio XVI, Nuestro Predecesor, de f. m., locura, esto es, que ‘la libertad de conciencias y de cultos es un derecho propio de cada hombre, que todo Estado bien constituido debe proclamar y garantizar como ley fundamental, y que los ciudadanos tienen derecho a la plena libertad de manifestar sus ideas con la máxima publicidad -ya de palabra, ya por escrito, ya en otro modo cualquiera-, sin que autoridad civil ni eclesiástica alguna puedan reprimirla en ninguna forma’. Al sostener afirmación tan temeraria no piensan ni consideran que con ello predican la libertad de perdición y que, si se da plena libertad para la disputa de los hombres, nunca faltará quien se atreva a resistir a la Verdad, confiado en la locuacidad de la sabiduría humana pero Nuestro Señor Jesucristo mismo enseña cómo la fe y la prudencia cristiana han de evitar esta vanidad tan dañosa (Quanta cura n.3).
  7. Se puede entender que el “materialismo práctico” (n. 9), señalado como una tara de la civilización actual, apunta intencionadamente tanto al capitalismo como al comunismo. Lo que denuncia la GS es “el espíritu economicista tanto en la economía colectivizada como en las otras” (n. 63) y pone el acento en las inmensas desigualdades económicas del mundo, tanto entre unas naciones y otras como en el interior de la misma nación (n. 66). Se diría que no le preocupa tanto la división Este-Oeste (países comunistas y capitalistas), sino Norte-Sur (países ricos y pobres). Condena por igual la negación de la igualdad en nombre de la libertad como la negación de la libertad en nombre de la igualdad (n. 65). Insiste en que la “la misma propiedad privada tiene también, por su misma naturaleza, una índole social cuyo fundamento reside en el destino común de los bienes” (n. 71). Y no deja de mencionar como “escándalo” el hecho de que los países que “disfrutan de la opulencia” sean “generalmente los que tienen una población cristiana sensiblemente mayoritaria” (n. 88).
  8. A los laicos se les asignan las tareas “temporales” o profanas (n. 43). Indicio de un dualismo y de una eclesiología clerical medieval que sigue vigente en el Vaticano II y hoy se refuerza.