La parábola del Alakrana

Amiga, amigo, déjame que te cuente la parábola del Alakrana. Pero no como Jesús, que sabía contar una historia sin glosas. Yo no tengo el arte y me enredo

Alguien le puso a ese barco un nombre desafiante: Alakrana. Es un barco hermoso, y además poderoso. Al mirarlo, uno contempla a lo lejos, con un poco de añoranza, una pequeña chalupa indefensa en medio del mar, y unos pobres pescadores faenando de día y de noche, para vivir y morir. Pero eso era antes. Enseñados por la vida y los peligros, los pescadores se hicieron armadores y construyeron un Alakrana bello y poderoso. Y zarpó a otros mares y desapareció a lo lejos, porque había que vivir. Pero los peligros no desaparecieron.

Ésa es nuestra historia. Ésa es también la historia del alacrán. El alacrán es un animal peligroso, o así lo miramos. Pero no era así en el principio. Luego, a lo largo de millones, de cientos de millones de años, fue desarrollando poco a poco las mejores armas para hacer frente a los peligros: unas fuertes tenazas que valen igual para cortejar y amar que para apresar y matar, unos ojos muchos ojos que miran en todas las direcciones para detectar por igual la presa y la amenaza, y el veneno, un veneno mortal que sólo se utiliza en peligro de muerte pero que siempre está ahí como severa advertencia.

El alacrán es un animal inquietante, pero así es la vida, así somos todos. Somos alondras indefensas y águilas rapaces. Somos delicadas mariposas y peligrosos escorpiones. Somos humildes barquitas perdidas entre olas, casi igual que los peces, y somos poderosos barcos señores de las aguas, terror de los peces. Hay que luchar para vivir. Para vivir, hay que matar: estremece el pensarlo, estremece el decirlo, pero es así: el organismo vivo sólo puede vivir de otros organismos vivos, sólo puede vivir matando. Matamos vidas a cada paso, en cada pisada. Matamos cada vez que respiramos. Y matamos sobre todo cada vez que comemos; para comer, hay que matar, y no sabría decir si es así a pesar de que el comer es un acto tan sagrado como el amar, o precisamente porque lo es. Y no soy de los que piensan que la vida humana sea la única vida sagrada (¿será cuando menos la más sagrada? Así lo decimos nosotros, pero los escorpiones y los peces no lo verán así, y Dios también está en ellos). Hemos de matar para poder vivir, pero no podemos matar de cualquier modo a quien nos dé la gana. Sólo con infinita compasión y gratitud deberíamos matar la vida, y sólo para salvar la vida, la nuestra y la de los demás vivientes; sólo con pesar deberíamos matar.

El Alakrana, pues. Zarpó a pescar en mares lejanos para que pudieran vivir humildes familias gallegas y vascas. Y luego zarparon también los somalíes a apresar barcos y exigir rescates, porque también ellos tienen un país que entre muchos destrozaron, y también ellos tienen mujeres e hijos que han de vivir, y tal vez no encontraron medio mejor o modo más productivo.

Uno se pone a pensar estas cosas, y se le nublan el alma y los ojos. Y todas las respuestas se vuelven inciertas. Incierta se vuelve la fe, incierta se vuelve la teología, incierta la ética. Inciertos se vuelven todos los principios supuestamente intangibles que proclamábamos tanto más firmemente cuanto más inseguros nos sentíamos. “Con los terroristas nunca se debe negociar “, se decía, pero el Alakrana nos enseña que las cosas no son como pensamos o al menos como decimos, porque todos sabemos que se pagará un cuantioso rescate negociado en la City de Londres, y porque ya son públicas las gestiones de presidentes, gobiernos, ministros y jueces para desembarazarse de la manera menos embarazosa de los “terroristas” somalíes encarcelados, y porque todo el mundo busca entre los entresijos de la ley el resquicio que siempre existe afortunadamente para al menos salvar las apariencias legales, y a uno le parece lo más razonable en este caso o al menos lo menos arriesgado, y al final aquel principio que parecía intangible no lo era tanto y, en realidad, quería decir simplemente: “Nunca se ha de negociar con los terroristas salvo que sean poderosos”, y esto sí que lo entendemos todos y lo hemos sabido desde siempre. Y, sin darse cuenta, uno se pone a pensar también en los pobres atunes y en los miserables somalíes, y uno se pregunta quién hizo las leyes, y quién dividió las tierras y los mares. Y, de pregunta en pregunta y de duda en duda, uno acaba sin saber a ciencia cierta qué significa “pirata” y “terrorista”, y sin saber muy bien quiénes son los buenos y quiénes son los malos.

¿Qué podemos hacer cuando todo se vuelve tan incierto, cuando se nos hace tan dolorosamente patente que la belleza y el miedo, el gozo y la lucha, la vida y la muerte están tan unidos, cuando el bien de los unos parece exigir fatídicamente el mal de los otros y la justicia de los unos parece incompatible con el derecho de los otros? ¿Y no decía yo hace una semana que todos somos santos o buenos? ¿Pero de qué sirven afirmaciones así de melifluas y melindrosas? ¿No hemos de declarar más bien la lucha universal por el propio interés y la guerra de todos contra todos? No, no quiero oponer la bondad y el interés, el altruismo y la utilidad, y admito que no podemos llegar a ser buenos sacrificando a cualquier precio nuestro interés, pero quiero seguir creyendo que sólo cuando lleguemos a ser buenos seremos dichosos y entonces lograremos nuestro máximo provecho. Y quiero seguir creyendo en la bondad originaria de todos los seres, también de todos los seres humanos aunque parezca mentira, incluso de aquellos que llamamos “piratas” y “terroristas”. De ningún modo quiero decir que todo lo que hacemos sea bueno, sino que la bondad es lo primero, porque venimos de Dios, y que la bondad es lo último, porque a Dios vamos y Dios nos acompaña en todos los puntos del camino.

Pero Dios, ¿dónde está Dios? Yo no tengo respuesta, y la incertidumbre se hace aquí más lacerante. ¿Dónde estás, Dios mío? Creo que Dios tampoco tiene respuesta. Me cuesta creer en un Dios que tuviera respuesta a las preguntas que nos torturan. Yo prefiero creer en un Dios que busca con nosotros no ya la respuesta, sino el aliento de la vida, en medio de la incertidumbre que a veces nos sofoca.

Búscalo ahí, en tu duda, en tu noche. No corras en pos de la certeza, no huyas de la noche, no fuerces el alba. No te apropies de la verdad y de la justicia. No quieras separar el trigo y la cizaña antes de tiempo. No te apresures a dividir el mundo en buenos y malos. No, no todo da igual, ni todo es bueno, ni todos somos buenos del todo. Pero ten por seguro que nadie es del todo malo. Cree en la chispa del bien, en la semilla de bondad que habita en cada uno. Es la misma chispa que habita en ti. ¿No crees en tu bondad, aunque sea una chispa? Pues cree que no es mayor en ti que en los demás. Y cree, si puedes, que el bien es más fuerte en todos. Sí, en todos.

Yo quiero seguir creyendo en el misterio de la vida, junto con la muerte. Creo que todos vivimos en la comunión de la vida y en la comunión de la muerte. Creo que Dios es la Comunión de la vida incluso en la muerte. Vivimos gracias a otros, vivimos de su vida e incluso de su muerte. Vivimos en Dios, porque otros nos hacen vivir. Y entre todos hemos de hacer crecer a Dios en el mundo. Dios es el corazón que impulsa el mundo hacia la Gran Comunión. La vida es lucha, lo es, pero ¿qué es lo que nos seguirá dando la fuerza para luchar día tras día sino la fe en la bondad? Es preciso derrocar este orden que nos rige tan desordenadamente, pero ¿qué es lo que nos dará ánimo para afrontar la incertidumbre y el cansancio, sino la confianza en que la bondad merece la pena también cuando fracasa? A la bondad omnipresente y activa, yo la llamo Dios. Entre perplejidades y conflictos, más allá de nombres y figuras, todos lo buscamos, todos lo encarnamos. Y alguna vez lo encarnaremos. A su corazón sin fronteras encomiendo al Alakrana y a los somalíes, y a los pobres atunes del Índico de los que nadie se apiada.

Te encomiendo a la Gran Piedad.

(12 de noviembre de 2009)