JESUS CON NOSOTROS

“Jesús con nosotros”. Ahí está dicho, desde el punto de vista cristiano, todo lo esencial: lo esencial sobre Jesús, sobre nosotros mismos, sobre todo ser. Sobre Dios en cuanto misterio último y última luz.

“Jesús con nosotros” afirma – y esta es la confesión fundamental del cristiano – que Jesús no es una mera figura del pasado, sino una presencia que acompaña nuestra existencia con todas sus soledades. Afirma en consecuencia que nosotros, a pesar de todos los datos en contra, no estamos nunca solos, o solos del todo, sino acompañados por una presencia protectora. Afirma que el fondo de todo ser es una compañía, tan segura como gratuita, segura por gratuita. “Jesús con nosotros” afirma, en último término a Dios, pues “Jesús” significa “Dios salva”. Y Dios no es sino salvación, y lo que salva no es sino la compañía que no falla. En Jesús, nos afirmamos a nosotros mismos – junto con toda la creación – como fundados, acompañados, salvados por Dios.

Jesús en cuanto presencia de Dios que nos acompaña es para el creyente cristiano el gran don. Pero también la gran tarea. Jesús solo se convierte en don a través de la tarea, del esfuerzo a menudo oscuro y baldío por seguirle día a día y por hacerle presente. Pero el esfuerzo y la tarea no son mandamientos rígidos, no son fría imposición externa, sino vida suscitada por el don siempre previo, el don que siempre nos precede y nos espera.

Según este doble aspecto, divido en dos partes estas reflexiones sobre algunas dimensiones fundamentales de la presencia de Jesús con nosotros: el don de la presencia y la tarea de la presencia.

1. EL DON DE LA PRESENCIA

1.1. Jesús, un pasado que es presente

Muchos de nosotros, quizá la mayoría de los cristianos, hemos vivido desde niños la presencia de Jesús con nosotros como la presencia más natural. Su compañía era nuestra primera certeza. Nos hemos criado, hemos nacido a la vida y a nosotros mismos, con el sentimiento espontáneo de esa compañía misteriosa e indiscutida. No era una mera idea, pues ya estaba ahí cuando todavía no sabíamos de ideas y de reflexiones complicadas. No era una mera costumbre, pues nos tocaba el corazón. No era una simple ley, pues nos abría a horizontes infinitos de libertad. Era eso: una presencia en lo más profundo de nosotros, presencia misteriosa e inabarcable, pero a la vez presencia íntima y familiar, con rostro y con nombre bien concretos. Su figura cercana nos abría a lo insondable y sin medida, al misterio infinito de Dios. Pero el misterio infinito se nos ha hecho cercano y conocido, un compañero al que podíamos rezar, hablar, llamar por su nombre. En esa presencia nos sentíamos pecadores, a menudo en exceso, pero en esa compañía nos sabíamos perdonados y siempre podíamos recobrar la paz.

Cuando evocamos los orígenes de nuestra fe, esta se nos presenta como sentimiento de una presencia inmensa y cercana. La vida entera envuelta par la presencia del misterio grande, a la vez exigente y consolador. Era muy bello. La fe vivida con la naturalidad de la vida. La vida desplegada en la fe hasta sus últimas dimensiones. Y en el centro, la figura de Jesús, rostro conocido y misterio insondable.

Luego han tenido que venir, casi necesariamente, las objeciones, las dificultades, las sospechas. La crisis de la fe. Por un lado, la duda acerca de Dios en general: ¿No será Dios solamente proyección de los deseos y de los miedos del ser humano, tan inadaptado y amenazado desde los orígenes de la especie humana? ¿No será mero fantasma infantil, la figura del padre y de la madre erigida en horizonte absoluto? ¿Quién no ha sentido más de una vez el vértigo y la herida de la duda? Pero, por otro lado, es la misma fe en Jesús la que está sujeta a una situación especial de crisis, sobre -todo desde hace más de 200 años, desde que los exegetas (investigadores de la Biblia) pusieron de manifiesto que lo que los Evangelios nos ofrecen no es lo que Jesús dijo e hizo exactamente en el pasado, sino la manera como las comunidades cristianas miraban y comprendían a Jesús en su respectivo tiempo y lugar. Pareció abrirse una brecha en la figura misma de Jesús: una brecha entre la verdad histórica que mira al pasado y la verdad de la fe que mira al presente. ¿La presencia del Señor resucitado, del Cristo y el Hijo seria mera ilusión? ¿Habría que volver al Jesús real de la historia?

No es seguro que esa brecha esté todavía reparada: algunos siguen empeñados en leer los Evangelios a la letra, como crónicas exactas de lo que Jesús dijo e hizo; otros parecen considerar invención vacía todo lo que no es “verdad histórica”. Unos y otros identifican el misterio con una verdad comprobada; unos y otros encierran la presencia en el pasado o en la letra.

Pero esa alternativa entre el pasado y el presente destruye la fe, que es precisamente un movimiento vivo: un camino constante que va del Jesús histórico del pasado al misterio de su presencia actual; un camino que va desde nuestro presente al pasado de Jesús y del pasado de Jesús a nuestro presente; un camino que funda la confesión del Señor en el recuerdo de la “verdad histórica” de Jesús, pero a la vez ahonda la “verdad histórica” de Jesús desde la confesión actual del Señor en fidelidad a nuestro propio presente. El presente eterno de Dios remite a su encarnación en la historia, de modo que la confesión tiene fundamento en la memoria. Pero a la vez, la historia descubre su última verdad en el presente eterno de Dios, de modo que es la fe actual la que descubre la verdad siempre nueva de la historia recordada.

Tal es el movimiento y el camino que nos indican justamente los Evangelios. En éstos no nos habla la memoria de unos historiadores, sino la de unos creyentes. Por eso, no son esclavos de la “exactitud histórica” del pasado. sino servidores de su vigencia y de su actualidad hoy. “Cambian” las palabras y los hechos del Jesús histórico para hacerlos vivos y operantes hoy. Es preciso “inventar” e “imaginar” para recordar bien. La memoria creyente es innovadora. Cierto, Jesús no es una creación de la admirable facultad imaginativa del espíritu humano capaz de expresar sus grandes intuiciones acerca de la Verdad en figuras, mitos y símbolos, sino un personaje histórico muy real que vivió hace 2.000 años en Palestina, una región marcada por grandes malestares religiosos, sociales, políticos. Es bueno saberlo, porque sin él la fe perdería su cimiento, pero el mero pasado de Jesús es vano si no se le ahonda en su última verdad que es la presencia viva de Dios en él y de él en Dios y de Dios en nosotros por él.

He ahí nuestro camino. Debemos aprender a creer como los primeros discípulos: en la confluencia de la memoria y la confesión, en el recuerdo del Jesús histórico que lo hace presente, en la acogida de la Presencia que nos precede en la historia pasada y nos conduce al Reino futuro. Sin poder apoderarnos nunca de una presencia de la que no tenemos más que huellas, ecos, sombras. Sin poder apresarla ni en la certeza histórica ni en el dogma ortodoxo.

Buscándola más bien con dolor y con anhelo como María de Magdala en la mañana de Pascua. Y asumiendo sin añoranzas del pasado y sin crispaciones agresivas, pero también sin dejaciones fáciles y sin indiferencias incrédulas, las perplejidades y los desconciertos propios de una época de “crisis”, de cambios, de pasos. ¿Puede uno ser creyente si no es a través de crisis, pasos, éxodos?

En las páginas que siguen voy a exponer algunos elementos y momentos fundamentales de este itinerario hacia el reconocimiento y la actualización de la presencia liberadora de Jesús. Se trata también hoy de aprender a ser creyentes, es decir, de sabernos acompañados por una presencia que no hemos engendrado sino nos engendra, y con nosotros engendra un nuevo porvenir. El saber sobre el pasado de Jesús es imprescindible para ello, pero no basta. A cada uno nos alcanza la pregunta en el centro: “Y tú, ¿quién dices que soy yo?” (Mc 8, 29). Y, ¿qué dices de ti mismo/a? ¿qué quieres ser, crear, arriesgar?

1.2. Un hombre que se hizo presente

“Jesús recorría todos los pueblos y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando la buena noticia del Reino y curando todas las enfermedades” (Mt 9, 35). Con esta fórmula-bisagra estructura Mateo toda la primera parte de su evangelio, centrada en el anuncio del Reino por parte de Jesús (cf. 4, 23-25; 11, 1). Cuando quiere recordar lo esencial de Jesús, Mateo dice escuetamente: “recorría pueblos y aldeas”, “anunciaba el Reino”, “curaba todas las enfermedades”. No se puede decir más en menos.

Este versículo expresa el contenido de la presencia de Jesús. Jesús recorre, acude, se hace presente. ¿Qué trae consigo? No palabras amenazadoras sobre juicios últimos y cataclismos próximos, como gustaban a los profetas apocalípticos (seguramente también a Juan el Bautista). Ni exigencias morales de ascesis radical, como gusta a los que conciben a Dios como enemigo del mundo, el cuerpo y la vida. Ni promesas de una “vida eterna más allá”, como ha gustado secularmente a la teología y espiritualidad cristianas. Ni tampoco, al menos directamente, programas de revolución político-social (y, sin embargo, nada más alejado de Jesús que un mensaje espiritualista y descomprometido con los problemas político-sociales…).

¿Qué trae? Antes que nada, a sí mismo. Viene, se acerca, acude. Se hace presente como palabra nueva y buena en medio de la retórica y la monserga, de la doctrina y el precepto. ¡Por fin, una noticia buena! Hacía tiempo que la profecía había callado, y se dudaba de que el cielo volviese a hablar, como se duda hoy de que haya “noticias de Dios”. Y se temía que, si por ventura el cielo volvía a hablar, lo hiciese para fulminar un veredicto de condena. No sucede nada de eso. Con Jesús vuelve a abrirse el cielo (cf. Mc 1, 10) y deja oír palabras de filiación, de amor y complacencia: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco” (Mc 1, 11). Cuando habla el cielo, dice: “Tú eres mi hijo amado”; cuando hable la tierra, dirá: “Abba, querido padre”. Esa es la religión de la compañía.

Una compañía que cura. La noticia de Jesús es buena, porque viene a curar toda dolencia. Una de los rasgos históricos indiscutibles de Jesús es que hizo curaciones (¿cuántas? ¿cómo? No nos importa): expulsó “malos espíritus” de angustia, marginación social, complejo, culpa, miedo…; sanó cuerpos rotos y espíritus rotos, brindándoles el perdón de Dios y la confianza en sí mismos, rehabilitándoles ante Dios y ante sí, reincorporándoles a la mesa común, reinsertándoles en la sociedad. Curó cuerpos curando espíritus y curó espíritus curando cuerpos. Algunos le tacharon de mago, al igual que a bastantes contemporáneos suyos que como él actuaban y curaban al margen de marcos oficiales. Los que supieron mirar, en cambio, vieron en sus acciones “milagros”, es decir, manifestaciones palpables y cercanas de la mano de Dios que libera, salva, sana.

Otro de los lugares más llamativos en que encarnó su presencia fue la mesa. La mesa, que era en la época el lugar por antonomasia donde se expresaban, y hasta se exhibían, las diferencias y las rupturas, la convirtió Jesús en lugar de comunión por antonomasia, más allá de las reglas religiosas de pureza, más allá de las normas sociales del honor. Comió (hasta llamarle “comilón y borracho”: Lc 7, 34), y comió de todo, y sobre todo comió con todos, para escándalo de ascetas y observantes de las normas de pureza religiosa y de decencia cívica.

Así vivió Jesús, comiendo con todos y curando, haciéndose presente allí donde abundaran amenazas y aquejaran dolencias, haciéndose próximo y compañero de miserables, enfermos, hambrientos y perseguidos, de leprosos, cojos, sordos y mudos, de mujeres, niños, publicanos y pecadores. No es extraño que años más tarde, cuando Lucas quiere resumir en una frase la vida de Jesús, le haga decir a Pedro simplemente esto: “Pasó la vida hacienda el bien y curando a los oprimidos por el demonio, porque Dios estaba con él” (Hch 10, 38). Si Dios estuvo con él, es que lo sigue estando: y si Dios está con él, es que Jesús sigue estando también hoy con nosotros, y su presencia sigue siendo un “presente”, un regalo, porque acompaña y cura.

Si nos parece que la presencia de Dios o la presencia de Jesús es demasiado abstracta y vacía, releamos Mt 9, 35. Una y otra vez, de modo que nos vaya penetrando y transformando.

1.3. Una presencia que es compasión

“Compasión”, como la misma palabra lo dice, significa “compartir la pasión”, tomar parte en el dolor ajeno, sufrir con quien sufre. No con una emoción superficial y pasajera, como nos sucede la mayoría de las veces que compadecemos a alguien; ni con la actitud paternalista de quien se sabe superior al que padece y no quiere renunciar a esa superioridad. Solo el que está dispuesto a ocupar el lugar del que sufre para que éste deje de sufrir com-padece de verdad. Solo quien está dispuesto a perder su ventaja, a renunciar a su privilegio para compartirlo con el otro, quiere verdaderamente su felicidad y es capaz de alegrarse de su alegría. La com-pasión y la con-gratulación son dos formas de la misma cercanía. ¿Qué hay de más real en la vida de la inmensa mayoría que el dolor? ¿Y qué forma habrá de hacerse presente a esa mayoría de dolientes más verdadera que la compasión?

Jesús se alegró con la alegría de pequeños y grandes, de justos y pecadores, de fariseos y publicanos, compartiendo la mesa con ellos. Compartir la mesa es compartir la alegría de vivir. Pero compartir la alegría de la mesa sin compartir el dolor de la vida sería puro cinismo. Y nada más extraño a Jesús. Ciertamente, “buena noticia” y “bienaventuranza” son palabras características de su mensaje acerca del Reino y de su modo de estar con los demás, pero esas palabras son en él inseparables de esa otra: “compasión”. Una y otra vez la encontramos en los Evangelios: se le acerca un leproso suplicándole de rodillas, y Jesús, “compadecido”, le toca y le cura (Mc 1, 41); le sigue un gentío hambriento y perdido, y Jesús siente “compasión de ellos”, porque son “como ovejas sin pastor” (Mc 6, 34; cf. 8, 2; Mt 14, 14); dos ciegos mendigos junto al camino le gritan “¡ten compasión!”, y Jesús, “compadecido”, toca sus ojos y recobran la vista (Mt 20, 34); a la entrada de la pequeña aldea de Naín se encuentra con una madre viuda que acompaña el séquito fúnebre de su hijo único, y Jesús, “al verla, se compadece de ella” y le dice al muerto “levántate” (Lc 7, 13).

Una reflexión teológico-espiritual fundamental a partir de una observación etimológica: la palabra griega utilizada en los Evangelios para decir “tener compasión” (splajnidsomai) tiene como raíz “entrañas”, “vísceras”. La compasión no es una emoción superficial y pasajera, sino que compromete lo más profundo de la persona. No ha de ser ante todo una convicción ideológica, o una consigna voluntarista, sino ha de nacer en las entrañas. La auténtica compasión, la de Jesús, no se deriva en primer lugar de un programa doctrinario de acción, ni de un esfuerzo moralista de conducta, ni de un deseo idealista de perfección. Es cuestión de entrañas. Te duele dentro o no te duele, y te comportas como el dolor -el dolor del otro hecho tuyo- te enseña.

Cuando Jesús se compadece, es que se conmueve por entero, y esa conmoción le lleva a ponerse en el lugar del que sufre: la muchedumbre hambrienta, el leproso postergado, el ciego suplicante, la madre destrozada. Cada vez, la compasión se traduce en un movimiento que nace en las entrañas y se convierte en gesto efectivo. Ambas condiciones son necesarias en la auténtica compasión: que brote de dentro, de las entrañas conmovidas, y que se traduzca en compromiso real y concreto, en toma de postura arriesgada. ¿Por qué arriesgada? Porque no solo actúa en favor de la víctima, sino también contra las causas estructurales que le hacen víctima: contra el sistema que excluye al leproso de la comunidad civil y religiosa, que condena la muchedumbre al hambre, el ciego a la mendicidad, la viuda a la miseria. La compasión de Jesús no es un sentimiento inofensivo, sino una opción peligrosa. Pero tampoco es una mera acción movida por un programa, sino por unas entrañas conmovidas.

Es importante aprender a mirar nuestros dolores, los dolores de la humanidad de hoy, los dolores de la creación entera, como lugar privilegiado de la presencia com-padeciente de Jesús. Para no encerrarnos, ni resignarnos, ni simplemente rebelarnos, sino para sentirnos acompañados y ser compañeros en el sufrimiento.

1.4. En él estaba Dios presente

Los discípulos fueron presintiendo y entreviendo en la presencia compasiva de Jesús la Presencia con mayúscula, a Dios mismo como presencia, compañía, compasión. Más tarde, el dogma cristiano del Concilio de Nicea (año 325) hablará de la “consustancialidad” de Jesús con el Padre, y llamará a Jesús “Dios de Dios, luz de luz”, y afirmará su preexistencia eterna en Dios. A la gente de hoy, incluso a muchos cristianos les resultan afirmaciones difíciles de comprender y aceptar. También les hubieran parecido abstrusas e incomprensibles a los pescadores de Galilea que acompañaban a Jesús. No es que el dogma de Nicea, su afirmación de la divinidad “consustancial” de Jesús, no sea verdadero o que podamos prescindir de él, pero para una mayoría de hombres y mujeres de hoy en búsqueda, incluso para una buena parte de cristianos, quizá no sea el punto de partida más indicado para barruntar la hondura de la presencia de Jesús con nosotros.

El punto de partida y el camino más natural, y hoy sin duda el más indicado, es el seguido por los mismos discípulos tal como queda consignado en los Evangelios: la experiencia concreta de la presencia compasiva de Jesús con los sufrientes. Luego se descubrirá que, dada la cultura y el lenguaje griegos en los que tuvo que predicarse y formularse la fe en Jesús en los primeros siglos del cristianismo, el dogma de la “consustancialidad” fue no sólo comprensible sino necesario, y se irá descubriendo quizá que también hoy esa fórmula es apropiada e incluso puede ser indispensable para no empobrecer el misterio de Jesús en cuanto presencia y no solo pasado. Pero sin perder de vista que lo esencial de la fe cristiana en Jesús no son las fórmulas dogmáticas y sus marcos de comprensión, sino el misterio de la autocomunicación de Dios en Jesús como compasión con el mundo.

Insisto. Es preciso seguir el camino seguido por los primeros discípulos, en el descubrimiento del misterio de Jesús, camino reflejado en los Evangelios: la experiencia de la proximidad solidaria del hombre Jesús con los sufrientes concretos que encontró a su paso. La “comensalía abierta” y la compasión sanante de Jesús fueron la prueba de que Dios estaba con él: los pecadores se sintieron perdonados por Dios al ser acogidos por Jesús, los pobres se sintieron preferidos por Dios al ser preferidos por Jesús, los enfermos se sintieron salvados por Dios al ser sanados por Jesús, los niños y las mujeres se sintieron dignificados por Dios al ser reconocidos por Jesús en su dignidad.

Los discípulos fueron adivinando la raíz divina de la existencia plenamente humana de Jesús. En su autoridad tan poco pretenciosa y tan liberadora intuían la autoridad liberadora de Dios; en su oración tan oscura y tan confiada vislumbraban el misterio insondable de la filiación; en su acogida tan cálida y natural de los pecadores percibían la gratuidad absoluta del perdón de Dios. Como Pedro, fueron reconociendo que Jesús “pasó la vida haciendo el bien porque Dios estaba con él” (Hch 10, 38). Y fueron convenciéndose de que “tan humano, tan humano sólo puede ser Dios”. En un principio lo dijeron reconociéndole “Mesías” o “Hijo de Dios”. Al final -así en el Evangelio de Juan– le confirieron los atributos con que la teología judía describía la Sabiduría de Dios: “La Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios… Todo fue hecho por ella…” (Jn 1,1.3), “Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura” (Col 1, 15)… Y profesaron la convicción desafiante y reveladora: “La Palabra se hizo carne, y habito entre nosotros” (Jn 1, 14).

Como ellos, también nosotros osamos decir: “Dios es así”. Dios es como Jesús. Habla como Jesús, actúa como Jesús, siente como Jesús. Com-padece como Jesús. Dios es compasión, entraña paterna y materna conmovida con cada criatura que sufre. Dios se encarna en nosotros, habita con nosotros.

¿Y el dolor? El dolor en la humanidad y en la creación sigue siendo la gran piedra de escándalo, la gran objeción contra Dios. La expresó Epicuro en aquella formula lapidaria: si Dios quiere eliminar el mal, pero no puede, no es todopoderoso; si puede eliminar el mal, pero no quiere, no es bueno; en ambos casos, se niega como Dios. Y nosotros no sabemos cómo resolver ese enigma, y es mejor aceptarlo como tal en silencio que resolverlo atentando contra la dignidad de Dios o del mundo. Pero el silencio decisivo para el cristiano es el de la cruz, el de la compasión solidaria de Jesús llevada hasta sus últimas consecuencias. Y nos atrevemos a decir sin pronunciar muchas palabras: si Dios estaba con Jesús cuando éste hacía el bien, también lo estuvo cuando padeció el mal, cuando padeció en silencio hasta morir el fracaso y la impotencia de los crucificados. Y esa confesión de la presencia solidaria de Dios en la cruz, en la de Jesús y en la nuestra, puede engendrar también en nosotros algo de la confianza de Jesús para sufrir sin desesperar, de su compasión para identificarse con los sufrientes y de su fortaleza para combatir el sufrimiento.

1.5. Una presencia en forma de ausencia

Jesús está realmente con nosotros porque Dios estuvo realmente con él, porque la historia de Jesús estuvo respaldada por Dios y sigue estando albergada en la eternidad presente, en la eterna presencia de Dios. Jesús está con nosotros porque ha sido resucitado por Dios, constituido Mesías y Señor, hijo primogénito y hermano mayor. El Dios presente sigue haciendo presente a Jesús, de manera que podemos mirar a Dios en Jesús y orar a Jesús como a Dios.

¿Pero no tenemos a menudo la sensación contraria de estar sin Jesús y sin Dios, la sensación profundamente dolorosa de que ni Dios hace presente a Jesús ni Jesús hace presente a Dios, de que Dios es pura ausencia y, por consiguiente, Jesús es mero pasado? “¿Dónde está tu Dios?” (Sal 42, 4), siguen preguntándonos como al salmista. Pero la pregunta es aún más hiriente cuando nos brota de dentro: “¿Dónde está mi Dios?”.

No es bueno negar el dolor allí donde nos duela. Y no es bueno que el creyente de hoy niegue el dolor de la ausencia de Dios, y de Jesús. Hoy nos toca vivir especialmente unos tiempos de doloroso silencio y ausencia de Dios. En buena parte, Dios ha desaparecido de muchos lugares donde ha estado fuertemente presente: la calle, la escuela, la vida civil, los medios de comunicación… Y lo que es peor para el acostumbrado al pensamiento que busca razones últimas: Dios parece haber desaparecido también de los argumentos racionales de su existencia, de las categorías filosóficas de causa última, de los argumentos explicativos del mundo, de modo que nos quedamos huérfanos de palabra para expresar su realidad de manera creíble. A la oscuridad inherente a la fe de por sí se añade hoy la oscuridad de la cultura en la que nos toca ser creyentes. Es bueno aceptarlo así, y aprender precisamente ahí a ser creyentes más profundos, creyentes probados, de fe desnuda y confiada, comprensiva con la duda de los creyentes y solidaria con la búsqueda de los increyentes. La sensación de ausencia de Dios puede convertirse en situación de gracia para la fe, en la que el creyente va aprendiendo a no apresar y fijar a Dios en lugares, imágenes, ideas, incluso dogmas; a dejar a Dios ser Dios, un misterio siempre más grande que nuestras ideas, más presente que nuestras presencias siempre locales.

En realidad, el dolor de la ausencia forma parte de la fe, y es a menudo incluso la forma preferente de la fe, y no siempre de manera temporal y pasajera. Todos los grandes testigos de Dios han padecido su ausencia: Jacob tuvo que desistir de vencer a Dios, siendo a la vez bendecida y herido por él (Gn 32,23-30); Elías tuvo que convertirse de la presencia en el huracán, el terremoto y el fuego a la presencia discreta en un ligero susurro (1 R 19,11-13); Jeremías tuvo que pasar por la angustia de sentir que Dios era un “arroyo engañoso” (Jr 15,18). Y Job (“Voy a oriente y no está allí, a occidente y no doy con él”: Jb 23,8), y Juan de la Cruz (¿A dónde te escondiste, amado y me dejaste con gemido? …), y Teresa de Lisieux (torturada al final de su vida por la sensación de que no hay ni Dios ni cielo) y tantos y tantos. ¿Y Jesús? “En los días de su vida mortal presentó oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas” (Hb 5,7); y al final la sensación del vacío más trágico: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34).

También ahí, en la ausencia radical de Dios, nos ha acompañado Jesús. Y esa fe oscura y dolorosa, pero también confiada y serena de Jesús (“Padre, a tus manos confío mi espíritu”: Lc 23,46) es la mejor guía en nuestra situación de ausencia de Dios. También en la cruz Jesús ha sido creyente. Sobre todo, en la cruz. Y ahí, en la radical solidaridad del creyente Jesús con los crucificados, con los privados de Dios, de justicia, de dignidad, vemos precisamente los cristianos el gran signo de la presencia de Dios.

La fe de Jesús en la cruz nos dice: Dios está precisamente ahí, en el lugar de la ausencia radical de Dios, de su oscuridad última. Dios se ha encarnado en lo oscuro, lo alejado, lo crucificado. Más tarde, otros grandes creyentes dirán en Auschwitz: “Dios está precisamente ahí, ahorcado en un árbol, incinerado en un horno”. Ser creyente requiere, hoy más que nunca, redescubrir la presencia de Dios en el crucificado y reaprender a experimentar a Dios en los vacíos y en los silencios, en lo oscuro de la existencia, en la solidaridad con los crucificados. Entonces se verifica aquella promesa: “No os dejaré huérfanos; volveré a estar con vosotros” (Jn 14,18).

2. LA TAREA DE LA PRESENCIA

En la primera parte he apuntado los aspectos y los lugares fundamentales de la presencia de Jesús como presencia de Dios que permanece con nosotros. Aspectos y dimensiones que constituyen, para quien sabe captarlos y vivirlos, el gran don de la Presencia. Pero ¿cómo captar y vivir esa Presencia? Esta segunda parte quiere señalar algunas condiciones y actitudes vitales necesarias pare que fa Presencia se manifieste y nos renueve.

El don de la presencia requiere de nosotros esta tarea de la Presencia, a la vez que la hace posible.

2. 1. Desde nuestro propio presente

Los Evangelios dan prueba de que las primeras comunidades cristianas evocaron, celebraron y anunciaron la presencia de Jesús el Cristo desde los interrogantes y preocupaciones que les eran propios. No les interesa solamente el pasado de Jesús. sino el presente de Cristo y su promesa de futuro mesiánico. También aquella gente que recibía a Jesús en sus aldeas y escuchaba su anuncio del Reino se hacían discípulos suyos porque “estaban a la expectativa” (Lc 3, 15), porque les dolía la vida y esperaban una liberación.

A nosotros nos sucede igual. La presencia de Jesús no es un objeto de museo celosamente guardado, no es un suceso del pasado exactamente retenido. Sólo podremos actualizar la presencia de Jesús en cuanto Cristo desde nuestra propia actualidad. No mirando al pasado, sino mirando al presente y al futuro. No solo recordando el pasado, sino amando el presente y ansiando el futuro. La memoria del pasado es fiel solamente si es fiel al presente que ha de ser iluminado y transformado.

¿Cuáles son los interrogantes y dolores de hoy? El hambre de más de 800 millones en nuestro Planeta, la amenaza del infierno atómico, la naturaleza agonizante. Y la situación de profundo cambio cultural, la increencia generalizada, la urgencia creciente del diálogo del cristiano con los creyentes de otras religiones del mundo… He ahí los grandes lugares de nuestro presente en los que podremos -únicamente en ellos- invocar e instaurar la presencia de Jesús hoy, interrogando como Juan Bautista: “Eres tú el que tenía que venir o hemos de esperar a otro?” (Lc 7,19); gritando como los diez leprosos: “Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros” (Lc 17,13); inquiriendo como la samaritana: “¿Dónde hemos de adorar: en este monte o en Jerusalén?” (Jn 4,20); rogando coma Felipe: “Señor, muéstranos al Padre” (Jn 14,8), y preguntando siempre como Andrés y el otro discípulo de Juan: “Maestro, ¿dónde vives?” (Jn 1,38), porque nunca le damos alcance.

Vivir la vida a fondo, sufrirla a fondo, amar apasionadamente el mundo de hoy con todas sus heridas y todos sus anhelos, compartir los mejores sueños de los más desgraciados: he ahí nuestra primera tarea, he ahí la condición indispensable, más aun, la manera primaria de hacer presente la persona y el mensaje mesiánicos de Jesús. La pasión del presente y el amor del futuro nos disponen para renovar y revivir la presencia de aquel Jesús que hizo suyos los dolores de su tiempo en la esperanza del Reino de Dios.

2.2. Acoger la presencia

La presencia es siempre gracia. Por eso, la primera condición de nuestra parte y nuestra primera tarea es la acogida. Jesús en cuanto presencia de Dios se nos hace presente si sabemos acogerle. Como se acoge un objeto de regalo: recibiéndolo como inesperado e inmerecido, agradeciéndolo coma agradable y precioso. Mas aún, como se acoge a una persona que nos resulta regalo: con sorpresa, gratitud, calor. Nos sentimos contentos, le abrimos los brazos, nos miramos en sus ojos. Le esperábamos, pero no dependía de nosotros que viniera. 0 quizá ni le esperábamos, pero ¡qué necesaria su presencia! Le acogemos como solamente es posible cuando nos sentimos acogidos por su visita, agraciados por su presencia. Así hemos de acoger la presencia de Jesús.

En los Evangelios hay muchas escenas de acogida de Jesús. Quedémonos con la de Zaqueo (Lc 19,1-10). Zaqueo quería conocer a Jesús, pero no tiene muchas oportunidades: su baja estatura, su oficio en Jericó, el gentío hostil…; no le queda más que una higuera a la que subirse desde la que acaso divisar la figura de Jesús. Pero se encuentra con los ojos de Jesús que le miran, y se acaba la distancia; escucha las palabras de Jesús, y se acabó el miedo. “¡Zaqueo, baja!” Olvida tu estrategia. La cosa es mucho más sencilla. “Quiero alojarme en tu casa”. Zaqueo deja el árbol, la altura, las previsiones, los métodos, y corre de alegría a abrirle su casa. En realidad, no es él el que recibe a Jesús, sino Jesús el que le concede el honor y la alegría de recibirle. Una presencia que le transforma porque le colma: “La mitad de mis bienes se la doy a los pobres”.

Hoy prevalece en todos los ámbitos el espíritu de la empresa, que viene de “emprender”: prospera el que toma la iniciativa, calcula, convence, fabrica, construye, compra y vende. Pero claro, así no se recibe a Jesús. Así no se recibe a Dios. Porque el Dios de Jesús es la presencia gratuita por excelencia, ante la que no cuenta tanto mi iniciativa, sino su favor; no importa tanto mi empeño, sino su gracia. Incluso “si somos infieles, el permanece fiel” (2 Tm 21, 3).

Acoger, hospedar con gratitud al que nos agracia haciéndose huésped: en eso consiste la fe. Y en eso consiste de manera especial la oración, que es ejercitar la apertura y la hospitalidad acogiendo la Presencia. “Entrando en lo secreto”, sin “perderse en palabras”, acoger al Padre “que está en lo secreto” (Mt 6,6-7), en la desnudez y el vacío de lo gratuito. La oración es hacer de la gratuidad tarea y de la tarea gratuidad.

El ejercicio por excelencia de la gratuidad tiene lugar para el cristiano en la Eucaristía, “acción de gracias” por la memoria y la presencia de Jesús en el pan y la palabra compartidos entre hermanos. Así acogen los discípulos de Emaús al caminante que se les hace presente, en la palabra que les caldea el corazón y en el pan roto que les une. Así le debemos acoger nosotros en el día del Señor, acogiéndonos como hermanos, cavando ecos a la palabra, repartiendo el pan y la vida. ¡Tantos desengaños se abrirán entonces a la esperanza del retorno!

2.3. Hacerle presente en la vida

Pero estamos demasiado inclinados a pensar que “acoger la presencia” de Jesús significa, ante todo rezar convencidamente el Credo, hacer devotamente oración, participar piadosamente en el culto. Pero hay muchas “confesiones” ortodoxas y convencidas de la divinidad de Jesús que en realidad no confiesan la divinidad de Jesús, su presencia divina con nosotros, sino solamente unas ideas e imágenes mentales. Hay mucha oración piadosa, incluso emocionada, que no es acogida de la Presencia, sino regusto narcisista consigo mismo. La fe en la presencia de Jesucristo no es cuestión de dogmas y convicciones, ni de emociones y devociones, ni de cultos y ritos. Es cuestión de vida, de praxis evangélica, cuestión de seguimiento de Jesús. Es cuestión de hacer hoy presente lo que hizo Jesús: sus criterios, preferencias, opciones, denuncias, compromisos… Y no apuntemos a nadie. Mirémonos a nosotros mismos. Revisemos nuestra “fe ortodoxa”, nuestra oración, nuestras eucaristías.

Claro que “praxis evangélica” o seguimiento de Jesús tampoco equivale sin más a determinadas conductas y acciones. Recordemos aquello tan verdadero de Pablo: “Aunque repartiera todos mis bienes a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada me sirve” (1 Cor 13,3). Sólo practica -y hace presente- a Jesús el que está movido por dentro por la compasión, por las “entrañas”. Las entrañas se expresan, claro está, en la acción y el rito y la confesión, pero no equivale a nada de todo ello.

Es, pues, nuestra vida la que debe hacer presente a Jesús. Si nos portamos como él, está con nosotros y en nosotros. Si, como él, tenemos compasión y nos hacemos prójimo del caminante asaltado, golpeado, despojado y herido de muerte, si lo atendemos curándolo, llevándolo al mesón, haciéndolo cuidar (cf. Lc 10,25-37), entonces estamos haciendo presente y siendo presencia mesiánica (“crística” o “cristiana”) de Jesús.

Él envió a sus discípulas y discípulos como prolongación de su mensaje y de su presencia: “El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe a mí recibe al que me envió” (Mt 10,40). Pero su presencia no se prolonga, no se “re-presenta”, en primer lugar, por efecto automático de una “ordenación ritual”, sino por la vida, la praxis, el seguimiento. Cuando Jesús envía a sus discípulas y discípulos, les dice cómo han de “re-presentarle”; les da, entre otras, dos recomendaciones que recogen algo que fue central en su propia conducta y presencia, como ha quedado apuntado más arriba: “comed lo que os pongan, curad a los enfermos que haya” (Lc 10,8-9). Sólo así podrán anunciar con verdad: “Está llegando a vosotros el reino de Dios” (Lc 10,9). La comensalía abierta y la curación fueron los rasgos más característicos del Jesús histórico y el anticipo de la presencia mesiánica de Dios en él. La mesa común y la acción sanadora serán también las que hagan de la Iglesia sacramento de Jesús y del Reino. Pero ¿qué pasa si la Iglesia excluye de la mesa y provoca enfermedades?

2.4. “Cuanto hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños”

La mejor manera de hacer presente a Jesús en cuanto Cristo hoy es hacerse presente a los pobres, como él lo hizo. Prolongar su presencia en la forma de la solidaridad concreta, personal y estructural, con los más pobres, y acogerle en ellos. No le acogemos “en el secreto” de la oración si no lo acogemos a la vez en la persona del pobre. En la Eucaristía, damos hospedaje y hacemos presente a Jesús sólo -rigurosamente sólo– en la medida en que en ella damos hospedaje al pobre y nos hacemos solidarios con él. El pobre es un sacramento de Jesús tan real como el pan de la Eucaristía. Pues el mismo que dijo “esto es mi cuerpo” dijo “Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40).

¿Quiénes son esos “hermanos más pequeños”? ¿Quiénes son los pobres? Lo sabemos de sobra, están a la vista. Pero escuchémoslo una vez más: son el hambriento, el sediento, el forastero, el desnudo, el enfermo, el encarcelado. Ellos son sacramento de Jesús, sacramento del Dios-compasión. Los pobres son “los rostros desfigurados por el hambre (…), los rostros desilusionados por los políticos (…), los rostros humillados a causa de su propia cultura (…), los rostros aterrorizados por la violencia diaria e indiscriminada, los rostros angustiados de los menores abandonados (…), los rostros sufridos de las mujeres humilladas y postergadas, los rostros cansados de los migrantes (…), los rostros envejecidos por el tiempo y el trabajo que no tienen lo mínimo para sobrevivir” (Documento de Santo Domingo, n. 178). Ellos son el rostro de Jesús. Los pobres son “los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida (…). Que no son, aunque sean. Que no hablan idiomas, sino dialectos. Que no profesan religiones, sino supersticiones. Que no hacen arte, sino artesanía. Que no practican cultura, sino folklore. Que no son seres humanos, sino recursos humanos. Que no tienen cara, sino brazos. Que no tienen nombre, sino número. Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local. Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata” (E. Galeano). En una palabra, los pobres son “los que mueren antes de tiempo” (G. Gutiérrez). Y en ellos se encarna precisamente la presencia de Jesús.

Por eso, negar la vida a los pobres es negar la vida y la presencia de Jesús. Y asegurar su vida es abrirnos a la presencia de Jesús, a la presencia de Dios que sigue encarnándose en aquellos de los que Jesús se hizo próximo. Está en las manos del mundo rico, también un poco en nuestras manos, hacer presente hoy la gloria de Dios haciendo vivir a los pobres. Erradicar la pobreza en todo el mundo sólo requiere invertir el 1% de los ingresos globales: la riqueza de las siete personas más acaudaladas del mundo daría, con holgura, para lograr que todos los habitantes del Planeta accedieran a los servicios básicos; el gasto militar de Asia del Sur en 1995 (15.000 millones $ USA) fue más de lo que costarla proporcionar atención sanitaria. y nutrición básica en todo el mundo durante un año. Negar estas medidas es volver a eliminar hoy la presencia de Jesús y de Dios. ¿Cómo nos quejamos de la ausencia y del silencio de Dios cuando lo estamos condenando en los pobres de hoy a la cruz y al silencio de la muerte?

2.5. El presente esperado

Sigue habiendo pobreza, enfermedad, muerte. Sigue habiendo dolor en el mundo. La creación entera sigue “gimiendo con dolores de parto” (Rm 8,22). Y ello quiere decir que el Reino de Dios no se ha realizado aún. Y si el Reino no se ha realizado, es que todavía no se ha cumplido el tiempo mesiánico. 0 lo que es lo mismo, Cristo no ha llegado todavia, o todavia no del todo.

Estas afirmaciones nos pueden parecer extrañas, incluso impías. Pero expresan un sentimiento profundamente turbador que fue común a todos los discípulos de Jesús de la primera generación. Ellos eran judíos en su mayoría, y los judíos esperaban que el Mesías habría de llegar cuando en el mundo no hubiese dolor, o que en el mundo ya no habría dolor cuando llegase el Mesías. En la mesa común y en las curaciones practicadas por Jesús, vieron ellos el inicio de los tiempos mesiánicos, del reinado liberador de Dios. Jesús fracasó, pero ellos le reconocieron resucitado, exaltado en Dios como el Cristo de los últimos tiempos, cuya presencia y acción plenas se habían de manifestar de un momento a otro. Ahora se hallaba simplemente “retenido en el cielo”, como intenta explicar Pedro recurriendo a imágenes de su época (Hch 3,21). Pero no podía tardar en volver, para inaugurar los “tiempos del consuelo” (Hch 3,20). Y clamaban con toda el alma por su pronta venida: “¡Maranatha!” (oración en arameo que significa: “¡Ven, Señor!”) (1 Cor 16,22). La presencia de Jesús como Mesías era una presencia confesada en cuanto esperada.

A medida que, con el tiempo, fueron multiplicándose y predominando en la Iglesia los cristianos venidos del paganismo, fueron acostumbrándose a confesar una presencia “espiritual” de Cristo en el mundo, quizá porque no sentían tan vivamente como los judíos la no-mesianidad de un mundo donde hay dolor e injusticia. Fueron acostumbrándose a llamar a Jesús Cristo prescindiendo de la cuestión del mesianismo todavia incumplido. Acechaba un gran peligro: espiritualizar y vaciar la fe en Jesús Mesías de los últimos tiempos.

¿Y hoy? En vísperas del “Jubileo 2.000 de la Redención”, volvemos a sentir de manera más atroz el escándalo de un mundo que está tan lejos de los tiempos del consuelo. ¿Cómo confesar a Jesús Cristo, Mesías definitivo, en un mundo tan torturado? Volviendo a hacer nuestra aquella confesión candente del Mesías venidero, aquella esperanza palpitante del Retorno del que vino.

Esperamos un mundo en que no haya asedio, un mundo sin miedos ni lágrimas, sin angustia ni enemistad ni muertes prematuras. Entonces el cosmos será tal, que Dios podrá decir al tiempo: “detente, pues eres tan bello” (J. Moltmann). Sera por fin el séptimo día, el sábado eterno, el descanso de todas las criaturas. Entonces habrá venido del todo el Mesías, y Jesús será enteramente Cristo, y toda la creación será mesiánica. Entonces Dios será del todo Enmanuel, habitará por entero con sus criaturas, será “todo en todas las cosas” (1 Cor 15,28).

Mientras tanto, caminamos a través de muchos desiertos, silencios y ausencias. Y tratamos de acoger la presencia anticipada del Esperado, gritando: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22,20).

(Revista de Pastoral Juvenil 361, enero 1999, p. 3-12)