LA GRACIA DE CREER EN NUESTRO TIEMPO
Quiero sencillamente hacer una profesión de fe en la fe, en la gracia de creer hoy. Oímos que son tiempos difíciles para la fe, tiempos de oscuridad, silencio y ausencia de Dios. Yo creo más bien que son tiempos de grandes transformaciones religiosas.
Creo que también hoy es posible creer. Es más, creo que nuestros tiempos no sólo nos brindan la gracia de creer, sino la gracia de creer mejor, con una fe profundamente terapéutica y sanadora. Es bueno creer hoy. Necesitamos creer de verdad. Estamos hechos de fe. De la fe de otros, de la fe en otros. De la fe en Dios y, sobre todo, de la fe de Dios. Cada palabra, como cada promesa, cada mandato, cada lamento, cada sueño se sustentan en la confianza que otorgamos a alguien, en la confianza que alguien nos otorga. En último término, se sustentan en la confianza de Dios mismo. Estamos hechos de fe. Estamos hechos para creer. Sin fianza no podríamos ser, ni podríamos hablar, entendernos, convivir.
Sobre estas premisas, voy a señalar algunos rasgos característicos de la fe que estamos llamados a vivir, de la fe que tenemos la gracia de vivir hoy.
1. Místicos en una sociedad compleja y vulnerable
El cristianismo en el que hemos sido formados y que en buena parte sigue aún en pie se ha desarrollado en una sociedad sólida y muy estable. La fe se apoyaba en una cosmovisión de certezas firmes y, a su vez, contribuía como lo que más a dotar a la cultura de cohesión y estabilidad. Los creyentes se hallaban firmemente enraizados en la realidad, y la religión ofrecía el sistema último de certezas que les sostenían y fundaban.
Pero he aquí que se ha producido un cambio drástico de panorama. La Modernidad y la industrialización han ido plasmando unos cambios profundos que el Renacimiento ya anunciaba de lejos. La era postindustrial de la información en la que nos hallamos no hace sino radicalizar esos cambios. Mal que bien, la Iglesia ha podido resistir en los últimos siglos a lo que se consideraban embates del mal. Pero todos los indicios apuntan a que la resistencia se está agotando. La realidad acaba por imponerse.
¿Y cuál es hoy esta realidad? Una realidad absolutamente compleja y marcada por la conciencia de la complejidad. Con todos nuestros saberes, o tal vez por ellos, el mundo nos resulta hoy mucho menos evidente que hace unos siglos o que hace solamente cincuenta años. Los sociólogos hablan de una “intransparencia irreductible”, o del “final de la evidencia y la visibilidad” o, más en general aún, de “la falta de rotundidad” de la realidad en su conjunto y de la sociedad en particular[1]. Efectivamente, nada es rotundo y seguro.
¿Y la fe en esta situación? Esta situación no es para la fe peor que la anterior. Incluso puede ser favorable y fecunda. A condición, claro está, de que sepamos discernirla con lucidez y vivirla en paz. A condición, en primer lugar, de que aceptemos la vulnerabilidad de nuestra fe. La complejidad hace vulnerable a las personas, y también a los grupos. Y lo que hace a nuestra juventud más vulnerable que nunca no es ante todo la desidia y la falta de valores, sino la complejidad: se encuentran en un mundo en el que es muy difícil asentarse y estar seguro, orientarse y abrir camino. Es la complejidad la que hace también a nuestra fe más vulnerable que nunca. Más vulnerable que nunca a la incertidumbre, a la inevidencia, a la relatividad de todas las creencias. Y esto puede ser una gracia para la fe, pues puede llevarnos a no sostenernos en creencias, sino en el Dios que nos sostiene y consuela en la debilidad.
Una fe reconciliada con la complejidad y la vulnerabilidad es sanadora. Empeñarnos en mantener un sistema rígido de creencias puede acabar por vaciar la espiritualidad y por rompernos por dentro. Necesitamos una fe profundamente enraizada y abierta. Abierta por enraizada. Sostenida a través de la incertidumbre misma. No una fe preponderantemente institucional, o ideológica, o moral. Sino una fe profundamente mística, a través y más allá de todas las creencias, de todos los ritos, de todas las normas. “Si los signos no engañan, el cristianismo en su totalidad está a punto de despedirse de su presentación moral, en la que ha aparecido después de la pérdida de la unidad dogmática y que al presente domina su imagen, para entrar en su futuro místico”[2]. Necesitamos una fe mística no marcada seguramente por experiencias extraordinarias, sino por la experiencia de ser y la experiencia de estar cada vez más profundamente enraizados en el misterio de Dios, el misterio que nos envuelve y nos origina, nos funda y nos regenera. Una fe hecha de confianza radical y sencilla en el seno mismo de la complejidad y la incertidumbre, en medio de la intemperie. Una fe que nos hace más flexibles y verdaderos, más humanos. Una fe que nos lleva a sabernos acogidos y a sentirnos defendidos en nuestra vulnerabilidad. Una fe que hace de la vulnerabilidad un lugar para la misericordia.
Una fe sin espíritu de secta, sin pesimismo apocalíptico, sin actitudes defensivas, sin agresividad doctrinaria. Una fe que cuida la identidad y la mantiene abierta, flexible, viva. Una fe a menudo perpleja, sí, pero no resignada, ni amargada, ni escéptica. Una fe dialogante y amable, que sabe que la verdad y el bien no son posesión suya, pero que no por ello renuncia a ser testigo de la gracia que la hace vivir.
La fe de siempre y la fe de cada tiempo. La fe cuya esencia no cambia, a condición de no querer encerrar la esencia en ninguna categoría, en ninguna imagen, en ninguna creencia, en ninguna interpretación.
2. Hermanados con todas las criaturas
Necesitamos una espiritualidad ecológica. “La ecología es algo más que una ciencia, una moda o una estrategia política. Implica una nueva manera de situarse ante la naturaleza y ante los otros, desde una perspectiva planetaria, e impulsa a una nueva actitud religiosa y cristiana”[3].
Necesitamos una espiritualidad basada en la interrelación de cosmos y humanidad, materia y espíritu. Una espiritualidad que propicie nuestra armonía con el Cosmos. Una espiritualidad que repare la ruptura secular entre Dios y creación, una ruptura que ha predominado en la tradición occidental y que ha convertido a Dios en una figura separada, alejada del mundo. Una espiritualidad que redescubra el misterio de Dios en el corazón del Cosmos y contemple el Cosmos en el misterio de Dios. Una espiritualidad que “profetiza la jovialidad del Verbo que asumió la carne humana en su eterna fragilidad y, a través de ella, de todo el cosmos, y del Espíritu que habita con sus energías la totalidad del Universo”[4].
Necesitamos una espiritualidad animada por la cortesía y la gentileza para con todas las criaturas, tratadas como hermanas. Una espiritualidad que supere el secular antropocentrismo por el que el ser humano se ha erigido como centro y corona de la creación, como rey y señor de todas las criaturas. Una espiritualidad de la fraternidad universal de todos los seres reconocidos en su misterio y en su dignidad única, inviolable.
Una espiritualidad que es un modo de pensar, sentir y actuar en comunión, más que en subordinación jerárquica. Una espiritualidad que es una manera de situarse ante toda realidad: no desde el dominio y el uso, sino desde el respeto y la reciprocidad. Una espiritualidad que mira todo cuanto es con admiración y asombro, con gratitud y confianza. Una espiritualidad que admira, venera y cuida. Una espiritualidad animada por la convicción y el sentimiento de que “todos los seres, de los más simples a los más complejos, formamos un todo orgánico”, de que “religiosamente hablando, todos procedemos del mismo acto amoroso del Creador” y de que, por eso, “hay una fraternidad y una sororidad fundamental entre todos los seres”, y “todos llevan en sí los trazos de las manos divinas que los plasmaron”, y de que por consiguiente todos “los seres son sacramentales”[5]. Una espiritualidad que percibe la materia no con los ojos de Descartes, como una extensión inerte y opuesta al espíritu, sino con los ojos de Francisco de Asís, como criatura hermana: hermana agua, hermano fuego y hermano aire, hermana madre tierra que somos y que nos hace ser. Una espiritualidad capaz de intuir en un trozo de piedra el Espíritu que duerme y danza, que sueña y juega y crea.
Necesitamos una espiritualidad que mira el universo como una trama de relaciones, en la que todo está en comunión con todo, y todo está fundado en un Dios que es “fundamental y esencialmente comunión, vida en relación, energía en expresión y amor supremo”[6]. Una espiritualidad que mira en “el universo en formación, una metáfora de Dios mismo, una imagen de su exhuberancia de ser, de vivir y de colaborar”[7]. Una espiritualidad fundada sobre la presencia universal del Espíritu y del Logos de Dios en todo el universo, desde la partícula subatómica hasta las galaxias más lejanas. Una espiritualidad fundada sobre la fe en un Dios que sigue creando, cuyo dinamismo creador es universal y siempre activo desde dentro mismo de la creación, de la que formamos parte; un Dios que ha dado a cada ser el poder de ir haciéndose en relación con todos los seres; un Dios que ama cuanto es y que “sostiene todas las cosas con su palabra poderosa” (Heb 1,3). Una espiritualidad de “la ternura del Dios de los oprimidos”, de todas las criaturas oprimidas.
Necesitamos una espiritualidad que comparta la esperanza de liberación y el gemido de la creación entera (Rm 8,20-22). Una espiritualidad corpórea y sensible, convencida de que “no hay redención personal sin la redención de la naturaleza humana y de la naturaleza de la tierra, a la que los seres humanos están ligados indisolublemente porque conviven con ella”[8].
3. Confiados en el Dios que nos habita
Teilhard de Chardin escribió hace 50 años: “Indudablemente, por cierta razón oscura, alguna cosa no ‘funciona’ en nuestro tiempo entre el hombre y Dios, tal como se le presenta al hombre de hoy. Actualmente todo ocurre como si el hombre no tuviese exactamente ante sí la figura de Dios que él quiere adorar”. ¿Está hoy Dios más callado y ausente que en otros tiempos? ¿O la cultura actual nos ofrece la oportunidad para experimentar lo que los grandes creyentes, y Jesús mismo en primer lugar, han experimentado siempre: que Dios no se manifiesta en forma de fuego y de trueno, sino en forma de brisa ligera apenas perceptible? Porque no está fuera y no es avasallador.
Los pensadores pioneros de la Modernidad que proclamaron la muerte de Dios y toda esa mayoría de nuestra sociedad actual que se declara agnóstica, ¿han dejado en el fondo de desear y de buscar a Dios, de creer en Dios en el fondo? ¿O sucede, más bien, que la imagen de Dios tal como se les ha presentado o tal como se les presenta no les resulta ya creíble? ¿Y, en verdad, es creíble? ¿No será que los ateos son más exigentes con la imagen de Dios que los propios creyentes (A. Gesché)? ¿No será que nos señalan a nosotros mismos la imagen de un Dios que no es? J. Martín Velasco escribió hace años: “Una situación como la actual puede suponer para la espiritualidad cristiana una cura de la enfermedad que lleva a los creyentes a confundir su representación de Dios con Dios mismo; a descansar sobre las palabras, las ideas, los gestos, los actos, los méritos con que se dirigen a Dios, sin darse cuenta de que la única forma de encontrarse con Dios es despertar constantemente la conciencia al hecho de que no podemos abarcarlo ni poseerlo”[9].
No queremos ni podemos dejar de creer en Dios en nuestro tiempo. Pero ¿no será que nuestros tiempos nos ofrecen también la gracia de creer en un Dios más creíble? ¿Y no será que los pocos ateos que quedan y los muchos agnósticos que aumentan nos ayudan precisamente a creer en un Dios más digno de fe?
No podemos creer en un Dios Padre, Señor, Rey, soberano, omnipotente. Un Dios inmutable, separado y lejano. Un Dios autoritario, providente y vigilante. Un Dios que se revela solamente a quien quiere, que ha elegido a un pueblo más que a otros, que atiende e interviene cuando quiere. Un Dios que impone normas intocables y exige culto. Un Dios que se ofende y aira, que pone a prueba y castiga. Un Dios que se impone y da miedo.
No, en ese Dios no podemos creer, porque no es verdadero, porque simplemente no existe. Pero podemos redescubrir y volver siempre a creer en el Dios verdadero. “Llamo verdadero Dios a aquel que me restituye a mi imprescriptible imagen y semejanza. Llamo verdadero Dios no al que me da miedo, sino a ese Dios, frágil y herido, y al mismo tiempo fuerte y fiel, que un día me coge suavemente de la mano para decirme en secreto, como secreto de niño, lo que soy a sus ojos y para él. Esa es mi única prueba. Y por esto no titubeo. Pues sé de quién me he fiado y estoy cierto (2 Tm 1,12). Por fin sé lo que soy”[10]. “No es un Dios encargado de cerrarnos el camino, sino un Dios que dice sí (él mismo es el Amén, el sí: Ap. 3,14) a nuestra existencia”[11]. Dios es aquel que ratifica nuestro ser y nos confirma. Aunque yo sea un asesino. Dios confía en nosotros. Dios cree en nosotros. Dios es el amén incondicional a nuestro ser. Dios es “el testigo del hombre, y quizá no existe un apelativo más bello para Dios”[12]. Es bueno y liberador, es sanador, creer en ese Dios.
Creo que nuestro tiempo nos invita a revisar en buena parte nuestra representación de Dios, tanto imaginaria como conceptual. Y “el eje de esa nueva concepción no será la distinción entre Dios y el mundo, sino el conocimiento de la presencia de Dios en el mundo y de la presencia del mundo en Dios”[13].
Es bueno creer en el Dios que lo habita todo y en quien todo habita, el “Dios, en quien vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17,28). Un Dios que no es parte del mundo ni la totalidad del mundo, pero que tampoco es alguien ni algo exterior al mundo y separado de él. Un Dios en quien el mundo es y todos somos como el niño en la madre y mucho más, como la luz en la llama y mucho más, como el sentido en la palabra y mucho más, como el espíritu en el cuerpo y mucho más. Un Dios que es la Gran Realidad de toda realidad, y que no está “más allá, fuera del mundo, sino más acá, en la profundidad de las cosas, como su fundamento y su misterio”[14]. Un Dios que es el corazón de la realidad que nos rodea, que nos constituye, que somos. Un Dios que todo lo anima, lo sostiene, lo habita.
Con su mirada y corazón de mujer, Ivone Gevara propone como metáfora de Dios la zoe-diversidad. “Propongo la expresión ‘zoe-diversidad de Dios’. Considero que se puede emplear esta expresión como una nueva metáfora para expresar esta realidad siempre presente y que los seres humanos siempre han tenido tantas dificultades para expresar. Hablar de la ‘zoe-diversidad’ de Dios quiere decir hablar ante todo de la Vida en su extraordinaria riqueza, pero de una vida que se desdobla en la complejidad de un Misterio vital. Este Misterio vital no está fuera de nosotros, sino que vivimos en él, existimos en él evolucionamos en él. Este Misterio también vive en nosotros y más allá de nosotros (…). La fe misma nos invita a buscar caminos de justicia y de ternura, de igualdad y de amistad (…). La zoe-diversidad de Dios es una metáfora que tiene que ver con la relacionalidad de todo con todas las cosas. Todas las cosas viven en Dios y Dios vive en todas las cosas. En este sentido, Dios es la realidad que penetra, atraviesa y vivifica toda la realidad, más allá del bien y del mal expresado y realizado por los seres humanos. Esto nos remite a otras maneras de referir este misterio relacional. En concreto, dejaremos de hablar de voluntad, de designio de Dios como si se tratara de algo que viniera directamente de Dios. Hablaremos, más bien, de los proyectos humanos para mantener la vida y, por esta razón, de proyectos válidos en sí mismos”[15].
Y no lo olvidemos nunca: “La verdadera antítesis de la fe no hay que buscarla en la incredulidad, sino en el miedo” (E. Biser). La verdadera herejía no tiene que ver con la doctrina, sino con la confianza, con lo que este mismo autor llama “herejía emocional”, es decir, la falta de ánimo. El desaliento y la tristeza son, pues, la mayor herejía, yo diría casi la única herejía. Y cuando el miedo y el desánimo provienen de la imagen de Dios, entonces se convierten en la peor blasfemia. Creo que Teilhard de Chardin estaba profundamente inspirado por el Espíritu de Dios cuando escribió:
“Piensa que estás en manos de Dios, tanto más fuertemente agarrado cuanto más decaído y triste te encuentres. Vive feliz, te lo suplico. Vive en paz. Que nada te altere. Que nada sea capaz de quitarte tu paz. Ni la fatiga psíquica. Ni tus fallo morales. Haz que brote y conserva siempre en tu rostro una dulce sonrisa, reflejo de la que el Señor continuamente te dirige. Y en el fondo del alma coloca, antes que nada, como fuente de energía y criterio de verdad, todo aquello que te llene de la paz de Dios. Recuerda: cuanto te reprima o inquiete es falso. Te lo aseguro en nombre de las leyes de la vida y de las promesas de Dios. Por eso cuanto te sientas apesadumbrado y triste adora y confía”.
4. Acompañados por la duda
Los tiempos en que los cristianos creían poseer todas las respuestas para los interrogantes ha quedado atrás definitivamente. Un sociólogo puede escribir: “Quien presenta lo que dice como irrefutablemente verdadero, o no es sincero o no dice nada interesante”[16]. Lo deberíamos aplicar a la teología, al magisterio, a nuestra fe. Nuestra fe no significa que lo tenemos todo claro. No significa que tenemos soluciones acabadas, respuestas últimas para nada. Tenemos la inestimable memoria de Jesús, la presencia activa de su Espíritu, la compañía una gran Iglesia de hermanas y hermanos, pero ello no nos exime de la duda, la búsqueda, el diálogo. Somos caminantes.
Y no tenemos la última palabra sobre lo que es verdadero y bueno. Creo que nuestro tiempo nos invita a creer renunciando a tener la última palabra, a renunciar precisamente porque creemos. Pues creemos en una presencia que siempre nos abre al otro y a más. Creemos en una palabra viva y creadora que nos habita a cada uno, como habita el corazón de cada ser humano y de cada criatura. Creo que estos tiempos invitan a la Iglesia a renunciar a controlar la normativa jurídica de nuestra sociedad, y a renunciar incluso “a controlar el devenir del mundo”[17].
Y creo que debemos aprender a creer sin saberlo todo y aprender a creer en la duda. Dudar no es una debilidad. O la debilidad de la duda no es un impedimento para la gracia de creer, sino más bien al contrario. La duda es una gracia porque nos mantiene pobres y disponibles para una presencia más grande.
S. Panikkar escribe: “La mística es esa seguridad previa que te permite vivir dudando. Una seguridad, claro está, paradójica: porque consiste, precisamente, en no necesitar de seguridad alguna. En cuyo caso, la mística es la otra faz del pluralismo. El místico es alguien capaz de vivir tranquilamente sin ideas: por esto puede correr el riesgo de tenerlas. Porque no las necesita para dar sentido a la vida. (…). Hoy procede vivir sin creencias absolutas, en permanente provisionalidad… Quiere decirse que la democracia, la secularización y el laicismo, esas conquistas de la modernidad, sólo se mantendrán si se descubre y se vive ese trasfondo –que yo llamo místico– que le permite a uno mantenerse en la provisionalidad, el relativismo, la incertidumbre y la increencia”[18]. Creo que no deberíamos interpretar estas palabras como exaltación superficial de un relativismo irresponsable, sino como una invitación a zambullirnos en una arriesgada confianza más allá de todo sistema de creencias y certezas. Y creo que esta actitud es vital e indispensable para el creyente de hoy y de mañana.
S. Kierkegaard, a quien nadie podrá tachar de relativista y sincretista, escribió: “Tener fe es el coraje de sostener la duda”. Creo que, para ser creyente de raíces vivas, es indispensable aprender a creer en la firme fragilidad de la duda. Creer en la duda significa creer desde la fragilidad humana. Pero es que Dios mismo se nos ofrece en esta fragilidad. “La fragilidad del hombre no es una vergüenza… No lo olvidemos, Dios mismo, nuestro Dios, se ofrece a nosotros en esta fragilidad”[19].
Creo en una fe que asume la inseguridad inherente a la fe, sobre todo hoy. La inseguridad es debilidad que suplica y espera, y nos lleva a sentirnos cercanos a los increyentes. Creo que la duda puede convertirse en un camino privilegiado de fe. Creo en una fe que, en palabras de J. Lois, “se afirma desde la duda, la queja, la paciencia, pero también, al mismo tiempo y sobre todo, desde la confianza y la esperanza”[20]. Y creo en “una teología que no maltrate el misterio”[21]. Creo en la fe del padre del epiléptico que acude a Jesús y humildemente le dice: “Señor, yo creo, ven en ayuda de mi incredulidad” (Mc 9,24).
5. Compasivos y comprometidos
En la prisión de Tegel, unos meses antes de ser ejecutado, Bonhöffer tenía la libertad de espíritu para meditar sobre el futuro de la fe y de su Iglesia evangélica luterana. Con ocasión del bautizo de su sobrinito, le escribió a éste una larga carta hondamente humana y teológica: “Nuestra Iglesia, que durante estos años sólo ha luchado por su existencia, como si ésta fuera una finalidad absoluta, es incapaz de erigirse ahora en portadora de la Palabra que ha de reconciliar y redimir a los hombres y al mundo… Por esta razón, las palabras antiguas han de marchitarse y enmudecer, y nuestra existencia de cristianos sólo tendrá, en la actualidad, dos aspectos: orar y hacer justicia entre los hombres”[22]. Esas palabras siguen valiendo hoy para nosotros y nuestra Iglesia.
Creo que la Iglesia se ocupa demasiado de sí misma, que pierde demasiadas energías psicológicas y espirituales en gestionar y a menudo en padecer problemas internos. Creo que gasta demasiadas fuerzas personales y comunitarias en mantener sus propias instituciones. Y creo que lo mismo cabe decir, lamentablemente, de muchas de nuestras parroquias, de la mayoría de nuestras Congregaciones religiosas y de buena parte de nuestras estructuras. Y de cada uno de nosotros. Es una lástima, porque se nos va la vida en preservar apariencias y en sostener vacíos.
La gracia de creer en nuestro tiempo requiere que redescubramos el centro vital de la experiencia de Jesús. Aquel foco doble y único que le movía por dentro: su amor a Dios y su compromiso con los más pobres. Pasión divina y compasión samaritana. Dejemos “marchitarse y enmudecerse muchas palabras antiguas”, muchas estructuras antiguas, y volvamos a lo que nos hace vivir y a lo que fomenta vida. Orar y hacer justicia. Los “desposorios de Santa Teresa y Che Guevara” que dice Frei Betto. Mística y política. O la “mística política” que dice J. B. Metz. En los puntos anteriores he insistido más en la dimensión mística. En éste subrayo sobre todo la vertiente política.
Necesitamos una fe profundamente compasiva y comprometida con las grandes causas de la humanidad hoy. Y la gran causa es la causa de la pobreza creciente de mil rostros. No podemos ser cristianos si no somos sensibles, escribe Martín Velasco, “al grito del sufrimiento y al clamor y la aspiración por la justicia que se eleva de una gran parte de la humanidad, fuera de la pequeña minoría de las sociedades avanzadas”[23].
Necesitamos creer que Dios sigue estando con los últimos, con los extranjeros y con todos los huérfanos de hoy. Y necesitamos anunciarlo de manera verdadera, de manera creíble, de manera esperanzadora, de manera transformadora, con nuestra palabra y con nuestra forma de vivir. Con la misma esperanza y con el mismo riesgo con que lo hizo Jesús. Con su misma compasión. Pues no bastará que emprendamos meras acciones, sino toda nuestra acción no está inspirada y motivada por una compasión que nace en las entrañas, en el corazón. Como el gesto de aquel samaritano.
Necesitamos una fe con entrañas de compasión y lucidez política. Una fe con corazón sensible y con “ojos claros”, con “ojos abiertos” (J. B. Metz). Una fe que no se aparta del camino como el sacerdote y el levita, o como el místico superficial. Una fe que se acerca y se compadece. Una fe que mira el lado doliente y marginado de la sociedad. Una fe que contempla ahí al Dios encarnado y compasivo. Una fe que reúne y vuelca las energías del Espíritu de Dios que quiere transformar todas las estructuras que hacen sufrir y morir. Una fe que sabe “conjuntar la compasión con la conciencia política” (J.M. Mardones). Una fe compasiva y comprometida que no se conforma con la “microcaridad o la respuesta asistencial”, sino que se propone desarrollar una “caridad política”[24]. Una fe, una esperanza y una caridad políticas que sepan trabajar creando redes con los innumerables hermanos y hermanas comprometidos con un mundo más justo, que contribuyan con ellos a desburocratizar la política, ahondar la democracia, a fomentar el reparto del trabajo, a promover la acogida de los inmigrantes, a trabajar por la paz y la justicia y la salvaguarda de la creación, a superar todas las diferencias por motivo de género, a defender los derechos del diferente en su cultura, en su religión, en su amor, en su orientación sexual…
La situación es difícil y compleja. No basta con grandes proclamas abstractas. Pero tampoco podemos huir, ni resignarnos a la realidad tal como es. Movidos por la compasión de Jesús y el consuelo del Espíritu, debemos implicarnos para transformarla con gestos realistas, con gestos sencillos, con gestos asociados. Serán “cosas chiquitas”, sí, como escribe E. Galeano. “No acaban con la pobreza, no nos sacan del subdesarrollo, no socializan los medios de producción y de cambio, no expropian las cuevas de Alí Babá. Pero quizá desencadenen la alegría de hacer, y la traduzcan en actos. Y al fin y al cabo, actuar sobre la realidad y cambiarla, aunque sea un poquito, es la única manera de probar que la realidad es transformable”.
6. Una fe en diálogo con otras religiones
Éste es otro de los elementos fundamentales y otra de las condiciones fundamentales de la gracia de creer en nuestro tiempo. Durante muchos siglos hemos podido ser cristianos convencidos de que nuestra fe era la única verdadera o al menos la más verdadera. Y he aquí que en muy pocos decenios se está dando un cambio radical de planteamientos. Toda pretensión de exclusividad y toda pretensión de superioridad van perdiendo sentido. Yo creo que no tienen ningún fundamento teológico. Creo que la teología y la espiritualidad nos están invitando a ser cristianos en actitud de reciprocidad y de diálogo con otras religiones. Y, como escribe R. Panikkar, el diálogo de las religiones es inevitable, importante, urgente, peligroso, desconcertante y purificador[25]. ¿Qué conlleva una fe en diálogo con otras religiones? Señalo unas convicciones que me parecen fundamentales:
Creo, en primer lugar, que hay diversos caminos de fe y de espiritualidad, como hay diversos bioclimas y diversas culturas y diversas lenguas. Y la fe brota siempre de una tierra y unas raíces. No existe la fe en general, como no existe el amor en general, ni el arte en general. Simplemente, no existe la vida en general, sino la vida concretamente formada, enraizada, arraigada. De modo que el diálogo no me exige renunciar a mi fe cristiana, sino al contrario: vivirla a fondo. Vivirla a fondo y en concreto, estimando y cuidando con mimo las mediaciones que estructuran mi fe: creencias, imágenes, ritos, signos, instituciones…
En segundo lugar, creo que el camino concreto de mi fe cristiana no equivale a la fe cristiana como tal. Mi fe cristiana necesita ciertamente un cuerpo de mediaciones, pero ninguna mediación es absolutamente indispensable para mi fe cristiana. Es camino. El camino es un medio, no es la meta. Todas las mediaciones cristianas (dogmas, ritos, normas de conducta) son un camino para acoger y vivir de la Buena Noticia de Jesús, el gozo de la misericordia de Dios, el anuncio de su esperanza para todos.
En tercer lugar, y en consecuencia, mi camino de creyente cristiano nunca es idéntico a sí mismo ni está trazado de una vez para siempre. Avanza y varía, abre a nuevas perspectivas, se cruza con otros caminos, se desdobla y se revisa y se transforma. La institucionalización concreta de mi fe, y en ese sentido la identidad visible de mi cristianismo, es algo flexible, móvil, cambiante, moldeable. La gracia de creer en nuestro tiempo requiere una gran capacidad de transformación y flexibilidad, y no por dejación de la propia identidad, sino por ahondamiento de la misma. Todo lo que es rígido es que está muerto o morirá pronto.
En cuarto lugar, creo que ningún camino de fe y, por consiguiente, ninguna religión es en sí y por sí misma mejor que otra cualquiera, como ningún bioclima es por sí mismo mejor que otro. No soy cristiano porque crea que el cristianismo es la mejor religión en sí misma, sino porque creo que la buena noticia y el camino de Jesús es el mejor camino para ser más bueno y feliz hoy, aquí, en la Iglesia concreta de la que formo parte.
En quinto lugar, creo que mi fe cristiana será verdadera en la exacta medida en que me hace capaz de relación con el otro, de respeto del otro, de reciprocidad con el otro. Y creo que, cuanto más a fondo viva mi fe cristiana, mi adhesión a Jesús y mi seguimiento de él, más fácilmente me encontraré con el otro y su camino. Ahondando nos encontramos y el encuentro mutuo es la mejor garantía de la verdad de nuestra fe.
Yo creo que nuestro tiempo es una gracia para la fe. Y creo que nuestra fe cristiana tiene futuro, a condición de que no queramos aferrarnos a creencias y a normas del pasado. Creo que Dios nos dice hoy: “Acuérdate de tu futuro”[26].
Yo creo en esta fe. “La fe, bendita sea para siempre jamás, además de apartar las montañas del camino de quienes se benefician de su poder, es capaz de atreverse con las aguas más torrenciales y de ellas salir oreada” (J. Saramago, Ensayo sobre la lucidez).
En: Hacia una espiritualidad para nuestro tiempo. Idatz, Donostia 2007
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