LA CRISIS DE DIOS EN LA CULTURA ACTUAL: TENTACION Y GRACIA

INTRODUCCION

La crisis de Dios en la cultura actual es evidente y dolorosa. Evidente porque topamos con ella a todas horas y a todos los niveles; dolorosa, porque nos afecta en algo que nos es absolutamente vital. En nuestra cultura existen muchos factores que disuelven y anulan la presencia de Dios, o que la difuminan y desdibujan. Quizá pueda decirse que lo más propio del tiempo presente es lo segundo más bien que lo primero, es decir, el desdibujamiento de Dios más bien que su negación; pero no es posible ignorar la existencia y vigencia de muchos factores que no sólo nublan, sino que, al menos aparentemente, borran la presencia de Dios. Nos envuelve y respiramos de alguna forma una “cultura de la ausencia de Dios” (J. Moingt), o por lo menos una cultura en la que la presencia de Dios se ha vuelto radicalmente problemática. Nunca la idea de Dios había sido tan ampliamente rechazada, refutada o simplemente ignorada como en la actual cultura occidental: no solamente en los espacios públicos y sociales de la vida, sino también en el “espíritu”, el aire de la época, en el pensamiento y en la sensibilidad de amplios sectores de la población.

Esta crisis, sus orígenes históricos, sus manifestaciones actuales específicas, los desafíos y llamadas que plantea al creyente de hoy… todo ello ha sido y sigue siendo objeto de multitud de análisis e investigaciones. No me propongo aquí llevar a cabo un análisis ni una investigación; simplemente intento, sin pretensión de originalidad, hacer una presentación panorámica, una síntesis apretada de una problemática infinitamente compleja, llena de interferencias y encrucijadas.

Tres citas nos pueden servir de introducción. Tres citas que apuntan al dato, al diagnóstico y al tratamiento de la crisis que sufre hoy – también en nosotros – la fe en Dios.

1. La primera es de J.B. Metz, un teólogo actual especialmente sensible a la dimensión política de la fe en Dios, pero también a su auténtica hondura mística, a lo inseparable de la “pasión de Dios” y de la “pasión del hombre”: “Por supuesto que hoy en día existe una especie de crisis general de la Iglesia, de hastío de la Iglesia. Pero esa crisis, por importante que sea, me parece secundaria. De lo que se trata hoy, a mi juicio, es de algo más profundo, de una especie de ‘crisis de Dios’. Quizá podría decir también de una especie de hastío de Dios”. He ahí el dato: ostensible, doloroso, interpelante.

2. La segunda es de Teilhard de Chardin, un hombre de ciencia y un gran hombre de fe, que percibió y padeció la inadecuación existente entre la imagen tradicional de Dios y la cosmovisión moderna derivada de las diversas ciencias: “Indudablemente, por cierta razón oscura, alguna cosa no ‘funciona’ en nuestro tiempo entre el hombre y Dios, tal como se le presenta al hombre de hoy. Actualmente todo ocurre como si el hombre no tuviese exactamente ante sí la figura de Dios que él quiere adorar”. Ahí se traza un diagnóstico de la situación que sigue siendo válido: también el hombre actual necesita y quiere adorar a Dios, pero sucede que no puede (ni debe) adorar a un dios cuya imagen es incompatible con la imagen que se hace de sí y del mundo. ¿Será únicamente que debe cambiar su imagen de sí y su imagen del mundo? ¿No será también, o no será sobre todo, que debe cambiar su imagen de Dios? ¿Y podrá cambiar su imagen de sí mientras no encuentre ante sí a un Dios que merece ser adorado?

3. La tercera cita es de M. Buber, uno de los grandes pensadores y místicos de nuestro siglo, que percibió con honda lucidez la razón fundamental del “eclipse” de Dios en nuestro mundo e indicó el camino a seguir por los creyentes: “La palabra Dios es la más abrumada de cargas de todas las palabras humanas. Ninguna ha sido tan envilecida, tan mutilada (…). Las generaciones de los hombres han desgarrado la palabra con sus partidismos religiosos; por ella han matado y por ella han muerto; ella lleva las huellas de los dedos y la sangre de todos (…). Es cierto, los hombres dibujan caricaturas y escriben debajo: ‘Dios’; se asesinan unos a otros y exclaman: ‘en el nombre de Dios’ (…). ¡Qué comprensible resulta hoy que algunos sugieran permanecer en silencio durante un tiempo con respecto a las ‘cosas últimas’, para que las palabras mal empleadas puedan ser redimidas! Pero así no se las puede redimir. No podemos limpiar la palabra ‘Dios’ y no podemos devolverle su integridad; lo que sí podemos es, profanada y mutilada como está, levantarla del polvo y enderezarla una hora al menos con el máximo cuidado”. Ahí se sugiere, no sólo el diagnóstico, sino también la tarea que la situación actual nos impone a los creyentes: restaurar y hacer creíble la imagen de Dios que nosotros más que nadie hemos contribuido a desacreditar.

Es preciso afirmar de entrada: nuestra época no es peor para los creyentes que otras en las que a primera vista era más fácil creer. Cuando creer es fácil, quizá es que llamamos creer a cualquier cosa, con lo cual provocamos que, a la larga, no podamos seguir creyendo nosotros mismos y, al mismo tiempo, nos convirtamos en antitestigos y ocultadores de Dios para los demás. La dificultad misma de hoy para creer en Dios constituye, pues, una gracia, una oportunidad para redescubrir a Dios, para purificar nuestra fe, para renovar nuestro cristianismo.

Ahora bien, para que la dificultad se convierta en oportunidad, la tentación en gracia, es preciso comprender, asumir y atravesar la dificultad y la tentación, dejándonos probar y purificar en nuestra fe, aceptando profundas transformaciones de nuestras imágenes de Dios, de nuestros lenguajes teológicos, de nuestras prácticas litúrgicas, de nuestras instituciones religiosas, de nuestros esquemas moralistas. La crisis nos invita a un reaprendizaje de la fe en Dios y de su praxis concreta, tanto personal como institucional.

He dicho al comienzo que no pretendo otra cosa que ofrecer una visión panorámica de la “crisis de Dios” en nuestra cultura y de las llamadas que contiene para quienes no podemos ser creyentes fuera de nuestra cultura ni queremos dejar de ser creyentes dentro de ella. Señalo 9 factores fundamentales de esta crisis cultural de Dios que constituyen otras tantas pistas y llamadas para recomponer la imagen de Dios y nuestra fe en él.

1. Dios y la filosofía del sujeto

Desde los comienzos de la Modernidad hasta hoy, existe un conflicto irresuelto entre afirmación de la subjetividad y fe en Dios, entre primacía del sujeto y primacía de Dios. Y ese conflicto irresuelto es una de las raíces de la crisis de Dios en nuestra cultura.

Es sabido que la Modernidad occidental ha estado marcada por la filosofía del sujeto, por un pensamiento en el que el sujeto humano – e incluso el individuo humano – ocupaba el lugar central. Es sabido también que la Modernidad, en este sentido, remonta de manera especial a Descartes y el punto de partida de su edificio filosófico: “Pienso, luego existo”. La primera certeza del sujeto es la certeza de sí mismo, y esa certeza es el fundamento de todas las demás.

¿Cómo ha afectado la moderna filosofía del sujeto a la figura de Dios? Podría decirse que de dos modos: por un lado, ha convertido a Dios en objeto del pensamiento o en recurso del sujeto (recuérdese que Descartes se asegura contra la objeción de que el sujeto pueda equivocarse en su certeza primera recurriendo a Dios como garante de la certeza subjetiva). Ahora bien, convertir a Dios en objeto o en recurso es negar su realidad y su primacía. Será la lógica misma de una filosofía centrada en el sujeto la que llevará a la declaración de Nietzsche: “Dios ha muerto… Le hemos matado nosotros”. Dios ha acabado en Occidente por diluirse en un pensamiento demasiado centrado en el sujeto que todo lo convierte en objeto, hasto lo más sagrado (el otro, la naturaleza, Dios). Muchos análisis muestran que el pensamiento occidental, en especial desde los orígenes de la Modernidad, ha conducido al ateísmo por una especie de necesidad interna, al igual que ha conducido a Auschwitz y a la destrucción de la naturaleza.

Por otro lado, en la filosofía occidental moderna se ha extendido la creencia de que Dios, en caso de que exista, ha de ser necesariamente rival del sujeto humano. La persuasión de una supuesta incompatibilidad existente entre la fe en Dios y la afirmación radical de la subjetividad humana es otro de los factores de crisis de la fe en Dios.

¿Qué respuesta demanda de los creyentes este conflicto entre subjetividad y Dios? La fe no puede reducir a Dios a mero objeto, pero tampoco hace de Dios un enemigo del sujeto. El cristiano es crítico de un subjetivismo que lo convierte todo, también a Dios, en objeto; pero no puede afirmar a Dios a costa de la subjetividad del hombre, haciendo de Dios un límite y un freno para el sujeto humano, su libertad y su conciencia.

El camino habrá de ser más bien ahondar la filosofía del sujeto y de la conciencia: una filosofía del sujeto en cuanto radicalmente marcado y afectado por lo otro, el otro, el Otro. Pero dicho camino exige igualmente ahondar la teología: Dios no se erige frente al sujeto, sino que se vacía y se anonada; no niega y amenaza al sujeto, como un sujeto absoluto frente al sujeto finito, sino que lo funda y lo salvaguarda. Dios es raíz, origen, fundamento del sujeto y de su libertad. Sólo será creíble un Dios que se pone a los pies del sujeto humano y así le saca de sí, rompe su aislamiento afirmándole, le descentra centrándole, le desinstala asegurándole.

2. Dios y la razón científica

La razón moderna se ha desarrollado particularmente en forma de ciencia, es decir, en forma de aplicación de la lógica matemática a la experiencia. No podemos negar que esta ciencia moderna ha creado y sigue creando más de un problema a nuestra imagen espontánea de Dios y a nuestra manera de entender su actuación en el mundo: la creación, la relación materia-espíritu o cuerpo-alma, la Providencia, los milagros, la oración de petición, el lugar del ser humano en la evolución universal de la vida, la posibilidad de la vida en otros planetas… En éstas y otras cuestiones, muchos cristianos siguen teniendo esquemas y representaciones sobre Dios que son incompatibles con los datos de la ciencia.

Por otro lado, la ciencia moderna ha ido acompañada muy a menudo por un prejuicio de tipo positivista, bien expresado en el Manifiesto de Viena de 1929 por el axioma: “Todo lo real puede ser empíricamente conocido; sólo es real lo empíricamente conocido”, es decir lo empíricamente verificable (o falsable). Lo cual significaría que Dios simplemente no es real. Este postulado positivista – que como tal postulado tiene carácter filosófico e incluso dogmático, en ningún caso empíricamente comprobado – no es hoy compartido por la gente de la ciencia, pero sí por mucha gente de la calle. Y esa mentalidad cientificista sigue siendo en muchos un obstáculo radical para la fe en Dios.

¿Cuál ha de ser nuestra respuesta de creyentes? Por supuesto, hemos de insistir en que no solamente lo empíricamente verificable o falsable es real, y la inmensa mayoría de científicos y de filósofos estarán de nuestro lado en este rechazo del positivismo: no por ser Dios científicamente inverificable tiene que ser necesariamente irreal. ¡Cuán necesario sigue siendo desarrollar un concepto de razón abierta, consciente de su límite, sensible al misterio!

Pero no habremos respondido con ello a todos los desafíos de la ciencia. La ciencia no nos impide creer en Dios por el hecho de que Dios no sea verificable, pero la ciencia nos impide creer en una imagen de Dios que sea incompatible con la visión del mundo que trazan los datos comprobados de las ciencias actuales. Y hemos de reconocer que el positivismo ha servido a menudo a los cristianos de pretexto para obviar o ignorar los retos que las diversas ciencias presentan a nuestra imagen de Dios. Creer en Dios no es incoherente con la ciencia, ciertamente, pero no podemos creer en Dios sino en un marco de coherencia razonable, en concreto, en coherencia con la imagen del mundo que las diversas ciencias nos presentan. No debemos aferrarnos a unas imágenes de Dios incompatibles con los datos de la ciencia. “La ciencia sin religión es imperfecta; la religión sin la ciencia es ciega” (Einstein).

Nunca la fe en Dios es pura fe: siempre va acompañada de ideas, imágenes y representaciones humanas, las cuales siempre están ligadas a una determinada cultura y a una determinada visión del mundo. Pero la fe en Dios no se identifica nunca con nuestras representaciones ni con nuestras visiones cambiantes del mundo. Por eso, la auténtica fe posee la libertad profunda para desprenderse de unas ideas o para desligarse de unas cosmovisiones anacrónicas, para expresarse en nuevas ideas y cosmovisiones más coherentes, aunque nunca definitivas.

3. Dios y el “giro lingüístico”

La filosofía contemporánea está radicalmente marcada por el llamado “giro lingüístico”, es decir, por la inapelable conciencia de que no tenemos otro acceso a la realidad sino nuestra palabra y sus leyes de funcionamiento. Este giro lingüístico tiene consecuencias de alcance fundamental también en relación con la fe en Dios: tampoco podemos acceder a Dios, ni Dios puede acceder a nosotros, sino a través de la palabra humana, de sus posibilidades y de sus límites. Es evidente que una afirmación así es una amenaza radical para una dogmática que tiene la pretensión de ser una “descripción” objetiva y directa de Dios y de los diversos contenidos de la fe, para una dogmática que no está suficientemente dispuesta a tomar en serio su propia condición lingüística.

Y también en el campo del lenguaje, el positivismo lógico ha servido a menudo a los creyentes de excusa para justificar su dogmatismo y para eludir el desafío del giro lingüístico. El positivismo lingüístico pretendió que el lenguaje únicamente tiene sentido cuando se refiere a objetos de experiencia y cuando funciona de acuerdo a las leyes de una lógica formal exacta, en definitiva la lógica matemática. Fue L. Wittgenstein quien, ocho años antes del Manifiesto de Viena, dio expresión al positivismo lingüístico con el célebre aforismo con el que concluye su obra más conocida, el Tractatus logico-philosophicus: “Todo lo que se puede decir, se puede decir claramente; de lo que no se puede hablar, se debe callar”. Según esto, hablar de Dios no puede tener sentido alguno. Wittgenstein reconocía, sí, que hay realidad más allá de lo empíricamente cognoscible y más allá de lo lógicamente expresable, pero eso es propiamente indecible: “Existe lo indecible, se muestra; es lo místico”. Lo místico, lo religioso, lo divino, aun cuando fuese real, quedaría absolutamente excluido de la palabra, del lenguaje con sentido.

El cristiano no tiene por qué quedar prisionero de esta aparente alternativa entre el dogmatismo acrítico o el misticismo sin palabra. El “giro lingüístico” invita al creyente de hoy a afirmar, por un lado, y contra todo positivismo lógico, que hablar de Dios tiene sentido; de hecho, el mismo Witgenstein reconoció más tarde que la palabra humana tiene muchos registros y muchas “lógicas”, que no está regida solamente por la lógica formal y matemática, sino también por la intención, la intuición, el sentimiento y la promesa; el creyente puede y debe, pues, sostener que hablar de Dios puede tener tanto sentido “lingüístico” como hablar del amor y la belleza, el gozo y la tristeza, el deber y la justicia… Dios no tiene por qué ser exiliado de la palabra; el lenguaje teológico puede tener sentido como todo lenguaje simbólico, como el lenguaje del amor y del arte.

Pero tampoco le bastará al creyente con esta reivindicación del sentido de su hablar acerca de Dios. Deberá evitar, no solamente exiliar a Dios de la palabra, sino también convertirlo en cautivo de la palabra. Hablar de Dios puede, sí, tener sentido, pero a condición de no olvidar que somos nosotros los que hablamos y a condición de no identificar a Dios con nuestras palabras. Reconozcámoslo también aquí: los creyentes hemos incurrido a menudo en la tentación de ignorar la lección de la filosofía lingüística con el pretexto del positivismo. La razón lingüística sigue recordándonos algo esencial: que nunca podremos acceder a Dios sino a través de la palabra humana, histórica, fragmentaria, situada. Nuestra tentación es olvidarlo, y encerrar a Dios en nuestras palabras (fórmulas, textos, creencias, dogmas). So pretexto de huir del positivismo lógico, estaríamos cayendo en el “positivismo teológico”.

He ahí, pues, el desafío y la llamada: ir más allá del positivismo lingüístico, sí, pero también más allá de todo positivismo teológico. Y no olvidar que nuestras palabras sobre Dios (e incluso “las palabras de Dios” a nosotros en la Escritura) son palabras humanas. Y no identificarlas nunca con el misterio siempre más grande de Dios, al que las palabras no hacen sino aludir y señalar.

4. Dios y la crisis de las pruebas

Una de las manifestaciones de la crisis de Dios en la cultura actual es la crisis de las pruebas de la existencia de Dios. ¿Qué hay de esas clásicas “pruebas”? ¿Quedaron definitivamente desautorizadas y relegadas o siguen conservando algún valor hoy? ¿No podemos demostrar o siquiera mostrar la realidad de Dios? ¿Es posible hoy una “apologética”, una defensa racional de Dios?

Una apologética con el planteamiento y con la intención tradicional de probar a Dios o de demostrar la verdad de los dogmas cristianos no parece tener sentido hoy. La crítica de Kant a las pruebas clásicas de la existencia de Dios fue contundente y sigue siendo irrefutable: dichas pruebas son construcciones del pensamiento, construcciones lógicas; lo que prueban las pruebas no es la realidad de Dios, sino la coherencia racional de unas construcciones lógicas; a lo que se llega a través de las pruebas no a Dios mismo, sino a un objeto del pensamiento.

El creyente de hoy no debiera empeñarse a toda costa en reconstruir pruebas y demostraciones de Dios. Dios no es demostrable, ni necesita nuestras demostraciones; se trata más bien de necesidades nuestras, y Dios está más allá de nuestras necesidades, cuánto más de nuestras demostraciones. Todo lo que podemos propiamente probar está ligado por definición a nuestro mundo de experiencia y a nuestras categorías lógicas y mundanas. Dios no puede – ni necesita – ser propiamente probado. No podemos volver, pues, a la clásica apologética.

Pero ¿significa ello que Dios es irreal e imaginario? De ningún modo. Dios no es ni demostrable ni imaginario; es la realidad más real que todas nuestras demostraciones y necesidades (lógicas, cosmológicas, existenciales…). Las “pruebas de Dios” ¿no tienen, pues, ningún valor? Sí, muestran que, en realidad, el necesitado de prueba es el mismo ser humano. Es importante recuperar el sentido auténtico de las pruebas, más allá de un interés estrictamente apologético. Las pruebas no prueban propiamente a Dios, pero son un indicio de cómo se sitúa el ser humano en el mundo. Las pruebas prueban que el espíritu humano percibe su existencia, y la realidad entera, como necesitada de fundamento, de sostén, de apoyo. Más aún, son una forma de expresar que el pensamiento y el corazón del hombre intuyen y presienten que estamos habitados por una presencia que nos precede, una presencia más grande que nuestro pensamiento y que nuestro corazón (esto lo sabía bien Descartes, cuando constata que su espíritu está habitado por la “idea del Infinito”…). Una presencia que es gracia y no se deja probar, pero que no es mera proyección imaginaria. Una presencia que no podemos probar, sino que nos prueba, nos pone a prueba como radical finitud y necesidad que somos y no queremos reconocer. Y una presencia que, sin embargo, nos aprueba en nuestra raíz y en nuestro deseo más hondo.

5. Dios y la sospecha de alienación

¿No será Dios una proyección humana, sea de la necesidad de consuelo, sea de los sentimientos de amenaza? ¿No será Dios a la vez producto y causa de una existencia personal y social alienada? He aquí otro de los factores decisivos de crisis de Dios en nuestra cultura: la sospecha de que Dios enajena, aliena, oprime, legitima la injusticia. Esta sospecha hace insoportable la idea de Dios, no porque atente a las leyes de la razón o de la lógica, sino porque atenta a la existencia misma del ser humano y sus aspiraciones más nobles: la dignidad, la libertad, el gozo de vivir, la sed de igualdad y de justicia.

Sigue siendo obligada la referencia a los grandes “maestros de la sospecha”: K. Marx, F. Nietzsche, S. Freud. Ellos han denunciado con extraordinaria fuerza las distintas alienaciones de las que Dios sería causa y efecto a la vez: la alienación social, la alienación moral y la alienación psicológica. No conviene que los creyentes de hoy desdeñemos sus críticas, nos desentendamos de sus denuncias, como si no fuesen con nosotros. Sus críticas han sido objeto de mil contracríticas y refutaciones, pero no es nada seguro que ya no nos conciernan. Recordemos, pues, una vez más, sus principales cargos.

Marx denunció que Dios no es más que producto y origen de una alienación social: la fe Dios produce o disimula o legitima la injusticia social. La religión es fruto de la ignorancia, la desdicha y la opresión, producto de la miseria social y de las condiciones económicas insoportables, opio consolador para los oprimidos y, a la vez, sistema legitimador para los opresores.

Nietzsche denunció que Dios no es más que producto y origen de una alienación moral: la fe en Dios vuelve al hombre estrecho, angustiado, incapaz de afirmar y de vivir la vida. La raíz de la religión es el moralismo, la represión y el resentimiento, de modo que la religión es la gran enemiga de la vida y de la libertad.

Freud denunció que Dios no es más que producto y origen de una alienación psicológica: la fe en Dios es fruto de represiones, o de proyecciones, o de deseos infantiles. La religión es un mero modo de querer huir de la dureza de la realidad, un mero sueño de poder del que se siente impotente, expresión del deseo de un padre todopoderoso y protector, añorado y temido a la vez, una mera manifestación de los deseos infantiles reprimidos, producto y origen de la neurosis.

¿Pero de qué Dios se trata? No de Dios, sino de imágenes y fantasmas, de secreciones y recursos del espíritu humano y de los mecanismos sociales. No es Dios, sino ídolo. No es el Dios creador, sino el dios creado, que inevitablemente se convierte en destructor. Ese dios no es Dios. Y, sin embargo, era en parte el Dios predicado y vivido en una época – los siglos XVIII y XIX – en la que predominaba la figura de un cristianismo demasiado dogmático y ritualizado, demasiado moralista y ascético, demasiado jerarquizado hacia dentro y aliado hacia fuera con las jerarquías de este mundo. A ese dios es preciso negarlo.

Es verdad que los maestros de la sospecha han caído a su vez bajo sospecha, pero tienen mucho que enseñarnos aún sobre la verdad y la mentira de nuestra fe en Dios. Los ateos nos impiden creer en un Dios indigno de fe y nos invitan a creer en un Dios digno de fe. Nos incitan a ahondar la verdad salvadora de nuestra fe, en la medida en que desenmascaran las mil mentiras con las que la asociamos y la pervertimos. Su crítica es como un líquido disolvente que purifica la fe en Dios de adherencias o de cuerpos extraños. Sólo merece el nombre de Dios aquél que queda a salvo de la acción corrosiva de la crítica atea. A menudo, los ateos niegan a Dios porque se hacen de Dios una idea más alta que todo lo que les mostramos los creyentes. Los ateos nos enseñan a creer.

Así pues, los “maestros de la sospecha” siguen siendo un criterio y un aviso: ¿en qué Dios creemos de verdad? ¿Dios nos hace más justos o más egoístas? ¿Dios nos hace más libres o más oprimidos? ¿Dios nos hace más alegres o más angustiados? La crítica inexorable de muchos ateos sigue aguijoneándonos para que creamos de manera creíble en un Dios creíble: un Dios que no es ni consuelo ilusorio ni poder amenazante; un Dios que no es un soberano patriarca, separado del mundo y de nuestra vida, que nos vigila y amenaza en el mismo momento en que buscamos en él consuelo; un Dios que es misterio fontal que nos hace ser, la compañía que nunca abandonamos y nunca nos abandona, la solidaridad absoluta con nuestros gozos y con nuestras cruces.

6. Dios y el espesor del mal

El mal ha sido siempre el gran obstáculo para creer en Dios. También hoy. Y hoy más que nunca, porque el mal es hoy más visible y palpable que nunca, más terrible que nunca; hoy se produce un un 10% más de los alimentos necesarios para toda la humanidad, y sin embargo 35.000 niños, y otros tantos adultos, mueren de hambre cada día. Nunca se ha matado tanto como hoy.

¿Es posible creer en Dios mientras exista el mal? ¿Dios es ajeno al mal o es responsable del mal? ¿Cómo es posible creer en un Dios separado del mal, ajeno al mal? ¿Y cómo es posible creer en un Dios implicado en el mal, responsable del mal por acción, por omisión o por permisión? Y si Dios no es responsale del mal, ¿de dónde viene el mal? ¿Es posible creer en un Dios que no puede o que no quiere destruir el mal ya desde ahora?

En el mal parece disolverse toda huella de la presencia de Dios, toda posibilidad de fe en Dios razonable y coherente. La incompatibilidad teórica entre Dios y el mal la dejó definitivamente expresada Epicuro (siglo IV a. C.) en su lapidaria fórmula: “Si Dios puede eliminar el mal y no quiere, es malo, luego no es Dios; si quiere eliminarlo y no puede, no es omnipotente, luego tampoco es Dios”. Si hay mal, no hay Dios.

¿Tenemos alguna respuesta teórica plausible? No, ninguna, y tenemos que empezar por reconocerlo abiertamente: Dios y el mal son absolutamente incompatibles también para la razón del creyente. Dios da la razón a Job contra los amigos de éste que buscan y hallan explicaciones a su sufrimiento. ¿Significa eso que el mal nos impide creer en Dios? No, por supuesto, pero sí significa que debemos renunciar a toda explicación, y significa que debemos liberar a Dios de explicaciones perversas, como por ejemplo: Dios quiere el mal, Dios permite el mal, Dios castiga con el mal…

¿Qué queda cuando se eliminan las explicaciones, sobre todo las expliaciones perversas (en realidad, todas las explicaciones acaban siendo perversas…)?. Queda la actitud creyente de Job que, sin explicar su dolor, aprende a sufrir, a dejarse transformar en su sufrimiento, incluso aprende a creer en Dios y a redescubrirlo en medio de su sufrimiento. Y más allá de Job, a los cristianos nos queda la figura de Jesús, que se expone a todos los dolores y a todas las injusticias por su amor a los sufrientes, por su esperanza del Reino y, en definitiva, por su inmensa confianza en Dios.

¿Qué Dios? No un Dios responsable, ni tampoco un Dios mero expectador del dolor de su criatura. Sino un Dios solidario con nuestros sufrimientos, débil en nuestra debilidad, impotente en nuestras impotencias. Pero un Dios que, por ser solidaridad absoluta, no es mera debilidad e impotencia, sino que es a la vez la fuerza y la omnipotencia del amor absoluto. Un Dios que es solidario nuestro en el dolor, y aliado nuestro en la lucha contra el mal, y esperanza nuestra de victoria sobre el mal.

Los creyentes podemos incluso sostener razonablemente que la existencia del mal de ningún modo convierte el ateísmo en más razonable que la fe en Dios. En primer lugar, porque es preciso explicar el bien: “Si Dios existe, ¿de dónde vienen los males? Pero ¿de dónde vienen los bienes, si no existe?” (Boecio, filósofo cristiano del s. VI). Y, en segundo lugar, porque Dios puede ser el mejor apoyo en la lucha contra el mal y el mejor fundamento de la esperanza de vencer algún día el mal.

7. Dios y el pluralismo radical

Una de las razones de la crisis actual de Dios es que la gente asocia a Dios, y sobre todo la imagen monoteísta de Dios, con unidad jerárquica, monopolio de verdad, intolerancia e intransigencia, imposición y dictadura. Tal imagen de Dios produce hoy un rechazo visceral.

El pluralismo es hoy un hecho, un dato innegable de nuestra civilización. El mundo nunca ha sido tan pluralista, ni nunca hemos sido tan conscientes del hecho como hoy. Ciertamente, cabe preguntarse: ¿es tan real el pluralismo cuando toda la información está en manos de dos o tres agencias y cuando toda la economía depende de unas cuantas multinacionales? Es ésta una grave cuestión…

Pero no deja de ser cierto que hoy se reivindica como nunca antes el pluralismo. Cuanto más compleja se hace una sociedad, cuanto más se especializa y se diversifica el saber, el pensamiento, las estructuras, tanto más pluralistas se hacen la cosmovisión, los marcos de sentido y las pautas de conducta. Tal es el mundo en el que vivimos. Vivimos en un mundo espontáneamente liberal y relativista, ecléctico: nos hallamos ante una inagotable diversidad de opiniones, de valores, de pautas de conducta. La gente siente una repulsa instintiva ante todo dogma inmutable, toda verdad absoluta, toda norma impuesta. La ciencia misma refuerza la sensación de que no conocemos más que parcelas de realidad, no tenemos acceso más que a fragmentos provisionales y a perspectivas parciales de verdad. Según algunos, el rasgo decisivo de la llamada cultura postmoderna consiste, precisamente, en que ya no existe un horizonte ordenador, un fundamento seguro, una dirección nítida.

Esta situación de pluralismo resulta muy incómoda para una institución religiosa, en concreto para el catolicismo cristiano, por razones fáciles de comprender: la institución religiosa, y de manera especial el catolicismo institucional se siente despojado de su poder tradicional, de su función de dictar lo que se ha de pensar y decir; la institución religiosa pierde el “monopolio cosmovisional”, se convierte en una instancia entre otras. Los cristianos, de manera especial los católicos, estamos acostumbrados a identificar a Dios con una Verdad absoluta, definida y conocida; y estamos secularmente acostumbrados a identificar la fe en Dios con la cultura occidental, o la cultura occidental con “la cultura cristiana”. El pluralismo difumina los perfiles y los contornos de la presencia de Dios, trae consigo la pérdida de seguridad y la pérdida del monopolio, y esas pérdidas son costosas para el individuo y más aun para la institución.

El pluralismo constituye una verdadera prueba para la fe: nos invita, casi nos fuerza, a desligar a Dios de todo monolitismo rígido, de toda pretensión de posesión de la verdad. Ahora bien, ¿este pluralismo nos condena a una disolución relativista de la fe en Dios y de la imagen de Dios? De ningún modo. Pero el remedio contra el relativismo y el nihilismo no es el autoritarismo y la intolerancia, sino el amor a la verdad en paciencia, en diálogo, en búsqueda compartida. El acceso y el encuentro con la verdad son evento comunitario y dialogal. Nuestra relación con el bien y la verdad no es de posesión y dominio, sino de deseo y búsqueda. Dios mismo se ha revelado en la historia humana, en la existencia humana, en la palabra humana, lo cual quiere decir: en el registro de la particularidad, de lo fragmentario, lo mudable y provisional.

El creyente se siente llamado a anunciar una “noticia” buena, la noticia de la bondad y de la gracia universal de Dios, la noticia de la voluntad y de la promesa liberadoras de Dios para toda la humanidad y para toda la creación. El creyente no anuncia esa noticia como verdad conocida de él que los otros ignoran, sino como presencia activa de Dios en el corazón del mundo para conducirlo a la gloriosa libertad de los hijos e hijas de Dios. Una presencia que solamente se puede anunciar siendo sacramentos activos de la misma, y sin reducirla nunca a “verdades de fe” ni identificarla con una “cultura cristiana”.

Reconciliar por dentro flexibilidad y solidez, firmeza y suavidad: he ahí la llamada, la obra y la señal del Espíritu, que mueve firmiter et suaviter, que fortalece lo que es débil y ablanda lo que es rígido.

8. La crisis de las instituciones y Dios

La “desinstitucionalización” es otro de los fenómenos más notables de la cultura actual y, a la vez, otro de los factores fundamentales de la crisis de Dios o, mejor dicho, de la imagen institucionalizada de Dios. El acento puesto por la Modernidad en el sujeto y en el individuo ha desembocado en una crisis generalizada de las instituciones y muy en particular de las instituciones religiosas.

En las sociedades premodernas, las instituciones rigen la vida social y personal, también en el ámbito religioso; la “herejía” – en el sentido amplio de opinión o comportamiento socialmente irregular – es un caso extremo. En cambio, en las sociedades modernas actuales, las instituciones ya no constituyen la referencia segura y el marco estable para regir la vida; asistimos a la crisis de la familia, los partidos, el Estado, el ejército, no digamos de la Iglesia; se generaliza el “imperativo herético” (P. L. Berger), “la herejía se convierte en necesidad” (Ll. Duch), se impone la necesidad de la búsqueda y de la elección personal. A veces sucede, en reacción, que la angustia de tener que elegir le empuja a uno a abandonarse a los dictados de un “padre” o de una organización, pero ese comportamiento es excepcional y marginal, por mucho relieve que adquiera en determinadas circunstancias.

La crisis general de las instituciones tiene en la institución religiosa una incidencia tanto más fuerte cuanto que la presencia de Dios ha estado muy ligada a instituciones religiosas muy fuertes, incluso rígidas, sobre todo en nuestra tradición occidental. Hoy la religión institucionalizada tiende a fragmentarse e individualizarse. Y todos los datos indican que la diferenciación, la desdogmatización, la individualización, la pluralización, la desinstitucionalización… seguirán marcando en Occidente el fenómeno religioso y, muy particularmente, el cristianismo, al menos a corto y medio plazo (¿quién se atreve a predecir un futuro más lejano?). Todo insinúa que va a seguir imponiéndose cada vez más una “religión sin religión” (M. Gauchet), una religiosidad personal o grupal sin apenas adhesión a una institución que la identifique socialmente, una religión en la que prevalecerá la búsqueda y la vivencia personal sobre todo vínculo institucional rígido. Existen, sí, en la Iglesia movimientos importantes de signo inverso, con acentuada voluntad de reafirmar la institución, es decir, la solidez de doctrina, la seguridad de conducta, la obediencia a la autoridad…, pero se trata fundamentalmente de un fenómeno reactivo y consiguientemente “marginal” en relación a la actual cultura; no hemos de desacreditarlos sin más como fundamentalistas o sectarios, sino que hemos de percibir sus demandas y reconocerles un sitio en la Iglesia; pero es difícil pensar que marquen el camino de futuro de la Iglesia a corto y medio plazo.

Una de las tentaciones a las que nos expone esta crisis generalizada de las instituciones es derivar sin darnos cuenta hacia una fe individualista, hacia una “religión a la carta”: cojo lo que me interesa, dejo lo demás. Se trata en el fondo de una fe que no abre, sino cierra; no crea lazos, sino islas; pero de esa forma no libera, sino esclaviza. Pero se da también la tentación inversa, la del atrincheramiento en la gran institución: una institución que se fortifica y se cierra, se defiende frente a un exterior percibido como amenaza, frente a una cultura que desconcierta y unas cuestiones que asustan; una Iglesia que se “reclericaliza”, se centraliza y tiende a convertirse en ghetto; en definitiva, una Iglesia que se deja llevar por el miedo y así traiciona su misión esencial. Quizá sea ésta la mayor tentación de la Iglesia hoy, y sólo en apariencia es opuesta a la primera: también en esta tentación se trata en el fondo de una fe que no abre, sino encierra. Existe una tentación intermedia, la que lleva a muchos creyentes a buscarse aquellas comunidades que le ofrecen refugio y calor, “comunidades emocionales” que responden a las propias convicciones y necesidades afectivas, que procuran amparo y cobijo de la intemperie exterior. Comunidades de este tipo proliferan hoy fácilmente y pueden constituir ciertamente espacios abiertos donde se aviva la dimensión comunitaria de la fe, pero también recintos cómodos donde la fe pierde su horizonte de universalidad y de comunión.

Aquí tenemos los cristianos otro desafío decisivo: redescubrir una fe en Dios que no le convierta en rehén de una institución, como ha sucedido tanto en nuestra historia, pero sin por ello convertirle tampoco en mera función de la opinión, de la sensibilidad, del bienestar individual. Dicho de otra forma, redescubrir el aspecto comunitario de la fe en Dios, sin caer en una religión a la carta, pero también sin recaer en la rigidez eclesiástica que ha sido y sigue siendo tan general. Esto requiere del cristianismo una auténtica reinvención de las estructuras eclesiales: honda revisión de los ministerios, superación de la distinción entre clérigos y laicos, descentralización, devolución a las iglesias locales de sus responsabilidades y poderes, reforma de la concepción y del ejercicio del papado, democratización en la designación y el desempeño de todos los ministerios…

9. El retorno de lo religioso y Dios

El retorno y el auge de lo religioso es también uno de los fenómenos característicos de la cultura contemporánea en los países occidentales. La religión está de moda en amplios sectores de la sociedad y de la cultura. Proliferan y se expanden sin cesar muchos Nuevos Movimientos Religiosos, cuya diversidad es enorme e imposible reducir a un denominador común. Pero el hecho está ahí, aliviador para algunos, inquietante para otros, interpelante para todos. ¿Cómo hemos de juzgar este hecho los cristianos? ¿Qué desafío contiene? ¿A qué nos está llamando?

En primer lugar, hay que reconocer que el auge y la expansión de Nuevos Movimientos Religiosos demuestra que la tesis de la secularización radical no se ha verificado, que la experiencia religiosa constituye una dimensión originaria y constitutiva del ser humano, que el espíritu y el corazón humanos están constitutivamente abiertos a lo sagrado y al misterio.

En segundo lugar, sin embargo, hay que advertir que se trata de un fenómeno radicalmente ambiguo. Por un lado, como acabo de decir, los Nuevos Movimientos Religiosos con su renovado vigor desmienten la tesis de la secularización entendida como desaparición del sentido y de la necesidad de lo sagrado en la edad ilustrada y adulta del hombre moderno; éste, al igual que el ser humano de siempre, no puede contentarse “con lo que hay”; pero por otro lado, en muchas de sus manifestaciones, los Nuevos Movimientos Religiosos constituyen, no la negación, sino la culminación de la secularización, en la medida en que la vida no viene configurada por lo sagrado, sino por las “necesidades” religiosas del sujeto. Por un lado, expresan muchas veces una búsqueda sincera y profunda de lo sagrado, del misterio, de Dios; pero por otro lado, muy a menudo se trata de una religiosidad excesivamente “estetizada” y psicologizada, polarizada en el gusto y el “sentirse bien”, de una religiosidad sin mística o de una mística sin adoración ni compromiso por la justicia. Por un lado, manifiestan el anhelo de una humanidad menos violenta y patriarcal, más justa y sensible, más pacífica y en comunión con la naturaleza y el cosmos, pero por otro lado adolecen muy a menudo de espiritualismo e insolidaridad, de descompromiso con la justicia, de narcisismo y consumismo religioso (lo cual se deja sentir especialmente en ese “espíritu” que se anuncia como alternativa de religión mundial del siglo XXI: la Nueva Era).

Debemos dejarnos interpelar por esos Nuevos Movimientos Religiosos en lo que contienen de denuncia de nuestras creencias anquilosadas, de nuestras instituciones obsoletas, de nuestros ritos vacíos, pero a la vez no podemos menos de denunciar las perversiones religiosas que frecuentemente se detectan en algunos de esos movimientos religiosos: supersticiones y supercherías, sectarismo y proselitismo, proselitismo y fundamentalismo, evasión y espiritualismo…

En tercer lugar, una característica muy común del retorno de lo religioso es que se va extendiendo una religiosidad sin referencia expresa a una figura precisa de Dios. Es el “culto” de lo sagrado sin rostro, sin figura. Se da una difuminación de lo divino y de la religión. La religión no desaparece, pero sí pierde contornos precisos, y pierde contornos precisos sobre todo la figura de Dios. Cada vez son más numerosos los que se sienten religiosos, pero dicen no creer propiamente en Dios. “Religión sí, Dios no”; trascendencia sí, Dios no; sentido del misterio sí, Dios no. O ni siquiera dicen no a Dios, porque no saben muy bien qué es eso de Dios. ¿O se trata de una nueva manifestación del hombre actual que busca sin encontrar “la figura de Dios que quiere adorar”? ¿Son formas de increencia o búsqueda nueva de Dios?

El juicio sobre si creen o no en Dios no nos pertenece. De todos modos, esa “trascendencia sin Dios” pone de manifiesto, por un lado, que los límites entre creyentes y no creyentes son menos claros de lo que estamos acostumbrados a pensar. Y, en cualquier caso, también esa trascendencia sin Dios, al igual que la negación de Dios, nos está exigiendo a los creyentes no identificar a Dios con nuestras ideas acerca de Dios.

Una gran tentación de los cristianos hoy es ceder a esa difuminación del rostro vivo de Dios, quizá en nombre de una “mística” tan reclamada como ambigua. Pero otra tentación es aferrarnos a perfiles de Dios demasiado humanos o demasiado poco humanos, a representaciones, lenguajes y esquemas que no son Dios. Dios no es una mera “voz anónima” (E. Trías), pero tampoco se identifica con los nombres que le ponemos a su voz misteriosa. Dios no es un horizonte difuso, pero tampoco una esencia definida por nuestros conceptos. Dios es el Innombrable que lleva todos los nombres, el Totalmente Otro que no es una realidad frente a nosotros, la alteridad absoluta que es nuestro misterio más profundo.

CONCLUSION

Pues bien, en esta cultura nos toca hoy ser creyentes. Y al decir “nos toca”, no digo “no tenemos otro remedio” – lo que, por lo demás, también es verdad -, sino “nos toca en suerte”, “tenemos la suerte” de ser creyentes precisamente en esta cultura de la ausencia de Dios o de su presencia problemática. Una cultura que, ciertamente, desconcierta y turba nuestra fe en Dios, pero también la estimula, la acrisola, la reaviva, a condición de que accedamos a atravesar a fondo la prueba de la fe.

Señalo algunas conclusiones generales que se desprenden de las reflexiones anteriores, algunas llamadas y oportunidades para la fe en Dios contenidas en los factores mismos de crisis, algunas actitudes requeridas para convertir la crisis en gracia para la fe.

1) Es preciso escuchar lo que Dios nos dice en nuestro tiempo, “aceptar las coyunturas y las circunstancias históricas del presente como ‘lugar teológico'” (Hermann Schalück), como doloroso signo de los tiempos; doloroso, sí, pero “signo de los tiempos” al fin y al cabo, es decir, signo del Espíritu para nuestro tiempo y desde nuestro tiempo, voz de Aquel que parece callar, huella de Aquel que parece ausente. El Espíritu nos hace signo desde la cultura de la increencia, no sólo para que la padezcamos sin amargura, sino también para que la comprendamos, es decir, para que la entendamos en su origen histórico, la acojamos cordialmente en su presente y construyamos desde ella el futuro de nuestra fe.

2) Parece que en nuestra cultura se está produciendo una “metamorfosis de lo sagrado” (J. Martín Velasco), y ello conlleva también una metamorfosis de la imagen de Dios, de su representación concreta. Una imagen demasiado exclusiva de Dios como señor soberano separado del mundo está viéndose compensada o incluso desplazada por una imagen de Dios como misterio en el que “vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17,28).

3) Nuestro tiempo no significa el fin de la fe en Dios, ni el fin del cristianismo, pero sí quizá una transformación decisiva de la fe y del cristianismo en su teología, su lenguaje, sus instituciones. Si sabemos afrontar el desafío, nuestro tiempo puede convertirse en un kairós, una oportunidad para redescubrir a Dios más grande que nuestro pensamiento, esquemas, palabras, dogmas, instituciones. Un Dios más cercano, solidario, liberador. Una oportunidad para redescubrir que creer en un Dios de pura gracia es una gracia.

4) El Espíritu nos invita a asumir positivamente la oscuridad y la incertidumbre de toda transición con su dosis de incertidumbre; a vivir “perplejos, pero no resignados” (M. Kehl); a amar la oscuridad de Dios como la forma que tiene Dios de manifestarse como amor discreto, tan cercano que no lo podemos hacer objeto; a creer en la oscuridad sin pedir pruebas, sintiéndonos solidarios de todos los que padecen la oscuridad de Dios; a ser creyentes en la noche, como Jacob que lucha con el Ángel toda la noche, como Nicodemo que visita a Jesús protegido por la noche, como los discípulos de Emaús que ruegan y acogen la compañía del Resucitado para su noche.

(Lumen 58 [1999], p.193-224)