JESÚS Y SU EVANGELIO

Una propuesta de realizacion personal y social

Vivimos en una sociedad desorientada y amenazada. Una “sociedad de riesgo” de dimensión planetaria, en la que el miedo crece y la confianza declina. El saber aumenta, pero la perplejidad también. Las ciencias prosperan, pero las enfermedades también. Los jóvenes son los exponentes más claros de la complejidad, el riesgo, la desorientación y el miedo: su integración en la sociedad es más tardía y frágil de lo que nunca lo fue hasta hoy, debido en buena medida a la inseguridad y a la precariedad del trabajo; debido también a que se ven privados de unos marcos sólidos de sentido y de conducta, de unos horizontes más o menos seguros de ilusión y de futuro. El mundo está enfermo, y sus síntomas, además de las causas, están en nuestra sociedad opulenta.

Nos parecemos mucho a esos personajes, tan importantes y un tanto ridículos, que El Principito de St. Exupéry va encontrando en el planeta tierra y que describe, más que nada, con ternura: somos como los reyes que necesitan mirar a todos los demás como súbditos; como el vanidoso que busca en todos un admirador; como el bebedor que bebe para olvidar su vergüenza; como el hombre de negocios que convierte la vida en absurda contabilidad; como el farolero que ve reducida su vida a un oficio que le absorbe y le aliena del todo; como el geógrafo que lo sabe todo pero no admira nada; como el guardagujas de trenes cargados de viajeros que no saben a dónde van y en realidad no van a ninguna parte; como los mercaderes de mil productos cada vez más sofisticados y perfectos que nos hacen creer que ya no tenemos sed y de este modo hacen olvidarnos del camino a la fuente, siendo así que “sólo la sed nos alumbra” (L. Rosales).

¿No tenemos la sensación de hallarnos en una encrucijada cultural y planetaria? Una catástrofe se cierne sobre nosotros; los terceros y cuartos mundos serían sus primeras víctimas, pero acabaría inevitablemente arrastrándonos a todos. Al mismo tiempo, sin embargo, una nueva oportunidad se abre ante nosotros, una oportunidad como la que nunca hasta hoy existió, la oportunidad de construir entre todos un planeta hermoso y justo para todos.

Los cristianos no podemos leer el Evangelio de Jesús y acoger su presencia pascual sino desde los miedos y las esperanzas comunes a los hombres y a las mujeres de hoy. Entonces, el Evangelio y la presencia de Jesús se nos convierten en “propuesta de realización personal y social”, en aliento para transformar miedos en esperanzas. Sólo así podrá contribuir el cristianismo, como debiera contribuir toda religión, a hacernos más humanos: más buenos y felices, más libres y solidarios, más fraternos y filiales.

En las páginas que siguen, iré señalando algunos elementos fundamentales, y sin duda demasiado genéricos, de esta propuesta humanizadora del Evangelio de Jesús para nuestro mundo. El Evangelio es nuestra gracia y nuestra tarea. Y lo serán de manera tanto más verdadera cuanto más capaces seamos de poner nombres muy concretos a la gracia y a la tarea.

1. Liberar la religión de factores de opresión

“La religión cobija lo mejor del ser humano. De su inspiración han surgido los mayores genios, las culturas más refinadas, las catedrales, los templos más sublimes; en su nombre se han llevado a cabo los actos más heroicos. Pero también ha sido lo peor, lo más inicuo. La religión no sólo ha sido opio, sino también veneno, y ha sido la excusa para cometer, en todos los órdenes, los mayores crímenes y las peores aberraciones. El mal es parte integrante (no necesariamente constitutiva) de la realidad, y la religión, precisamente porque es real, participa de esta ambivalencia del bien y del mal”[1]. Para humanizar la sociedad, quizá es preciso empezar por humanizar la misma religión. Es imprescindible liberar la religión, para que la religión libere.

Jesús encarna una religión eminentemente humana, humanizadora. Ciertamente, no rompió con el judaísmo, en contra de un tópico cristiano extendido y peligroso. Pero se pronunció y se comportó en contra de las deformaciones del judaísmo, sobre todo en contra de un legalismo estrechante. Y lo hizo precisamente en nombre de la religión judía, la religión de los patriarcas, de los peregrinos del desierto, de los profetas.

Fijémonos en su actitud frente a la ley del descanso sabático, la más importante de las leyes cultuales judías. Dicha ley simboliza muy bien la ambigüedad constitutiva de toda religión: puede ser la expresión de la aspiración más humana (el descanso de toda la creación), pero puede ser también la expresión de la perversión más inhumana (la sacralización legitimadora de leyes y de intereses opresores). La ley del sábado puede fomentar el descanso y el respiro, pero puede fomentar también el agobio y la asfixia. ¿Cuál es la postura de Jesús? Jesús rompe reiterada y deliberadamente la ley del descanso sabático tal como era entendida por el estamento judío dominante.

Las curaciones de Jesús en sábado – cuya historicidad está fuera de toda duda – constituyen una de las manifestaciones más luminosas de su postura crítica frente a la interpretación rigurosa del descanso sabático y, por consiguiente, frente a la versión legalista y opresora del judaísmo. Tomemos la escena del hombre de la mano atrofiada: “Lo estaban espiando para ver si lo curaba en sábado, y tener así de qué acusarlo. Jesús dijo entonces al hombre de la mano atrofiada: ‘levántate y ponte ahí en medio’. Y a ellos les preguntó: ‘¿Qué está permitido en sábado: hacer el bien o hacer el mal; salvar una vida o destruirla’ “ (Mc 3,4). La interpretación judía oficial sólo permitía intervenir en sábado en caso de que la vida propia o ajena corriese peligro. Jesús amplía radicalmente esa interpretación; en efecto, ninguno de los enfermos que cura en sábado presenta un riesgo inminente de su vida; “todos podían haber sido curados al día siguiente”[2].

Jesús dice: lo que importa no es la literalidad de la Torá, sino el bien de la persona necesitada. El criterio a seguir ante una norma religiosa, ante la ley más sagrada, no es qué es lo que dice o lo que ordena dicha ley, sino qué es lo que exige el bienestar, la salud, la liberación de la persona o del grupo en necesidad. Una religión que ata y somete, una religión que enferma, no es una religión verdadera. La auténtica santificación de las normas religiosas, la auténtica vivencia de la religión, consiste en que la vida se despliegue libre, justa y feliz, en que haya respiro y comunión. Pues “el sábado ha sido hecho para el hombre y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27).

¿Qué fe transmitimos? ¿Para qué fe educamos? El catequista o el educador de la fe “educa personas para mañana; crea o cierra ámbitos de libertad para la fe; ayuda a que las ‘zonas verdes’ humanizadoras crezcan en nuestro mundo; potencia a personas que harán posible zonas más amplias de una religión de la libertad”[3].

2. Poner confianza donde hay miedo

Una de las frases de Jesús más repetidas en los Evangelios es: “¡No temáis!”. Cuando la tempestad en el mar (Mc 6,50 par.), cuando la Transfiguración (Mt 17,7), cuando la llamada a confiar en la Providencia de Dios (Mt 6,25; Lc 12,22), cuando el encuentro pascual (Mc 16,6 par.; Lc 24,38)…, siempre la llamada a la confianza: “¡No temáis, no os preocupéis, no os angustiéis!” Y la razón suprema para vencer el miedo y abrirse de par en par a la confianza: la ternura de Dios que nos envuelve y su rotunda decisión de regalarnos la plenitud de la vida y de la dicha: “No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha querido daros el reino” (Lc 12,32).

Vivimos en una época dominada por el miedo. Están, por un lado, esos miedos humanos de siempre, miedos que en los hombres y mujeres de hoy son tal vez más ostensibles que nunca: los miedos irracionales, la locura, la enfermedad, el sufrimiento, la vejez, la muerte, el fracaso, el desamor, la soledad, el silencio…[4] Pero están también esos miedos planetarios característicos de hoy: la crisis económica, el desastre nuclear, la destrucción de la naturaleza, la explosión demográfica, el terrorismo incontrolable, el antiterrorismo incontrolado… La obsesión de la seguridad es correlativa al miedo obsesivo. Vivimos una auténtica patología del miedo y de la desconfianza, que está en el origen, por ejemplo, del “miedo al inmigrante”. Casi todos los males que origina el ser humano contra sí mismo y contra los demás son producto del miedo y de la angustia. El miedo está llevando a los Estados más poderosos a adoptar medidas que, a menudo en nombre de la lucha contra el mal, pueden acarrear males planetarios nunca sospechadas hasta el presente.

Las personas y las sociedades necesitan hoy una auténtica terapia de confianza. Y el Evangelio de Jesús puede ofrecernos reservas inagotables de confianza liberadora del miedo. En la escucha personal y comunitaria del Evangelio podemos aprender a curar nuestros miedos ocultos, a no temer el futuro, a no obsesionarnos con los bienes materiales, a no recelar del otro, a confiar en la humanidad a pesar de todo, a ensanchar los márgenes de confianza mutua.

¿Donde fundar la confianza? Para Jesús, Dios es la fuente y la roca de una confianza sin falla. En los mejores momentos de gozo da gracias al Padre (Lc 10,21) y en los peores momentos de angustia descansa en el Padre, en la fuerza salvadora de su voluntad (Mc 14,36). Creer en Dios es poder confiar siempre, no porque Dios sea un recurso mágico infalible, sino porque Dios está siempre con nosotros, a nuestro lado, a nuestro favor, como presencia que puede llenar todas las ausencias, como compañía que puede capacitarnos para soportar con fortaleza muchos males inevitables, como amor poderoso que podrá por fin transformar todos los males.

Pero creer en Dios requiere en primer lugar curar nuestros miedos de Dios, no por ocultos menos reales. En efecto, es verdad que “la palabra Dios es la más vilipendiada de las palabras humanas (M. Buber), que “‘Dios’ tiene una historia emborronada por las pendencias humanas “[5], que Dios se convierte fácilmente en “factor Dios” (J. Saramago) que justifica todos los horrores, y que “mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado” (R. Sánchez Ferlosio). Es preciso, pues, liberar a Dios de nuestras imagénes deformes y patógenas (un Dios patriarcal, soberano separado del mundo, arbitrario y castigador); es preciso “reinventar a Dios” (A. Torres Queiruga) como fuente y garantía de toda belleza, justicia y paz; es preciso volver a encontrarnos con el Dios en quien Jesús tuvo puesta su honda confianza vital: el Dios que es la bienaventuranza de los pequeños, que promete el reino a los pobres y transforma a los ricos en solidarios, que hace llover sobre justos e injustos para hacer justos a los injustos y felices a los justos. Es preciso convertirnos a la divinidad humana y humanizante del Dios del Evangelio, a la plena y pura bondad capaz de suscitar y desplegar lo mejor en el ser humano, capaz de hacerle bueno desde el gozo de ser, capaz de hacerle respirar en paz en medio del huracán. En efecto, “la alegría de existir nace con la experiencia de ser amados”[6].

3. Menos culpabilidad y más responsabilidad

Uno de los aspectos más reveladores y consoladores de Jesús es su actitud para con quienes eran mirados y marginados como “pecadores”, bien en razón de su profesión considerada “impura” (pastores, carniceros…), bien en razón de su conducta considerada inmoral (prostitutas, recaudadores de impuestos…). Jesús los acoge, se deja acoger por ellos, comparte con ellos la mesa, encarna para ellos la compañía bienhechora y siempre amiga de Dios. Y así deposita en el fondo de su ser un sentimiento de bienestar y el más poderoso germen de transformación: el hijo pródigo se siente recibido y querido sin ningún reproche, sin ninguna confesión, y así aprende por primera vez a ser hijo y a ser hermano (Lc 15,11-32); la pecadora pública percibe en la delicadeza y el respeto con que Jesús le trata el inmenso amor de Dios que le envuelve, y así empieza a quererse profundamente y a ser capaz de un “gran amor” (Lc 7,36-49); Zaqueo, el jefe de recaudadores, se siente inmensamente agradecido de ser de tal manera acogido por Jesús que puede incluso acogerlo en su casa, y así brota en él una generosa justicia y solidaridad (Lc 19,1-11); la mujer sorprendida en adulterio se siente infinitamente aliviada por la mirada y la palabra de Jesús, que le protege de los representantes de la moral que le condenan y de su propia conciencia que le acusa, y así puede irse en paz y rehacer su vida (Jn 8,1-11). Son escenas profundamente humanas y humanizadoras.

Todos nos debatimos, también hoy, entre la angustia de la culpabilidad y la ilusión de la inocencia. Los más mayores han padecido más de lo primero; los más jóvenes padecen más de lo segundo. Pero tanto la ilusión de la inocencia como la angustia de la culpabilidad son expresiones contrarias de una misma lógica, y ambas son deshumanizadoras, pues nos dejan donde estamos: en medio de innumerables daños que padecemos e infligimos. Una vida humana y humanizadora requiere liberarse de la angustia de la culpa para despertar a la responsabilidad[7] y posibilitar así una transformación efectiva.

Ésa es justamente la propuesta de Jesús. ¡Cuánto habremos de corregir nuestra “teología del pecado” y nuestro sacramento de la penitencia para amoldarnos mínimamente a esa propuesta, la propuesta del Evangelio! El Evangelio significa el mínimo de la culpabilidad y el máximo de la responsabilidad. En el Evangelio de Jesús, Dios nos dice siempre, absolutamente siempre: “tú no eres culpable”, y así nos capacita para ser responsables. Por supuesto, Dios nos perdona siempre sin requisitos penitenciales previos, pero el perdón de Dios no es una “declaración de inocencia” o una “sentencia absolutoria”. El perdón de Dios no es una mera “disculpa”, sino una desculpabilización radical para una responsabilización radical. El perdón de Dios es su compañía que nos acoge en cada situación tal como somos, sin exigencia ni condición, y así transforma en nosotros el oscuro fondo que nos impide ser libres, que nos lleva a hacer lo que realmente no queremos y a no hacer lo que realmente quisiéramos (Rm 7,14-25). El “perdón” consiste en que Dios pronuncia sobre nosotros en cada momento las mismas palabras que pronuncia sobre Jesús en la escena del bautismo: “tú eres mi hijo/a amado/a, en ti me complazco” (Mc 1,11). Dios nos dirige las mismas palabras, consoladoras y renovadoras palabras, que Jesús dirige a la adúltera: “Yo no te condeno. Puedes irte y no vuelvas a pecar” (Jn 8,11). “No te condenaré jamás, por más veces y por hondo caigas, y así podrás vivir sin hacerte daño y sin hacer daño, sino haciendo el bien, siendo un bienhechor para ti y para otros”. El saberse “perdonado” en ese sentido es una de las vivencias más sanadoras y transformadoras para la persona humana.

4. Vencer el mal a fuerza de bien

El perdón en cuanto acogida incondicional y recreadora por parte de Dios es la raíz y fuente de todo perdón entre los seres humanos. No hay realización personal y social sin esta experiencia de perdón, de pedir perdón, de dejarse perdonar, de otorgar el perdón de todo corazón. Cuando hacemos daño a alguien o alguien nos hace daño, tendemos a medir el grado de culpabilidad e imponer o sufrir la pena correspondiente. Nos movemos instintivamente en la lógica del castigo, a la que subyace a menudo una “teología del castigo” (P. Ricoeur): la creencia en que el daño impuesto y sufrido sirve para reparar el daño cometido, y la creencia en que Dios es el gran fundamento y garante de un orden penalista universal, en el que cada mal es compensado por otro mal correspondiente. “El que la hace la paga”. Llevamos profundamente arraigada esta lógica del castigo en nuestra religión, nuestras relaciones, nuestras instituciones sociales. Tendemos a querer vencer el mal con el mal, pero así incurrimos, tanto a nivel personal como a nivel social e internacional, en círculos infernales de violencia y contraviolencia, círculos de los que resulta imposible determinar el principio y pronosticar el fin. Lo más probable es que, según se ha observado, el “ojo por ojo” acabe en un mundo de ciegos (¿no lo estamos ya?).

La propuesta de Jesús es radicalmente distinta. “Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo que no hagáis frente al que os hace mal; al contrario, al que te abofetea en la mejilla derecha, preséntale también la otra… Habéis oído que se dijo: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os odian” (Mt 5,38-39.43-44). Jesús propone superar “no sólo el mal, sino también la ley que castiga el mal con el mal; no sólo la violencia, sino también su represión mediante la resistencia violenta”[8]. Jesús propone el amor a los enemigos, que puede traducirse como “responsabilidad para con los enemigos” (J. Moltmann): un amor que es “más grande que la simpatía” (L. King); un amor que se pregunta sobre los motivos del otro y trata de comprenderle desde dentro; un amor que no mira al otro como enemigo y culpable, sino como prójimo y necesitado; un amor que cree en la bondad y en la capacidad de transformación del malhechor; un amor responsable interesado en despertar la responsabilidad en él y en liberarle de un mal del que, a su vez, es víctima y sujeto; un amor que no busca la victoria sobre el otro, sino su conversión y la propia conversión. En resumen, un amor no vengativo, sino creador y recreador, como el de Dios.

Tal amor es más eficaz que la venganza o la penalización, es lo único eficaz, lo único que puede asegurar en nuestro mundo convulso una paz duradera. “En esta época en que la humanidad no puede soportar una gran guerra atómica, tanto el servicio no violento en favor de la paz como el amor a los enemigos son lo único razonable”[9].

5. Memoria y compasión para ser felices

Todos buscamos ser felices. Todos los seres buscan aquel estado que les procure su máxima armonía: la piedra quiere ser bella, el agua y el aire quieren correr limpios, la planta quiere crecer y dar fruto aun muriendo, el animal quiere bienestar… Todos los seres humanos sin excepción buscamos por igual eso que llamamos felicidad y puede llamarse igualmente “realización”: esa sensación dichosa de plenitud, de armonía consigo y con el entorno, de gozosa amistad universal. Ser felices es la primera aspiración y el primer deber de la vida. Es también la primera promesa y el primer mandamiento de Dios.

Pero la búsqueda de la felicidad y de la realización es ambigua. Hay muchos caminos engañosos y muchas formas ficticias de felicidad y de realización. El error fundamental consiste en querer erigir la propia felicidad y la propia realización sólo para sí, desentiéndose del otro: cada uno para sí, cada partido para sí, cada empresa para sí, cada Estado para sí. Pero un bienestar sin el otro, un bienestar solitario y narcisista, es una apariencia de bienestar propio y un obstáculo para el bienestar ajeno. Nietzsche escribió una vez: “Tanto en las pequeñas dichas como en las grandes, hay siempre una cosa por la que la felicidad se hace felicidad: la posibilidad de olvidar”[10]. ¿Será verdad? ¿Será posible una auténtica felicidad y realización propia sin el otro, sin compasión de los sufrientes, sin memoria de las víctimas, sin solidaridad con los últimos?

En la “cultura de la amnesia” (J.B. Metz) en la que vivimos, el Evangelio de Jesús es taxativo: no es justa, y ni siquiera es posible, una realización personal que se desentienda de los otros, un bienestar de ricos que olvide a los pobres, un futuro para el Norte que excluya al Sur. El rico Epulón no deberá ni de hecho podrá ser feliz mientras yazca Lázaro a su puerta o naufrague en las pateras o se les exijan papeles. Jesús no quiso ser feliz sino desde la memoria y la compasión; no quiso ser feliz sino con “los otros” olvidados y excluidos: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28).

“Hay lágrimas que el funcionario no ve” (E.Levinas). No seamos funcionarios, sino militantes, profetas, vigías que velan por la vida, la defienden y la cuidan, que sostienen la esperanza, que despiertan conciencias. “La compasión es el programa mundial del cristianismo” (J.B. Metz).

6. Que haya pan donde hay hambre

La FAO en Roma acaba de ponernos ante los ojos la realidad más terrible de nuestro mundo: una persona muere de hambre cada tres segundos y medio. Que traducido significa: 17 por minuto, 1.020 por hora, 24.000 por día, 8.760.000 al año (otros organismos han solido dar cifras mucho más altas, hasta 36 millones al año). El derribo de las Torres Gemelas con sus cerca de 3.000 muertos fue pavoroso, y absolutamente condenable. Pero los que mueren de hambre cada día son siete veces más numerosos que las víctimas de las Torres Gemelas y del Pentágono. Y eso cada día, no solamente en un excepcional y terrible 11 S, que sin embargo quedó marcado en los calendarios y sigue marcando las agendas de los países poderosos. No es justo hablar de simple “mortandad” en el caso del hambre y de intolerable “matanza” en el caso del terrorismo, pues a los que mueren de hambre en realidad se les mata, por muy difícil que sea especificar quién es el “se” asesino. Nadie muere de hambre por mero accidente o por destino fatal o por necesidad inevitable. Nadie moriría de hambre si hubiera una justa distribución de bienes. El hambre es el más mortífero de los terrorismos, por muchas vueltas que le demos.

Hay que evitar, sí, la simplificación, la demagogia, el masoquismo. Son muchos y complejos los factores del hambre y de la pobreza. Pero hay que evitar también, y más todavía, la indiferencia, la incosciencia, el cinismo. La causa principal del hambre es la pobreza y la causa principal de la pobreza de un tercio de la humanidad es la injusta distribución de la riqueza, cuyo primer responsable es la política económica de los países más ricos y de sus empresas transnacionales. La fortuna de los tres individuos más ricos de la tierra es superior al Producto Interior Bruto de todos los países subdesarrollados juntos que suman 600 millones de habitantes. La diferencia más grande entre la “mortandad” provocada por el hambre y la “matanza” producida por el terror ¿no consistirá tal vez en que la primera no nos afecta (aparentemente) y la segunda sí?

Nos hallamos ante la mayor cuestión ética, política y religiosa de hoy. Pero tampoco aquí es lo decisivo la delimitación y la asignación de las culpas, sino la toma de responsabilidades. Si tenemos sentido ético o simplemente entrañas, no podemos desentendernos de la desgracia y de la muerte segura por hambre de tantos millones de seres humanos. No podemos desentendernos de ellos en particular si leemos el Evangelio y miramos a Jesús. “Vio un gran gentío, y sintió compasión de ellos, pues eran como ovejas sin pastor”. Los discípulos se inhiben: “El lugar está despoblado y ya es muy tarde. Despídelos para que vayan a los caseríos y aldeas del contorno y se compren algo de comer”. Pero Jesús les replica: “Dadles vosotros de comer” (Mc 6, 34-37). La historia se repite hoy. Ahí se juega nuestro seguimiento de Jesús y nuestra fe en Dios, pues ahí se encarna la presencia de Jesús, la presencia misma de Dios. “En un mundo globalizado, donde casi cada año tenemos alguna experiencia ‘anti-sinaítica’ (P. Ricoeur) de inhumanidad, inevitablemente estamos llamados a reconocer ahí la presencia ausente y clamante de Dios hacia nuestra responsabilidad”[11].

7. El respeto y la cortesía con toda la naturaleza

El actual modelo de crecimiento no solamente produce graves fracturas sociales, sino también una gravísima fractura entre la especie humana y el resto de la creación. El ser humano tiene demasiado poder o, mejor, lo utiliza demasiado irresponsable y egoístamente. La especie humana está ejerciendo una violencia atroz contra el misterio de la vida en la naturaleza. El desierto de Africa ha avanzado 200 kms. en los últimos 1.000 años. Cada minuto desaparecen 34 hectáreas de selva tropical. Los humanos nos comportamos como “dueños y señores”, y como depredadores insaciables. Y la raíz última es la codicia. El equilibrio frágil y maravilloso en que se sostiene la naturaleza amenaza quebrarse, y eso tendrá consecuencias fatídicas también para el ser humano. La fractura con la tierra amenaza a la humanidad en su raíz. Se impone un cambio de actitud radical y efectivo en relación con la naturaleza. Se impone la superación radical del antropocentrismo en nuestra cosmovisión, nuestra ética, nuestra política. Y quizá en primer lugar en nuestra teología.

¿Qué nos puede aportar aquí el Evangelio? Lo primero es evitar unas expectativas anacrónicas. No podemos esperar del Evangelio unas directrices ecológicas concretas. La perspectiva de Jesús era, naturalmente, antropológica, no ecológica. Sin embargo, la actitud humana y creyente de Jesús pueden, también hoy, inspirarnos en nuestra búsqueda de criterios para una ética ecológica: a Jesús le percibimos hondamente integrado en el seno de la naturaleza, admira la creación (“fijaos en las aves del cielo”, “fijaos cómo crecen los lirios del campo”: Mt 6,26.28), reconoce la naturaleza como objeto del cuidado solícito de Dios, la mira como sacramento de Dios y de su reinado (el sol, la lluvia, la semilla, la levadura…), nos invita a ser felices en una austeridad sencilla (como los pájaros y los lirios), y nos pone en guardia contra la ansiedad que se traduce en codicia y en lucha de todos contra todos y contra todo.

Ahí tenemos las líneas fundamentales de una teología y de una ética ecológicas. Dios se ha derramado en el corazón de toda realidad. Cuida paternal y maternalmente de toda criatura. El amor derramado de Dios es la verdad de todo cuanto es. Nadie tiene, pues, ninguna razón para erigirse en centro y cima, en dueño y señor de la realidad. “El ser humano no es la corona de la creación, ni tampoco ha sido creado todo por su causa. Los seres humanos son criaturas en la gran comunidad de la creación, creados para alabar a Dios como también lo fueron los cielos que ‘cuentan la gloria de Dios’ “[12]. En consecuencia, se nos pide a los seres humanos una actitud de veneración y de respeto, de exquisita cortesía para con la naturaleza en su conjunto, para con cada ser en particular. Es preciso “que la naturaleza deje de ser objeto para el ser humano y se convierta en sujeto, llegando a establecerse entre humanidad y naturaleza unas relaciones de sujeto a sujeto, y no de sujeto a objeto”[13]. La naturaleza tiene también sus derechos, y la paz con la naturaleza constituye una forma esencial de la paz universal, y una condición de la paz de la humanidad. ¿Es éticamente justo, por ejemplo, que la especie humana prosiga su ritmo de crecimiento demográfico? La paz y la justicia entre los seres humanos es inseparable de la paz y la justicia con la naturaleza.

Los seres humanos hemos de sentirnos partícipes y responsables de “la gran comunidad de los vivientes bajo el arco iris de la fraternidad/sororidad cósmicas”[14]. Ahí está en juego el amor de Dios. Pues “quien ama al ‘Dios viviente’, ama la vida de todos los seres vivos. El respeto a la vida empieza siempre con el respeto a la vida más débil y vulnerable. Entre los seres humanos, respetanto a los pobres, enfermos e indefensos. Y lo mismo con la naturaleza”[15]. Hoy, “un gemido atraviesa el mundo”[16], y es preciso convertirlo en risa, pues “la risa del universo es el encanto de Dios”[17].

8. Esperar a pesar de todo

Ésa es la esperanza rebelde y activa que ha de animar a los discípulos de Jesús. No hay verdadera realización personal y social sin esa esperanza para sí, para los demás, para todos los seres. No hay verdadera salud sin una confianza profunda en que, pase lo que pase, nunca estamos solos y abandonados, en que nadie está perdido, en que nadie ni nada se perderá. Pero ¿cómo mantener viva una esperanza así? El dolor en el mundo, y a menudo también en nosotros, es demasiado grande. ¿Merece la pena seguir empeñándose cuando todos los esfuerzos realizados hasta ahora parecen haber fracasado? ¿Acaso no fracasó el mismo Jesús? ¿Acaso no fueron clavadas en la cruz aquellas bellas esperanzas que él proclamó a los campesinos pobres de Galilea y a los enfermos de tantos caminos? Y, dos mil años después, ¿podemos decir razonablemente que el mundo va mejor?

No hay vida sana sin esperanza. Pero una esperanza demasiado fácil y triunfalista tampoco es sana. La esperanza es sana y sanadora cuando no rehúye el duro impacto de una realidad que parece contradecirla día tras día, vida tras vida, milenio tras milenio. Jesús no fue un esperanzado iluso. Podría parecerlo así en su primera etapa galilea, cuando proclama que el reinado alegre y liberador de Dios “ya está llegando” (Mc 1,14), cuando proclama dichosos a los pobres y hambrientos que muy pronto dejarán de serlo (Lc 6,20-21), cuando sus curaciones le hacen sentir que la buena noticia ya se está cumpliendo (Mt 11,4-6) y que “Satanás ya está cayendo” (Lc 10.18). Pero la esperanza de Jesús fue siempre lúcida, realista, probada, incluso “enlutada” (E. Bloch), y así lo vemos en la cena de despedida cargada de presagios de muerte (Mc 14,25), en la tristeza mortal de Getsemaní (Mc 14,34), en el grito asfixiado de la cruz (Mc 15,34). En la angustia misma y hasta en la misma desesperación, en el desvalimiento total de su esperanza, también ahí Jesús dirige a Dios su último aliento y su último desaliento. Y ahí encuentra a Dios, no a un Dios que responde y satisface, sino a un Dios que comparte el desvalimiento, que acompaña el silencio, que padece el abandono. Ahí podemos encontrar también nosotros a Dios, como aquél que hace suya la fragilidad de nuestra esperanza y de nuestra desesperación, y nos abre un futuro incluso donde parece hundirse todo futuro. El amor de Dios solidario hasta el extremo es un amor poderoso hasta el extremo, y ése es el asidero firme de nuestra esperanza frágil. “El amor fundado en la esperanza es la más eficaz medicina contra la enfermedad de la resignación, que hoy tanto se difunde”[18].

Nuestra esperanza será casi siempre “frágil y cabizbaja, melancólica y fragmentaria”[19]. Pero el creyente no puede resignarse a la desesperanza. Las dimensiones del mal son efectivamente gigantescas, y no hay lugar para la ilusión. Pero el Evangelio de Jesús, la esperanza de Jesús que atraviesa incluso la desesperación, no nos permite sucumbir a la “fascinación del mal” (P. Valadier), es decir, a la sobrevaloración de su fuerza, ni nos permite incurrir en la “idolatría del mal”, es decir, en la rendición ante el mal supuestamente omnipotente e invulnerable. “Los creyentes deberían ser los anti-idólatras del mal, los enemigos de los juicios destructuvos, los oponentes sistemáticos a los discípulos de ‘la gran lasitud’, los contradictores de los ‘predicadores de la muerte’ evocados por Zaratustra”[20].

El grito de la cruz y el silencio de Dios, en contra de lo que pudiera parecer, nos revelan que Dios no es ajeno a nuestros dolores y a nuestros gritos de desamparo, sino que los hace suyos, que nuestra cruz y todas nuestras heridas, e incluso todas nuestras desesperanzas, también son suyas. El grito y el silencio de la cruz nos ratifican que nos está permitido preguntar y dudar, pues Dios se ha hecho solidario también de nuestras dudas. Pero por eso mismo podemos también esperar a pesar de todo, con una esperanza frágil y firme, rebelde y serena, insegura y amparada.

9. Una Iglesia terapéutica, no “patógena” (B. Häring)

El servicio de la esperanza, la diakonía de la confianza, debería ser la gran aportación de la Iglesia a un mundo cuya herejía principal no es el alejamiento de las creencias cristianas tradicionales, sino la “herejía emocional” (E. Biser), es decir, la pérdida de ánimo, el desánimo, el desaliento. Pero ¿se halla hoy la Iglesia en condiciones de ser palabra y lugar de esperanza?

La Iglesia institucional atraviesa por una aguda crisis. Los síntomas son numerosos: un auténtico “fracaso” o al menos ruptura en la transmisión de la fe a las generaciones jóvenes, una deserción masiva de la práctica dominical, una “salida silenciosa” de la Iglesia (K. Rahner) en todas las confesiones, una sensación creciente de “cisma” entre buena parte de la base eclesial y la jerarquía oficial, una creciente amargura en muchos cristianos eclesialmente comprometidos… La situación eclesial es especialmente alarmante en lo que respecta a los jóvenes. A la pregunta de dónde se oyen las cosas importantes para la vida, los jóvenes españoles responden: la familia (53%), los amigos (47%), los medios de comunicación (34%), los libros (22%), los centros de enseñanza (19%), Iglesia (2,8%) (en 1989 la citaban el 16%; sólo el 10% de los jóvenes católicos practicantes citan a la Iglesia en este sentido). “La palabra eclesial no llega al mundo juvenil”[21]. La oferta eclesial no tiene prácticamente ningún atractivo para los jóvenes. La Iglesia es percibida como una “comunidad con dioses, vírgenes, santos, difuntos y ángeles, y, por supuesto, con obispos, clérigos y fieles”[22].

Ciertamente, la crisis de la institución eclesial se engloba dentro de una crisis más amplia que afecta a la mayoría de las instituciones tradicionales. No se trata, pues, de un problema de raíz primordialmente eclesial o eclesiástica, sino de un profundo cambio cultural en curso. No podemos ignorar, sin embargo, que la crisis de la institución eclesial es más drástica que la de ninguna otra gran institución socio-cultural. Y ello pone de manifiesto la necesidad de que la Iglesia emprenda unas profundas transformaciones en su seno si no quiere seguir anclada en tiempos pasados, si quiere mantener abierto un horizonte de esperanza para la humanidad y la naturaleza, si quiere fomentar actitudes y acciones recreadoras del presente, creadoras de futuro, si quiere seguir siendo para los hombres y las mujeres de hoy signo y profecía, acicate y estímulo, revulsión y aliento. “La exigencia de transformación, de evolución y, tal vez, de revolución, se lee hoy en la demanda evangélica y pastoral: la orientación hacia el futuro sigue abierta. Ni los Estados ni la Iglesia tienen el poder de clausurar la historia”[23].

El sentido de esas reformas está inscrito a la vez en los signos de nuestra época y en el Evangelio de Jesús. Como en todas las épocas críticas, hemos de buscar en el Evangelio una buena noticia para hoy, a la vez que releemos el Evangelio desde la gramática que el Espíritu consolador y agitador nos enseña en nuestra propia época. Lo esencial está dicho en muy pocas palabras: “Todos vosotros sois hermanos” (Mt 23,8). Ser de verdad una Iglesia de hermanos/as: ése es el criterio de todas las reformas necesarias para que la Iglesia sea portadora de la propuesta de Jesús para una realización personal y social. Una Iglesia de hermanos/as en igualdad, sin autoritarismos ni centralismos. Una Iglesia de hermanos/as en comunión a través del máximo respeto de las diferencias, fuera de toda rigidez uniformizadora. Una Iglesia de hermanos/as en camino y en búsqueda esperanzada, sin monopolios ni sumisiones, sin imposiciones ni exclusiones. Una Iglesia de hermanos/as empeñada en ser compañera, más que “madre y maestra”, del mundo y de la sociedad de la que forma parte. Una Iglesia de hermanos/as más preocupada del consuelo y de la justicia que de la moral y de la doctrina. Una Iglesia de hermanos/as en la que nadie tenga por qué temer a nadie, y menos a aquellos que la presiden en nombre de Jesús. Una Iglesia así quizá pueda ser también hoy porción de humanidad reconciliada, sacramento de humanidad sanada.

10. Conclusión: sanar personas y estructuras

“Jesús recorría toda Galilea, enseñando en sus sinagogas. Anunciaba la buena noticia del reino y curaba las enfermedades y las dolencias del pueblo. Su fama llegó a toda Siria; le trajeron todos los que se sentían mal, aquejados de enfermedades y sufrimientos diversos, endemoniados, lunáticos y paralíticos, y él los curó” (Mt 4,23-24). Es el primer sumario que hallamos en el Evangelio de Mateo acerca de la actividad de Jesús. Ahí se resume y ahí desemboca su propuesta de realización personal y social: el evangelio del reino y la curación de las enfermedades. Jesús anuncia que está llegando el tiempo en que Dios reina, y eso es una noticia alegre y consoladora para todos, pero en primer lugar para los enfermos y dolientes de toda clase.

Uno de los más bellos títulos de Jesús es, precisamente, el de “médico de cuerpos y de almas” (S. Agustín). La curación es uno de los aspectos fundamentales de la propuesta evangélica de Jesús. No se le puede entender a Jesús sin sus curaciones, y no podemos ser hoy fieles a su evangelio sin curar. Por supuesto, no tenemos por qué entender las curaciones en el registro tradicional del “milagro”, es decir, como “intervención sobrenatural de Dios que rompe las leyes naturales”. Dios no obra sino a través de las fuerzas – maravillosas y en buena parte desconocidas – de que ha dotado a la materia y a los seres en general, y a los seres humanos en particular. Dios ha puesto en su creación el poder de curar (y las medicinas no son sino una de las formas en que se manifiesta el poder terapéutico de Dios en su santa creación). Jesús encarna de modo singular ese poder curativo de Dios presente en su creación. Y su manera habitual de curar consistía, precisamente, en suscitar la energía sanadora de los propios enfermos: “tu fe te ha curado”, dice una y otra vez cuando cura (Mc 5,34 par.; 10,52 par.; Lc 17,19), o bien: “que suceda según tu fe” (Mt 8,13; 9,29; 15,28). Jesús se hizo médico de cuerpos y de almas, supo despertar en los propios enfermos sus energías curativas y así se convirtió en profeta y en sacramento de Dios, de su compasión entrañable y bienhechora. “Cuando el Dios viviente viene a su creación, las fuerzas del suplicio se ven opbligasa a ceder y las atormentadas criaturas pueden sanarse”[24].

Pero las curaciones de Jesús no fueron solamente unos gestos de compasión y de atención personal. Fueron a la vez acciones de indudable dimensión socio-política. EDn efecto, la salud y la enfermedad dependen, no solamente pero sí en gran medida, de las condiciones sociales. La sociedad puede ser patógena o puede ser sanadora, lo mismo hoy que en tiempo de Jesús. Es patógena, genera patologías, a través sobre todo de la exclusión social: quien es excluido de un trabajo digno y justamente remunerado, de los ámbitos habituales de convivencia social y cultural, de los lugares ordinarios de praxis y de pertenencia religiosa… esa persona fácilmente desarrolla en su interior un gran sentimiento de inferioridad, de infravaloración de sí, de honda culpabilidad frente a su familia y frente a aquellos cuya subsistencia depende de él, y fácilmente enferma también en su cuerpo. El “endemoniado” de Gerasa (Mc 5,1-20) describe con imágenes poderosas la grave situación a la que una persona se ve condenada por los poderes sociales que enajenan (“legión de demonios”), por la exclusión social (“sepulcros y montes”), por los mecanismos de sumisión social (“grilletes y cadenas”). A tales personas se acercó Jesús, compadecido, y les devolvió la dignidad dentro de una sociedad que los excluía, les hizo sentirse dignas de respeto dentro de una sociedad que los humillaba, les infundió ánimo dentro de una sociedad que los acobardaba. Los curó y les hizo terapeutas de sí mismos, sujetos de su propia curación.

Promover unas actitudes, unas acciones y unas estructuras sociales que curen: he ahí en resumen la propuesta del Evangelio de Jesús. Mientras haya dolor en los cuerpos y en las almas, en las personas y en los grupos, en los animales y en todos los seres, no podremos acoger y anunciar la buena noticia sino en la medida en que encarnamos la solidaridad y la ternura sanadoras de Dios, suscitamos en todos los pacientes su propia capacidad curativa, nos empeñamos en transformar las estructuras patógenas en estructuras saludables, y ayudamos a eliminar activamente todos los males evitables y a sobrellevar confiadamente todos los males inevitables.

(Frontera. Pastoral Misionera, n. 23, julio-septiembre 2002, p. 289-309)

  1. R. Panikkar, Iconos del misterio. La experiencia de Dios, Ed. Península, Barcelona 1998, p. 105.
  2. G. Theissen – A. Merz, El Jesús histórico, Sígueme, Salamanca 1999, p. 411.
  3. J.M. Mardones, En el umbral del mañana. El cristianismo del futuro, PPC, Madrid 2000, p. 154.
  4. Cf. V. Madoz, 10 palabras clave sob re los miedos del hombre moderno, Verbo Divino, Estella 1997.
  5. J.A. Marina, Dictamen sobre Dios, Anagrama, Barcelona 2001, p.10.
  6. J. Moltmann, El Espíritu de la vida, Sígueme, Salamanca 1998, p. 302.
  7. Cf. L. Zabalegui, ¿Por qué me culpabilizo tanto?, Desclée de Brouwer, Bilbao 1997.
  8. J. Moltmann, El camino de Jesucristo, Sígueme, Salamanca 1993, p.184.
  9. J. Moltmann, El camino de Jesucristo, o.c., p.188.
  10. Cit. por J.B. Metz, “Dios. Contra el mito de la eternidad en el tiempo”, en VARIOS, La provocación del discurso sobre Dios, Trotta, Madrid 2001, p. 39.
  11. J.M. Mardones, En el umbral del mañana,o.c., p. 143.
  12. J. Moltmann, Cristo para nosotros hoy, Trotta, Madrid 1997, p. 27.
  13. J.J. Tamayo, “Paz”, en C. Floristán – J.J. Tamayo (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993, p. 981.
  14. L. Boff, Ecología: grito de la tierra, grito de los pobres, Trotta, Madrid 1996, p. 102.
  15. J. Moltmann, El Espíritu de la vida, o.c., p. 191.
  16. J. Moltmann, ib., p. 160.
  17. J. Moltmann, ib., p. 164.
  18. J. Moltmann, El Espíritu Santo y la teología de la vida, Sígueme, Salamanca 2000, p. 151.
  19. M. Fraijó, A vueltas con la religión, Verbo Divino, Estella 1998, p. 10.
  20. P. Valadier, Un cristianismo de futuro, PPC, Madrid 1999, pp. 208-209.
  21. J. González-Anleo, “Luces y sombras de la juventud actual”, en INSTITUTO SUPERIOR DE PASTORAL, La Iglesia y los jóvenes a las puertas del s. XXI, p. 64; cf. J. Elzo y otros, Jóvenes españoles 99, Fundación Santa María, Madrid 1999.
  22. V. Pérez Díaz, cit. por J. González-Anleo, “Luces y sombras de la juventud actual”, l.c., p.. 66.
  23. Ch. Duquoc, Creo en la Iglesia, Sal Terrae, Santander 2001, p. 14.
  24. J. Moltmann, Cristo para nosotros hoy”, o.c., p. 17.