La conciencia y la muerte
Las hojas del chopo y del abedul caen mansamente, mecidas por un suave viento del sur. No se resisten, no se sujetan ni a la rama ni al aire. Caen o vuelan o danzan. Ninguna forma les retiene, a ninguna forma se aferran. No pesan ni les pesa caer. Y al caer, cubren la tierra de belleza efímera, envolviéndolo de Presencia eterna, plena.
¿Y luego qué? ¿Por qué preguntamos y nos inquietamos por un “luego”, si la Presencia es plena? Aprende de esa hoja, que no se pregunta ni se inquieta, y se deja llevar por la savia, por la rama, por el aire. Simplemente es lo que es. Aprende.
Claro que los humanos no somos hojas. Tenemos un cerebro que nos hace conscientes. Sí, pero solo en parte: conscientes de que somos, pero no conscientes todavía de lo que realmente somos. La conciencia nos permite admirar la belleza, redoblar la ternura, extender la compasión, comulgar con el Todo. ¡Maravillosa conciencia! Pero esta conciencia incipiente emerge de unas conexiones neuronales todavía insuficientemente desarrolladas o insuficientemente coordinadas, y produce en nosotros orgullo, envidia, codicia, angustia del pasado, temores del futuro. Y miedo a la muerte. ¡Desdichada conciencia! La muerte se convierte en obsesión para una conciencia apenas aún despierta de su sueño y sus pesadillas.
Durante milenios, las diversas religiones han dado buena muestra de la obsesión y el miedo de la muerte. Se ha afirmado incluso que todas las religiones nacieron para garantizar la esperanza ilusoria de una vida después de la muerte, como si hiciera falta garantía, como si en el Fondo de la vida y del Ser, más allá de una forma tan efímera como una hoja, hubiera un antes y un después.
Yo no creo que las religiones nacieron de la obsesión de la muerte, sino del milagro de la vida. No creo que nacieron para aliviar el vértigo de la nada después de la muerte, sino para expresar la admiración de ser y de vivir, y para convertir la admiración en veneración y bondad. Pero es verdad que las religiones dieron forma a los miedos de la conciencia, y fabricaron sofisticadas creencias del más allá: inmortalidad del alma, resurrección de los cuerpos al fin de los tiempos para el cielo o el infierno, reencarnación de la conciencia individual en múltiples vidas y cuerpos hasta la plena liberación…. Son imágenes y creencias, y solo valen si ayudan y no obstaculizan el gozo y la libertad de vivir el presente.
Algunos científicos pretenden demostrar la supervivencia de la conciencia individual después de la muerte: estudiando supuestos relatos de gente clínicamente muerta que “ha vuelto del más allá”, y con apoyo de la física cuántica, dicen comprobar que existe una Conciencia cósmica inmaterial e inmortal, de la que nuestra conciencia inmaterial sería reflejo. No dejan de ser construcciones y conjeturas, muy poco rigurosas a menudo. En cualquier caso, hay que evitar con cuidado la amalgama entre ciencia y lenguaje religioso. Son diversos planos: empírico-matemático uno, simbólico el otro. El lenguaje religioso no puede desmentir ningún dato científico, pero tampoco lo puede aducir como prueba de sus creencias. Sucede además que la afirmación religiosa que la ciencia parece confirmar hoy la puede desmentir mañana.
No te aferres, pues, a esas creencias ni a otras, ni a formas ni pruebas, ni al pasado ni al instante. Aprende de la hoja efímera y eterna, cuando crece en el tallo, cuando amarillea lentamente, cuando el viento la desprende y cae suavemente. Sé como la hoja, pero plenamente consciente de lo que plenamente eres. Cuando la muerte de quien amas te desgarra, busca consuelo en la Presencia, la Memoria, el Corazón que nos sostiene. Pero no te obsesiones con tu muerte y el más allá. Vive hoy como crees que merecería la pena vivir eternamente. Vive y cuida el presente en la gracia de la Presencia eterna, sin límites entre la vida y la muerte.
(Publicado el 19 de noviembre de 2012)