La gran Teresita
Hola amigos, amigas:
El otoño ha cubierto el bosque de humildes violetas. Humildes y bellas, con sus corolas de púrpura y sus cálices de oro.
Ya volaron de Arantzazu todas las golondrinas, aunque no sé muy bien, ¿quién las entiende? Se van una tarde a eso de las 3, y a los varios día reaparecen de pronto, como si nada. Pero esta vez parece que se fueron de verdad, y en otros lugares lejanos estarán diciendo: “¡Oh, ya llegan las golondrinas!”.
Yo también vuelvo, gracias a vosotras, a vosotros, con estos textos, con estos vuelos torpes, sin rumbo seguro (las golondrinas, y también las violetas, ellas sí que tienen un rumbo seguro, el rumbo certero de la vida, de Dios a Dios).
Hoy recordamos la fiesta de la pequeña Teresa de Lisieux, la gran Teresita, la del Niño Jesús, la de la infancia espiritual, la de la plenitud en la nada. Quiero evocarla, y decir que me conmueve. Es como una pequeña violeta de otoño en el bosque, que seguramente morirá con su púrpura y su oro sin que nadie la haya visto, o tal vez pisada inadvertidamente por cualquier paseante. La pequeña Teresa es un gran signo, el signo preciso de que lo insignificante es sublime. Y de cómo lo más sublime de Dios está más allá de todos los significados que le damos.
Me conmueve aquella niña rubia y feliz, radiante, querida, que a los 5 años quedó herida para siempre por la muerte de su madre. “Nunca pensó nos dice que fuera capaz de sufrir tanto como sufrió”, ¡y a tantos sucede lo mismo! (Teresita es su hermana, su tierna amiga). Me pregunto cómo, sufriendo tanto, quiso hacer de su vida “un cántico de amor”, y por eso regalaba y sigue regalando tanta paz. Y me pregunto cómo, en tanta oscuridad como padeció, irradiaba y sigue irradiando tanta luz, y cómo, de tanta “noche de la nada” que sufrió, hizo despuntar tanto amanecer. Me pregunto cómo, hundida en medio de tantas dudas de fe, supo sostenerse en la simple, segura, confianza en Dios. Será que descubrió que Dios es eso: el puro y simple misterio de la confianza, o del amor, y en él podemos descansar y sostenernos. Dios es pura confianza, y la pura confianza… eso es Dios. Me conmovió cuando hace años leí lo que Teresa escribía en el diario de su alma, en los últimos años del siglo XIX: “Si yo muriera con todos los pecados mortales del mundo, sin haberme confesado, me presentaría ante Dios con la más absoluta confianza, como un niño pequeño ante su padre”. (Y, sin embargo, de los púlpitos siguieron amenazando con el infierno y llamando al confesionario… Nunca aprenderemos de los que saben de verdad acerca de Dios).
¿Acerca de Dios? ¿Pero es que la pequeña Teresa sabía algo acerca de Dios? Sí, lo sabía todo, pero a través del puro no saber. Todas las doctrinas acerca de Dios la hundían en una fosa negra de ignorancia y de duda, todas las imágenes de Dios se le volvían un velo opaco. Y creo que ahí está el secreto y la actualidad de su mística. La pequeña Teresa es una mística que, a finales del siglo XIX y sin saberlo, hizo profundamente suyo el ateísmo, el nihilismo y la muerte de Dios propia de su época, que es la nuestra. La pequeña Teresa, sin saberlo, sintonizó profundamente con Nietzsche y su muerte de Dios. “¡Dios ha muerto!”, gritó Nietzsche, pero no se envanecía de ello, sino simplemente constataba un hecho, tomaba acta de la defunción de Dios en la Modernidad. La muerte de Dios es para Nietzsche una constatación no sólo liberadora, sino también angustiosa: “¿A dónde se ha ido Dios?”, pregunta casi desesperado. El Dios de la filosofía secular, el Dios de la teología tradicional, el Dios soberano, el Dios legislador supremo, el Dios que premia y castiga, el Dios celoso y arbitrario… ese Dios ha desaparecido, ya no es creíble en la cultura moderna, la de Nietzsche y la nuestra. No es que Nietzsche haya enterrado a Dios; simplemente, cayó en la cuenta de que ese Dios estaba definitivamente muerto, y lo estaba porque era creación humana, era un ídolo y una cárcel construida por los hombres con sus miedos y contradicciones. ¿Y qué pasa cuando desaparece ese Dios fabricado por hombres? Sin Dios, Nietzsche se sintió solo, de noche y perdido. Y deseó otro Dios, y tal vez lo vislumbró, aunque ya no supo decir nada de él.
¿Y qué tiene que ver eso con la pequeña Teresa que no sabía de filosofías, ni había estudiado teología, ni conocía a Nietzsche? También Teresita padeció la desaparición y la muerte de Dios. “Crees salir un día de las brumas que te rodean escribía poco antes de morir, a los 24 años: ¡Adelante! ¡Adelante! Gózate de la muerte, que te dará no lo que tú esperas, sino una noche más profunda todavía, la noche de la nada”. Estremece imaginarnos a una joven de 24 años que lo había dado todo, que había sido enteramente para Dios, y ahora, al final, un final prematuro y doloroso, Dios se le hace del todo ausente, y se siente sin cielo y sin Dios.
¿Cómo es posible? Muchos nos han dicho: “Ésas son las duras pruebas por las que Dios hace pasar a sus almas queridas”. Pero eso me parece monstruoso. En ese Dios no puedo creer. ¿Cómo explicarse entonces la noche oscura de la pequeña Teresa? Algo mucho tendrán que ver las heridas de su delicada psicología, pero también hay otra cosa fundamental: no hay camino hacia Dios que no pase por la ardua superación de todas las ideas de Dios y de todas las imágenes de Dios. Y en ese sentido, nada hay más parecido a un ateo que un místico. Dios no es nada de lo que decimos de él, nada de lo que de él imaginamos. Dios es Nada, que no es lo mismo que decir que Dios no es nada. Dios es Nadie, que no es lo mismo que decir que Dios no es nadie. Dios no es “algo junto a otro algo”, ni “alguien junto a otro alguien”. Dios es Nada y Todo en toda realidad. Dios es Nadie y a la vez es el Tú en todo tú, el Yo en todo yo, el Él en todo él, el Nosotros en todos los seres, el corazón en el corazón de todo.
Nada hay más parecido a un ateo que un místico, pero el místico mira, confía, ama, acoge a Dios en todo. Y se vacía de todo, y vive del todo. Se da del todo, y se hace uno con Dios en todo. Y hay ateos que se parecen mucho a los místicos. Y Nietzsche era tal vez uno de ellos.
Me gusta imaginar un encuentro entre Teresita y Nietzsche, o en el pobre monasterio carmelita de Lisieux o en el triste hospital psiquiátrico de Weimar. Creo que se habrían entendido. Teresa habría dicho a Nietzsche: “Sí, yo también quiero ser fiel a la tierra, y quiero pasar mi cielo haciendo bien en la tierra”. Y le habría dicho: “No, yo tampoco puedo creer en ese Dios”. Y habría añadido: “Y sin embargo… sin embargo, soy amada, y confío, y amo. Sí, amo. No puedo hacer otra cosa que amar. Yo soy tan pequeña… ¡El Misterio es tan grande!”. Y creo que Nietzsche habría sentido como una profunda corriente de luz y de calor recorriéndole y consolándole por dentro, y se habría conmovido al leer las palabras que la pequeña Teresa escribió poco antes de morir: “Si supiesen en qué tinieblas estoy sumergida. No creo en la vida eterna. Me parece como si después de esta mortal no hubiese ya nada. Todo ha desaparecido para mí. Sólo me queda el amor”. Creo que Nietzsche habría querido abrazar a la pequeña Teresa y habría sentido un poco de aquella ternura que tanto necesitó. Quizá fue lo único que le faltó para convertirse de ateo en místico.
¿Qué otra cosa puede ser Dios sino la ternura que todo lo habita y atrae?
Amigas, amigos, que la ternura de Dios llene tus ojos, habite en tus palabras.
(1 de octubre de 2009)