LA FE DE JESÚS NOS SOSTIENE

Propongo para el retiro la continuación del comentario del Credo iniciado en el número anterior. Seguimos rezando el Credo frase a frase, “artículo” a “artículo”, confesión a confesión, y lo hacemos volviendo los ojos a Jesús. El Credo cristiano empezó con Jesús y en él se centran la mayoría de sus “artículos”, que no son dogmas a creer, sino ejes que articulan toda una vida, la de Jesús y la nuestra. Como tales nos interesan. Releemos el Credo de Jesús para rezarlo. Lo rezamos para revivirlo y para que nos reavive.

Jesús es el “autor y perfeccionador de nuestra fe” (Heb 12,2). Jesús inspira nuestra fe, nuestra confianza vital, nuestra seguridad frágil y firme en el Dios de la vida, en su ternura compasiva y universal. Jesús reinspira, reanima nuestra fe cada vez que flaquea, es decir, cada día. Jesús nos conduce de duda en duda y de fe en fe, de desaliento en desaliento y de confianza en confianza. Y nunca llegamos a la perfección, pero él nos lleva de la mano y en dejarnos llevar consiste la perfección de nuestra fe.

En unos tiempos que eran tan difíciles para la esperanza como los nuestros, Jesús se supo tiernamente tomado de la mano por Dios y esperó contra toda esperanza. Y anunció la esperanza en Dios, que jamás abandona sus criaturas a su suerte, sino que acompaña a cada una en medio de todos sus gozos y sufrimientos. Dios acompañó a Jesús y se manifestó en él como compasión universal que sostiene todas las cosas. Dios acompañó los pasos de Jesús, cada una de sus palabras de denuncia y de consuelo, sus dudas y certezas, su desasosiego y su descanso, su rebeldía y su paz, su contestación y su obediencia, su vida y su cruz. Dios acompañó a Jesús hasta la cruz, hasta en el desmoronamiento de la cruz.

En Jesús, Dios acompaña y habita de lleno a cada criatura. Como a Jesús, como si fuese Jesús. Para que seamos Jesús, o hasta que lo seamos. Este es nuestro Credo y nuestra confesión cristológica.

La vida y la cruz de Jesús siguen siendo para nosotros pascua y adviento. ¡Ven, Señor Jesús, a tomarnos de la mano, a reavivar nuestra fe, a reverdecer nuestra esperanza!

1. Creo en Jesucristo

Creo en Jesús, pues Jesús significa “Yahvé ayuda” y ahí, en su nombre propio, se contiene ya la entraña toda de la fe. Jesús es sacramento de Dios que se acerca y ayuda, se inclina y socorre, se abaja y cura. “Dios ayuda”: ¿para qué hace falta más cristología? Creer en Jesús significa acoger y vivir el socorro de Dios a cada herido, y también a mí con todas mis heridas. En eso consiste creer como él, y es lo mismo que creer en él, o también que ser como él, pues de ser se trata en la fe de nuestro Credo.

Creo en Jesús, en su nombre propio, en su historia única, en su humanidad radical que, como toda verdadera humanidad, está sustentada por Dios y, más aún, sustanciada en Dios en lo más profundo. Creo en su historia de compasión y solidaridad que encarna la compasión y la solidaridad de Dios. Creo en su humanidad, toda ella convertida en sacramento de Dios, pues nada hay más humano que Dios y nada más divino que la humanidad samaritana.

Creo en Jesús Cristo, imagen crucificada de todas las esperanzas de todas las criaturas. “¿Eres tú el que tenía que venir o hemos de esperar a otro?” (Lc 7,19). Observemos su vida y lo sabremos. Jesús fue sensible y estuvo atento a la situación límite de los campesinos de Galilea arruinados por los tributos, despojados de las tierras de sus padres debido al peso de las deudas. El se puso de su lado y del lado de los enfermos, de las prostitutas y de todos los despreciados. Y les infundió el inmenso alivio de una certeza más poderosa que todo el sistema: la certeza de que Dios estaba de su lado y no estaban solos. Por eso le llamamos Cristo. Creo en Jesús el Cristo cuya vida, desde el fondo de la tierra y desde Dios, sigue anunciando que ninguna criatura está nunca sola, nunca está abandonada. Aunque tu esperanza se halle arruinada y por los suelos, no estás solo. Dios está contigo como estuvo Jesús con todos, empezando por el último. ¡Ojalá lo supiéramos ver cada vez que nuestros ojos no soportan nuestra propia penuria y la desgracia del mundo! ¡Y ojalá supiéramos ser, como Jesús el Cristo, compañía y compasión de Dios para los perdidos! El mundo entonces estaría salvado.

2. Su único Hijo, nuestro Señor

Creo en Jesús, el Hijo único. El que se supo plenamente amado, fundado, afirmado, enviado y sostenido por Dios en todo momento. El que impregnó su profecía y su rebeldía en la ternura de Dios. “Hijo único”, pero no en el sentido de que sólo él lo sea, sino en el sentido de que en él confesamos la filiación plena y en él descubrimos la filiación universal, la que todos hemos recibido y a la que todos estamos llamados. En él reconocemos, a menudo sólo a tientas, que cada uno somos para Dios un hijo único, una hija única. En él nos percibimos, aunque sólo sea a oscuras, como hijos e hijas amorosamente engendradas, pacientemente gestadas, incondicionalmente amadas. Con él aprendemos a llamar a Dios con infinita confianza y humildad: ¡Abbá! Él nos llama a querernos como somos y a amar a todas las criaturas, nuestras hermanas, como son, con respeto y cortesía, y a reconocer en ellas la misma dignidad de Dios.

Creo en Jesús, nuestro Señor, no el que nos somete, sino el que nos hace libres de todos los señores, de todos los poderes, de todos los temores que nos amenazan y encogen. Pues para que seamos libres nos ha liberado Cristo (Gal 5,1). Es el Señor que lava los pies y sirve a la mesa y nos impone el único mandato del amor feliz de sí y del amor servicial mutuo. Es el Señor que nos devuelve la confianza en nosotros mismos, así como la confianza en el mundo de hoy con toda su complejidad, con toda su vulnerabilidad. Es el Señor que apoya todo lo que en nosotros es frágil y está caído, y alienta la rebeldía contra todos los poderes que mantienen atenazados a los pobres del planeta.

3. Fue concebido por obra del Espíritu Santo

Jesús fue un carismático, un hombre inspirado y libre, imaginativo y renovador, pacífico y subversivo. Y no escatimó ningún compromiso ni rehuyó ningún peligro, pero una paz profunda le habitaba por dentro, una paz tan profunda como su confianza en Dios. Se dio del todo, porque se sabía en buenas manos y no temía perderlo todo. ¿Qué se puede decir de un hombre así? Que el Espíritu de Dios le inspira, le habita, le mueve.

Por eso dice el Evangelio y ratifica el Credo que Jesús “fue concebido por el Espíritu Santo”. No en un sentido biológico o en un momento cronológico puntual, sino en todo su ser a lo largo de su vida. Reconocemos la presencia creadora y pacífica del Espíritu en todos los seres, y en la bondad y en la alegría de los seres humanos en particular. Y en la bondad feliz y liberadora de Jesús reconocemos los cristianos la presencia plena y vital del Espíritu de Dios. Jesús es el hombre del Espíritu por antonomasia. El Espíritu de Dios es la raíz de su ser, de su vida reconciliada y mesiánica, sanadora y consoladora.

Esa es la “concepción por el Espíritu” que confesamos en el Credo. No se refiere a un fenómeno biológico singular, al hecho físico de una concepción sin varón, como si la concepción por el Espíritu fuese incompatible con la concepción por un varón o como si la paternidad divina fuese enemiga de la paternidad humana. Entender y rezar el Credo de esa forma sería ahogar la fe cristiana en un maniqueísmo dualista que desprecia la carne, y con ella a Dios. Dios es amigo del cuerpo y el cuerpo es sacramento de Dios. Cada una de sus manifestaciones humanas, humanizadoras, es manifestación de Dios, realización de Dios, encarnación de Dios. Toda unión de los cuerpos es “virgen” cuando es humana, humanizadora y, por lo tanto, fecunda.

Dios es la fuente de toda paternidad-maternidad humana, y la fecundidad de nuestra humilde carne en todas sus formas es expresión de Dios. Todo lo que crea y recrea la vida, a todos los niveles, viene de Dios, de su Espíritu Santo. Toda paternidad-maternidad verdadera es, pues, “virginal”, es “concepción por el Espíritu Santo”.

4. Nació de Santa María Virgen

María es el segundo nombre propio presente en el Credo. Jesús nació de María, de mujer, de madre. ¡Qué hay de más normal! En eso tan normal y natural, los cristianos reconocemos lo más grande y admirable: la encarnación de Dios, el abajamiento de Dios, la humildad y la humanidad de Dios, la proximidad carnal y samaritana de Dios.

Pero tal vez no sea conveniente considerar la encarnación de Dios en Jesús, ante todo, como un acontecimiento “milagroso” y singular. ¿No nos invita el Credo a confesar y celebrar la Navidad como sacramento entrañable de la encarnación universal de Dios?

Rûmî, uno de los grandes poetas y santos sufíes de la tradición mística musulmana, del s. XIII, escribió con enorme hondura mística y apertura ecuménica: “Nuestro cuerpo es semejante a María: cada uno tiene un Jesús en su interior, pero éste no puede nacer hasta que los dolores de parto no se manifiesten en nosotros”. Creo que el gran místico musulmán sugiere la clave fundamental de la mariología, e incluso de la cristología.

María es santa, no porque sea intachable, “inmaculada”, angélica, irreal (¿cómo podría una mujer o un hombre identificarse con una figura tan desencarnada?). María es santa porque en ella acoge el don de Dios como fruto de la gracia y de la tierra. Su santidad no consistió en ser perfecta, sino en acoger sencillamente la gratuidad de Dios. Su virginidad no consiste en carecer de relaciones sexuales, sino en abrir cada día sus entrañas a Dios en pobreza, en libertad, en confianza. Así encarnó a Dios en su vida y en su carne. Jesús, el hombre del Espíritu, es hijo de sus entrañas, y todas las entrañas, como las suyas, están llamadas a encarnar a Dios.

Toda mujer y todo hombre están llamados a encarnar a Dios. Y ser de carne, como somos, no es en absoluto un obstáculo, sino el camino. Estamos llamados a acoger y a concebir a Dios en nuestra carne herida y virgen. Todos estamos llamados a acogerlo en lo más carnal y en lo más espiritual, pues ambas cosas nos constituyen y son inseparables. Estamos llamados a acoger, concebir, encarnar a Dios como lo acogió, lo concibió y lo encarnó María.

5. Padeció bajo el poder de Poncio Pilato

Es sumamente extraño que el Credo no diga nada acerca de la vida de Jesús, y pase directamente del “nació” al “padeció”. Nuestra fe no debe hacer abstracción de la vida de Jesús, pues la verdadera encarnación tiene lugar en toda la vida y la cruz es su consecuencia y culminación. Es verdad que todo aquel que nace padece. Pero no es verdad que, como entendió una espiritualidad demasiado dolorista y penalista, nazcamos para padecer y padezcamos para expiar culpas. Entre el “nació” y el “padeció”, está toda la vida de Jesús (tanto privada como pública). Jesús no nació para padecer, ni padeció para expiar. Nació para vivir, y murió por la vida que llevó. Y en la vida que vivió encarnó a Dios. Y por haber vivido encarnando la compasión de Dios para con los últimos, los poderes de la muerte le hicieron padecer.

Es una secuencia natural y trágica, y la mención de Poncio Pilato en el Credo es su mejor ilustración. ¿A qué viene Poncio Pilato en el Credo cristiano?, se han preguntado muchos. Poncio Pilato es el tercer nombre propio del Credo, tras Jesús y María? ¿Qué hace Poncio Pilato el cruel junto a Jesús y María? Pues bien, Jesús, junto con y a través de María, constituye para el cristiano la encarnación de Dios en la historia, y Poncio Pilato es la contra-encarnación histórica de Dios. Este siniestro personaje ilustra la lógica que llevó a Jesús, el alegre amigo de la vida, a padecer los horrores de la cruz.

Jesús no murió por designio o por “voluntad” divina. No murió por una supuesta “necesidad expiatoria”. No murió en “sacrificio por nuestros pecados”, por exigencia de un Dios ofendido y cruel. Jesús murió por haber sido amigo de la vida hasta el fin, por haberse hecho solidario de los heridos y excluidos de la vida. Murió por haber anunciado la liberación de los pobres, la misericordia de Dios gratuita y el perdón sin condiciones. Murió por haber compartido la mesa con los impuros y condenados, por haber abierto las puertas del banquete mesiánico de Dios a los “publicanos y las prostitutas” antes incluso que a los justos (Mt 21,31). Murió por haber puesto la vida por encima de las leyes de pureza, el espíritu por encima de la ley, la fe sencilla por encima del templo con todo su sistema sacrificial y sacerdotal, la esperanza de los pobres por encima de los intereses del imperio.

Fue acusado de libertario infractor, de comilón y borracho, de amigo de publicanos y pecadores, de profeta blasfemo, de peligroso mesías político. Y fue condenado por el Sanedrín y por el Pretorio.

En el Credo confesamos, ciertamente, a un Dios creador y defensor de la vida, a un Dios aliado del gozo de vivir y de compartir la vida. El Credo nos invita a desplegar nuestro ser más libre y feliz, como lo hizo Jesús, para quien nada fue más importante que curar la vida. Pero no hemos de olvidar, sino asumir con la mayor autenticidad posible, que el despliegue de la vida libre, solidaria y feliz exige a menudo pasar por la pasión y no pocas veces desemboca en algún tipo de pasión. Es el enigma del dolor ligado a la finitud. Es el enigma, aún más oscuro, del dolor y del daño producidos a la vida por las estructuras y las personas, también por cada uno de nosotros. No podremos desplegar en nosotros nuestro ser más feliz si nos empeñamos en negar el dolor o en evitarlo a toda costa. Sin embargo, el Credo nos invita a creer en el Dios amigo de la vida, en la misericordia más fuerte que toda justicia, en la solidaridad más fuerte que todo daño, en la dicha más fuerte que toda pasión.

6. Fue crucificado

Jesús “no murió en la cama, ni atropellado por un camello en Jerusalén” (L. Boff). Fue crucificado como un esclavo o como un sedicioso político, con la anuencia y la complicidad del poder religioso.

He ahí el hombre. La cruz de Jesús, que compendia y representa todas las cruces, es la ignominia de la humanidad, el fracaso de la justicia, la quiebra de la religión. Pero Jesús no la rehuyó. Se mantuvo fiel a la vida Dios, a la causa de los últimos, a la razón de los condenados (por el poder político y religioso). Se mantuvo fiel a Dios en su vida y fue condenado a la cruz. Por eso, los cristianos miramos a Dios en la cruz de Jesús, al igual que lo miramos en su vida. Y más que en ningún otro lugar, miramos a Dios en la cruz de Jesús, pues es para nosotros la máxima expresión de la solidaridad de Dios con la vida de todos los perdidos. Miramos en la cruz la compasión de Dios con todas nuestras pasiones, la absoluta vulnerabilidad de Dios junto a todos nuestras heridas, la extrema solidaridad de Dios con todos los crucificados. “Si queremos saber quién es Dios, debemos arrodillarnos a los pies de la cruz” (J. Moltmann).

Así adquiere la cruz para nosotros rango de gloria y de confesión. Confesamos en la cruz la debilidad de Dios más fuerte que todos los poderes, pues es la debilidad del amor. “Sólo un Dios que sufre puede salvarnos” (D. Bonhöffer), porque es la compañía compasiva lo que en último término nos consuela y libera. Y un Dios que sufre con nosotros puede salvarnos, porque una infinita compañía compasiva es infinitamente poderosa. Y eso es el Dios de Jesús crucificado, y por eso seguimos esperando en todas nuestras cruces, con Jesús y como Jesús.

7. Muerto y sepultado. Descendió a los infiernos

Murió, fue sepultado, descendió a los infiernos. Son diversas locuciones para expresar un mismo hecho: la muerte. Una muerte real. La muerte de Jesús no fue aparente. Murió con el dramatismo de todas las cruces. Probó la fría soledad de todos los sepulcros. Conoció la incertidumbre y el abandono de todas las muertes: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado” (Mc 15,34).

Pero Dios estaba allí, con Jesús. Así lo confesamos en el Credo. Y la fórmula “descendió a los infiernos” puede entenderse como la máxima expresión de esta presencia de Dios en la experiencia extrema de la ausencia de Dios. Es verdad que, en la Biblia, “infierno” (Sheol judío, o Hades griego) significa sencillamente “lugar de los muertos” y que, por lo tanto, el giro “descender al infierno” equivale simplemente a “morir”. Pero, desde muy antiguo, el término “infierno” ha sido entendido también en un sentido más radical: el “lugar” de la condenación eterna, de los eternamente condenados a la ausencia de Dios. La expresión del Credo puede, pues, adoptar también este sentido radical: en Jesús, Dios desciende a lo más bajo, acompaña al más abandonado, asiste al más extraviado, acoge al más perdido. De modo que ya no puede haber verdadero “infierno” para nadie, porque aún cuando alguien –en una hipótesis extrema– se condenara a sí mismo al infierno, incluso allí Dios seguiría acompañándolo, como acompaña a Jesús “descendido al infierno”. Nadie estará nunca solo y condenado del todo, porque Dios estará eternamente con él, y “si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Rm 8,31).

Por eso, la muerte no es para nosotros el término final. Es una frontera abierta. La losa del sepulcro no es el último muro. Es una puerta a la vida. Junto al sepulcro de Jesús, seguimos esperando la Pascua. En todas nuestras soledades, decaimientos e impotencias, seguimos confiando en la entrañable cercanía de Dios: “Padre/madre, en tus manos encomiendo mi vida” (Lc 23,46). En todos los infiernos del mundo, seguimos confesando que otro mundo es posible, porque Dios está con nosotros, y merece la pena acompañarle y ayudarle.

(Frontera Hegian 52 [2006], p. 83-93)